Jesús recuerda lo que dice el Libro del Génesis: «Al comienzo del mundo, Dios
los creó hombre y mujer» (Mc 10,6, cf. Gn 1,27). Jesús habla de una unidad que
será la Humanidad. El hombre dejará a sus padres y se unirá a su mujer, siendo
uno con ella para formar la Humanidad. Esto supone una realidad nueva: dos
seres forman una unidad, no como una "asociación", sino como procreadores
de Humanidad. La conclusión es evidente: «Lo que Dios unió, no lo separe el
hombre» (Mc 10,9).
Mientras tengamos del matrimonio una imagen de "asociación", la
indisolubilidad resultará incomprensible. Si el matrimonio se reduce a
intereses asociativos, se comprende que la disolución aparezca como legítima.
Hablar entonces de matrimonio es un abuso de lenguaje, pues no es más que la
asociación de dos solteros deseosos de hacer más agradable su existencia.
Cuando el Señor habla de matrimonio está diciendo otra cosa. El Concilio
Vaticano II nos recuerda: «Este vínculo sagrado, con miras al bien, ya de los
cónyuges y su prole, ya de la sociedad, no depende del arbitrio humano. Dios
mismo es el autor de un matrimonio que ha dotado de varios bienes y fines, todo
lo cual es de una enorme trascendencia para la continuidad del género humano»
(Gaudium et spes, n. 48).
De regreso a casa, los Apóstoles preguntan por las exigencias del matrimonio, y a continuación tiene lugar una escena
cariñosa con los niños. Ambas escenas están relacionadas. La segunda enseñanza
es como una parábola que explica cómo es posible el matrimonio. El Reino de
Dios es para aquellos que se asemejan a un niño y aceptan construir algo nuevo.
Lo mismo el matrimonio, si hemos captado bien lo que significa: dejar, unirse y
devenir.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (10,2-16):
En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para
ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron: «Moisés Permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de
repudio.»
Jesús les dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al
principio de la creación Dios "los creó hombre y mujer. Por eso abandonará
el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una
sola carne." De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios
ha unido, que no lo separe el hombre.»
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo:
«Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la
primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete
adulterio.»
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al
verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se
lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el
que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.
Palabra del Señor
COMENTARIO
Las lecturas de hoy nos hablan de la institución del
matrimonio y de la familia. La Primera Lectura (Gn. 2, 18-24) nos
habla del momento maravilloso de la creación del hombre y la mujer y del
original plan de Dios para la pareja humana.
En el Evangelio (Mc. 10, 2-16) vemos que cuando
los fariseos interrogan a Jesús acerca del divorcio, el cual Moisés había
permitido en algunos casos, el Señor insiste en la indisolubilidad del
matrimonio, sin hacer excepciones.
Es cierto que anteriormente, en el Sermón de la Montaña,
Jesús habla también del tema de la indisolubilidad y pareciera que hiciera
alguna excepción:
“Se
dijo también:
‘El que despida a su mujer le dará un certificado de
divorcio’. Pero Yo les digo que el que la despide -fuera del caso de
infidelidad- le empuja al adulterio. Y también el que se case con esa
mujer divorciada comete adulterio”. (Mt. 5, 31-32). El comentario de
la Biblia Latinoamericana a esta cita es elocuente: “fuera del caso de
infidelidad”, tal vez se debe traducir: “fuera del caso de unión
ilegítima”, pues Mateo se refería al problema de numerosos cristianos de
su tiempo, convertidos del paganismo, que al entrar a la Iglesia rompían
uniones ilegítimas que tenían con personas paganas (cf. 1 Cor. 7, 12-16)”.
Pero en el texto del Evangelio de Marcos que hemos leído
hoy, Jesús explica que la permisividad de Moisés se debió a la terquedad de los
hombres, “a la dureza de corazón de ustedes”, e insiste en que, en el
principio, antes del pecado, no fue así. Y el mismo Jesús recuerda en
este pasaje la narración del Génesis, cuando Dios dispuso que hombre y mujer no
fueran dos, sino uno solo.
Notemos, sin embargo, que este frecuente problema
matrimonial no puede referirse a una falta ocasional de adulterio, en la que la
Iglesia invita a los cónyuges cristianos al perdón y la reconciliación (cf. CDC
#1152-1), sino que se trata más bien del adulterio como una condición
permanente e incorregible. Pero, aún así, el cónyuge agraviado debe
permanecer célibe, salvo que la autoridad eclesiástica respectiva haya
declarado inválida la primera unión matrimonial sacramental.
La indisolubilidad del matrimonio siempre ha parecido una
exigencia muy difícil de cumplir. En efecto, cuando Jesús insiste en
ella, los mismos discípulos exclamaron que era preferible no
casarse: «Si ésa es la condición del hombre que tiene mujer, es
mejor no casarse.» (Mt. 19, 10).
San Pablo corrobora esa difícil enseñanza de Jesús con una
curiosa expresión, la cual nos muestra también que los problemas matrimoniales
no son exclusivos de nuestra época: “¿Estás casado? No te
separes de tu esposa. ¿Eres soltero? No te cases. Pero si te
casas, no haces mal, y si una joven se casa, tampoco hace mal. Sin
embargo, los que se casan sufren en esta vida muchas tribulaciones, que yo
quisiera evitarles” (1 Cor. 7, 27-28).
Para cumplir con su misión de esposos y padres, precisamente
mediante el Sacramento del Matrimonio, Dios otorga a los esposos cristianos una
gracia especial, la cual está destinada a ayudarlos en su difícil tarea de
procrear y educar a los hijos, de ayudarse mutuamente, santificándose en medio
de los problemas propios de la vida en común. (cf. CIC#1641 y 1642)
Pero, volviendo al problema de las relaciones entre marido y
mujer, la Iglesia está atenta a las situaciones difíciles que se presentan a
los esposos cristianos:
“En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive
amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y
conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura” (CIC#1606).
Aún así, la Iglesia no tiene poder para disolver el vínculo
de un Matrimonio Sacramento. (ver CIC#1640)
Entonces puede parecer difícil, incluso imposible, atarse
para toda la vida a un ser humano. De hecho, la mayoría de los jóvenes no
quieren casarse. Por ello la Iglesia consciente de los problemas
conyugales, apunta en el Catecismo: “Existen situaciones en que la
convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy
diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física
de los esposos… Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios, ni
son libres para contraer una nueva unión” (CIC #1649).
O sea, no pueden volverse a casar por la Iglesia, a menos
que un Tribunal Eclesiástico declare, mediante sentencia de nulidad, que no fue
válido el Matrimonio celebrado. Es lo que comúnmente se denomina anulación.
Ahora bien, la llamada anulación no se trata de
un divorcio a lo católico. Tampoco significa que se está anulando el
Matrimonio, sino que se declara que dicho Matrimonio no fue válido. O
sea, la Iglesia no tiene poder para disolver el vínculo sacramental; sólo puede
declarar que un Matrimonio no fue válido.
“Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete
adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro
comete adulterio” (Mc. 10, 11-12). Eso dijo Jesucristo. Y esto dice
el Catecismo:“La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo,
que no puede reconocer como válida una nueva unión, si era válido el primer
matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente…no pueden
acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación” (CIC
#1650).
Así que el Catecismo de la Iglesia Católica es bien
claro: no pueden comulgar los que estuvieron casados por la Iglesia y
ahora están unidos en matrimonio civil, a menos que “se comprometan a vivir en
total continencia” (CIC #1650).
El Catecismo es nuestra guía, sobre todo en momentos de
confusión como los que estamos viviendo. Por más que uno u otro Cardenal,
Obispo o Sacerdote, plantee algo diferente al Evangelio y al Magisterio
milenario de la Iglesia, ésta no puede cambiar ni la Palabra de Dios, ni la
Verdad: si hubo Sacramento, “lo que Dios unió no lo separe el hombre”.
De ahí que la consecuencia natural y fin primordial de unión
de los esposos sea necesariamente la procreación y educación de los hijos (cf.
CIC#1653). Sin embargo, hay otros fines del Matrimonio Cristiano:
la ayuda y compañía mutua y la canalización del deseo sexual (VAT II: GS
48, 49, 50; PIO XI: Castii Connubii 37)
Respecto de la educación de los hijos, el Catecismo nos
recuerda por qué se llama a la familia: “Iglesia doméstica”
(CIC#1666): “Los padres han de ser para sus hijos los primeros
anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo”. (#1656)
La unión del hombre y la mujer vive en peligro. Y
ahora más, con todas esas propuestas y leyes tan descabelladas que amenazan con
destruir, no sólo el matrimonio y la familia, sino la civilización misma.
Recordemos que el Matrimonio es un camino de santidad y, como tal, tiene sus exigencias y cruces. De allí que el Papa Juan Pablo II habló así a los jóvenes reunidos con él en Roma, respecto de la elección de la futura pareja con quien compartir la vida:
“¡Atención! Toda persona humana es
inevitablemente limitada: incluso en el matrimonio más avenido
suele darse una cierta medida de desilusión... Sólo Dios, puede colmar las
aspiraciones más profundas del corazón humano” (JP II, 20-agosto-2000).
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