Hoy, en medio del Adviento, recibimos una invitación a la
alegría y a la esperanza: «Estad siempre alegres y orad sin cesar. Dad gracias
por todo» (1Tes 5,16-17). El Señor está cerca: «Hija mía, tu corazón es el
cielo para Mí», le dice Jesús a santa Faustina Kowalska (y, ciertamente, el
Señor lo querría repetir a cada uno de sus hijos). Es un buen momento para
pensar en todo lo que Él ha hecho por nosotros y darle gracias.
La alegría es una característica esencial de la fe. Sentirse amado y salvado
por Dios es un gran gozo; sabernos hermanos de Jesucristo que ha dado su vida
por nosotros es el motivo principal de la alegría cristiana. Un cristiano
abandonado a la tristeza tendrá una vida espiritual raquítica, no llegará a ver
todo lo que Dios ha hecho por él y, por tanto, será incapaz de comunicarlo. La
alegría cristiana brota de la acción de gracias, sobre todo por el amor que el
Señor nos manifiesta; cada domingo lo hacemos comunitariamente al celebrar la
Eucaristía.
El Evangelio nos ha presentado la figura de Juan Bautista, el precursor. Juan
gozaba de gran popularidad entre el pueblo sencillo; pero, cuando le preguntan,
él responde con humildad: «Yo no soy el Mesías...» (cf. Jn 1,21); «Yo bautizo
con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene
detrás de mí» (Jn 1,26-27). Jesucristo es Aquél a quien esperan; Él es la Luz
que ilumina el mundo. El Evangelio no es un mensaje extraño, ni una doctrina
entre tantas otras, sino la Buena Nueva que llena de sentido toda vida humana,
porque nos ha sido comunicada por Dios mismo que se ha hecho hombre. Todo
cristiano está llamado a confesar a Jesucristo y a ser testimonio de su fe.
Como discípulos de Cristo, estamos llamados a aportar el don de la luz. Más
allá de esas palabras, el mejor testimonio, es y será el ejemplo de una vida
fiel.
Lectura del santo evangelio según san Juan (1,6-8.19-28):
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como
testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe.
No era él la luz, sino testigo de la luz.
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén
sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
El dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos
han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino
del Señor", como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué
bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no
conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa
de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan
bautizando.
Palabra del Señor
COMENTARIO
San Juan Bautista, era primo de Jesús, pero no lo conocía,
según nos dice él mismo. Fue su Precursor, apareció en el desierto para
anunciar la llegada del Mesías. Por todo esto San Juan Bautista es un
personaje central del Adviento, este tiempo de preparación que la Liturgia nos
ofrece antes de la Navidad.
Por ello es útil revisar el relato que de San Juan Bautista
hacen los cuatro Evangelistas (Mt. 3, 1-12; Mc. 1, 1-8; Lc. 3, 1-17; Jn.
1, 6-28). Allí podemos ver varias cosas importantes a tener en cuenta en
preparación para la venida del Señor.
San Juan Bautista predicaba un bautismo de
arrepentimiento. Pedía con su predicación que la gente se convirtiera de
la vida de pecado y se resolviera a vivir una nueva vida de acuerdo a la ley de
Dios. Es lo que nosotros debemos hacer en preparación a la venida del
Señor.
San Juan Bautista hablaba de preparar el camino del Señor rellenando lo hundido, aplanando lo alzado, enderezando lo torcido y suavizando lo áspero. Se trata esto de reformar nuestros modos equivocados de comportamiento y de costumbres: por ejemplo, rellenando las bajezas de nuestro egoísmo y envidia; rebajando las alturas de nuestro orgullo y altivez; enderezando los caminos desviados y equivocados que no nos llevan a Dios; suavizando las asperezas de nuestra ira e impaciencia. En general, corrigiendo, nuestros defectos, vicios y pecados.
La Primera Lectura es del Profeta Isaías, el cual desde el Antiguo Testamento también anunciaba a Cristo (Is. 61, 1-2 y 10-11). Isaías fue el Profeta que más claramente describió por adelantado la vida, pasión y muerte de Jesucristo.
En este trozo de Isaías vemos la descripción de la misión
del Mesías. Un día Jesús leyó ese pasaje de Isaías en la Sinagoga de
Nazaret, el sitio donde vivía, y agregó al final de la lectura que esa profecía
se refería a El mismo. Y vemos en este mismo episodio que, a pesar
de lo admirados que estaban de los milagros de Jesús y de sus enseñanzas, no
pudieron aceptar que Jesús, el de Nazaret, el hijo del carpintero, fuera el
Mesías esperado. (cfr. Lc. 4, 16-30).
Veamos con detalle la misión del Mesías, anunciada por
Isaías y ratificada por Cristo mismo:
- “Anunciar la buena nueva a los pobres”: la Buena Nueva es el anuncio de salvación que Jesucristo, el Salvador del mundo nos vino a traer. Y la anuncia a los pobres. Pero ¿quiénes son estos pobres? ¿Serán los económica y socialmente pobres? Y si esto fuera así ¿cómo quedan los que tienen medios económicos y pertenecen a las clases medias o altas? ¿No es para ellos la Buena Nueva del Señor? Claro que sí es. Es para todos: pobres y ricos, considerados desde el punto de vista económico y social. Pero todos los que reciban la Buena Nueva de salvación sí deben ser pobres en el espíritu. Son los mismos a quienes Jesús se refiere en las Bienaventuranzas (Mt. 5, 3). Pobres en el espíritu son aquéllos que se saben nada sin Dios, que saben que nada pueden sin Dios, que en todo dependen de El. Esos están listos para recibir la Buena Nueva que Cristo trae. En cambio, los ricos en el espíritu, los que creen que pueden por sí solos, los que se creen gran cosa ante Dios, ésos no están listos para recibir el mensaje de Jesucristo.
- “Curar a los de corazón afligido”: Jesucristo vino a sanar a los que sufren. También esta parte de su misión la menciona en las Bienaventuranzas: “Dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados” (Mt. 5, 4). Jesús cura los corazones afligidos. Pero los cura mostrándonos que el sufrimiento, bien aceptado y bien llevado, es una gracia muy especial. Los cura mostrándonos con su sufrimiento, que nuestro sufrimiento, unido al suyo, tiene valor redentor. Los cura mostrándonos que todo sufrimiento aceptado en Cristo, es la cruz que el Señor nos regala para poder imitarlo y para poder “ser consolados”, como nos promete esta bienaventuranza.
- “Proclamar el perdón a los cautivos y la libertad a
los prisioneros”: Jesucristo nos trae el perdón de los
pecados. Ese perdón nos libera del cautiverio del pecado. El que
está hundido en el pecado, necesita ser liberado. Y Cristo nos trajo esa
liberación. Podemos decir que los seres humanos nos encontrábamos
prisioneros en situación de secuestro: estábamos secuestrados por el Demonio, a
causa del pecado original de nuestros primeros progenitores. Pero Cristo
pagó nuestro rescate con su muerte en cruz y su resurrección gloriosa. Ya
somos libres; ya se nos ha borrado el pecado original con el Sacramento del
Bautismo; y se nos perdonan los demás pecados cometidos, con nuestro
arrepentimiento y con el Sacramento de la Confesión.
- “Pregonar el Año de Gracia del Señor”. La
aparición de Cristo en nuestra historia fue el Año de Gracia del Señor
anunciado desde el Antiguo Testamento por Isaías. Recordemos que Año de
Gracia en nuestra época fue el aniversario número 2.000 de ese gran
acontecimiento, cuando la Iglesia, recordando lo anunciado por el Profeta
Isaías, proclamó un nuevo Año de Gracia, el del Gran Jubileo del 2.000, el cual
fue “año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de
reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de
penitencia sacramental y extra-sacramental ... y de la concesión de
indulgencias de un modo más generoso que en otros años” (TMA # 14).
El Salmo nos trae el Magnificat (Lc. 1, 46-55) esa
oración de alabanza que la Santísima Virgen María recita al ser saludada como
la Madre de Dios por su prima Santa Isabel.
Y de este Canto de María es bueno resaltar su coincidencia
también con lo expresado por el Profeta Isaías: “A los hambrientos colmó de
bienes y a los ricos despidió vacíos”. Se refieren estos
hambrientos a los que necesitan de Dios y de los bienes de Dios. Y se
refieren estos ricos a los que creen no necesitar de Dios y de los bienes de
Dios. Por ello, a los que necesitan de El, Dios los colma de bienes, y a
los que se bastan a sí mismos, los despide vacíos.
En la Segunda Lectura (1 Ts. 5, 16-24), San
Pablo nos recuerda lo mismo que San Pedro el pasado domingo sobre nuestra
preparación para la venida del Señor: “que todo su ser, espíritu, alma y
cuerpo, se conserve irreprochable hasta la llegada de nuestro Señor
Jesucristo”. Y, además, nos habla San Pablo de la acción del Espíritu
Santo en los mensajes proféticos, instruyéndonos sobre la correcta actitud al
respecto: “No impidan la acción del Espíritu Santo, ni desprecien el don de
profecía; pero sométanlo todo a prueba y quédense con lo bueno”.
Vemos en la narración de los Evangelios sobre San Juan Bautista, cómo éste cumplió con su misión de anunciar al Mesías y de preparar su camino. Y cuando lo vio venir pudo reconocerlo por una íntima revelación que Dios le dio, la cual él hace pública: “Yo no lo conocía, pero Dios, que me envió a bautizar con agua, me dijo también: ‘Verás al Espíritu bajar sobre Aquél que ha de bautizar en Espíritu Santo y se quedará en El.’ ¡Y yo lo he visto! Por eso puedo decir que Este es el Elegido de Dios” (Jn. 1, 33-34).
Al ser preguntado por qué bautizaba si no era el Mesías,
San Juan Bautista dice que ciertamente él ha estado bautizando con agua, pero
que el que viene después de él, bautizará con el Espíritu Santo.
Jesucristo confirmará este anuncio de San Juan
Bautista. En el diálogo nocturno que tuvo con Nicodemo, le dice a este
buen fariseo: “En verdad te digo, nadie puede ver el Reino de Dios si no nace
de nuevo, de arriba”. Y, ante el asombro de Nicodemo, Cristo le
explica: El que no renace del agua y del Espíritu Santo, no puede
entrar en el Reino de Dios... Por eso no te extrañes que te haya dicho que
necesitas nacer de nuevo, de arriba” (Jn. 3, 3-7)
Y ¿qué es nacer de nuevo, de arriba? Para entender
esto, no hay más que ver a los Apóstoles antes y después de Pentecostés (cfr.
Hch. 2 y 5, 17-41). Antes eran torpes para entender las
Sagradas Escrituras y aún para entender las enseñanzas que recibieron
directamente del Señor. También eran débiles en su fe, deseosos de los
primeros puestos y envidiosos entre ellos. Eran, además, temerosos para
presentarse como seguidores de Jesús, por miedo a ser perseguidos.
Pero sí hicieron algo: creyeron y obedecieron el anuncio del Señor: “No se alejen de Jerusalén, sino que esperen lo que prometió el Padre, de lo que Yo les he hablado: que Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch. 1s, 4-5).
Y ¿cómo se nace de nuevo, de arriba? ¿Cómo se nace
del Espíritu Santo? Para esto también hay que ver a los Apóstoles muy
especialmente en los días entre la Ascensión del Señor y Pentecostés y
también a lo largo de todos los acontecimientos narrados en los Hechos de
los Apóstoles: Nos dice la Escritura que perseveraban en la
oración junto con María, la Madre de Jesús (Hch. 1, 14).
Quien ha nacido del Espíritu Santo se da cuenta de que Dios
es lo más importante en su vida, se da cuenta que vive para Dios, que Dios es
el que manda en su vida (es el Señor, ¿no?). Eso es estar
preparados. ¿Preparados para qué? Pues para cuando vuelva el Señor,
que volverá en el momento que nos toque morir o en su Segunda Venida al fin de
los tiempos.
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