Hoy, san Marcos nos presenta una avalancha de necesitados
que se acerca a Jesús-Salvador buscando consuelo y salud. Incluso, aquel día se
abrió paso entre la multitud un hombre llamado Jairo, el jefe de la sinagoga,
para implorar la salud de su hijita: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón
tus manos sobre ella, para que se salve y viva» (Mc 5,23).
Quién sabe si aquel hombre conocía de vista a Jesús, de verle frecuentemente en
la sinagoga y, encontrándose tan desesperado, decidió invocar su ayuda. En
cualquier caso, Jesús captando la fe de aquel padre afligido accedió a su
petición; sólo que mientras se dirigía a su casa llegó la noticia de que la
chiquilla ya había muerto y que era inútil molestarle: «Tu hija ha muerto; ¿a
qué molestar ya al Maestro?» (Mc 5,35).
Jesús, dándose cuenta de la situación, pidió a Jairo que no se dejara influir
por el ambiente pesimista, diciéndole: «No temas; solamente ten fe» (Mc 5,36).
Jesús le pidió a aquel padre una fe más grande, capaz de ir más allá de las
dudas y del miedo. Al llegar a casa de Jairo, el Mesías retornó la vida a la
chiquilla con las palabras: «Talitá kum, que quiere decir: ‘Muchacha, a ti te
digo, levántate’» (Mc 5,41).
También nosotros debiéramos tener más fe, aquella fe que no duda ante las
dificultades y pruebas de la vida, y que sabe madurar en el dolor a través de
nuestra unión con Cristo, tal como nos sugiere el papa Benedicto XVI en su
encíclica Spe Salvi (Salvados por la esperanza): «Lo que cura al hombre no es
esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la
tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión
con Cristo, que ha sufrido con amor infinito».
Lectura
del santo Evangelio según san Marcos (5,21-43):
En aquel tiempo Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago.
Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda, su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.
Jesús, notando que, había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio le la gente, preguntando: «¿Quién me ha tocado el manto?»
Los discípulos le contestaron: «Ves como te apretuja la gente y preguntas: "¿quién me ha tocado?"»
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo.
Él le dijo: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.»
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?»
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe.»
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos.
Entró y les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña, levántate).»
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años–. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor
COMENTARIO
Muchas curaciones y unas cuantas revivificaciones realizó
Jesús entre sus milagros. El Evangelio de hoy nos trae una curación y una
revivificación conectadas entre sí. Se trata de la hijita de Jairo, que
muere mientras el Señor se retrasa en la curación de la hemorroísa (Mc. 5,
21-43).
Sucedió que al llegar Jesús con los Apóstoles a Cafarnaún,
al bajar de la barca se le acercó mucha gente. Entre la muchedumbre
estaba el jefe de la sinagoga, llamado Jairo, quien le pide muy
preocupado: “Mi hijita está muy grave. Ven a poner tus manos sobre
ella para que se cure y viva”. Mientras comenzó su camino junto con
Jairo, el gentío seguía a Jesús y muchos lo tocaban y lo estrujaban.
Entre éstos una mujer que desde hacía 12 años sufría un
flujo de sangre tan grave que había gastado todo su dinero en médicos y
medicinas, pero iba de mal en peor. Ella, llena de fe y esperanza en el
único que podía curarla, se metió en medio de la multitud, pensando que si al
menos lograba tocar el manto de Jesús, quedaría curada. Corrió un riesgo
esta mujer, pues según los conceptos judíos era “impura” y contaminaba a
cualquiera que tocara, por lo cual no debía mezclarse con el gentío, mucho
menos tocar a Jesús. Por ello toca el manto, “pensando que son sólo
tocar el vestido se curaría”. ¡Así sería de fuerte su fe!
Ella no sabía realmente quién era Jesús, pero tenía fe que
la curaría. Todas estas consideraciones explican la tardanza de la mujer
para atreverse a identificarse ante Jesús, que pedía saber quién le había tocado
el manto.
En efecto, nos cuenta el Evangelio que el Señor sintió que
un poder milagroso había salido de Él, por lo que preguntó -como si no lo
supiera- quién le había tocado el manto. Se detuvo hasta que logró que la
mujer se identificara. Y al tenerla postrada frente a Él, le reconoce la
fortaleza de su fe cuando le dice: “Tu fe te ha salvado”.Notemos que
el Señor no le dice que su fe la había “sanado”, sino que la había
“salvado”. Y es así, porque en toda sanación física -nos demos cuenta o
no, intervengan médicos y medicinas o no- actúa Dios. Y Él, no sólo sana,
sino que salva.
La sanación física no es lo más importante: es como una añadidura a la salvación. Y si no hay cambio interior de la persona y acercamiento a Dios, de poco o nada sirve la sanación física para el bienestar espiritual.
En cuanto a las curaciones, otra cosa importante de revisar
son las muchas maneras cómo Dios sana. Unas veces puede sanar en forma
directa y milagrosa, como este caso de la hemorroísa: con sólo
tocarlo. Otras veces usa medios materiales, como el caso del ciego,
cuando tomó tierra la mezcló con saliva e hizo un barro que untó en los ojos
del ciego. Otras veces no usa ningún medio, sino su palabra o su
deseo. Unas veces sana de lejos, como al criado del Centurión. Unas
veces sana enseguida, otras veces progresivamente, como el caso de los 10
leprosos, que se dieron cuenta que iban sanando mientras iban por el camino a
presentarse a las autoridades.
Lo importante es saber que en toda sanación interviene Dios,
aunque ni médicos ni pacientes lo consideren, es así: Dios sana directa o
indirectamente. Toda sanación es un milagro en que Dios permanece
anónimo... si no nos queremos dar cuenta de su intervención.
Y cuando no hay sanación física, debemos saber que también
Dios está interviniendo. Y hay que tener cuidado, porque las actitudes equivocadas
que tengamos ante enfermedades -propias o de personas cercanas- pueden ser
motivo de muchos males espirituales, debido a las actitudes de rebeldía y de
rechazo con que tengamos ante ellas. Pero, aceptadas en Dios; es
decir: aceptando la voluntad de Dios, aceptando lo que Él tenga dispuesto en su
infinita Sabiduría, las enfermedades pueden ser causa de muchos bienes
espirituales. Tal es el caso de un San Ignacio de Loyola, por ejemplo,
quien se convirtió -y llegó a ser el Santo que es- mientras estaba
convaleciente de una herida de guerra en su pierna.
Volviendo al Evangelio: a todas éstas, ¡cómo estaría Jairo
de impaciente por el retraso! Y, en efecto, en el mismo momento en que la
hemorroísa está postrada ante Jesús, avisan que ya su hijita había muerto.
Por cierto, la niña tenía 12 años de edad, el mismo tiempo que tenía la mujer
con hemorragias. Jesús, entonces, prosigue el camino hacia la casa de
Jairo, pero discretamente, con Pedro, Santiago y Juan. Notemos que Jesús
trataba esconder los milagros más impresionantes. Con esto evitaba el ser
considerado como candidato a un mesianismo político y temporal, muy distinto de
su mesianismo divino y eterno.
Al llegar a la casa, aplaca a todo el mundo y declara que la
niña no está muerta, sino que duerme. Saca a todos fuera, y sólo delante
de los tres discípulos y de los padres de la niña, la hizo volver del sueño de
la muerte.
Para el Señor la muerte es como un sueño. Para Él es
tan fácil levantar a alguien de un sueño, como lo será, el levantarnos a todos
de la muerte.
Y de ese “sueño” nos despertará cuando vuelva para realizar
la resurrección de todos los muertos. Esta niña volvió a la vida terrena,
a la misma vida que tenía antes de morir. Todas las revivificaciones
realizadas por el Señor -la del Lázaro, la del hijo de la viuda de Naím y ésta-
son ciertamente milagros muy grandes. Pero mayor milagro será cuando a
todos nosotros nos haga volver a una vida gloriosa, cuando nos resucite en el
último día. Y será en forma instantánea, en “un abrir y cerrar de
ojos” (1 Cor. 15, 51-52).
Volveremos a vivir, pero no como estos tres del Evangelio,
que volvieron a la misma vida que tenían antes. Cuando el Señor nos
resucite en la otra vida, volveremos a vivir, pero en una nueva condición: con
cuerpos incorruptibles, que ya no se enfermarán, ni sufrirán, ni envejecerán,
sino que serán cuerpos gloriosos similares al de Jesús después de su
resurrección. Más importante aún, nuestros cuerpos resucitados
serán ya inmortales: ya no volverán a morir.
En la Primera Lectura (Sb. 1, 13-16; 2, 23-24), se
nos explica el origen de la muerte. La condición en que Dios creó a los
primeros seres humanos, nuestros progenitores, era de inmortalidad y de total
sanidad: no había ni enfermedades, ni muerte. Pero, nos dice esta lectura
del Libro de la Sabiduría, que la muerte entró al mundo debido al pecado y
a “la envidia del diablo”.
Sin embargo, sabemos que solamente experimentarán la muerte
eterna quienes estén alineados con el diablo, pues resucitarán para la
condenación y estarán separados de Dios para siempre. Pero quienes estén
alineados con Dios, ciertamente tendrán que pasar por la muerte física, que no
es más que la separación de alma del cuerpo –y eso por un tiempo. Pero
después de la resurrección, vivirán para siempre (cfr. Jn. 5, 28-29; Hb.
9, 27). Y vivirán en un gozo y una felicidad tales, que nadie ha
logrado describir aún. (cfr. 2 Cor 12, 4)
La Segunda Lectura (2 Cor. 8, 7.9.13-15) nos habla
de solidaridad. San Pablo organiza una colecta en favor de los cristianos
de Jerusalén que se encontraban pasando penurias debido a la malas cosechas en
el año anterior, “año sabático”, en que los judíos no sembraban, pues debían
dejar descansar la tierra.
San Pablo recuerda a los que tienen más, que su abundancia
remediará las carencias de los que tienen menos. Y que los que no tienen
en algún momento ayudarán a los que ahora tienen. Sin duda esto puede ser
interpretado como aquel adagio popular: “hoy por ti, mañana por mí”. Pero
también se trata de que el compartir bienes materiales con los que poco tienen,
enriquece con gracias espirituales a los que sí los tienen. Es así como
el ejercicio de la solidaridad enriquece espiritualmente al que da, porque de
esa manera “guarda tesoros para el cielo” (Mt. 6, 19-21).
Y para estimular a los Corintios y a nosotros a ser generosos, San Pablo nos recuerda cómo Cristo, “siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para que ustedes se hicieran ricos con su pobreza”.
Sin duda se refiere San Pablo, no sólo a la condición de
pobreza material de Jesús, sino también a lo que en otra oportunidad comunicó
en su carta a los Filipenses (Flp. 2, 5-8): que Cristo, a pesar
de su condición divina nunca hizo alarde de ser Dios y se rebajó (se hizo
pobre) hasta pasar por un hombre cualquiera y llegó a rebajarse hasta la muerte
y una muerte de cruz, la más humillante muerte que podía haber para alguien en
su época.
Esa “pobreza” de Cristo, ese rebajarse hasta parecer ser un
cualquiera, esa “pobreza” por la que murió, nos ha hecho a nosotros “ricos”,
muy ricos, en gracias espirituales. Porque por la redención que
obró con su muerte en cruz nos hizo herederos de una riqueza infinita, que no
se acaba nunca y que dura para siempre: la Vida Eterna.
Fuentes:
Sagradas Escrituras.
Evangeli.org
Homilias.org
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