Por suerte para él, en aquella ocasión es Jesús quien pasa, acompañado de sus
discípulos y otras personas. Sin duda, el ciego ha oído hablar de Jesús; le
habrían comentado que hacía prodigios y, al saber que pasa cerca, empieza a
gritar: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10,47). Para los
acompañantes del Maestro resultan molestos los gritos del ciego, no piensan en
la triste situación de aquel hombre, son egoístas. Pero Jesús sí quiere
responder al mendigo y hace que lo llamen. Inmediatamente, el ciego se halla
ante el Hijo de David y empieza el diálogo con una pregunta y una respuesta:
«Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ‘¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le
dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’» (Mc 10,51). Y Jesús le concede doble visión: la
física y la más importante, la fe que es la visión interior de Dios. Dice san
Clemente de Alejandría: «Pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de
la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y
contemplemos al que es realmente Dios».
Frecuentemente nos quejamos y decimos: —No sé rezar. Tomemos ejemplo entonces
del ciego del Evangelio: Insiste en llamar a Jesús, y con tres palabras le dice
cuanto necesita. ¿Nos falta fe? Digámosle: —Señor, aumenta mi fe. ¿Tenemos
familiares o amigos que han dejado de practicar? Oremos entonces así: —Señor
Jesús, haz que vean. ¿Es tan importante la fe? Si la comparamos con la visión
física, ¿qué diremos? Es triste la situación del ciego, pero mucho más lo es la
del no creyente. Digámosles: —El Maestro te llama, preséntale tu necesidad y
Jesús te responderá generosamente.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (10,46-52):
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente,
el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino,
pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de
David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David,
ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama.» Soltó el
manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.» Y al momento recobró la vista y lo
seguía por el camino.
Palabra del Señor
COMENTARIO.
La Primera Lectura nos trae un texto del Profeta
Jeremías (Jer. 31, 7-9) referido al regreso del pueblo de Israel del
exilio y entre ellos vienen también “los ciegos y los cojos”.
Nos habla el Profeta de “torrentes de agua” y
de “un camino llano en el que no tropezarán”. Sin duda se refieren
estos simbolismos a la gracia divina que es una “fuente de agua viva” que calma
la sed, que fortalece y que allana el camino hacia la Vida Eterna.
Sabemos que es Dios quien guía a su pueblo de regreso a su
patria. Y cuando Dios es el que guía, los cojos pueden caminar y los ciegos
tienen luz. Es una figura muy bella sobre la conversión interior, que nos
lleva a poder ver la luz interior, aunque fuéramos ciegos corporales.
Es el caso del Evangelio de hoy (Mc. 10, 35-45), el
cualnos narra la curación del ciego Bartimeo, ciego de sus ojos, pero vidente
en su interior; ciego hacia fuera, pero no hacia dentro; ciego corporal, mas no
espiritual; ciego de los ojos, mas no del alma.
Este nuevo milagro de Jesús nos ofrece bastante tela de
donde cortar para extraer enseñanzas muy útiles a nuestra fe, nuestra vida de
oración y nuestro seguimiento a Cristo.
Un día este hombre ciego estaba ubicado al borde del camino
polvoriento a la salida de Jericó. Pedir limosna era todo lo que podía
hacer para obtener ayuda humana, y eso hacía.
Pero Bartimeo había oído hablar de Jesús, quien estaba
haciendo milagros en toda la región. Sin embargo, su ceguera le impedía
ir a buscarlo. Así que tuvo que quedarse donde siempre estaba.
Pero he aquí que un día el ciego, con la agudeza auditiva
que caracteriza a los invidentes, oye el ruido de una muchedumbre, una
muchedumbre que no sonaba como cualquier muchedumbre.
Y al saber que el que pasaba era Jesús de Nazaret, “comenzó
a gritar” por encima del ruido del gentío: “¡Jesús, hijo de David, ten
compasión de mí!”. Trataron de hacerlo callar, pero él gritaba con más
fuerza. Jesús era su única esperanza para poder ver.
Ciertamente Bartimeo era ciego en sus ojos corporales:
no tenía luz exterior. Pero sí tenía luz interior, sí veía en su
interior, pues reconocer que Jesús era el Mesías, “el hijo de David”, y poner
en Él toda su esperanza, es ser vidente en el espíritu.
Su fe lo hacía gritar cada vez más y más fuertemente, pues
estaba seguro que su salvación estaba sólo en Jesús. Y tal era su emoción
que cuando Jesús lo hizo llamar, “tiró el manto y de un salto se puso en
pie y se acercó a Jesús”.
Ahora bien, los “gritos” de Bartimeo llamaron la atención de
Jesús, no sólo por el volumen con que pronunciaba su oración de súplica, sino
por el contenido:
“¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Un
contenido de fe profunda, pues no sólo pedía la curación, sino que reconocía a
Jesús como el Hijo de Dios, el Mesías que esperaba el pueblo de
Israel. De allí que Jesús le dijera al sanarlo: “Tu fe te ha
salvado”.
Analicemos un poco más los “gritos-oración” de
Bartimeo. “Jesús, Hijo de David, ten compasión de
mí”. Los judíos sabían que el Mesías debía ser descendiente de
David. Así que, reconocer a Jesús como hijo de David, era reconocerlo
como el Mesías, el Hijo de Dios hecho Hombre.
Podemos decir que esta súplica desesperada de Bartimeo
contiene una profesión de fe tan completa que resume muchas verdades del
Evangelio. Es la llamada “oración de Jesús” que puede utilizarse para
orar “en todo momento... sin desanimarse” (Ef. 6, 18), como nos
recomienda San Pablo.
Si nos fijamos bien, es una oración centrada en Jesús, pero
es también una oración Trinitaria, pues al decir que Jesús es Hijo de Dios,
estamos reconociendo la presencia de Dios Padre, y nadie puede reconocer a
Jesús como Hijo de Dios, si no es bajo la influencia del Espíritu Santo.
Además, al reconocer a Jesús como el Mesías, nuestro Señor,
reconocemos su soberanía sobre nosotros y su señorío sobre nuestra vida, es
decir, reconocemos que nos sometemos a su Voluntad.
Y al decir “ten compasión de mí”, reconocemos que,
además, de dependientes de Él, tenemos toda nuestra confianza puesta sólo en
Él, nuestra única esperanza, igual que Bartimeo.
“Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí, pecador” es
una oración que contiene esta otra verdad del Evangelio: que somos
pecadores y que dependemos totalmente de Dios para nuestra salvación.
Es una oración de estabilidad y de paz que, repetida al
despertar y antes de dormir y en todo momento posible a lo largo del día, puede
llevarnos a vivir de acuerdo a la Voluntad de Dios ... y a seguir a Cristo como
lo hizo Bartimeo, quien “al momento recobró la vista y se puso a seguirlo
por el camino”.
En la Segunda Lectura (Hb. 5, 1-6) nos sigue hablando San Pablo sobre el Sacerdocio de Cristo. Cristo es Sumo y Eterno Sacerdote. No es posible llegar a Dios sin pasar por Cristo, de quien depende nuestra salvación. Es lo que proclamó la Iglesia con la Declaración “Dominus Iesus” (JPII 2000, sobre la Unicidad y Universalidad Salvífica de Jesucristo y su Iglesia).
No es posible la salvación, sino a través de Cristo.
Pretender otras vías, conociendo la de Cristo, es pura ilusión ... y más que
ilusión, engaño. Muchos llegaron a criticar la “Dominus Iesus” como
contraria al ecumenismo, pero más bien esta Declaración pone las cosas en su
lugar: Cristo es nuestra salvación. No hay salvación fuera de Él y
de su Iglesia.
En formas misteriosas los no-cristianos pueden ser salvados,
pero su salvación se sucede en Cristo, el Hijo de Dios, el Mesías que Bartimeo
reconoció aún sin verlo.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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