Hoy contemplamos la escena de la cananea: una mujer pagana, no
israelita, que tenía la hija muy enferma, endemoniada, y oyó hablar de Jesús.
Sale a su encuentro y con gritos le dice: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de
David. Mi hija tiene un demonio muy malo» (Mt 15,22). No le pide nada,
solamente le expone el mal que sufre su hija, confiando en que Jesús ya
actuará.
Jesús “se hace el sordo”. ¿Por qué? Quizá porque había descubierto la fe de
aquella mujer y deseaba acrecentarla. Ella continúa suplicando, de tal manera
que los discípulos piden a Jesús que la despache. La fe de esta mujer se
manifiesta, sobre todo, en su humilde insistencia, remarcada por las palabras
de los discípulos: «Atiéndela, que viene detrás gritando» (Mt 15,23).
La mujer sigue rogando; no se cansa. El silencio de Jesús se explica porque
solamente ha venido para la casa de Israel. Sin embargo, después de la
resurrección, dirá a sus discípulos: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena
Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).
Este silencio de Dios, a veces, nos atormenta. ¿Cuántas veces nos hemos quejado
de este silencio? Pero la cananea se postra, se pone de rodillas. Es la postura
de adoración. Él le responde que no está bien tomar el pan de los hijos para
echarlo a los perros. Ella le contesta: «Tienes razón, Señor; pero también los
perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos» (Mt 15,26-27).
Esta mujer es muy espabilada. No se enfada, no le contesta mal, sino que le da
la razón: «Tienes razón, Señor». Pero consigue ponerle de su lado. Parece como
si le dijera: —Soy como un perro, pero el perro está bajo la protección de su
amo.
La cananea nos ofrece una gran lección: da la razón al Señor, que siempre la
tiene. —No quieras tener la razón cuando te presentas ante el Señor. No te
quejes nunca y, si te quejas, acaba diciendo: «Señor, que se haga tu voluntad».
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (15,21-28):
En
aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a
gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio
muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás
gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las
migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.
Palabra del Señor
COMENTARIO
El Evangelio de hoy nos habla de la fe. Nos trae el
relato de una mujer, famosa por su fe, tanto que se habla de “la fe de la
cananea”. (Mt. 15, 21-28)
A veces Dios no nos responde. A veces pareciera que se
nos escondiera o que no prestara atención a nuestras solicitudes. Es lo
que le sucedió a esta mujer en tiempos de Jesús. El Evangelio especifica
que la mujer era “cananea” para significar que no era judía, sino pagana.
Impresiona, por tanto, que esta no-judía llame a Jesús “hijo
de David”, con lo que está reconociéndolo como el Mesías que los judíos
esperaban. Impresiona, también que, siendo pagana, le pida a Jesús que le
sane a su hija que está “terriblemente atormentada por un demonio”.
A veces Dios nos coloca en una posición de impotencia tal que
no nos queda más remedio que clamar a Él, seamos cristianos o paganos,
creyentes o no creyentes, religiosos o a-religiosos, católicos practicantes o
católicos fríos. Es lo que posiblemente le sucedió a esta madre que,
siendo pagana, pero abrumada por la situación de su hija, no le queda más
remedio que acudir al Mesías de los judíos.
El desarrollo del relato evangélico nos muestra que la cananea
como que intuía que Jesús era Mesías no sólo de los judíos, sino de todos,
porque a pesar de no ser judía, se atreve a pedir a Jesús que cure a su hija.
Y Jesús se hace el que no escucha. Así es Dios a
veces: simula no escucharnos. Y ¿por qué? O, más bien ¿para
qué? ... Para reforzar nuestra fe. Se habla de “poner a prueba” nuestra
fe. Pero no se trata de una prueba como un examen o un test, sino más
bien como un ejercicio que fortalece la fe.
Ese aparente silencio divino es más bien como la calistenia del atleta para fortalecerse en su especialidad. Podemos decir que Dios refuerza nuestra fe. Cuando el Señor parece esconderse o parece no hacernos caso puede ser que esté tratando de fortalecer nuestra fe débil.
Pero … ¡cuántas veces al más mínimo silencio de Dios nos
empecinamos más en nuestro mal! ¡Cuántas veces, porque Dios no nos
complace nuestro capricho o nos hace esperar un rato, le protestamos y nos
alejamos de Él! ¡Qué diferente esa fe a la de la mujer cananea del
Evangelio!
Jesús, entonces, insiste en ejercitar aún más la fe de su
interlocutora. No le parece suficiente el silencio inicial, sino que al
recibir la petición de la mujer, le responde que no le toca atender a los que
no sean judíos, pues “ha sido enviado sólo para las ovejas descarriadas de
la casa de Israel”.
La mujer no acepta esta respuesta de Jesús, sino que se postra
ante Él y le suplica: “¡Señor, ayúdame!”.
Igual que el entrenador exige al atleta templar más sus
músculos y aumentar su resistencia para estar mejor preparado, sigue el Señor
forzando la fe de la cananea. Le responde: “No está bien
quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos”, queriendo
significar que para ese momento no debía ocuparse de los paganos sino de los
judíos.
La mujer no ceja. Definitivamente, no acepta un “no”
como respuesta de Jesús. Iluminada por el Espíritu Santo, le responde a
Jesús con un argumento irrebatible: “hasta los perritos se comen las
migajas de la mesa de sus amos”.
La fe de la mujer había sido reforzada con los aparentes
desplantes del Señor. Y ahora la fe de la mujer queda recompensada, pues
obtiene de Jesús lo que pide. Nos dice el Evangelio que “en aquel
mismo instante quedó curada su hija”.
“¡Qué grande es tu fe!”, le dice el Señor a la
mujer. Y ... ¡qué gentil es el Señor! Nos da crédito por lo que no
viene de nosotros sino de Él. ¡Es que la fe es un regalo que Él mismo nos
da!
Ahora bien, como todo regalo, es necesario que lo
recibamos. Es necesario aceptar ese regalo maravilloso que Dios nos da
constantemente. Y, además, aceptar todos los entrenamientos que Dios hace
a nuestra fe, para que ésta vaya fortaleciéndose y un día sea recompensada con
el regalo definitivo que Dios quiere darnos: la Vida Eterna.
Esta oración persistente de la mujer cananea nos recuerda la
necesidad de orar, orar incesantemente, sin desfallecer. Recordemos,
además, que a Dios se le pide, no se le exige. Orar con humildad, como
esta mujer, que no exigió, sino pidió. Orar, con humildad, confiando
plenamente en Dios, en que nos dará lo que nos conviene para nuestra salvación,
y sólo eso, no la satisfacción de caprichos. Y orar, pidiendo a Dios las
cosas buenas, lo que nos conviene y siempre atenido todo a su Voluntad, no a
nuestros deseos.
Hay una oración de la Liturgia de la Misa correspondiente a la
fiesta de San Alberto de Jerusalén, Obispo, autor de la Regla de los
Carmelitas: Señor, concédenos lo que te pedimos, porque te pedimos lo que
quieres concedernos. Que esta oración sea nuestra guía al pedir al
Señor.
Hay otro tema en la Liturgia de este Domingo: la
salvación es para todos, judíos y no judíos. Las respuestas de Jesús a la
mujer cananea parecieran indicar lo contrario.
Lo cierto es que Dios eligió al pueblo de Israel para
asignarle un papel primordial en la historia de la salvación. Los
israelitas serían los primeros en recibir el llamado a la salvación. Pero
luego la salvación se extendería a todo pueblo, raza y nación. La
elección de Israel no significa, entonces, el rechazo a otros pueblos.
Queda esto claro en la Primera Lectura (Is. 56, 1.6-7), en
la que Dios, por boca del Profeta Isaías, asegura que cualquier extranjero (no
israelita) que crea en Él, que lo sirva y lo ame, que le rinda culto y que
cumpla su alianza, “los conduciré a mi monte santo y los llenaré de
alegría en mi casa de oración... porque mi casa será casa de oración para todos
los pueblos”.
Todo el que crea en Dios será reunido en su Casa. La
Casa de Dios será morada para todos los que quieran creer en Dios y hacer su
Voluntad.
La Segunda Lectura (Rm. 11, 13-15.29-32) de San
Pablo, “el Apóstol de los Gentiles”, nos habla también de la salvación
universal. San Pablo se dirige especialmente a los no-judíos,
lamentándose de los judíos, los de su raza, que han rechazado a Cristo.
Y nosotros ... ¡cuántas veces no hemos rechazado a
Cristo! ¡Cuánto tiempo estuvimos rechazándolo y dándole la espalda!
¡Cuántas veces nos hemos comportado como paganos!
San Pablo concluye este trozo de su carta así: “Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia”.
El pecado es un mal y es causa de condenación para los que no
desean arrepentirse y que terminan por no arrepentirse.
Pero, si reconocemos a tiempo nuestra rebeldía para
con Dios, se manifiesta su perdón, su misericordia infinita. Y si perseveramos
hasta el final, obtenemos la salvación, que vino Cristo a traer y que prometió
a todos los que aman a Dios. Es decir, a todos los que -como nos
dice Isaías en la Primera Lectura- crean en Él, lo sirvan y lo amen, le rindan
culto y cumplan su alianza: a todos los que hagan su Voluntad.
De allí que cantemos en el Salmo 66 las
alabanza del Señor, para que “conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu
obra salvadora”.
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