domingo, 26 de abril de 2020

«Aquel mismo día, el domingo» (Evangelio Dominical)







Hoy comenzamos la proclamación del Evangelio con la expresión: «Aquel mismo día, el domingo» (Lc 24,13). Sí, todavía domingo. Pascua —se ha dicho— es como un gran domingo de cincuenta días. ¡Oh, si supiésemos la importancia que tiene este día en la vida de los cristianos! «Hay motivos para decir, como sugiere la homilía de un autor del siglo IV (el Pseudo Eusebio de Alejandría), que el ‘día del Señor’ es el ‘señor de los días’ (…). Ésta es, efectivamente, para los cristianos la “fiesta primordial”» (San Juan Pablo II). El domingo, para nosotros, es como el seno materno, cuna, celebración, hogar y también aliento misionero. ¡Oh, si entreviéramos la luz y la poesía que lleva! Entonces afirmaríamos como aquellos mártires de los primeros siglos: «No podemos vivir sin el domingo».

Pero, cuando el día del Señor pierde relieve en nuestra existencia, también se eclipsa el “Señor del día”, y nos volvemos tan pragmáticos y “serios” que sólo damos crédito a nuestros proyectos y previsiones, planes y estrategias; entonces, incluso la misma libertad con la que Dios actúa, nos es motivo de escándalo y de alejamiento. Ignorando el estupor nos cerramos a la manifestación más luminosa de la gloria de Dios, y todo se convierte en un atardecer de decepción, preludio de una noche interminable, donde la vida parece condenada a un perenne insomnio.

                      
                                             



Sin embargo, el Evangelio proclamado en medio de las asambleas dominicales es siempre anuncio angélico de una claridad dirigida a entendimientos y corazones tardos para creer (cf. Lc 24,25), y por esto es suave, no explosivo, ya que —de otro modo— más que iluminar nos cegaría. Es la Vida del Resucitado que el Espíritu nos comunica con la Palabra y el Pan partido, respetando nuestro caminar hecho de pasos cortos y no siempre bien dirigidos.

Cada domingo recordemos que Jesús «entró a quedarse con ellos» (Lc 24,29), con nosotros. ¿Lo has reconocido hoy, cristiano?




Lectura del santo evangelio según san Lucas (24,13-35):



                                       




AQUEL mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios;
iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.

Él les dijo:
«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».
Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
«Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».

Él les dijo:
«¿Qué?».

Ellos le contestaron:

«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».

Entonces él les dijo:

«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Pero él desapareció de su vista.

Y se dijeron el uno al otro:

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Palabra del Señor






COMENTARIO. 


                 



Hoy, Domingo 3 de Pascua, continúa la Liturgia en tono de júbilo, porque Cristo ha resucitado.  El “Aleluya” sigue resonando como un grito de celebración victoriosa, pues Jesús ha vuelto de la muerte a la Vida, para comunicarnos esa Vida a nosotros.

Esta es la tónica de la Primera Lectura (Hch. 2, 14.22-23), tomada de los Hechos de los Apóstoles, la cual nos narra el discurso de Pedro el día de Pentecostés.  Después de haber recibido el Espíritu Santo, San Pedro irrumpe en palabras que explicaban el triunfo de Jesús sobre la muerte, discurso que estaba lleno de alegría porque Cristo, el que había sido entregado a la muerte en la cruz, había resucitado.

El Salmo 15 es un Salmo del Rey David, que San Pedro recuerda en su discurso, el cual nos llena de esperanza en nuestra propia resurrección.  Hemos cantado:  “Se me alegra el corazón ... porque Tú no me abandonarás a la muerte”.   Y en él le hemos pedido al Señor que nos enseñe el camino de la vida, para poder ser saciados del gozo de su presencia en alegría perpetua junto a El.  Hemos repetido en el Salmo:  “Enséñanos, Señor, el camino de la Vida”.

En la Segunda Lectura (1 Pe.1, 17-21),  San Pedro nos habla también de camino, de “nuestro peregrinar por la tierra”,  pidiéndonos que vivamos en esta vida “siempre con temor filial”.  Es decir, siempre con el respeto y el amor que debemos a Dios nuestro Padre, porque hemos sido rescatados, no pagando con algo efímero, como pueden ser el oro y la plata, sino que el precio de nuestro rescate ha sido ¡nada menos! que la vida de su Hijo, “la sangre preciosa de Cristo”.



                                     




En el Evangelio (Lc. 22, 13-35) vemos el famoso pasaje de un camino, el camino entre Jerusalén y un poblado situado a unos once kilómetros de distancia, llamado Emaús.  Por ese camino iban dos discípulos de Jesús, que hacían este recorrido tres días después de los sucesos de la muerte del Señor, precisamente el día en que Cristo había resucitado.  Y mientras iban caminando y comentando todo lo que acababa de suceder en Jerusalén, el mismo Jesús Resucitado se les apareció haciéndose pasar por un viajero más que iba caminando en la misma dirección.

Nos dice el Evangelio que los ojos de los discípulos estaban “velados” y no pudieron reconocer a Jesús.  (Lc. 24, 13-35).   Jesús se hace el desentendido, el que no sabía nada de lo sucedido, y ellos se impresionan:  “¿Serás tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?”.

Jesús sigue haciéndose el desentendido, con lo que logra que ellos expresen exactamente qué piensan de Jesús:  “Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron.”

Luego le contaron que algunas mujeres de su grupo los habían dejado “desconcertados”, pues habían ido esa madrugada al sepulcro y llegaron contando que no habían encontrado el cuerpo y que se les habían aparecido unos ángeles que les habían dicho que Jesús estaba vivo.  Le refirieron que también los hombres, los Apóstoles, habían constatado lo del sepulcro vacío, pero añadían incrédulos que a Jesús no lo habían visto.


                                
                                       




Varias cosas resaltan en esta primera parte del relato evangélico:  ¿Por qué estaban “velados” los ojos de Cleofás y de su compañero?  ¿Por qué no pudieron reconocer a Jesús Resucitado cuando se les incorporó en el camino hacia Emaús?  Más aún, ¿por qué estaban “desconcertados” ante la información dada por las mujeres que fueron al sepulcro?

Realmente se nota en ellos una gran falta de fe.  Si Jesús había anunciado a sus discípulos, a sus seguidores que resucitaría al tercer día ¿cómo, entonces, no iban a creer el cuento de las mujeres, si lo que ellas informaron fue justamente lo que El ya había anunciado?  ¡Qué incredulidad ante el testimonio de los mismos Apóstoles quienes ratificaron lo del sepulcro vacío!

Fijémomos en el comentario completo:  “Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a El no lo vieron”.   ¡Qué falta de fe!  Tenían que ver para creer.  Y nuestra fe ... ¿cómo es?  ¿Necesita también de pruebas ... o  podemos creer sin comprobaciones?

Pero no sólo había falta de fe en estos dos discípulos:  había también apego a sus propios criterios.  Fijémonos que ellos dicen haber esperado un Mesías diferente a lo que Jesús fue:  ellos esperaban un Mesías que fuera “libertador de Israel”.  ¿Y qué nos dice este comentario sobre el Mesías?  Con esto nos muestran que no aceptaban del todo lo que Jesús había hecho o lo que había dejado de hacer, sino que más bien tenían su propia idea de cómo debían ser las cosas, de cómo debía actuar el Mesías.



       
                 



Con razón el Señor los reprende duramente:  ¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas!  ¿No tendría también que reprendernos el Señor así?  ¿No podría el Señor tacharnos de “insensatos”, pues también tenemos nuestros propios criterios e ideas, por cierto no muy ajustados a los criterios e ideas de Dios?  ¿No podría el Señor tacharnos de “duros de corazón” también, pues somos duros para creer?

Luego de esta fuerte corrección, comienza Jesús a explicarles todos los pasajes de la Escritura que se referían a El.

Y, al sentirse ellos emocionados con estas explicaciones, le piden a Jesús que no siga de camino.  “Quédate con nosotros”, le dicen. 

Jesús accede y al estar dentro sentado a la mesa, nos dice el Evangelio que “tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se los dio”.  Fue en ese momento cuando “se les abrieron los ojos y lo reconocieron”.   Al escuchar lo que Jesús les iba diciendo, su corazón se emocionaba e iban entendiendo lo que les explicaba ...  Y al recibir a Cristo en la Eucaristía, pudieron reconocerlo y pudieron creer que realmente había resucitado.

¿Qué otra enseñanza podemos sacar del camino a Emaús?

Nosotros debemos escuchar a Jesús.  Debemos buscarlo primeramente en su Palabra contenida en la Biblia y en las lecturas de cada domingo.  Debemos estar en sintonía con El, para reconocerlo cuando se nos acerque en nuestro camino.  Para estar en sintonía con el Señor, debemos buscarlo sobre todo en la oración, pero -además- recibirlo con frecuencia en la Sagrada Eucaristía.  Y cuando no la podamos tener, realizar frecuentes Comuniones Espirituales.

En la Palabra de Dios, en la oración y en la Eucaristía tenemos las gracias necesarias para poder creer sin ver, para desprendernos de nuestros propios criterios y de nuestra propia manera de ver las cosas.


                                                




Así podremos creer sin ver.  Así podremos desprendernos de nuestros propios criterios y de nuestra propia manera de ver las cosas.  Así podremos reconocer al Señor cuando nos enseña su Verdad y cuando nos muestra sus criterios.  Así podremos aprovechar la gracia de su presencia en nosotros y en medio de nosotros.  Así tiene sentido pedirle:  “Quédate con nosotros”.

Sin la Palabra de Dios, la oración y la Eucaristía, Jesús podrá pasar delante de nosotros y no lo reconoceremos ni aprovecharemos su presencia.  Sería una lástima.

En esto consiste nuestro camino a Emaús.  En esto consiste ese “camino de la Vida”, que hemos pedido al Señor en el Salmo.
















Fuentes;
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 19 de abril de 2020

«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». (Evangelio Dominical)







Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.

Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. 
Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.


                                 



La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros.




Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-31):


                                  

                                 



 AL anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en
medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Palabra del Señor






COMENTARIO



                           
       


Cada Domingo posterior al Domingo de la Resurrección del Señor conmemoramos la Fiesta de la Divina Misericordia.  Es una Fiesta instituida por el Papa Juan Pablo II.  No la inventó el Papa, sino que fue solicitada por el mismo Jesucristo a través de Santa Faustina Kowalska, religiosa polaca del siglo XX, quien murió en 1938 a los 33 años de edad.

Sor Faustina fue canonizada por el Papa Juan Pablo II, precisamente en la Fiesta de la Divina Misericordia del año 2000.  Nos dijo el Papa que esta paisana suya, Sor Faustina, recibió gracias místicas especialísimas a través de la oración contemplativa, para comunicar al mundo el conmovedor misterio de la Divina Misericordia del Señor.  “Dios habló a nosotros a través de Sor Faustina Kowalska... invitándonos al abandono total en El”, nos dijo el Papa.



                         



Veamos qué cosas nos dice Dios a través de Sor Faustina.

En el Antiguo Testamento le enviaba a mi pueblo los profetas con truenos.  Hoy te envío a toda la humanidad con mi Misericordia.  No quiero castigar a la humanidad llena de dolor, sino sanarla estrechándola contra mi Corazón misericordioso.

Habla al mundo de mi Misericordia, para que toda la humanidad conozca la infinita Misericordia mía.  Es la señal de los últimos tiempos.  Después de ella vendrá el día de la justicia.  Todavía queda tiempo... Antes de venir como Juez justo, abro de par en par las puertas de mi Misericordia.  Quien no quiera pasar por la puerta de mi Misericordia, deberá pasar por la puerta de mi Justicia.

Dios posee todos sus atributos o cualidades en forma infinita.  Así es, infinitamente Misericordioso, pero también infinitamente Justo.  Su Justicia y su Misericordia van a la par.

Pero a través de esta Santa de nuestro tiempo nos hace saber que por los momentos, para nosotros, tiene detenida su Justicia para dar paso a su Misericordia.  No nos castiga como merecemos por nuestros pecados, ni castiga al mundo como merecen los pecados del mundo, sino que nos ofrece el abismo inmenso de su Misericordia infinita.  Pero si no nos abrimos a su Misericordia, tendremos que atenernos a su Justicia.  ¡Graves palabras del Señor!  Por lo demás, coinciden con su Palabra contenida en el Evangelio... Y llegará el momento de su Justicia ... Llegará ...

Hoy en el Evangelio (Jn. 20, 19-31) hemos leído el momento y las palabras con que Jesucristo instituyó el Sacramento de la Confesión, del Perdón.  Es el Sacramento de su Misericordia.  Pero veamos también qué nos ha dicho el Señor sobre la Confesión a través de Santa Faustina:

Cuando vayas a confesar debes saber que Yo mismo te espero en el Confesionario, sólo que estoy oculto en el Sacerdote.  Pero Yo mismo actúo en el alma.  Aquí la miseria del alma se encuentra con Dios de la Misericordia.


                                 



Llama a la Confesión Tribunal de la Misericordia.  ¡Qué nombre tan apropiado! Porque es así: un tribunal al que vamos invitados (no obligados) y donde siempre salimos absueltos (no nos culpan, ni nos condenan).  Insólito: nos convocan para absolvernos de nuestra falta.  Y la sentencia es siempre el perdón.  Es un tribunal que nos absuelve aunque seamos culpables.

¡Cómo es que tanta gente deja de aprovechar las gracias que Jesús nos reparte en su Tribunal de Misericordia!

Y para acogerse a El no nos pide grandes cosas:  sólo basta acercarse con fe a los pies de mi representante  (el Sacerdote) y confesarle con fe su miseria ... Aunque el alma fuera como un cadáver descomponiéndose  (es decir, muerta y descompuesta por el pecado) y que pareciera estuviese todo ya perdido, para Dios no es así.

¡Oh!  ¡Cuán infelices son los que no se aprovechan de este milagro de la Divina Misericordia!  Porque si no aprovechamos la Misericordia ahora, tenemos que atenernos a la Justicia después.  Esa son nuestras opciones.

En el Evangelio de hoy también hemos visto cuán importante es la Fe.  “Bienaventurados los que, sin ver, creen”,  dijo Jesucristo a Santo Tomás Apóstol, quien no quería creer que Cristo había resucitado, porque no lo había visto.  La Fe es la virtud sobre la cual se funda la Esperanza.  De la Fe brota la confianza y ésta nos lleva a la Esperanza.  La confianza es esencial para poder aprovecharnos de las gracias de la Misericordia de Dios.


                



 La confianza está en la esencia de la devoción a la Divina Misericordia.   La confianza es esa actitud que tiene el niño que confía en sus padres.  Así debemos ser nosotros, como niños, que en todo momento confiamos sin medida en el Amor Misericordioso y en la Omnipotencia del Padre Celestial.

La confianza es una consecuencia directa de la Fe: no hay verdadera Fe si no hay confianza.  De Fe, confianza y Esperanza nos habla San Pedro en la Segunda Lectura (1 Pe. 1, 3-9).  Nos habla de la esperanza de una vida nueva en el Cielo, de la fe necesaria para la salvación que nos tiene preparada el Señor y que será revelada plenamente al final de los tiempos.

Este trozo de la Primera Carta de San Pedro nos refiere el conocido símil del sufrimiento como el fuego que purifica el oro: “Alégrense aun cuando ahora tengan que sufrir un poco por adversidades de toda clase, a fin de que su fe sea sometida a prueba... la fe de ustedes es más preciosa que el oro, y el oro se acrisola en el fuego”.

La Primera Lectura (Hch. 2, 42-47) nos narra el espíritu en que vivían los cristianos al comienzo de la Iglesia:  “acudían asiduamente a escuchar las enseñanzas de los Apóstoles, vivían en comunión fraterna y se congregaban para orar en común y celebrar la fracción del pan ... vivían unidos y tenían todo en común ... diariamente se reunían en el Templo”.

 Volviendo a la Fiesta de la Divina Misericordia, el Señor Jesús dijo también a Santa Faustina:  Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en mi Misericordia.  Que se acerquen a ese mar de mi Misericordia con gran confianza.  Los pecadores obtendrán justificación (es decir, serán hechos justos).  Y los justos serán fortalecidos en el bien.


                  




La confianza no sólo es la esencia de esta devoción, sino a la vez condición para recibir las gracias.  Cuanto más confíe un alma, más recibirá, nos dice el Señor a través de Santa Faustina.

¿Cómo podemos acogernos a su Misericordia?  Veamos qué más nos ha dicho a través de Santa Faustina:

Sobre la Fiesta de hoy: Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea un refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores... Ese día derramo un mar de gracias sobre las almas que se acerquen al manantial de mi Misericordia.  El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas... Que ningún alma tema acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata  (o sea, muy graves o muy feos).

Con este ofrecimiento del Señor para el día de hoy, quien verdaderamente arrepentido se confiese y también comulgue, acogiéndose a este llamado de la Divina Misericordia, podría quedar –si su arrepentimiento es genuino- como si se acabara de bautizar: totalmente purificado de toda culpa, como si no hubiera cometido nunca ningún pecado.  Es el abismo insondable de la Misericordia Infinita de Dios, que no desea la muerte de nosotros, pecadores, sino que nos convirtamos y vivamos para la Vida Eterna, la que nos espera después de esta vida terrenal que ahora vivimos.

Como si fuera poco, aparte de quedar totalmente preparados para el Cielo, purificados de toda culpa, si aprovechamos las gracias que la Misericordia Divina nos tiene para este día, tenemos la promesa del Señor de que recibiremos lo que pidamos en este día de la Fiesta de la Divina Misericordia, siempre que lo que solicitemos esté acorde con la Voluntad de Dios.

Para recibir las gracias otorgadas este Día de la Divina Misericordia, es necesario recibir la Eucaristía y haberse confesado, condición para recibir el perdón total de las culpas y de las penas, que son consecuencia de nuestros pecados.

Veamos que nos dice el Señor sobre la Sagrada Comunión: 


                       



Deseo unirme a las almas humanas: mi gran alegría es unirme a las almas... Cuando en la Santa Comunión llego a un corazón humano, tengo las manos llenas de toda clase de gracias.  Deseo dárselas al alma, pero las almas ni siquiera me prestan atención: me dejan solo y se ocupan de otras cosas.  ¡Oh! ¡Qué triste es para Mí que las almas no correspondan Mi Amor!

¡Oh! ¡Cuánto me duele que muy rara vez las almas se unan a Mí en la Santa Comunión!

Espero a las almas y ellas son indiferentes a Mí.  Las amo con tanta ternura y ellas no confían en Mí.  Deseo colmarlas con gracias y ellas no desean aceptarlas.  Me tratan como una cosa muerta, y Mi Corazón está lleno de Amor y Misericordia.

Otro de los elementos importantes en esta Fiesta de hoy es la imagen de la Divina Misericordia, que representa a Cristo resucitado con las señales de la crucifixión en sus manos y sus pies y saliendo de su Corazón dos rayos.  Y ¿qué nos ha dicho el Señor Jesucristo sobre esta imagen?

El rayo luminoso simboliza el agua que purifica a las almas.  El rayo rojo simboliza la sangre que es la vida de las almas.  Ambos rayos brotaron de las entrañas más profundas de mi Misericordia, cuando mi Corazón agonizante fue abierto en la cruz por una lanza.  Estos rayos representan, pues, los Sacramentos y todos los dones del Espíritu Santo... Bienaventurado quien viva a la sombra de ellos, porque no le alcanzará la justa mano de Dios.

¿En qué consiste, en resumen, la Devoción a la Divina Misericordia?  Además de invitarnos a una oración en fe y en confianza al Señor, esa oración debe llevarnos, en imitación a El, a realizar nosotros mismos obras de misericordia hacia los demás.  Es decir, esta devoción a la Divina Misericordia nos lleva a un aumento de las tres grandes virtudes, las llamadas Virtudes Teologales: Fe, Esperanza y Caridad.

El culto a la imagen de la Divina Misericordia consiste en una oración confiada, acompañada de obras de misericordia hacia el prójimo; es decir, a ser nosotros mismos misericordiosos.  Dice el Señor: Esta imagen ha de recordar las exigencias de mi Misericordia, porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil.


                     




Y sobre esto nos instruye el mismo Cristo a través de Santa Faustina: Te doy tres formas de ejercer misericordia: la primera es la acción, la segunda, la palabra, y la tercera la oración... Si el alma no practica la misericordia de alguna manera, no conseguirá mi Misericordia en el día del Juicio.

Esta exigencia coincide perfectamente con las palabras de Jesús en su Evangelio sobre el día del Juicio: “tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber...”  (Mt. 25, 31-46) .

Coinciden estas palabras también con las Obras de Misericordia Espirituales y Corporales que nos da el Magisterio de la Iglesia, las cuales son: Enseñar al que no sabe.  Dar buen consejo a quien lo necesita.  Corregir al que se equivoca.  Perdonar las injurias.  

Consolar al triste.  Sufrir con paciencia los defectos de los demás.  Rogar a Dios por vivos y difuntos.  Dar de comer al hambriento.  Dar techo a quien no lo tiene.  Vestir al desnudo.  Visitar a los enfermos y presos.  Enterrar a los muertos.  Redimir al cautivo.  Socorrer a los pobres.

La Fiesta de la Divina Misericordia nos invita, entonces, a creer sin ver, a confiar sin medida y a amar con la Misericordia del Señor.  Aprovechemos las gracias que en esta Fiesta especialísima nos quiere dar Jesucristo.  Acojámonos a Su Divina Misericordia, recibiendo su perdón y sus gracias, y aprendamos con esta Devoción a imitarlo a El siendo nosotros mismos misericordiosos.













Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 12 de abril de 2020

"Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó." (Evangelio Dominical)






Hoy «es el día que hizo el Señor», iremos cantando a lo largo de toda la Pascua. Y es que esta expresión del Salmo 117 inunda la celebración de la fe cristiana. El Padre ha resucitado a su Hijo Jesucristo, el Amado, Aquél en quien se complace porque ha amado hasta dar su vida por todos.

Vivamos la Pascua con mucha alegría. Cristo ha resucitado: celebrémoslo llenos de alegría y de amor. Hoy, Jesucristo ha vencido a la muerte, al pecado, a la tristeza... y nos ha abierto las puertas de la nueva vida, la auténtica vida, la que el Espíritu Santo va dándonos por pura gracia. ¡Que nadie esté triste! Cristo es nuestra Paz y nuestro Camino para siempre. Él hoy «manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre su altísima vocación» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 22).

El gran signo que hoy nos da el Evangelio es que el sepulcro de Jesús está vacío. Ya no tenemos que buscar entre los muertos a Aquel que vive, porque ha resucitado. Y los discípulos, que después le verán Resucitado, es decir, lo experimentarán vivo en un encuentro de fe maravilloso, captan que hay un vacío en el lugar de su sepultura. Sepulcro vacío y apariciones serán las grandes señales para la fe del creyente. 


                     



El Evangelio dice que «entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8). Supo captar por la fe que aquel vacío y, a la vez, aquella sábana de amortajar y aquel sudario bien doblados eran pequeñas señales del paso de Dios, de la nueva vida. El amor sabe captar aquello que otros no captan, y tiene suficiente con pequeños signos. El «discípulo a quien Jesús quería» (Jn 20,2) se guiaba por el amor que había recibido de Cristo.

“Ver y creer” de los discípulos que han de ser también los nuestros. Renovemos nuestra fe pascual. Que Cristo sea en todo nuestro Señor. Dejemos que su Vida vivifique a la nuestra y renovemos la gracia del bautismo que hemos recibido. Hagámonos apóstoles y discípulos suyos. Guiémonos por el amor y anunciemos a todo el mundo la felicidad de creer en Jesucristo. Seamos testigos esperanzados de su Resurrección.




Lectura del santo evangelio según san Juan (20,1-9):



                




EL primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.

Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:

«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.

Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor





COMENTARIO



                   



La Resurrección de Jesucristo es el misterio más importante de nuestra fe cristiana. En la Resurrección de Jesucristo está el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación.  Por eso, la celebración de la fiesta de la Resurrección es la más grande del Año Litúrgico, pues si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe ... y también nuestra esperanza.

Y esto es así, porque Jesucristo no sólo ha resucitado Él, sino que nos ha prometido que nos resucitará también a nosotros.  En efecto, la Sagrada Escritura nos dice que saldremos a una resurrección de vida o a una resurrección de condenación, según hayan sido nuestras obras durante nuestra vida en la tierra (cfr. Juan 5, 29).

Así pues, la Resurrección de Cristo nos anuncia nuestra salvación; es decir, ser santificados por Él para poder llegar al Cielo.  Y además nos anuncia nuestra propia resurrección, pues Cristo nos dice: “el que cree en Mí tendrá vida eterna:  y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 40).

La Resurrección del Señor recuerda un interrogante que siempre ha estado en la mente de los seres humanos:  ¿Qué habrá en el más allá?  ¿Cómo será la otra vida?  ¿Habrá vida después de esta vida?  ¿Qué sucede después de la muerte?  ¿Qué es eso del Juicio Final?  ¿Hay un futuro a pesar de que nuestro cuerpo esté bajo tierra, o esté hecho cenizas?

La Resurrección de Jesucristo nos da respuesta a todas estas preguntas.  Y la respuesta es la siguiente:  seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como El lo tiene prometido a todo el que cumpla la Voluntad del Padre (cfr. Juan 5, 29 y 6, 40).   Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad.



                       




¿Cuándo sucederá esa resurrección prometida por Cristo?  No sucede enseguida de la muerte, porque en la muerte quedan separados el alma del cuerpo.  La muerte consiste precisamente en esa separación.  Pero la resurrección sí sucederá en el “último día” (Jn.6, 54 y 11, 25); “al fin del mundo” (LG 48), es decir, en Segunda Venida de Cristo:  “Cuando se dé la señal por la voz del Arcángel, el propio Señor bajará del Cielo, al son de la trompeta divina. Los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar” (1ª Tes. 4, 16) (Catecismo de la Iglesia Católica #1001).

¿Quién conoce este momento?  Nadie.  Ni los Ángeles del Cielo, dice el Señor: sólo el Padre Celestial conoce el momento en que “el Hijo del Hombre vendrá entre las nubes con gran poder y gloria”, para juzgar a vivos y muertos.  En ese momento será nuestra resurrección: resucitaremos para la vida eterna en el Cielo -los que hayamos obrado bien- y resucitaremos para la condenación -los que hayamos obrado mal.

La vida de Jesucristo nos muestra el camino que hemos de recorrer todos nosotros para poder alcanzar esa promesa de nuestra resurrección.  Su vida fue -y así debe ser la nuestra- de una total identificación de nuestra voluntad con la Voluntad de Dios durante esta vida.  Sólo así podremos dar el paso a la otra Vida, al Cielo que Dios Padre nos tiene preparado desde toda la eternidad, donde estaremos en cuerpo y alma gloriosos, como está Jesucristo y como está su Madre, la Santísima Virgen María.

Por todo esto, la Resurrección de Cristo y su promesa de nuestra propia resurrección nos invita a cambiar nuestro modo de ser, nuestro modo de pensar, de actuar, de vivir.  Es necesario “morir a nosotros mismos”;  es necesario morir a “nuestro viejo yo”.   Nuestro viejo  yo debe quedar muerto, crucificado con Cristo, para dar paso al “hombre nuevo”, de manera de poder vivir una vida nueva.  Sin embargo, sabemos que todo cambio cuesta, sabemos que toda muerte duele.  Y la muerte del propio “yo” va acompañada de dolor.  No hay otra forma.  Pero no habrá una vida nueva si no nos “despojamos del hombre viejo y de la manera de vivir de ese hombre viejo”  ( Rom 6, 3-11 y Col. 3, 5-10).



                                          




Y así como no puede alguien resucitar sin antes haber pasado por la muerte física, así tampoco podemos resucitar a la vida eterna si no hemos enterrado nuestro “yo”.

Y ¿qué es nuestro “yo”?  El “yo” incluye nuestras tendencias al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud.  Y el “yo” también incluye el apego a nuestros propios deseos y planes, a nuestras propias maneras de ver las cosas, a nuestras propias ideas, a nuestros propios razonamientos… cuando éstos no coinciden con la voluntad y los criterios de Dios.

Durante toda la Cuaresma la Palabra de Dios nos ha estado hablando de “conversión”, de cambio de vida.  A esto se refiere ese llamado:  a cambiar de vida,  a enterrar nuestro “yo”, para poder resucitar con Cristo.  Consiste todo esto -para decirlo en una sola frase- en poner a Dios en primer lugar en nuestra vida y a amarlo sobre todo lo demás.  ¿No es esto sencillamente el cumplimiento del primer mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas?   Y amarlo significa complacerlo en todo.  Y complacer a Dios en todo significa hacer sólo su Voluntad... no la nuestra.


Así, poniendo a Dios de primero en todo, muriendo a nuestro “yo”, podremos estar seguros de esa resurrección de vida que Cristo promete a aquéllos que hayan obrado bien, es decir, que hayan cumplido, como El, la Voluntad del Padre (Juan 6, 37-40).

La Resurrección de Cristo nos invita también a estar alerta ante el mito de la re-encarnación.  Sepamos los cristianos que nuestra esperanza no está en volver a nacer.  Mi esperanza no está en que mi alma reaparezca en otro cuerpo que no es el mío, como se nos trata de convencer con esa mentira que es el mito de la re-encarnación.

Los cristianos debemos tener claro que nuestra fe es incompatible con la falsa creencia en la re-encarnación.  La re-encarnación y otras falsas creencias que nos vienen fuentes no cristianas, vienen a contaminar nuestra fe y podrían llevarnos a perder la verdadera fe.  Porque cuando comenzamos a creer que es posible, o deseable, o conveniente o agradable re-encarnar, ya -de hecho- estamos negando la resurrección.  Y nuestra esperanza no está en re-encarnar, sino en resucitar con Cristo, como Cristo ha resucitado y como nos ha prometido resucitarnos también a nosotros.


                                          




Recordemos, entonces, la re-encarnación niega la resurrección... y niega muchas otras cosas.  Parece muy atractiva esta falsa creencia.  Sin embargo, si en realidad lo pensamos bien ... ¿cómo va a ser atractivo volver a nacer en un cuerpo igual al que ahora tenemos, decadente y mortal, que se daña y que se enferma, que se envejece y que sufre ... pero que además tampoco es el mío?

Y ¿qué significa resucitar?  Resurrección es la re-unión de nuestra alma con nuestro propio cuerpo, pero glorificado.  Resurrección no significa que volveremos a una vida como la que tenemos ahora.  Resurrección significa que Dios dará a nuestros cuerpos una vida distinta a la que vivimos ahora, pues al reunirlos con nuestras almas,  serán cuerpos incorruptibles, que ya no sufrirán, ni se enfermarán, ni envejecerán.  ¡Serán cuerpos gloriosos!

La Resurrección de Cristo nos invita, entonces, a tener nuestra mirada fija en el Cielo.  Así nos dice San Pablo: “Busquen los bienes de arriba ... pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra”  (Col. 3, 1-4).

¿Qué significa este importante consejo de San Pablo?  Significa que la vida en esta tierra es como una antesala, como una preparación, para unos más breve que para otros. Significa que en realidad no fuimos creados sólo para esta ante-sala, sino para el Cielo, nuestra verdadera patria, donde estaremos con Cristo, resucitados -como El- en cuerpos gloriosos.

Significa que, buscar la felicidad en esta tierra y concentrar todos nuestros esfuerzos en ello, es perder de vista el Cielo.  Significa que nuestra mirada debe estar en la meta hacia donde vamos.  Significa que las cosas de la tierra deben verse a la luz de las cosas del Cielo.  Significa que debiéramos tener los pies firmes en la tierra, pero la mirada puesta en el Cielo.


                               




Significa que, si la razón de nuestra vida es llegar a ese sitio que Dios nuestro Padre ha preparado para aquéllos que hagamos su Voluntad, es fácil deducir que hacia allá debemos dirigir todos nuestros esfuerzos.  Nuestro interés primordial durante esta vida temporal debiera ser el logro de la Vida Eterna en el Cielo. Lo demás, los logros temporales, debieran quedar en lo que son: cosas que pasan, seres que mueren, satisfacciones  incompletas, cuestiones  perecederas... Todo lo que aquí tengamos o podamos lograr pierde valor si se mira con ojos de eternidad, si podemos captarlo con los ojos de Dios.

La resurrección de Cristo y la nuestra es un dogma central de nuestra fe cristiana.  ¡Vivamos esa esperanza!  No la dejemos enturbiar por errores y falsedades, como la re-encarnación.  No nos quedemos deslumbrados con las cosas de la tierra, sino tengamos nuestra mirada fija en el Cielo y nuestra esperanza anclada en la Resurrección de Cristo y en nuestra futura resurrección.  Que así sea.












Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homiias.org