Hoy, en este domingo cuarto del tiempo ordinario, la
liturgia continúa presentándonos a Jesús hablando en la sinagoga de Nazaret.
Empalma con el Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús leía en la
sinagoga la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los
oprimidos (...)» (Lc 4,18-19). Jesús, al acabar la lectura, afirma sin tapujos
que esta profecía se cumple en Él.
El Evangelio comenta que los de Nazaret se extrañaban que de sus labios salieran aquellas palabras de gracia. El hecho de que Jesús fuese bien conocido por los nazarenos, ya que había sido su vecino durante la infancia y juventud, no facilitaba su predisposición para aceptar que era un profeta. Recordemos la frase de Natanael: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Jesús les reprocha su incredulidad, recordando aquello: «Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Y les pone el ejemplo de Elías y de Eliseo, que hicieron milagros para los forasteros, pero no para los conciudadanos.
El Evangelio comenta que los de Nazaret se extrañaban que de sus labios salieran aquellas palabras de gracia. El hecho de que Jesús fuese bien conocido por los nazarenos, ya que había sido su vecino durante la infancia y juventud, no facilitaba su predisposición para aceptar que era un profeta. Recordemos la frase de Natanael: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Jesús les reprocha su incredulidad, recordando aquello: «Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Y les pone el ejemplo de Elías y de Eliseo, que hicieron milagros para los forasteros, pero no para los conciudadanos.
Por lo demás, la reacción de los nazarenos fue violenta. Querían despeñarlo.
¡Cuántas veces pensamos que Dios tiene que realizar sus acciones salvadoras
acoplándose a nuestros grandilocuentes criterios! Nos ofende que se valga de lo
que nosotros consideramos poca cosa. Quisiéramos un Dios espectacular. Pero
esto es propio del tentador, desde el pináculo: «Si eres Hijo de Dios, tírate
de aquí abajo» (Lc 4,9). Jesucristo se ha revelado como un Dios humilde: el
Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45).
Imitémosle. No es necesario, para salvar a las almas, ser grande como san
Javier. La humilde Teresa del Niño Jesús es su compañera, como patrona de las
misiones.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas
(4,21-30):
En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo:
«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
Palabra del Señor
COMENTARIO
El Evangelio de hoy nos trae esa frase tan conocida: “Nadie
es profeta en su tierra”, la cual fue pronunciada en primera instancia por
el mismo Jesucristo. Y la dijo cuando en su pueblo, Nazaret, no quisieron
creer lo que acababa de decirles: que la profecía de Isaías sobre el
Mesías se refería a El mismo.
Nos cuenta el Evangelio (Lc. 4, 21-30) que la
gente “aprobaba y admiraba la sabiduría de las palabras” de
Jesús. Pero que alguno de ahí mismo se le ocurriera declararse el Mesías,
ya eso era inaceptable.
¿Qué le sucedió a los nazaretanos contemporáneos de
Jesús? Lo mismo que nos sucede a nosotros. Primeramente, por
orgullo y envidia no podían aceptar que uno de su mismo círculo, conocido por
todos, pudiera destacarse más que ellos. ¡Mucho menos ser el Mesías!
Y comenzaron a comentar: “Pero... ¿no es éste el
hijo de José?” Jesús penetra sus pensamientos y les agrega: “Seguramente
me dirán: haz aquí en tu propia tierra todos esos prodigios que hemos
oído que has hecho en Cafarnaúm”. Y de seguidas la
sentencia: “Yo les aseguro que nadie es profeta en su tierra”.
Luego les demuestra con sucesos del Antiguo Testamento cómo
Dios es libre de distribuir sus dones a quién quiere, cómo quiere y dónde
quiere. Les recuerda el caso de la viuda no israelita, a la cual fue
enviada el gran Profeta Elías (cfr. 1 Reyes 17, 7). “Había
ciertamente muchas viudas en Israel en los tiempos de Elías ... sin embargo a
ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta,
ciudad de Sidón”.
Pasó luego a recordarles otro hecho similar: la
curación del leproso Naamán, que era de Siria, en tiempos del Profeta Eliseo (cfr.
2 Reyes 5).
El Señor quiso demostrarles que la gracia divina no era sólo
para los judíos, el pueblo escogido de Dios, sino para toda persona, raza,
pueblo o nación que le quisiera recibir. Para mostrar esto, Dios
benefició en tiempo de los Profetas a gente que no pertenecía al pueblo de
Israel.
Pero los de su pueblo se enfurecieron tanto con Jesús, que
Lo sacaron de la ciudad con la intención de lanzarlo por un barranco, cosa que
no pudieron lograr.
Igual que a Jesús, también los que tienen la misión de
anunciar la verdad han sufrido y sufrirán rigores similares. El cristiano
que vive y anuncia a Cristo es -como El- “signo de contradicción”. Por
eso el Papa nos ha dicho que nos toca remar contra la corriente: si vamos
a seguir y a anunciar a Cristo, hay que estar dispuestos a aceptar críticas y
hasta persecuciones.
Sucedió lo mismo a los Profetas del Antiguo Testamento,
entre éstos, a Jeremías quien, al reconocerse escogido por Dios, teme y trata
de negarse a su vocación. Es lo que nos trae la Primera Lectura (Jer.
1, 4-5; 17 y 19).
Pero Dios, que escogió a Jeremías desde siempre, no sólo lo
anima, sino hasta lo amenaza, para que no deje de cumplir la misión que le ha
asignado. “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocí;
antes de que tú nacieras, Yo te consagré y te destiné a ser profeta de las
naciones ... Tú ahora renueva tu valor y ve a decirles lo que Yo te
mandé. No temas enfrentarlos, porque Yo también podría asustarte delante
de ellos ... Ellos te declararán la guerra, pero no podrán vencerte, pues yo
estoy contigo para ampararte”.
Cuando Dios escoge para una misión -no importa cuál sea- no
da marcha atrás y proporciona toda la ayuda necesaria para cumplirla.
Como nos dice San Pablo en sus enseñanzas sobre los carismas y las diferentes
funciones dentro de la Iglesia unos serán llamados para ser apóstoles, otros
profetas, otros maestros, otros administradores, etc., etc. Otros serán
fieles en el pueblo de Dios. (1 Cor. 12, 4-31)
A los apóstoles, profetas y maestros, toca asumir los
riesgos, seguros de que Dios los acompaña. A los fieles, toca evitar
consideraciones humanas llenas de orgullo, envidia o egoísmo, y actuar con
humildad, sencillez y generosidad, tratando de seguir a los escogidos de Dios.
En la Segunda Lectura (1 Cor. 12,31 – 13,13), San Pablo
continúa su enseñanza sobre el funcionamiento de la Iglesia y sobre los
Carismas, como dones del Espíritu Santo. Y habla de “un camino
mejor” que los Carismas, que las limosnas y que las penitencias: el
gran don del Espíritu Santo que es el Amor.
Y por su explicación posterior nos damos cuenta que el
“amor” a que está haciendo referencia el Apóstol no es el amor-caridad del
léxico moderno que significa dar limosnas o ayuda, tampoco como el amor humano
que puede existir entre esposos o entre padres e hijos.
San Pablo nos dice que de nada sirve ningún Carisma –ni la
profecía, ni la penetración de los misterios, ni la revelación … ninguno- si no
amamos. De nada nos sirven las “caridades” o la caridad extrema (“aunque
repartiera todos mis bienes”), si no amamos. De nada nos sirve
ninguna penitencia, ni la más atrevida (“aunque me dejara quemar
vivo”), si no amamos.
Se refiere San Pablo al Amor-Caridad que viene de Dios
mismo. Ningún carisma, por muy elevado que fuera es más importante que el
Amor. Ninguna limosna, por más completa que fuera, es más importante que
el Amor. Ninguna penitencia o ejercicio ascético por más extrema que
fuera, es más importante que el Amor.
Ahora bien … ¿en qué consiste este “Amor” de que nos habla
San Pablo, que durará por siempre y que sobrevivirá a los carismas y a la Fe y
la Esperanza?
Al comparar San Pablo el Amor con la Fe y con la Esperanza,
podemos inferir que nos está hablando de las virtudes teologales: Fe,
Esperanza y Caridad. Todos dones “infusos”, regalos que no merecemos y
que recibimos directamente de Dios. Ese “Amor”, entonces, es el mismo
“Amor” de que nos habla San Juan (cfr. 1 Jn. 4, 7-16), el Amor que viene
de Dios, el Amor-Caridad.
Tenemos, por tanto, que ver la doble dimensión y la doble
dirección del Amor: amor a Dios y amor a los demás. Y no podemos
amar a Dios, ni a los demás, sino es Dios Quien ama en nosotros, pues Dios es
la fuente del Amor, así como es la fuente de los carismas y la fuente de la Fe
y la Esperanza.
El amor consiste, entonces, en que es Dios quien nos ama y a
través de ese Amor, don de Dios, podemos amarle a El y amar a los demás.
Alerta San Pablo sobre la filantropía, ayuda o limosnas
vacías de amor. Si reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego
hasta mi propio cuerpo, pero no por amor, sino para recibir alabanzas, de
nada me sirve.
Porque el Amor es tan importante, San Pablo ante el Amor,
rebaja todos los carismas y los dones extraordinarios.
Luego pasa a hacer una descripción del amor: “es paciente,
servicial y sin envida. No quiere aparentar ni se hace el
importante. No actúa con bajeza ni busca su propio interés. No se
deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se
alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor disculpa
todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta”. Así es el Amor de
Dios. Así será nuestro amor, si amamos en Dios.
El amor, entonces, llegará a su plenitud “cuando veamos
a Dios cara a cara. Ahora conocemos en parte, pero entonces le conoceré a
El como El me conoce a mí. Ahora vemos como en un espejo y en forma
confusa”. Luego conoceremos a Dios tal cual es y viviremos
plenamente su Amor.
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