Hoy, tercer domingo de Cuaresma, la lectura evangélica
contiene una llamada de Jesús a la penitencia y a la conversión. O, más bien,
una exigencia de cambiar de vida.
“Convertirse” significa, en el lenguaje del Evangelio, mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el Evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, san Juan Bautista resumía su predicación con la misma expresión: «Predicaba un bautismo de conversión» (Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se resume con estas palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
Esta lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la primera parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada), contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro modo!: lamentamos las dos desgracias —entonces sentidas y lloradas— pero Jesucristo, muy seriamente, nos dice a todos: —Si no cambiáis de vida, «todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,5).
Esto nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad del compromiso cristiano. Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la posibilidad de una muerte, no en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la eterna perdición. Las dos muertes de nuestro texto no son más que figuras de otra muerte, sin comparación con la primera.
Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta. Ninguno queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El “viñador”, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida! Éste es el mensaje de la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos —san Ignacio, por ejemplo, aunque tarde en su vida— por gracia de Dios cambian y nos animan a cambiar.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (13,1-9):
En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?" Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas".»
Palabra del Señor
COMENTARIO
El tema de la Liturgia de este Domingo es la llamada a la conversión, tan propia de este tiempo de Cuaresma.
En la Primera Lectura (Ex. 3, 1-15) vemos el
relato del llamado de Dios a Moisés para preparar la salida de Egipto del
pueblo de Israel y guiarlo a través del desierto a la Tierra Prometida.
Destacan en esta lectura del Libro del Éxodo, entre otras
cosas, la identificación de Dios como “Yo-soy“.
¿Qué significado tiene este misterioso nombre? Esta
revelación de Dios a Moisés -y a nosotros- nos informa sobre la naturaleza y la
esencia misma de Dios. Nos dice que Dios existe por Sí mismo y existe
desde toda la eternidad. Dios siempre fue, Dios es y Dios siempre
será. Dios no depende de nada ni de nadie, y todos los demás seres deben
su existencia a El y dependen de El.
Esto se llama en Teología “aseidad”, es decir, aquel
atributo en virtud del cual Dios existe por Sí mismo y subsiste por Sí mismo y
no por otro. Dios es la “Causa Primera” de todos los demás seres, y
El no tiene causa. Todos los demás seres proceden de otro; Dios no.
Dios se basta a Sí mismo.
La “aseidad” es la fuente de todas las demás perfecciones de
Dios. Entre otras cualidades, Dios es el Ser que subsiste por Sí mismo y
que no tiene límites.
Es dogma de fe, entonces, que Dios es el “Ser increado”;
mientras nosotros somos creados. Es, además, el “primer Ser”, de donde
derivan su existencia todos los demás. Es, también, el “Ser
independiente”, que de nadie depende, mientras nosotros dependemos de El.
Es el “Ser necesario”, cuya no-existencia es imposible, mientras que nuestra
existencia no es necesaria.
Y el significado que esto tiene para nosotros es
evidente. Pero nos comportamos como si fuera todo al revés, como si
pudiéramos vivir a espaldas de Dios. Nos creemos ¡tan grandes! ¡tan
poderosos! y ¡tan independientes! Y ¿qué es lo que somos? Creaturas
dependientes, innecesarias, pequeñísimas y limitadas. Gran lección de
humildad meditar sobre los atributos divinos contenidos en esa misteriosa
frase: “Yo soy”.
Además, el pensar en que Dios se identifica como “Yo
soy” nos mueve también a tener más confianza en El, sobre todo en el
sentido de vivir el presente, sin angustiarnos por el futuro y sin estar
afectados por el pasado. Cuando pensamos en el pasado, con sus errores y
en lo que pudo ser y no fue, no estamos en Dios, pues El no se identificó como
“Yo era”. Cuando pensamos en el futuro con sus angustias e
incertidumbres, no estamos en Dios, pues El no se identificó como “Yo
seré”. Cuando vivimos en el presente, dejando a Dios la carga del pasado
y las preocupaciones del futuro, sí estamos en El, pues El se identificó
como “Yo soy”.
Dios, entonces, prepara la salida de su pueblo de la
opresión de los egipcios para hacerles atravesar el desierto durante 40 años
antes de llegar a la Tierra Prometida. Y ese recorrido por el desierto
tiene como fin ir purificando sus costumbres, ir domando su rebeldía, ir
desapegando su corazón de los ídolos y de los bienes terrenos.
A fin de cuentas, el paso por el desierto no sólo fue para
llevar al pueblo de Dios a la Tierra Prometida, sino para enseñarlo a depender
solamente de El.
De allí que el paso por el desierto tenga para nosotros
también un sentido de conversión, porque si bien Dios nos ama como somos, nos
ama demasiado para dejarnos así.
Por eso nos llama a
la conversión, especialmente en este tiempo de Cuaresma, y nos hace pasar por
las vicisitudes del desierto.
Para nosotros el paso por el desierto es una ruta de
desapego, de cambio, de conversión profunda, para llegar a la total dependencia
de Dios, a la total dependencia de Quien se identificó como “Yo
soy”, el Ser Supremo, independiente, infinito, de quien dependemos
totalmente ... aunque a veces hayamos creído lo contrario.
Nos portamos igual que el pueblo de Israel en el desierto,
el cual nunca se decidió a una total entrega a Yavé, sino que tuvo sus vaivenes
entre la obediencia a la Voluntad Divina y el reto a Dios, entre la confianza
en la Providencia Divina y el reclamo a Dios, entre la fidelidad a Dios y la idolatría
...
La historia del pueblo de Israel en el desierto es muy
parecida a nuestra propia historia personal.
Por eso San Pablo en la Segunda Lectura (1 Cor. 10,
1-12), refiriendo los favores inmensos que Dios dio a los hebreos en el
desierto, nos advierte contra una seguridad un tanto atrevida que solemos tener
por el hecho de pertenecer al “nuevo” pueblo de Israel que es la Iglesia de
Cristo.
Esa pertenencia a la Iglesia Católica, pertenencia que
comienza con nuestro Bautismo y que continúa con los demás Sacramentos, no es
garantía de salvación. No basta esa pertenencia “oficial” a la Iglesia,
sino que debemos intentar comportarnos de manera diferente a los israelitas en
el desierto.
Dice San Pablo que todos esos israelitas recibieron las
mismas gracias: cruzaron el Mar Rojo, comieron el Maná, bebieron del agua
de la Roca, etc. Pero, sin embargo “la mayoría de ellos desagradaron
a Dios y murieron en el desierto”.
¿Y nosotros? ¿Cómo nos comportamos? ¿No
reclamamos a Dios como ellos? ¿No retamos a Dios como ellos? ¿No
nos vamos tras ídolos que nos inventamos para sustituir a Dios, tal como ellos
hicieron? A lo mejor nuestros ídolos no son “becerros de oro”, pero son
ídolos porque son sustitutos de Dios: el dinero, el poder, el racionalismo,
el sexo, nosotros mismos, etc.
San Pablo es claro: “Todas estas cosas les sucedieron a
nuestros antepasados como un ejemplo para nosotros y fueron puestas en las
Escrituras como advertencia para los que vivimos los últimos tiempos”.
Y nadie puede sentirse seguro. Ni posición en la
Iglesia, ni función dentro del pueblo de Dios, ni servicios prestados, ni la
propia santidad, son prendas seguras de salvación, pues San Pablo agrega: “El
que crea estar firme, tenga cuidado de no caer”. El que se
crea seguro, ¡cuidado! ¡ojo!, no caiga.
Así como San Pablo cataloga de “advertencias” las cosas que
sucedieron en el desierto, el Señor nos trae otras “advertencias” en el
Evangelio de hoy (Lc. 13, 1-9). Y ¿qué son esas
“advertencias”? Son llamados de Dios a la conversión.
La verdad es que Dios puede llamarnos a la conversión de
muchas maneras. Una de ellas es en forma de contrariedades que se nos
pueden presentar en nuestro camino o de obstáculos que podemos encontrar o de
desgracias que pueden ocurrirnos.
Sin embargo, tenemos la tendencia a catalogar este tipo de
inconvenientes como castigos de Dios. Pero no es así. Los que
llamamos “castigos”, vistos desde la perspectiva de Dios, pueden más bien ser
“regalos”. O “gracias”, como suelen llamarse en el lenguaje teológico,
los regalos de Dios.
Jesús mismo nos aclaró esto al menos en dos
oportunidades. Una de ellas nos la presenta el Evangelio. Y veamos
la reacción del Señor al ser informado acerca de una masacre “cuando
Pilato había dado muerte en el Templo a unos galileos, mientras estaban
ofreciendo sus sacrificios”.
Ante la información que le traen, Jesús no toma una posición
de defensa nacionalista ante el poderío romano, sino más bien da una enseñanza
que va más allá de las consideraciones humanas y políticas. Y aprovecha
la ocasión para mostrar que ese sufrimiento no tiene nada que ver con la
condición de los fallecidos.
Y más importante aún: para hacer un dramático llamado al
arrepentimiento, advirtiendo del riesgo que corremos si no nos convertimos.
¿Piensan ustedes que aquellos galileos, porque les sucedió
esto, eran más pecadores que los demás galileos?, les pregunta. Y El
mismo contesta: “Ciertamente que no”.
Como para continuar el tema de la culpabilidad y el castigo,
Jesús trae otro ejemplo similar a la discusión. “Y aquellos
dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿piensan que eran más
culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? Ciertamente que
no”.
Recordemos también que cuando curó al ciego de
nacimiento (Jn. 9, 2), los testigos del milagro querían saber la
causa de la enfermedad y le preguntaron a Jesús si el ciego era ciego por culpa
suya o por culpa de sus padres. Y la respuesta del Señor fue muy clara: “No
es por haber pecado él o sus padres, sino para que se manifieste en él la obra
de Dios”.
Estas tres situaciones son parecidas a tragedias que sufren
los seres humanos en nuestros días: persecuciones, accidentes,
enfermedades ... Y ¿por qué suceden estas cosas? Lo contesta el mismo
Jesús: lo importante no es el por qué, sino el “para qué”: “para que se
manifieste la obra de Dios”.
¿Y cuál es la obra de Dios? Nuestra salvación, nuestra
santificación. Y es importante tener en cuenta que Dios trata de
salvarnos a toda costa.
A veces lo hace con un milagro, como en el caso del ciego de
nacimiento, porque las sanaciones, sin bien van dirigidas al cuerpo, tienen
como objetivo principal la sanación del alma del enfermo, así como la
conversión de los allegados y de los testigos del milagro.
A veces Dios hace su llamado a la santificación a través de
serias advertencias, como el caso de los asesinados en el Templo y los
aplastados por la torre.
Las palabras de Jesús que cierran el comentario sobre estos
dos hechos muestran cómo lo que podemos considerar castigos de Dios son más
bien llamadas suyas para que cambiemos de vida: son “advertencias”.
Así les dijo a los presentes: “Si ustedes no se arrepienten,
perecerán de manera semejante”. No se refiere Jesús, por supuesto, a la
muerte física, sino a la muerte espiritual, que podría llevarnos a la
condenación.
Todo, menos el pecado, nos viene de Dios. Las cosas
buenas que nos suceden nos vienen de Dios. Y las cosas que consideramos
“malas” realmente no son “malas”, sino “buenas”, pues todo Dios lo dirige hacia
nuestro máximo bien que es nuestra salvación eterna.
Pero, mientras no seamos capaces de tomar las situaciones de
persecuciones, de accidentes o de enfermedades como advertencias para cambiar
de vida, para convertirnos, para arrepentirnos de nuestras faltas y pecados,
estamos desperdiciando estas llamadas que Dios nos está haciendo para nuestra
salvación.
Dios nos habla claro: “Si mi pueblo se humilla, rezando y
buscando mi rostro, y se vuelven de sus malos caminos, Yo, entonces, los
oiré desde los Cielos, perdonaré sus pecados y sanaré su
tierra” (2 Crónicas 7, 14).
Termina el Evangelio con la parábola de la higuera
estéril. La esterilidad de la higuera se refiere a la esterilidad de
nuestra vida cuando no damos frutos espirituales.
Dios nos planta (nos crea), nos cuida (nos da todas las
gracias que necesitamos). ¿Y nosotros? ¿Damos fruto? ¿O nos parecemos más bien
a esas plantas muy frondosas llenas de hojas, pero sin ningún fruto en sus
ramas, sólo hojas, hojas provenientes de nuestro egoísmo, hipocresía, falta de
rectitud de intención, vanidad, auto-suficiencia, autonomía, racionalismo,
orgullo, etc., etc.?
Dios espera frutos de santidad en nosotros mismos ... y
frutos de santidad en los demás, por el servicio que espera de nosotros para la
extensión de su Reino. Pero ¿qué hacemos? Nos creemos dueños de
nosotros mismos.
No comprendemos que el árbol es del Señor. No comprendemos
que estamos “ocupando la tierra inútilmente”.
No comprendemos que Dios quiere que su árbol, plantado y
cuidado por El, dé frutos y los dé en abundancia. Pero ¡qué
desperdicio! Ocupamos espacio inútilmente, sin dar el fruto
esperado. Y el Dueño de la plantación después de tanto esperar, desea
cortar la higuera estéril.
Pero siempre, como bien lo indica la parábola, Dios nos da
otra oportunidad. Interviene de inmediato la Misericordia Divina,
infinita como todas sus cualidades, para darnos más gracias aún. A pesar
de nuestra esterilidad, nos dice el Evangelio que, antes de cortarla, espera un
año más, “afloja la tierra alrededor y le echa abono, para ver si da
fruto. Si no, el año que viene la cortaré”.
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