Hoy, la liturgia de la Palabra nos invita a considerar y
admirar la figura de san José, un hombre verdaderamente bueno. De María, la
Madre de Dios, se ha dicho que era bendita entre todas las mujeres (cf. Lc
1,42). De José se ha escrito que era justo (cf. Mt 1,19).
Todos debemos a Dios Padre Creador nuestra identidad individual como personas hechas a su imagen y semejanza, con libertad real y radical. Y con la respuesta a esta libertad podemos dar gloria a Dios, como se merece o, también, hacer de nosotros algo no grato a los ojos de Dios.
No dudemos de que José, con su trabajo, con su compromiso en su entorno familiar y social se ganó el “Corazón” del Creador, considerándolo como hombre de confianza en la colaboración en la Redención humana por medio de su Hijo hecho hombre como nosotros.
Aprendamos, pues, de san José su fidelidad —probada ya desde el inicio— y su buen cumplimiento durante el resto de su vida, unida —estrechamente— a Jesús y a María.
Lo hacemos patrón e intercesor para todos los padres, biológicos o no, que en este mundo han de ayudar a sus hijos a dar una respuesta semejante a la de él. Lo hacemos patrón de la Iglesia, como entidad ligada, estrechamente, a su Hijo, y continuamos oyendo las palabras de María cuando encuentra al Niño Jesús que se había “perdido” en el Templo: «Tu padre y yo...» (Lc 2,48).
Con María, por tanto, Madre nuestra, encontramos a José como padre.
Santa Teresa de Jesús dejó escrito: «Tomé por abogado y señor al glorioso san
José, y encomendeme mucho a él (...). No me acuerdo hasta ahora haberle
suplicado cosa que la haya dejado de hacer».
Especialmente padre para aquellos que hemos oído la llamada del Señor a ocupar, por el ministerio sacerdotal, el lugar que nos cede Jesucristo para sacar adelante su Iglesia. —¡San José glorioso!: protege a nuestras familias, protege a nuestras comunidades; protege a todos aquellos que oyen la llamada a la vocación sacerdotal... y que haya muchos.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (1,18-24):
Especialmente padre para aquellos que hemos oído la llamada del Señor a ocupar, por el ministerio sacerdotal, el lugar que nos cede Jesucristo para sacar adelante su Iglesia. —¡San José glorioso!: protege a nuestras familias, protege a nuestras comunidades; protege a todos aquellos que oyen la llamada a la vocación sacerdotal... y que haya muchos.
COMENTARIO.
Las Lecturas de este último Domingo antes de la Navidad
nos invitan a ir considerando la ya inminente venida del Salvador, en su nacimiento
en Belén.
La Primera Lectura (Is. 7, 10-14) nos habla del
anuncio del Profeta Isaías en un momento particularmente difícil del pueblo de
Israel. El Rey Acaz no quiere obedecer al Profeta para enfrentar la
situación en que se haya el pueblo: “Pide a Yavé tu Dios una
señal”, le indica el Profeta. Pero el Rey, dando una excusa
aparentemente piadosa, prefiere continuar con la decisión que ya había tomado:
solicitar la ayuda de los Asirios para enfrentar al Reino del Norte.
Ante la desobediencia del Rey, el Profeta Isaías reprocha
y responde: Estos descendientes de David no les basta con cansar a los hombres,
sino que ahora también quieren cansar a Dios. Otro será el descendiente
de David que traerá la salvación al pueblo: el Mesías. Pero ese
descendiente nacerá en la pobreza (cf. Is. 7, 15). Y la
política absurda del Rey Acaz y sus sucesores va a traer la ruina total del
país (cf. Is. 16-17).
Como el Rey Acaz no quiso pedir una señal para saber los
deseos de Yavé en esta coyuntura política, el Profeta anuncia que Dios sí dará
una señal: la venida del Mesías prometido desde el Génesis.
“El Señor mismo les dará una señal: He aquí que la Virgen
concebirá y dará luz a un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel, que
significa Dios-con-nosotros”.
Esa señal sucederá 700 años después del Rey Acaz y del
Profeta Isaías. Nos viene en el Evangelio de hoy (Mt. 1,
18-24), en el queSan Mateo confirma esta importantísima profecía de Isaías
acerca de la concepción y el nacimiento del Mesías, al narrar cómo sucedió la
venida de Jesucristo al mundo, y concluyendo que todo esto sucedió así
precisamente “para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca
del Profeta Isaías”.
En general las Lecturas de hoy nos hacen ver la
procedencia humana y la procedencia divina del Salvador. Jesucristo es
verdadero Dios y verdadero hombre. Así nos lo indica San Pablo en la
Segunda Lectura (Rom. 1, 1-7): “Jesucristo nació, en cuanto a
su condición de hombre, del linaje de David, y en cuanto a su condición de
espíritu santificador, se manifestó con todo su poder como Hijo de Dios, a
partir de su resurrección de entre los muertos”.
Esta cita de San Pablo nos recuerda cómo se realiza el
misterio de la salvación. Con la Encarnación del Hijo de Dios en la
Virgen anunciada por Isaías, con su nacimiento en Belén, con su
Vida, Pasión, y Muerte, culminando en su Resurrección gloriosa, se realiza el
misterio de la salvación del género humano. Y punto focal de ese ciclo de
nuestra redención es precisamente la Natividad del Hijo de Dios que se había
encarnado en el seno de María Virgen.
Todo un Dios se rebaja de su condición divina -sin
perderla- para hacerse uno como nosotros y rescatarnos de la situación en que
nos encontrábamos a raíz del pecado de nuestros primeros progenitores. El
viene a pagar nuestro rescate, y paga un altísimo precio: su propia vida.
Pero para poder dar su vida por nosotros, lo primero que hace es venir a
habitar en medio de nosotros, al nacer en Belén.
¡Qué maravilla el milagro de la Encarnación! En
Jesucristo se unen la naturaleza divina con la naturaleza humana, pero esto,
sin que ninguna de las dos naturalezas perdiera una sola de sus propiedades.
Pensemos lo insondable que es la naturaleza divina:
Consiste ¡nada menos! en la plenitud infinita de todas las perfecciones.
¡Eso es Dios! Y ese Dios, esa Perfección Infinita se rebaja, se anonada
para hacerse humano. Pero en ese abajamiento no pierde su Perfección
plena e Infinita. ¡Qué grande maravilla!
Ese insólito milagro sucede cuando el Espíritu Santo, el
Espíritu de Dios (la Tercera Persona de la Santísima Trinidad) “cubre a la
Virgen María con su sombra” y ella, por el “Poder del
Altísimo”, concibe en su seno al Hijo de Dios, al Emanuel, al
Dios-con-nosotros. Así, el Verbo de Dios se encarna en las entrañas de la
Santísima Virgen María. (Lucas 1, 35-37)
El relato del Evangelio de San Mateo nos muestra de
manera muy sobria, sin mayores detalles el sufrimiento de San José.
Podemos intuir cómo pudo haber sido este difícil trance: sus dudas ante los
evidentes signos de la maternidad de su prometida, María; su angustia al no
saber cómo actuar.
La Virgen se mantiene en silencio: lo que Dios le ha
dicho privadamente, Ella lo conserva en su corazón y no dice nada de ello a
José. El Señor suele actuar así, en forma misteriosa y secreta. Y
el Señor mantiene el secreto, hasta que José, hombre bueno y santo, “no
queriendo poner a María en evidencia”, nos dice el texto evangélico,
decide abandonarla también en secreto. Pero Dios, que tiene su momento
para revelarse, le habla en sueños a José a través del Ángel: “María ha
concebido por obra del Espíritu Santo”.
Y José cree lo imposible, igual que María en la
Anunciación creyó lo imposible. Ambos creyeron que para Dios no hay nada
imposible. Así, el Salvador del mundo se había hecho Hombre, sin
intervención de varón, por obra del Espíritu Santo, en el seno
de la Virgen anunciada por el Profeta Isaías. ¡Misterio
inmenso, increíble, insólito!
Y José acepta, en humildad y en obediencia, ser esposo
terrenal de la Virgen Madre y ser padre virginal del Hijo de Dios. Ya
María había aceptado que se hiciera en Ella según lo que Dios deseara,
declarándose “esclava del Señor”: “Yo soy la esclava del Señor. Hágase en
mí según tu palabra”.
Estamos ante San José, esposo virginal de la
Virgen-Madre, la persona que Dios escogió como padre terrenal de su Hijo.
Y vemos en él virtudes que podemos imitar para que el
misterio de la salvación, que ese Niño vino a traernos, pueda realizarse en
cada uno de nosotros:
- Fe por encima de las apariencias humanas.
- Humildad para aceptar sin cuestionar los
designios de Dios.
- Obediencia ciega a los planes de Dios.
- Entrega absoluta a la Voluntad Divina.
Todas éstas son virtudes que observamos en San José
y en la Virgen. Todas éstas son virtudes que nos preparan para la próxima
venida del Señor. Todas son virtudes que podemos tener si nos abrimos a
las gracias que Dios nos da en todo momento, pero especialmente en este tiempo
de preparación para la Navidad.
Al dar su “Sí” María, sucede entonces el gran milagro: la
humanidad de Jesús y la divinidad de Dios se unen. Por medio de esta
unión, el Verbo, Quien antes era sólo Dios, ahora se hace también Hombre.
Nos lo explica San Juan al comienzo de su Evangelio: “En
el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios…
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. (Jn
1, 1 y 14)
Jesús, como Dios, al que llamamos el Verbo, siempre ha
sido Dios. Pero en un momento hace 2000 años ese Dios Verbo, se
hizo también Hombre, tomando el nombre de Jesús. Y vino a nosotros para
mostrarnos cómo es El y para señalarnos el camino por el cual es posible llegar
a El. Para eso Dios se hizo Hombre en Jesucristo.
Celebremos la Navidad, pues, pero que el ambiente festivo
no nos aparte del verdadero sentido de la venida de Jesús: seguirlo e imitarlo
a El, para prepararnos para su Segunda Venida.