domingo, 17 de febrero de 2019

«Alegraos ese día y saltad de gozo» (Evangelio Dominical)





Hoy volvemos a vivir las bienaventuranzas y las “malaventuranzas”: «Bienaventurados vosotros...», si ahora sufrís en mi nombre; «Ay de vosotros...», si ahora reís. La fidelidad a Cristo y a su Evangelio hace que seamos rechazados, escarnecidos en los medios de comunicación, odiados, como Cristo fue odiado y colgado en la cruz. 


Hay quien piensa que eso es debido a la falta de fe de algunos, pero quizá —bien mirado— es debido a la falta de razón. El mundo no quiere pensar ni ser libre; vive inmerso en el anhelo de la riqueza, del consumo, del adoctrinamiento libertario que se llena de palabras vanas, vacías donde se oscurece el valor de la persona y se burla de la enseñanza de Cristo y de la Iglesia, ya que —hoy por hoy— es el único pensamiento que ciertamente va contra corriente. A pesar de todo, el Señor Jesús nos infunde coraje: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre (...). Vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6, 22.23).


                                       
 

 San Juan Pablo II, en la encíclica Fides et Ratio, dijo: «La fe mueve a la razón a salir de su aislamiento y a apostar, de buen grado, por aquello que es bello, bueno y verdadero». La experiencia cristiana en sus santos nos muestra la verdad del Evangelio y de estas palabras del Santo Padre. Ante un mundo que se complace en el vicio y en el egoísmo como fuente de felicidad, Jesús muestra otro camino: la felicidad del Reino del Dios, que el mundo no puede entender, y que odia y rechaza. El cristiano, en medio de las tentaciones que le ofrece la “vida fácil”, sabe que el camino es el del amor que Cristo nos ha mostrado en la cruz, el camino de la fidelidad al Padre. Sabemos que en medio de las dificultades no podemos desanimarnos. Si buscamos de verdad al Señor, alegrémonos y saltemos de gozo (cf. Lc 6,23).





Lectura del santo evangelio según san Lucas (6,17.20-26):


              



En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. 

Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: 

«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. 

Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.

Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. 

Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. 

Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. 

¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. 

¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. 

¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.»

Palabra del Señor




COMENTARIO


                                                


¿Pueden ser felices los que sufren?  Sí, sí pueden.  Al menos eso fue lo que nos dijo Jesucristo.  ¡Felices los que ahora sufren!  Y lo dijo bastante al inicio de su predicación en el conocido “Sermón de la Montaña”, el cual comienza con las “bienaventuranzas” o motivos para considerarnos felices.  Es lo que nos presenta el Evangelio de hoy (Lc. 6, 17-26).

Otros motivos de felicidad, según las “bienaventuranzas” como nos las presenta San Lucas:  la persecución, los insultos, la pobreza (por cierto, no la material, sino la pobreza espiritual, entendida en el sentido bíblico “pobres de Yahvé” (cfr. Sof. 2, 1-3 y 3, 11-12).

La pobreza material puede ayudar a confiar más en Dios -es cierto- pero no es requerimiento para ser “pobre en el espíritu”.   Pobre en el espíritu es aquél que confía en Dios y no en sí mismo, que se sabe dependiente de Dios y no independiente, que se reconoce incapaz y remite todas sus capacidades a Dios.

Las “bienaventuranzas” son tal vez la máxima paradoja del ser o del intentar ser cristiano.  Tienen su modelo en la forma de ser de Aquél que las proclamó: así fue Jesús.  Y al cristiano le toca imitar y seguir a Jesús.


                                        



No pueden entenderse las “bienaventuranzas”... mucho menos vivirlas, si nuestra brújula -que debiera estar dirigida al Cielo- está dirigida hacia este mundo pasajero y efímero.  ¡Imposible aceptar esta lista de incomprensibles paradojas!

Sobre en quien debemos poner nuestra confianza nos alerta, dura y convincentemente el Profeta Jeremías en la Primera Lectura.  Y nos plantea los riesgos que corremos:

“Maldito el hombre que confía en el hombre (en sí mismo o en otros seres humanos), que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón ... vivirá en la aridez del desierto en una tierra salobre, inhabitable.  Bendito el hombre que confía en el Señor y en El pone su esperanza.  Será como un árbol plantado junto al agua... sus hojas se conservarán siempre verdes y en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos”. (Jr. 17, 5-8).

Las “bienaventuranzas” y la advertencia de Jeremías nos invitan a confiar en Dios ... a confiar de verdad.  Pero ... ¿en quién confiamos los hombres y mujeres de este Tercer Milenio?  ¿Realmente confiamos en Dios ... o más bien buscamos a Dios cuando nos interesa? ¿Realmente confiamos en Dios ... o confiamos en nosotros mismos, en nuestras capacidades, nuestros raciocinios, nuestras realizaciones, nuestras búsquedas, nuestras experiencias de oficio o profesión ... nuestros enfoques humanos, nuestros propios criterios?


                                               



¿Somos capaces de hacer lo que vimos a Pedro hacer en el Evangelio del pasado domingo cuando, sabiendo por su experiencia de pescador que no había pesca, vuelve a echar las redes en obediencia a la Sabiduría Divina de Jesús que le da esa orden? (cfr. Lc. 5, 1-11)¿Somos capaces de oponer la Sabiduría Divina a lo que consideramos nuestros confiables conocimientos humanos?

¡Con razón no podemos entender las “bienaventuranzas”!  Porque éstas van en contraposición a todo lo que hemos ido haciendo costumbre... equivocadamente.  Van en contraposición a toda perspectiva de seguridades y felicidades terrenas. Van en contraposición a lo que creemos merecer.

Con las “bienaventuranzas” Jesús quiere cambiarnos de raíz.  Viene a decirnos que el valor de las cosas no se mide según el dolor o el placer inmediato que proporcionan, sino que las hemos de medir según las consecuencias de gozo que tengan para la eternidad.  Que es lo mismo que decirnos que la brújula hay que dirigirla hacia Allá, no hacia aquí.  Las “bienaventuranzas” dejarían de ser paradojas utópicas si dirigiéramos bien nuestra brújula.

                                    
                                                



El Evangelio de San Lucas nos trae también las que podríamos llamar las “anti-bienaventuranzas”:

“¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo!  ¡Ay de ustedes los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre!  ¡Ay de ustedes los que ríen ahora, porque llorarán de pena!  ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”

¡Qué diferente la visión de Cristo a los valores que nos presenta el mundo de hoy!   Los ricos, los hartos, los que gozan ahora, los reconocidos y alabados no van a estar muy bien en la eternidad.  Pero no será tanto por el bienestar que creen ahora disfrutar, sino porque tienen su confianza puesta en sí mismos y en todo lo perecedero de este mundo: dinero, poder, satisfacciones, reconocimientos, honores.

Los que se sienten satisfechos con las metas miopes de este mundo corren graves riesgos, pues tiene la brújula muy mal dirigida.  Los que están apegados al reino de la tierra nunca podrán alcanzar el Reino de los Cielos.  De allí la advertencia del Señor.  De allí los “ayes” de las “anti-bienaventuranzas”.

De allí la dura reprensión del Profeta Jeremías: “Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón”


                                                



De allí la corroboración que hace San Pablo de esto en la Segunda Lectura: “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida seríamos los más infelices de todos los hombres” (1 Cor. 15, 12-20).   Infelices:  anti-bienaventurados.

Nos quiere decir San Pablo que la esperanza cristiana no puede centrarse en las cosas de esta vida.  No hay que buscar a Dios solamente para que nos cure, para que nos dé las cosas materiales que le pedimos, para que nos satisfaga en esta vida.

Hay que buscar a Dios para ver qué tiene que decirnos y qué tiene que pedirnos, para saber qué desea de nosotros, para saber de qué manera nos quiere conducir al Reino de los Cielos.

Y ese camino al Reino de los Cielos nos lo muestran las “bienaventuranzas”: “Felices los pobres ... Felices los que ahora tienen hambre ...  Felices los que sufren ... Felices cuando los aborrezcan y los expulsen ... cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre ...”    Paradojas incomprensibles que sólo se entienden si dejamos la miopía terrenal y nos ponemos los lentes de eternidad.




Pero ¡ojo!  No es la pobreza en sí, ni el hambre, ni la persecución, ni el sufrimiento mismo lo que nos hace bienaventurados o bienaventuradas.  Tampoco en sí mismas estas condiciones adversas son boletos seguros de entrada al Cielo.  Si reaccionamos ante ellas con una actitud pecaminosa de rechazo o de cuestionamiento a Dios, más bien podrían ser motivos de condenación.

El derecho al gozo eterno proveniente de las situaciones adversas, se nos otorga por nuestra actitud ante estas circunstancias que nos presenta la Providencia Divina a lo largo de nuestra vida como favores especiales para ayudarnos a llegar al Cielo.

Cuando al sufrir adversidades ponemos nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos, cuando ponemos nuestra mirada en la meta celestial y nos desprendemos de las metas terrenas, cuando confiamos tanto en Dios que nos abandonamos en El y nos sentimos cómodos dentro de su Voluntad -sea cual fuere- podemos decir que hemos comenzado el camino de las “bienaventuranzas”.

                                          


Las “bienaventuranzas” son una llamada para todos, pero sólo los que seamos capaces de desprendernos de nuestros criterios y deseos, para asumir los de Dios, podremos ser felices ... aquí y Allá. 




























Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org

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