Hoy hay sed de Dios, hay frenesí por encontrar un sentido a
la existencia y a la actuación propias. El boom del interés esotérico lo
demuestra, pero las teorías auto-redentoras no sirven. A través del profeta
Jeremías, Dios lamenta que su pueblo haya cometido dos males: le abandonaron a
Él, fuente de aguas vivas, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no
retienen el agua (cf. Jer 2,13).
Hay quienes vagan entre medio de pseudo-filosofías y pseudo-religiones —ciegos que guían a otros ciegos (cf. Lc 6,39)— hasta que descorazonados, como san Agustín, con el esfuerzo proprio y la gracia de Dios, se convierten, porque descubren la coherencia y trascendencia de la fe revelada. En palabras de san Josemaría Escrivá, «La gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. —Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen».
Benedicto XVI iluminó muchísimos aspectos de la fe con textos científicos y textos pastorales llenos de sugerencias, como su trilogía "Jesús de Nazaret". He observado cómo muchos no-católicos se orientan en sus enseñanzas (y en las de san Juan Pablo II). Esto no es casual, pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, no hay árbol malo que dé fruto bueno (cf. Lc 6,43).
Se podrían dar grandes pasos en el ecumenismo, si hubiere más buena voluntad y más amor a la Verdad (muchos no se convierten por prejuicios y ataduras sociales, que no deberían ser freno alguno, pero lo son). En cualquier caso, demos gracias a Dios por esos regalos (Juan Pablo II no dudaba en afirmar que Concilio Vaticano II es el gran regalo de Dios a la Iglesia en el siglo XX); y pidamos por la Unidad, la gran intención de Jesucristo, por la que Él mismo rezó en su Última Cena.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas (6, 39-45)
EN aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:
«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No
está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje,
será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el
ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu
hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga
que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces
verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».
Palabra del Señor.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».
Palabra del Señor.
COMENTARIO
En el Evangelio de hoy (Lc 6, 39-45), continuamos
con el Sermón de la Montaña, según lo reseña San Lucas.
Luego de las Bienaventuranzas y del mandato de amar a los
enemigos y de responder con el bien a los que nos hacen daño, el Señor parece
cambiar de tema con una pregunta que es una alerta: “¿Acaso puede un ciego
guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”.
No es que ha cambiado de tema, sino que también había dicho
-según los reseña San Mateo el mismo Sermón de la Montaña- que los discípulos
de Cristo deben ser “luz del mundo” (Mt 5, 14). Y no puede
alguien alumbrar a otros si no tiene luz. Por eso el Señor habla de un
ciego guiando a otro ciego.
¿Cómo dejamos de ser ciegos para ver bien? La luz que
necesita el cristiano es la que nos da Jesús con sus enseñanzas. Y si
aceptamos esas enseñanzas y las seguimos con docilidad, ellas mismas nos quitan
nuestra ceguera y también iluminan a otros ciegos. ¿Quiénes son esos
ciegos? Aquéllos que no pueden ver la importancia de seguir esas
enseñanzas y aquéllos que no quieren seguirlas.
Por eso continúa Jesús: “No está el discípulo
sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su
maestro”. Es decir, el discípulo que se deja formar por Cristo y que
asume y practica sus consejos y enseñanzas puede comenzar a parecerse a su
Maestro. Y sólo así podrá ser esa luz para los demás, esa guía luminosa
que atrae a otros, porque quien los atrae es la misma Luz que es Cristo, el
Maestro.
Ahora bien, esto requiere continua conversión de parte del
seguidor de Cristo. Y ¿en qué consiste esa conversión? En reconocer
los propios pecados y defectos, para no caer en el absurdo que Jesús plantea
enseguida: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no
reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano:
‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que
llevas en el tuyo?”.
Entonces, para poder guiar hay que ser luz. Y no se es
luz cuando se anda cargado de pecados y defectos, pero sintiéndose con derecho
de acusar y reclamar a otros sus defectos y pecados que –muy posiblemente- son
mucho menores que los propios.
A esos atrevidos Jesús los acusa con una palabra bien fuerte
que Él usaba contra los Fariseos: “¡Hipócrita!” Y luego
el mandato: “Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás
claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.”
Y para que nos sirviera de introspección a ver si somos
luz, y también para reconocer a los que pueden guiar –porque son luz-
Jesús presenta una característica a observar: “cada árbol se conoce
por su fruto”. Por sus frutos los conoceremos -y también podemos
conocernos nosotros mismos- “pues no hay árbol bueno que dé fruto
malo, ni árbol malo que dé fruto bueno”.
Y los frutos no tienen que ser obras grandiosas u obras
físicas que se vean –aunque pudieran también serlo. Los principales
frutos son los que salen del interior de la persona, comenzado por los llamados
Frutos del Espíritu: “caridad, alegría, paz, comprensión de los
demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal
5, 22-23).
Y Jesús da más detalles: “El hombre bueno, de la bondad que
atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el
mal”. Los frutos de cada persona –si es que no se ven a simple
vista, porque los trata de esconder- en algún momento salen de su boca, sean
buenos o sean malos, “porque de lo que rebosa el corazón habla la boca”.
Notamos también que Jesús tuvo que recalcar esta verdad en
posteriores ocasiones: «Lo que hace impura a la persona es lo que ha
salido de su propio corazón. Los pensamientos malos salen de dentro, del
corazón: de ahí proceden la inmoralidad sexual, robos, asesinatos,
infidelidad matrimonial, codicia, maldad, vida viciosa, envidia, injuria,
orgullo y falta de sentido moral. Todas estas maldades salen de dentro y
hacen impura a la persona.» (Mc 7, 21-23 y Mt 15,18- 19)
Y es que esta idea ya la esbozaba el Antiguo Testamento en
el Libro del Eclesiástico o Sirácide, la cual encontramos en la Primera
Lectura (Ec 27, 4-7): “El fruto revela el cultivo del árbol, así la
palabra revela el corazón de la persona”. El Eclesiástico también
nos daba el mismo consejo que Jesús luego replantea en el Sermón de la
Montaña: “La persona es probada en su conversación … No
elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una
persona”.
De allí la importancia de cultivar virtudes en nuestro
interior, como el buen cuido que se le da a las plantas y árboles. ¿Cómo
hacerlo? Cristo nos dejó la guía en Su Palabra y la ayuda en Su
Iglesia. En la Iglesia tenemos los Sacramentos, concretamente la
Confesión y la Comunión, como auxilios indispensables para alimentar el
corazón.
Tenemos, además, la oración: tremendo privilegio de contar
con que podemos hablar a Dios en cualquier momento que se nos ocurra, con la
seguridad de que Él nos escucha. Ahora bien, que Dios escuche no
significa que responde de inmediato y siempre positivamente a nuestras
peticiones. Su respuesta puede ser “sí”, “no” o “aún no”. Además,
la oración no es sólo pedir. Orar es alabar a Dios por su infinitos
atributos, tales como Su Omnipotencia, Perfección, Bondad y Misericordia.
Orar es también agradecerle por todos sus favores. Orar es pedirle perdón
por nuestras faltas. Orar es mucho más que sólo pedir y pedir.
La oración y los Sacramentos van ayudándonos a transformar
nuestro corazón pecador en un corazón que se vaya asemejando cada vez más al de
Jesús…y al de Su Madre.
Y ese trabajo es obra de Dios, pero en ese trabajo divino,
nuestra colaboración es indispensable, porque, como nos dice San Pablo en la
Segunda Lectura (1ª Cor 15, 54-58): “El aguijón de la muerte es el
pecado, y la fuerza del pecado, la ley”. La tentación para pecar siempre
está al acecho, es labor del Enemigo de Dios y Enemigo nuestro. Y el
pecado, si es continuado y empecinado, puede llevarnos a la muerte
eterna. Pero, de hecho, cada pecado mortal causa la muerte de la Vida de
Dios en nuestra alma, la cual podemos reparar ¡vaya privilegio! con el
arrepentimiento y Confesión Sacramental.
Pero según dice San Pablo, la fuerza del pecado es la
ley. Se refería a los mandatos del Antiguo Testamento… pero también
tenemos los mandatos y consejos de Cristo. ¿Por qué la ley es la
fuerza del pecado? Porque al transgedir la Ley y los mandatos de Cristo,
caemos en pecado. De allí que San Pablo diga que la fuerza del pecado
radica en la Ley.
Entonces, el trabajo de cultivar nuestro interior para ser
luz y dar buenos frutos es un trabajo continuado y persistente, que termina
sólo cuando pasemos el umbral de la muerte. Se trata de ser perseverantes
hasta el final. Y San Pablo nos anima: “Manteneos firmes e inconmovibles.
Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro
esfuerzo no será vano en el Señor”.
Eso sí, tampoco engañarnos con creer que es obra nuestra el
cultivo de nuestro corazón: ¡es obra de Dios! Por eso concluye San
Pablo:
“¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro
Señor Jesucristo”!
+ Dr. Johannes VILAR (Köln, Alemania)
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