Hoy, Domingo XV (B) del tiempo ordinario, leemos en el
Evangelio que Jesús envía a los Doce, de dos en dos, a predicar. Hasta ahora
han acompañado al Maestro por los caminos de Galilea, pero ha llegado la hora
de comenzar la difusión del Evangelio, la Buena Nueva: la noticia de que
nuestro Padre Dios nos ama con un amor infinito y que nos ha traído a la vida
para hacernos felices por toda la eternidad. Esta noticia es para todos. Nadie
ha de quedar al margen de la enseñanza liberadora de Jesús. Nadie queda excluido
del Amor de Dios. Es necesario llegar hasta el último rincón del mundo. Hay que
anunciar el gozo de la salvación plena y universal, por medio de Jesucristo, el
Hijo de Dios hecho hombre por nosotros, muerto y resucitado y presente
activamente en la Iglesia.
Equipados con «poder sobre los espíritus inmundos» (Mc 6,7) y con un bagaje
casi inexistente -«Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un
bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: ‘Calzados con
sandalias y no vistáis dos túnicas’» (Mc 6,8)- inician la misión de la Iglesia.
La eficacia de su predicación evangelizadora no vendrá de influencias humanas o
materiales, sino del poder de Dios y de la sinceridad, de la fe y del
testimonio de vida del predicador. «Todo el impulso, la energía y la entrega de
los evangelizadores provienen de la fuente que es el amor de Dios infundido en
nuestros corazones con el don del Espíritu Santo» (San Juan Pablo II).
Hoy en día, la Buena Noticia no ha llegado todavía a todas partes, ni con la
intensidad que era necesaria. Se ha de predicar la conversión, hay que vencer a
muchos espíritus malignos.
Quienes hemos recibido la Buena Noticia, ¿lo sabemos valorar? ¿Somos
conscientes de ello? ¿Estamos agradecidos? Sintámonos enviados, misioneros,
urgidos a predicar con el ejemplo y, si fuera necesario, con la palabra para
que la Buena Nueva no falte a quienes Dios ha puesto en nuestro camino.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (6,7-13):
En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando
de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que
llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni
dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de
repuesto.
Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel
sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo
de los pies, para probar su culpa.»
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con
aceite a muchos enfermos y los curaban.
Palabra del Señor
COMENTARIO
Uno de los himnos de alabanza y agradecimiento a Dios más
bellos y significativos lo hace San Pablo en la Segunda Lectura de este
Domingo. Es el comienzo de su Carta a los Efesios (Ef 1, 3-14):
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en El con toda clase de bienes espirituales y
celestiales. El nos eligió en Cristo -antes de crear el mundo- para que
fuéramos santos e irreprochables a sus ojos, y determinó -por pura iniciativa
suya- que fuéramos sus hijos, para que por la gracia que nos ha concedido por
medio de su Hijo amado, lo alabemos y glorifiquemos”.
¡Maravilloso himno de alabanza y maravilloso programa de
vida! ¡Qué alegría saber que Dios nos eligió -desde antes de crear el
mundo- a ser sus hijos y a ser santos y puros ante sus ojos! Y que este
inmensísimo privilegio ha sido por pura iniciativa suya.
Esto significa que es Dios Quien ha tomado la iniciativa
primero. Es Dios Quien da el primer paso: es Él Quien nos busca primero y
nosotros tenemos la opción de responderle o de no responderle.
¿Y en qué consiste responderle? El indicio nos lo da
el mismo San Pablo en este maravilloso himno a los Efesios: “Él nos ha
prodigado el tesoro de su gracia... dándonos a conocer el misterio de su
Voluntad”.
San Pablo nos dice también que podemos ser hijos de
Dios. Y eso, por pura iniciativa divina, y por la gracia que nos ha
concedido Dios en su Hijo Jesucristo.
Veamos bien: ¿Somos hijos de Dios? Algunos sí, otros
no. ¿Y no somos hijos de Dios todos? Creaturas de Dios somos
todos, pero hijos de Dios sólo los que cumplen ciertas condiciones. Al
menos eso es lo que nos dice la Palabra de Dios.
Lo dice San Pablo: “son hijos de Dios los que se dejan
guiar por el Espíritu de Dios” (Rom 8, 14). Y, no es sólo San
Pablo sino también San Juan. Y San Juan lo declara al no más comenzar su
Evangelio como para que lo tengamos bien claro desde el principio: “los que lo
recibieron, que son los que creen en su Nombre, les concedió ser hijos de
Dios” (Jn 1, 11-12).
¿Y no somos hijos de Dios por el Bautismo?
Cierto. El Bautismo nos hace hijos de Dios. Pero, de hecho, hemos
renunciado a ese derecho cada vez que hemos pecado, porque el pecado rompe
nuestra relación con Dios. Pero esa relación se re-establece con el
arrepentimiento y la Confesión. Así, arrepentidos y absueltos, volvemos a
ser hijos de Dios.
Y ¿qué significará ser hijo, ser hijo de Dios?
Significa que tenemos un Padre, que podemos llamar a Dios “Padre”, porque
realmente somos sus hijos… si cumplimos las condiciones de hijos.
Por eso “Padre Nuestro” significa primeramente que
Dios -que es Padre de Jesucristo- es nuestro Padre también, porque Cristo quiso
compartir Su Padre con nosotros... sin nosotros merecerlo. ¡Por eso es
que podemos llamar a Dios “Padre”!
Se nos ha dicho que somos “hijos adoptivos” de Dios.
De hecho, otra traducción de Ef 1, 5 lo destaca así: “Determinó
desde toda la eternidad que nosotros fuéramos sus hijos adoptivos por
medio de Cristo Jesús”.
¿Cómo es un hijo adoptivo? ¿Cuáles son sus
derechos? Es alguien admitido a la familia, que, aunque no es hijo
realmente, tiene los mismos derechos.
Pero en el caso de nosotros hijos de Dios, no somos
realmente como los hijos adoptivos, porque el padre que adopta no ha comunicado
vida al hijo adoptado. Pero Dios sí nos ha comunicado su Vida.
Podrán llamarnos “adoptados”, pero en el Bautismo hemos recibido la Vida Divina
de nuestro Padre del Cielo.
Adicionalmente, somos herederos: “Con Cristo somos
herederos también nosotros” (Ef 1, 11).
Y ¿cuál es nuestra herencia? El derecho al
Cielo. Esa es nuestra herencia. Todos tenemos derecho a esa
herencia. Lo que sucede es que muchos la rechazan (se ponen en contra de
Dios) o la cambian por menudencias en esta vida (por los placeres y por apegos
materiales, por el pecado).
Entonces, el llegar a ser hijos de Dios y heredar el Cielo
es una opción. Una opción abierta a todos, inclusive a los
no-cristianos. Pero esa opción supone condiciones. Una de estas
condiciones es la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo. Esto es lo que
significa el “recibir” a Jesucristo que nos habla San Juan. Y
recibirlo es aceptarlo a Él y aceptar su mensaje de salvación, que incluye todo
lo que Él nos ha propuesto y nos exige.
Otra condición, que es consecuencia de la fe, es la que
propone San Pablo: son hijos de Dios “los que se dejan guiar por el
Espíritu de Dios”.
Y dejarse guiar por el Espíritu de Dios es ir
descubriendo y aceptando –incondicionalmente- la Voluntad de Dios para nuestra
vida. Es ir descubriendo “el tesoro de su gracia” encerrado
en “el misterio de su Voluntad”.
¡Qué maravilla también saber que podemos conocer la Voluntad
de Dios Quien nos busca con su Amor infinito para que le respondamos con
nuestro amor! Y su Voluntad es que lo amemos con ese Amor con que Él nos
ama: un amor que se abra a Él, un amor que se entregue a Él, un amor que no
quiere a nada ni a nadie más que a Él.
Y es obvio, porque además Cristo mismo nos lo pide. Nos pide que tanta gracia y tanto privilegio no se quede represado en nosotros mismos. Tanto favor no puede ser sólo para el bien personal. Estamos llamados a comunicarlo a los demás. Ese Amor debe fluir hacia los demás, nuestros hermanos, porque eso también nos lo exige Cristo.
Sin embargo, algunos tienen un llamado más específico.
Sabemos que Dios, dentro de su libérrima libertad (valga la redundancia),
escoge a algunos para misiones especiales. Tal ha sido el caso de los
profetas, a quienes Dios suele escoger entre los más sencillos y humildes, de
manera que la sabiduría y el poder de Dios se hagan más evidentes.
Hubo profetas a lo largo del Antiguo Testamento. Tal
es el caso del Profeta Amós, del cual leemos en la Primera Lectura (Am 7,
12-15). Nos dice la lectura que ni siquiera venía de una
familia de profetas; era un simple pastor y cultivador de higos. Y Dios
lo envía a una tierra desconocida.
Y el Sacerdote del lugar lo quería expulsar, dándole unos
argumentos poco válidos. Creía que Amós profetizaba como medio para
ganarse la vida. Amós insiste: yo sólo sé que “el Señor me sacó del
rebaño y me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo, Israel’”.
Es decir, Amós no flaquea, seguro del llamado de Dios que le
ordena llevar su mensaje a los israelitas. Así es el verdadero profeta:
sigue ciegamente las instrucciones divinas, no busca su propio interés, ni
tampoco busca la aprobación de los hombres, sino que les lleva la palabra de
Dios, les guste o no.
Hubo profetas antes, pero también los ha habido
después. Y los hay ahora. Por citar sólo un caso de nuestra era:
¿qué son, por ejemplo, los pastorcitos de Fátima? ... Profetas. Fueron
escogidos de entre los sencillos, humildes y desconocidos -pastores como era
Amós- para comunicar a la humanidad un mensaje divino que les dio la Madre de
Dios.
Si en ciertos casos Dios no ha escogido a gente desconocida,
sencilla y humilde para sus misiones, los escogidos necesariamente deben llegar
a ser sencillos y humildes. Y esta transformación sucede por la fuerza de
la gracia divina y por su respuesta a esa escogencia y a esa gracia.
A otros los escoge Dios como Apóstoles. Tal fue el caso de los 12: sencillos, humildes y desconocidos también. Y a éstos, nos dice el Evangelio de hoy (Mc 6, 7-13), los envió Jesucristo de dos en dos a predicar el arrepentimiento de los pecados, la conversión. Les ordenó llevar para sus misiones sólo lo estrictamente necesario, para así estar entregados totalmente a la Providencia Divina, confiando plenamente en Dios, que nos da todo lo que realmente necesitamos para nosotros mismos y para el cumplimiento de la misión encomendada.
Este Evangelio nos narra lo que fue la primera misión de
Jesucristo, el primer envío que hace de sus escogidos. Más detalles sobre
esta misión pueden verse en el relato de San Mateo (Mt 10, 5-16). Él
mismo fue uno de los misioneros, ya que era uno de los 12.
En San Mateo tenemos una información adicional sobre la
instrucción acerca del sitio de hospedaje: “En todo pueblo o aldea que entren,
vean de qué familia hablan en bien y quédense allí hasta el momento de
partir”. ¿Por qué quedarse allí todo el tiempo? La misión no
era una actividad de relaciones públicas. No se trataba de ir
hospedándose en varios sitios para ir complaciendo a todos, sino más bien
ubicar un sitio desde donde se irradiara la acción misionera.
El Señor ya estaba formando comunidad en la Iglesia que
estaba comenzando a instaurar. Los envía de dos en dos, como para que su
palabra no vaya por la boca de uno solo, sino que sea la expresión de un grupo,
de una comunidad unidos por una misma fe. Posiblemente esta sea la misma
razón por la cual pide que esa fe se irradie desde un solo sitio en cada
pueblo: la casa donde se hospedaban desde el primer momento.
El uso del aceite también es un detalle importante. El
aceite se usaba entre los judíos como vehículo de sanación física. El
Señor ahora lo usa también como medio de sanación espiritual, pues recordemos
que las sanaciones obradas por Dios, en este caso a través de sus Apóstoles,
comportaban también principalmente una conversión o sanación espiritual.
Dos cosas son ciertas: la primera es que a todos nos ha
llamado como apóstoles, como evangelizadores, pues nos dejó el mandato de
llevar su mensaje a todas partes. “Vayan por todo el mundo y anuncien la
Buena Nueva a toda la creación... Y estas señales acompañarán a los que
crean: en mi Nombre echarán los espíritus malos, hablarán en nuevas
lenguas ... pondrán manos sobre los enfermos y se sanarán” (Mc 16, 15-18).
La segunda, debemos ir a evangelizar con espíritu de pobreza y desasimiento, contando con que nuestra única riqueza es Cristo, su Gracia y la posibilidad de ser “una alabanza continua de su gloria”, tal como lo canta el himno de San Pablo de la Primera Lectura.
Con un programa de vida así, es decir, con una Fe verdadera,
con la confianza de saber que cumpliendo de la Voluntad de Dios tenemos el
tesoro de su gracia, y poniendo lo recibido al servicio del Señor en los demás,
podremos llegar a ser santos e irreprochables ante Él.
Y entonces -llegado el momento- nos presentemos así ante el
justo Juez y podamos recibir la herencia prometida: el Cielo en el momento de
nuestra muerte y la gloria de la resurrección en Juicio Universal al fin de los
tiempos. Que así sea porque hemos llegado a ser verdaderos hijos de
Dios.
Fuentes:
Sagradas
Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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