Hoy, el Evangelio de Juan se nos presenta en una forma
poética y parece ofrecernos, no solamente una introducción, sino también como
una síntesis de todos los elementos presentes en este libro. Tiene un ritmo que
lo hace solemne, con paralelismos, similitudes y repeticiones buscadas, y las
grandes ideas trazan como diversos grandes círculos. El punto culminante de la
exposición se encuentra justo en medio, con una afirmación que encaja
perfectamente en este tiempo de Navidad: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su
morada entre nosotros» (Jn 1,14).
El autor nos dice que Dios asumió la condición humana y se instaló entre
nosotros. Y en estos días lo encontramos en el seno de una familia: ahora en
Belén, y más adelante con ellos en el exilio de Egipto, y después en Nazaret.
Dios ha querido que su Hijo comparta nuestra vida, y —por eso— que transcurra
por todas las etapas de la existencia: en el seno de la Madre, en el nacimiento
y en su constante crecimiento (recién nacido, niño, adolescente y, por siempre,
Jesús, el Salvador).
Y continúa: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo
único, lleno de gracia y de verdad» (Ibidem). También en estos primeros
momentos, lo han cantado los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo», «y paz en la
tierra» (cf. Lc 2,14). Y, ahora, en el hecho de estar arropado por sus padres:
en los pañales preparados por la Madre, en el amoroso ingenio de su padre
—bueno y mañoso— que le ha preparado un lugar tan acogedor como ha podido, y en
las manifestaciones de afecto de los pastores que van a adorarlo, y le hacen
carantoñas y le llevan regalos.
He aquí cómo este fragmento del Evangelio nos ofrece la Palabra de Dios —que es
toda su Sabiduría—. De la cual nos hace participar, nos proporciona la Vida en
Dios, en un crecimiento sin límite, y también la Luz que nos hace ver todas las
cosas del mundo en su verdadero valor, desde el punto de vista de Dios, con
“visión sobrenatural”, con afectuosa gratitud hacia quien se ha dado
enteramente a los hombres y mujeres del mundo, desde que apareció en este mundo
como un Niño.
Lectura
del santo evangelio según san Juan [1, 1-18]
En
el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era
Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como
testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de
él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que
creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su
gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí,
porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado
por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer.
Palabra del Señor
COMENTARIO
Este segundo domingo de Navidad, después de la fiesta de
María Madre de Dios con que abrimos el año nuevo, es una profundización en los
valores más vivos de lo que significa la encarnación del Hijo de Dios.
Esta es una de las páginas más gloriosas, profundas y
teológicas que se hayan escrito para decir algo de lo que es Dios, de lo que es
Jesucristo, y de lo que es el hecho de la encarnación, en esa expresión tan
inaudita: el “Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. La encarnación se
expresa mediante lo más profundo que Dios tiene: su Palabra; con ella crea
todas las cosas, como se pone de manifiesto en el relato de la creación de
Génesis 1; con ella llama, como su le sucede a Abrahán, el padre de los creyentes;
con ella libera al pueblo de la esclavitud de Egipto; con ella anuncia los
tiempos nuevos, como ocurre en las palabras de los profetas auténticos de
Israel; con ella salva, como acontece con Jesucristo que nos revela el amor de
este Dios. El evangelio de Juan, pues, no dispone de una tradición como la de
Lucas para hablarnos de la anunciación y del nacimiento de Jesús, pero ha
podido introducirse teológicamente en esos misterios mediante su teología de la
Palabra.
También, en nosotros, es muy importante la palabra, como en
Dios. Con ella podemos crear situaciones nuevas de fraternidad; con nuestra
palabra podemos dar vida a quien esté en la muerte del abandono y la ignominia,
o muerte a quien esté buscando algo nuevo mediante compromisos de amor y justicia.
Jesús, pues, también se ha encarnado para hacer nuestra palabra (que expresa
nuestros sentimientos y pensamientos, nuestro yo más profundo, lo que sale del
corazón) una palabra de luz y de misericordia; de perdón y de acogida. El ha
puesto su tienda entre nosotros... para ser nuestro confidente de Dios.
El himno y las sentencias que lo constituyen se relaciona
con las especulaciones sapienciales judías. El filósofo judío de la religión,
Filón de Alejandría, que vivió en tiempos de Jesús, hizo suyas aquellas
reflexiones, pero en vez de sabiduría habló de la Palabra divina, del Logos. En
el judaísmo «sabiduría» y «palabra de Dios» significaban prácticamente lo
mismo. Sobre este tema desarrolló Filón una serie de profundas ideas. En el
himno al Logos de Juan han podido influir otras corrientes conceptuales de
aquella época. Fuera como fuere, en el texto joánico la idea del Logos tiene
una acuñación cristiana propia, una forma inconfundible ligada a la persona de
Jesús. Se interpreta, en efecto, esta persona, mediante los conceptos ya
existentes sobre la Palabra de Dios, de una manera no por supuesto
absolutamente nueva, pero sí profundizada.
El Logos, en griego, la Palabra divina, se ha hecho carne,
es nuestra luz. Quizás parece demasiado especulativa la expresión. Pero
recorriendo el himno al Verbo, descubrimos toda una reflexión navideña del
cuarto evangelio. El Verbo ilumina con su luz. La iniciativa no parte de la
perentoria necesidad humana, sino del mismo Dios que contempla la situación en la
que se encuentra la humanidad. Suya es la iniciativa, suyo el proyecto. En el
Verbo estaba la vida y la vida es la luz de los hombres. Por eso viene a los
suyos, que somos nosotros. La especulación deja de ser altisonante para hacerse
verdaderamente antropológica, humana. Pone su tienda entre nosotros, el Logos,
la Sabiduría, el Hijo, Dios mismo en definitiva. ¿Cómo? No como en el el AT, en
la tienda del tabernáculo en el desierto, ni en un “Sancta Sanctorum”, sino en
la humanidad misma que era la que verdaderamente necesitaba ser dignificada. El
hombre es imagen de Dios, y esa imagen se pierde si la luz no nos llega. Y esa
luz es la Palabra, Jesucristo.
Fuentes:
Sagradas
Escrituras
Evangeli.Org
Fray
Miguel de Burgos Núñez
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