Hoy, cercana ya la Pascua, ha sucedido un hecho insólito en el templo. Jesús ha echado del templo el ganado de los mercaderes, ha volcado las mesas de los cambistas y ha dicho a los vendedores de palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (Jn 2,16). Y mientras los becerros y los carneros corrían por la explanada, los discípulos han descubierto una nueva faceta del alma de Jesús: el celo por la casa de su Padre, el celo por el templo de Dios.
¡El templo de Dios convertido en un mercado!, ¡qué barbaridad! Debió comenzar
por poca cosa. Algún rabadán que subía a vender un cordero, una ancianita que
quería ganar algunos durillos vendiendo pichones..., y la bola fue creciendo.
Tanto que el autor del Cantar de los cantares clamaba: «Cazadnos las raposas,
las pequeñas raposas que devastan las viñas» (Cant 2,15). Pero, ¿quién hacía
caso de ello? La explanada del templo era como un mercado en día de feria.
-También yo soy templo de Dios. Si no vigilo las pequeñas raposas, el orgullo,
la pereza, la gula, la envidia, la tacañería, tantos disfraces del egoísmo, se
escurren por dentro y lo estropean todo. Por esto, el Señor nos pone en alerta:
«Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!» (Mc 13,37).
¡Velemos!, para que la desidia no invada la conciencia: «La
incapacidad de reconocer la culpa es la forma más peligrosa imaginable de
embotamiento espiritual, porque hace a las personas incapaces de mejorar»
(Benedicto XVI).
¿Velar? -Intento hacerlo cada noche- ¿He ofendido a alguien?, ¿son rectas mis
intenciones?, ¿estoy dispuesto a cumplir siempre y en todo la voluntad de
Dios?, ¿he admitido algún tipo de hábito que desagrade al Señor? Pero, a estas
horas, estoy cansado y me vence el sueño.
-Jesús, tú que me conoces a fondo, tú que sabes muy bien qué hay en el interior
de cada hombre, hazme conocer las faltas, dame fortaleza y un poco de este celo
tuyo para que eche fuera del templo todo aquello que me aparte de ti.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (2,13-25):
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en
el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas
sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas
y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a
los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un
mercado la casa de mi Padre.»
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me
devora.»
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras
para obrar así?»
Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.»
Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo,
¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los
muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la
Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su
nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos,
porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un
hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
Palabra del Señor
COMENTARIO
Hoy la Primera Lectura (Ex. 20, 1-7) y el
Salmo (#18) nos hablan de la Ley de Dios. Y la Segunda
Lectura (1 Cor. 1, 22-25) y el Evangelio (Jn. 2, 13-25) nos
hablan de señales y de comercio.
El trozo del Libro del Éxodo nos trae los preceptos que promulgó
el Señor para su pueblo: los Mandamientos de la Ley de Dios, que entregó a
Moisés en el Monte Sinaí, esculpidos en piedra. Y cuando se piensa hoy en
día en “ley”, en “mandamientos”, inmediatamente se nos ocurre pensar en
restricciones a la libertad que ¡tanto! apreciamos y defendemos. Y no es
así.
Como nos dice el Salmo de hoy (Sal 18): “la Ley de
Señor es perfecta y reconforta el alma ... es alegría para el corazón ... luz
para alumbrar el camino”. Muy contrario esto a lo que los hombres y
mujeres de hoy pensamos de los preceptos de Dios.
Y recordamos, con motivo de esta lectura, la visita que el
Papa Juan Pablo II hizo a comienzos del Tercer Milenio a ese sitio santo:
el Monte Sinaí, donde Dios se reveló a Moisés y le entregó su Ley, los Mandamientos
de la Alianza que Dios hizo con su Pueblo.
El Papa proclamó en esa visita allí justamente lo contrario
a lo que los hombres y mujeres de hoy pensamos de la Ley de Dios.
Preguntó el Papa: “Qué es esta Ley? ¡Es la Ley de la vida y de la
libertad! Si el pueblo observa la Ley de Dios, conocerá la libertad
para siempre”.
Juan Pablo II destacó la actualidad y el valor de los Diez
Mandamientos, diciendo: “En el encuentro entre Dios y Moisés en este monte se
encierra el corazón de nuestra religión, el misterio de la obediencia que
nos hace libres. Los Diez Mandamientos no son la imposición arbitraria de
un Señor tiránico. Fueron escritos en piedra, pero, ante todo, fueron
escritos en el corazón del hombre como ley moral universal, válida en
cualquier tiempo y lugar”.
Si revisamos bien los Diez Mandamientos, éstos son, como
dice el Salmo, una guía invalorable para andar en el camino. Son una
síntesis del amor a Dios y del amor al prójimo, y contienen exigencias mínimas
para que la sociedad funcione debidamente.
En efecto, nos dice el Papa que los Mandamientos: “salvan al
ser humano de la fuerza destructiva del egoísmo, del odio y del engaño”.
“Nos libran de la codicia de poder y de placer que altera el
orden de la justicia y degrada nuestra dignidad y la de nuestro prójimo”.
Nos libran del amor a nosotros mismos, que es lo mismo que
decir “egoísmo”, el cual no sólo hace daño a los demás, sino que, con
frecuencia, nos lleva a sacar a Dios de nuestras vidas y a hacernos daño a
nosotros mismos.
Los Diez Mandamientos nos libran también de las falsas
divinidades, que sí nos quitan la libertad y nos llevan a la esclavitud.
Los Diez Mandamientos, nos recuerda Juan Pablo II, “son la
ley de la libertad: no la libertad para seguir nuestras pasiones ciegas, sino
la libertad de amar, de elegir el bien en cada situación”.
Para eso Dios nos hizo libres: para escoger el bien en
cada situación, no para elegir el mal. Y los Mandamientos de Dios son esa
guía hacia el bien. Y siguen vigentes hoy y siempre, porque la Ley de
Dios, como nos dice el Salmo, “es santa y para siempre estable”.
Los Mandamientos no son restricciones, ni
trabas. Son ayudas que nos ha dado Dios para el bien personal y
también para el bien colectivo, pues son normas mínimas de relaciones
humanas, para que podamos vivir en convivencia.
Mientras mejor se cumplen los mandamientos, mejor estamos en
lo personal, en lo social, en lo nacional, en lo internacional.
Al leer el pasaje de los mercaderes del Templo de
Jerusalén (Jn. 2, 13-25), los cuales fueron expulsados por Jesús a
punta de látigo, las mesas de los cambistas volteadas y las monedas
desparramadas por el suelo, tenemos que pensar qué nos quiere decir hoy a
nosotros el Señor con este incidente. Y sobre todo cuando nos dice: “no
conviertan en un mercado la casa de mi Padre”. Puede estarse
refiriendo a ese mercadeo y comercio, repugnante y dañino, que con mucha
frecuencia usamos en nuestra relación con Dios, concretamente en nuestra forma
de pedirle a Dios.
Si pensamos bien en la forma en que oramos ¿no se parece
nuestra oración a un negocio que estamos conviniendo con Dios? “¿Yo te
pido esto, esto o esto, y a cambio te ofrezco tal cosa?” ¿Cuántas veces
no hemos orado así? A veces también nuestra oración parece ser un pliego
de peticiones, con una lista interminable de necesidades -reales o
ficticias. A ambas actitudes puede estarse refiriendo el Señor cuando se
opone al negocio en nuestra relación con El.
Fijémonos que en este pasaje del Evangelio los judíos “intervinieron
para preguntarle ‘¿qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar
así?’”. Y, a juzgar por la respuesta, al Señor no le gustó que le
pidieran señales.
¿Y nosotros? ¿No pedimos también señales? “Dios
mío, quiero un milagro”, nos atrevemos a pedirle al Señor. “Señor, dame
una señal”. Más aún: ¡cómo nos gusta ir tras las señales
extraordinarias! Estatuas que manan aceite o que lloran lágrimas de sangre,
que cambian de posición, etc., etc.
Estos fenómenos extraordinarios pueden venir de Dios … o
pueden no venir de Dios. Cuando no vienen de Dios sirven para desviarnos
del camino que nos lleva a Dios, pues lo que pretende el Enemigo es que nos
quedemos apegados a esas señales y que realmente no busquemos a Dios, sino que
vayamos tras esas manifestaciones extraordinarias, sean aceite, sangre,
lágrimas, escarchas, etc., como si fueran Dios mismo.
Escarchas, lágrimas, fenómenos extraordinarios -cuando son
realmente de origen divino- son signos de la presencia de Dios y de su Madre en
medio de nosotros. Son signos de gracias especialísimas que sirven para
llamarnos a la conversión, al cambio de vida, a enderezar rumbos para dirigir
nuestra mirada y nuestro caminar hacia aquella Casa del Padre que es el Cielo
que nos espera. Y allí llegaremos si cumplimos la Voluntad de Dios aquí en la
tierra.
Y esas señales son justamente para ayudarnos a que nos
acerquemos a Dios. Pero ¿en qué consiste ese acercamiento? ¿En
seguir buscando fenómenos extraordinarios? ¿En entusiasmarnos con esas
señales como si éstas fueran el centro de la vida en Dios? No. El
acercarnos a Dios consiste en que sigamos su Voluntad.
¿Cómo? ¿Cómo saber cuál es la Voluntad de Dios?
Primero que nada, hay que cumplir sus mandamientos. Luego hay que aceptar
–no rechazar- lo que sea que Dios permita para nuestra vida… lo que sea.
Y, por último, hay que hacer –no lo que queremos hacer- sino lo que creemos que
Él quiere que nosotros hagamos. No hay que decirle: “quiero esto, Señor”,
sino “¿qué quieres, Señor?”. Diferente, ¿no?
Pero ¿qué sucede con demasiada frecuencia? ... Sucede
que, a pesar de estas señales, seguimos apegados a nuestra voluntad -y no a la
de Dios-, a nuestros criterios -y no los de Dios-, a nuestros modos de ver las
cosas -y no a los de Dios.
No podemos quedamos en lo externo, en lo que podemos ver y
palpar con los sentidos del cuerpo. No podemos seguir buscando estos
fenómenos por todas partes, como si fueran el centro de la cuestión, pues el
centro de la cuestión es otro: es buscar la Voluntad de Dios para
cumplirla a cabalidad ... y así no correr el riesgo de ser expulsados de la
Casa del Padre para siempre.
Y en la Segunda Lectura San Pablo también nos habla de
señales: “los judíos exigen señales milagrosas y los paganos (se
refería sobre todo a los griegos) piden sabiduría (conocimientos
humanos) ... Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, que es
escándalo para los judíos y locura para los paganos; en cambio, para los
llamados por Dios -sean judíos o paganos- Cristo es la fuerza y la sabiduría de
Dios”. Así haya muerto en la cruz. “Porque la
locura de Dios (la locura de la cruz) es más sabia que la sabiduría
de los hombres, y la debilidad de Dios (la debilidad de la muerte en la
cruz) es más fuerte que la fuerza de los hombres”.
Así son los criterios de Dios: contrarios a los
criterios de los seres humanos. Pero ... seguimos ¡tan apegados! a
nuestros propios criterios, creyendo que ésos son los que sirven, olvidándonos
de esta importantísima y fuerte afirmación de San Pablo y olvidándonos de lo
que mucho antes ya había anunciado el Profeta Isaías: “Así como dista el cielo
de la tierra, así distan mis planes de vuestros planes, mis criterios de
vuestros criterios” (Is. 55, 9).
Jesús expulsó a los mercaderes y cambistas de la casa de su
Padre ... No corramos nosotros el riesgo de ser expulsados para siempre de
aquella Casa del Padre que nos espera en la otra Vida.
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