Hoy día nos encontramos con situaciones similares a la
descrita en este pasaje evangélico. Si, ahora mismo, Dios nos preguntara
«¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27), tendríamos que informarle
acerca de todo tipo de respuestas, incluso pintorescas. Bastaría con echar una
ojeada a lo que se ventila y airea en los más variados medios de comunicación.
Sólo que… ya han pasado más de veinte siglos de “tiempo de la Iglesia”. Después
de tantos años, nos dolemos y —con santa Faustina— nos quejamos ante Jesús:
«¿Por qué es tan pequeño el número de los que Te conocen?».
Jesús, en aquella ocasión de la confesión de fe hecha por Simón Pedro, «les
mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él» (Mc 8,30). Su condición
mesiánica debía ser transmitida al pueblo judío con una pedagogía progresiva.
Más tarde llegaría el momento cumbre en que Jesucristo declararía —de una vez
para siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy» (Lc 22,70). Desde entonces, ya no
hay excusa para no declararle ni reconocerle como el Hijo de Dios venido al
mundo por nuestra salvación. Más aun: todos los bautizados tenemos ese gozoso
deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por todo el mundo y a toda criatura
(cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación de la Buena Nueva es tanto más urgente
si tenemos en cuenta que acerca de Él se siguen profiriendo todo tipo de
opiniones equivocadas, incluso blasfemas.
Pero el anuncio de su mesianidad y del advenimiento de su Reino pasa por la Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo nos recuerda que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (n. 769). He aquí, pues, el camino para seguir a Cristo y darlo a conocer: «Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» (Mc 8,34).
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (8,27-35):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea
de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos: «¿Quién dice la gente que
soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los
profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El
Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los
ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres
días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de
cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú
piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el
que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por
el Evangelio la salvará.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
La Santa Madre Iglesia lleva unos años de purificación y
penitencia por los pecados de sus ministros. No nos ha venido mal, al
contrario. Estamos aprendiendo a no poner la fe en los hombres sino únicamente
en Jesús. Desgraciadamente el lado humano, demasiado humano de la Iglesia es la
que impide muchas veces acercarnos a Jesús. Queremos, sin embargo, a la Iglesia
porque es nuestra Madre y la acogemos tal y como es: al mismo tiempo santa y
pecadora. Es a través de ella como hemos llegado al encuentro con Jesús.
Sólo Jesús, tiene la capacidad de transformar la vida del creyente, cuando éste
se toma en serio el seguimiento de Jesús. Creer en Jesús no es simplemente
repetir fórmulas dogmáticas impecables sino que es una adhesión total a su
persona, estando dispuestos a compartir su vida y destino.
La Iglesia debe huir de todo triunfalismo mesiánico
y aceptar de corazón la realidad del Crucificado (Mc 8,27-35). Eso no le hizo
ninguna gracia a Pedro ni tampoco nos gusta a nosotros que, como nuestros
contemporáneos, queremos un cristianismo vistoso y atractivo, que cada uno
define a la carta. Jesús vio ya al peligro de convertirse en un Mesías
populachero que atraía las multitudes y las hubiera podido manipular según sus
intereses. Desde el principio, sin embargo, interpretó su destino a través de
la figura enigmática del Servidor de Dios que aparece en el libro del
profeta Isaías (50,5-10).
Fueron los profetas los que denunciaron las falsas salvaciones que los hombres buscan a través de las políticas de alianzas, de poder, de imperialismo. Jesús, en su tiempo, tuvo también que confrontarse con las autoridades políticas y religiosas que mantenían al pueblo en la miseria. Como todo profeta, huyó de soluciones simplistas de tipo revolucionario y confió que Dios traería su Reino. Tan sólo Dios es capaz de cambiar de raíz la situación del hombre y de los pueblos.
Esta fe en la intervención de Dios no nos lleva a cruzarnos de brazos. La fe, sin obras, está muerta por dentro, nos recuerda con gran realismo el apóstol Santiago (Sant 2,14-18). La fe cristiana a lo largo de la historia ha sabido dar respuesta a los interrogantes humanos y soluciones a los problemas concretos. Ha desplegado el dinamismo de la caridad al servicio de los hombres, sobre todo de los más necesitados. Hoy día parece que el estado ha ocupado el lugar que tenía la Iglesia y ésta se siente incómoda sin encontrar su puesto en la sociedad. Debemos alegrarnos de que los estados modernos se hayan hecho responsables de muchas de las necesidades de los ciudadanos. La crisis actual, sin embargo, sigue mostrando que quedan muchos campos a los que no llega el estado. De hecho cada día vemos surgir nuevas necesidades que interpelan nuestra fe. Hay que exigirle al estado que, en vez de hacerle la concurrencia a lo que ya funciona en la sociedad civil, se preocupe de los problemas que todavía no somos capaces de resolver los grupos sociales.
La cultura del éxito de nuestro tiempo no logra,
sin embargo, eliminar la figura del Crucificado. A pesar de todos los esfuerzos
por transformar el mundo, los crucificados siguen estando presentes ante nuestros
ojos. Pueden ir con su cruz a cuestas o sin carné en una patera. El Crucificado
murió precisamente para que no hubiera más crucificados. Por eso el creyente
que se ha adherido a Cristo, experimenta en sí la fuerza del Resucitado que
tiene poder para cambiar nuestro mundo. Pero para ello tenemos que movilizarnos
y estar dispuestos a dar la vida, porque “el que pierda la vida por el
Evangelio, la salvará”. Ahora que estamos celebrando la eucaristía,
renovemos nuestra adhesión al Señor muerto y resucitado y salgamos decididos a
infundir vida en nuestro mundo.
Fuentes.
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Padre, Lorenzo Amigo
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