Hoy comenzamos la proclamación del Evangelio con la
expresión: «Aquel mismo día, el domingo» (Lc 24,13). Sí, todavía domingo.
Pascua —se ha dicho— es como un gran domingo de cincuenta días. ¡Oh, si
supiésemos la importancia que tiene este día en la vida de los cristianos! «Hay
motivos para decir, como sugiere la homilía de un autor del siglo IV (el Pseudo
Eusebio de Alejandría), que el ‘día del Señor’ es el ‘señor de los días’ (…).
Ésta es, efectivamente, para los cristianos la “fiesta primordial”» (San Juan
Pablo II). El domingo, para nosotros, es como el seno materno, cuna,
celebración, hogar y también aliento misionero. ¡Oh, si entreviéramos la luz y
la poesía que lleva! Entonces afirmaríamos como aquellos mártires de los
primeros siglos: «No podemos vivir sin el domingo».
Pero, cuando el día del Señor pierde relieve en nuestra existencia, también se eclipsa el “Señor del día”, y nos volvemos tan pragmáticos y “serios” que sólo damos crédito a nuestros proyectos y previsiones, planes y estrategias; entonces, incluso la misma libertad con la que Dios actúa, nos es motivo de escándalo y de alejamiento. Ignorando el estupor nos cerramos a la manifestación más luminosa de la gloria de Dios, y todo se convierte en un atardecer de decepción, preludio de una noche interminable, donde la vida parece condenada a un perenne insomnio.
Sin embargo, el Evangelio proclamado en medio de las asambleas dominicales es siempre anuncio angélico de una claridad dirigida a entendimientos y corazones tardos para creer (cf. Lc 24,25), y por esto es suave, no explosivo, ya que —de otro modo— más que iluminar nos cegaría. Es la Vida del Resucitado que el Espíritu nos comunica con la Palabra y el Pan partido, respetando nuestro caminar hecho de pasos cortos y no siempre bien dirigidos.
Cada domingo recordemos que Jesús «entró a quedarse con ellos» (Lc 24,29), con nosotros. ¿Lo has reconocido hoy, cristiano?
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (24,13-35):
AQUEL mismo día (el primero de la semana), dos de los
discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de
Jerusalén unos sesenta estadios;
iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».
Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
«Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».
Él les dijo:
«¿Qué?».
Ellos le contestaron:
«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».
Entonces él les dijo:
«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro:
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Hoy, Domingo 3 de Pascua, continúa la Liturgia en tono de
júbilo, porque Cristo ha resucitado. El “Aleluya” sigue resonando como un
grito de celebración victoriosa, pues Jesús ha vuelto de la muerte a la Vida,
para comunicarnos esa Vida a nosotros.
Esta es la tónica de la Primera Lectura (Hch. 2,
14.22-23), tomada de los Hechos de los Apóstoles, la cual nos narra el
discurso de Pedro el día de Pentecostés. Después de haber recibido el
Espíritu Santo, San Pedro irrumpe en palabras que explicaban el triunfo de
Jesús sobre la muerte, discurso que estaba lleno de alegría porque Cristo, el
que había sido entregado a la muerte en la cruz, había resucitado.
El Salmo 15 es un Salmo del Rey David, que San
Pedro recuerda en su discurso, el cual nos llena de esperanza en nuestra propia
resurrección. Hemos cantado: “Se me alegra el corazón ...
porque Tú no me abandonarás a la muerte”. Y en él le hemos
pedido al Señor que nos enseñe el camino de la vida, para poder ser
saciados del gozo de su presencia en alegría perpetua junto a El. Hemos
repetido en el Salmo: “Enséñanos, Señor, el camino de la Vida”.
En la Segunda Lectura (1 Pe.1, 17-21), San
Pedro nos habla también de camino, de “nuestro peregrinar por la
tierra”, pidiéndonos que vivamos en esta vida “siempre con
temor filial”. Es decir, siempre con el respeto y el amor que debemos a
Dios nuestro Padre, porque hemos sido rescatados, no pagando con algo efímero,
como pueden ser el oro y la plata, sino que el precio de nuestro rescate ha
sido ¡nada menos! que la vida de su Hijo, “la sangre preciosa de Cristo”.
En el Evangelio (Lc. 22, 13-35) vemos el famoso
pasaje de un camino, el camino entre Jerusalén y un poblado situado a unos once
kilómetros de distancia, llamado Emaús. Por ese camino iban dos discípulos
de Jesús, que hacían este recorrido tres días después de los sucesos de la
muerte del Señor, precisamente el día en que Cristo había resucitado. Y
mientras iban caminando y comentando todo lo que acababa de suceder en
Jerusalén, el mismo Jesús Resucitado se les apareció haciéndose pasar por un
viajero más que iba caminando en la misma dirección.
Nos dice el Evangelio que los ojos de los discípulos estaban
“velados” y no pudieron reconocer a Jesús. (Lc. 24,
13-35). Jesús se hace el desentendido, el que no sabía nada de
lo sucedido, y ellos se impresionan: “¿Serás tú el único forastero
que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?”.
Jesús sigue haciéndose el desentendido, con lo que logra que
ellos expresen exactamente qué piensan de Jesús: “Nosotros
esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya
tres días desde que estas cosas sucedieron.”
Luego le contaron que algunas mujeres de su grupo los habían
dejado “desconcertados”, pues habían ido esa madrugada al sepulcro y llegaron
contando que no habían encontrado el cuerpo y que se les habían aparecido unos
ángeles que les habían dicho que Jesús estaba vivo. Le refirieron que
también los hombres, los Apóstoles, habían constatado lo del sepulcro vacío,
pero añadían incrédulos que a Jesús no lo habían visto.
Varias cosas resaltan en esta primera parte del relato
evangélico: ¿Por qué estaban “velados” los ojos de Cleofás y de su
compañero? ¿Por qué no pudieron reconocer a Jesús Resucitado cuando se
les incorporó en el camino hacia Emaús? Más aún, ¿por qué estaban
“desconcertados” ante la información dada por las mujeres que fueron al
sepulcro?
Realmente se nota en ellos una gran falta de fe. Si
Jesús había anunciado a sus discípulos, a sus seguidores que resucitaría al
tercer día ¿cómo, entonces, no iban a creer el cuento de las mujeres, si lo que
ellas informaron fue justamente lo que El ya había anunciado? ¡Qué
incredulidad ante el testimonio de los mismos Apóstoles quienes ratificaron lo
del sepulcro vacío!
Fijémomos en el comentario completo: “Algunos de
nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las
mujeres, pero a El no lo vieron”. ¡Qué falta de fe!
Tenían que ver para creer. Y nuestra fe ... ¿cómo es? ¿Necesita
también de pruebas ... o podemos creer sin comprobaciones?
Pero no sólo había falta de fe en estos dos
discípulos: había también apego a sus propios criterios. Fijémonos
que ellos dicen haber esperado un Mesías diferente a lo que Jesús fue:
ellos esperaban un Mesías que fuera “libertador de Israel”. ¿Y qué nos
dice este comentario sobre el Mesías? Con esto nos muestran que no
aceptaban del todo lo que Jesús había hecho o lo que había dejado de hacer,
sino que más bien tenían su propia idea de cómo debían ser las cosas, de cómo
debía actuar el Mesías.
Con razón el Señor los reprende duramente: ¡Qué
insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por
los profetas! ¿No tendría también que reprendernos el Señor
así? ¿No podría el Señor tacharnos de “insensatos”, pues también tenemos
nuestros propios criterios e ideas, por cierto no muy ajustados a los criterios
e ideas de Dios? ¿No podría el Señor tacharnos de “duros de corazón”
también, pues somos duros para creer?
Luego de esta fuerte corrección, comienza Jesús a
explicarles todos los pasajes de la Escritura que se referían a El.
Y, al sentirse ellos emocionados con estas explicaciones, le
piden a Jesús que no siga de camino. “Quédate con nosotros”, le
dicen.
Jesús accede y al estar dentro sentado a la mesa, nos dice
el Evangelio que “tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se los
dio”. Fue en ese momento cuando “se les abrieron los ojos y lo
reconocieron”. Al escuchar lo que Jesús les iba diciendo, su
corazón se emocionaba e iban entendiendo lo que les explicaba ... Y al
recibir a Cristo en la Eucaristía, pudieron reconocerlo y pudieron creer que
realmente había resucitado.
¿Qué otra enseñanza podemos sacar del camino a Emaús?
Nosotros debemos escuchar a Jesús. Debemos buscarlo
primeramente en su Palabra contenida en la Biblia y en las lecturas de cada
domingo. Debemos estar en sintonía con El, para reconocerlo cuando se nos
acerque en nuestro camino. Para estar en sintonía con el Señor, debemos
buscarlo sobre todo en la oración, pero -además- recibirlo con frecuencia en la
Sagrada Eucaristía. Y cuando no la podamos tener, realizar frecuentes
Comuniones Espirituales.
En la Palabra de Dios, en la oración y en la Eucaristía
tenemos las gracias necesarias para poder creer sin ver, para desprendernos de
nuestros propios criterios y de nuestra propia manera de ver las cosas.
Así podremos creer sin ver. Así podremos desprendernos
de nuestros propios criterios y de nuestra propia manera de ver las
cosas. Así podremos reconocer al Señor cuando nos enseña su Verdad y
cuando nos muestra sus criterios. Así podremos aprovechar la gracia de su
presencia en nosotros y en medio de nosotros. Así tiene sentido
pedirle: “Quédate con nosotros”.
Sin la Palabra de Dios, la oración y la Eucaristía, Jesús
podrá pasar delante de nosotros y no lo reconoceremos ni aprovecharemos su
presencia. Sería una lástima.
En esto consiste nuestro camino a Emaús. En esto
consiste ese “camino de la Vida”, que hemos pedido al Señor en el Salmo.
Fuentes;
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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