Hoy volvemos a vivir las bienaventuranzas y las “malaventuranzas”: «Bienaventurados vosotros...», si ahora sufrís en mi nombre; «Ay de vosotros...», si ahora reís. La fidelidad a Cristo y a su Evangelio hace que seamos rechazados, escarnecidos en los medios de comunicación, odiados, como Cristo fue odiado y colgado en la cruz. Hay quien piensa que eso es debido a la falta de fe de algunos, pero quizá —bien mirado— es debido a la falta de razón. El mundo no quiere pensar ni ser libre; vive inmerso en el anhelo de la riqueza, del consumo, del adoctrinamiento libertario que se llena de palabras vanas, vacías donde se oscurece el valor de la persona y se burla de la enseñanza de Cristo y de la Iglesia, ya que —hoy por hoy— es el único pensamiento que ciertamente va contra corriente. A pesar de todo, el Señor Jesús nos infunde coraje: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre (...). Vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6, 22.23).
San Juan Pablo II, en la encíclica Fides et Ratio, dijo: «La fe mueve a la
razón a salir de su aislamiento y a apostar, de buen grado, por aquello que es
bello, bueno y verdadero». La experiencia cristiana en sus santos nos muestra
la verdad del Evangelio y de estas palabras del Santo Padre. Ante un mundo que
se complace en el vicio y en el egoísmo como fuente de felicidad, Jesús muestra
otro camino: la felicidad del Reino del Dios, que el mundo no puede entender, y
que odia y rechaza. El cristiano, en medio de las tentaciones que le ofrece la
“vida fácil”, sabe que el camino es el del amor que Cristo nos ha mostrado en
la cruz, el camino de la fidelidad al Padre. Sabemos que en medio de las
dificultades no podemos desanimarnos. Si buscamos de verdad al Señor,
alegrémonos y saltemos de gozo (cf. Lc 6,23).
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (6,17.20-26):
En
aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un
grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén
y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: «Dichosos los pobres,
porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre,
porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.
Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y
proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos
ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros,
los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora
estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque
haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es
lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
¿Pueden ser felices los que sufren? Sí, sí
pueden. Al menos eso fue lo que nos dijo Jesucristo. ¡Felices los
que ahora sufren! Y lo dijo bastante al inicio de su predicación en el
conocido “Sermón de la Montaña”, el cual comienza con las “bienaventuranzas” o
motivos para considerarnos felices. Es lo que nos presenta el Evangelio
de hoy (Lc. 6, 17-26).
Otros motivos de felicidad, según las “bienaventuranzas”
como nos las presenta San Lucas: la persecución, los insultos, la pobreza
(por cierto, no la material, sino la pobreza espiritual, entendida en el
sentido bíblico “pobres de Yahvé” (cfr. Sof. 2, 1-3 y 3, 11-12).
La pobreza material puede ayudar a confiar más en Dios -es
cierto- pero no es requerimiento para ser “pobre en el
espíritu”. Pobre en el espíritu es aquél que confía en Dios y
no en sí mismo, que se sabe dependiente de Dios y no independiente, que se
reconoce incapaz y remite todas sus capacidades a Dios.
Las “bienaventuranzas” son tal vez la máxima paradoja del
ser o del intentar ser cristiano. Tienen su modelo en la forma de ser de
Aquél que las proclamó: así fue Jesús. Y al cristiano le toca imitar
y seguir a Jesús.
No pueden entenderse las “bienaventuranzas” ... mucho menos
vivirlas, si nuestra brújula -que debiera estar dirigida al Cielo- está
dirigida hacia este mundo pasajero y efímero. ¡Imposible aceptar esta
lista de incomprensibles paradojas!
Sobre en quien debemos poner nuestra confianza nos alerta,
dura y convincentemente el Profeta Jeremías en la Primera Lectura. Y nos
plantea los riesgos que corremos:
“Maldito el hombre que confía en el hombre (en sí mismo o en
otros seres humanos), que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón
... vivirá en la aridez del desierto en una tierra salobre, inhabitable.
Bendito el hombre que confía en el Señor y en El pone su esperanza. Será
como un árbol plantado junto al agua...sus hojas se conservarán siempre verdes
y en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos”. (Jr. 17, 5-8).
Las “bienaventuranzas” y la advertencia de Jeremías nos
invitan a confiar en Dios ... a confiar de verdad. Pero ... ¿en quién confiamos
los hombres y mujeres de este Tercer Milenio? ¿Realmente confiamos en
Dios ... o más bien buscamos a Dios cuando nos interesa? ¿Realmente confiamos
en Dios ... o confiamos en nosotros mismos, en nuestras capacidades, nuestros
raciocinios, nuestras realizaciones, nuestras búsquedas, nuestras experiencias
de oficio o profesión ... nuestros enfoques humanos, nuestros propios
criterios?
¿Somos capaces de hacer lo que vimos a Pedro hacer en el
Evangelio del pasado domingo cuando, sabiendo por su experiencia de pescador
que no había pesca, vuelve a echar las redes en obediencia a la Sabiduría
Divina de Jesús que le da esa orden? (cfr. Lc. 5, 1-11) ¿Somos
capaces de oponer la Sabiduría Divina a lo que consideramos nuestros confiables
conocimientos humanos?
¡Con razón no podemos entender las “bienaventuranzas”!
Porque éstas van en contraposición a todo lo que hemos ido haciendo
costumbre... equivocadamente. Van en contraposición a toda perspectiva de
seguridades y felicidades terrenas. Van en contraposición a lo que creemos
merecer.
Con las “bienaventuranzas” Jesús quiere cambiarnos de
raíz. Viene a decirnos que el valor de las cosas no se mide según el
dolor o el placer inmediato que proporcionan, sino que las hemos de medir según
las consecuencias de gozo que tengan para la eternidad. Que es lo mismo
que decirnos que la brújula hay que dirigirla hacia Allá, no hacia aquí.
Las “bienaventuranzas” dejarían de ser paradojas utópicas si dirigiéramos bien
nuestra brújula.
El Evangelio de San Lucas nos trae también las
que podríamos llamar las "anti - bienaventuranzas”:
“¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su
consuelo! ¡Ay de ustedes los que se hartan ahora, porque después tendrán
hambre! ¡Ay de ustedes los que ríen ahora, porque llorarán de pena!
¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus
padres a los falsos profetas!”
¡Qué diferente la visión de Cristo a los valores que nos
presenta el mundo de hoy! Los ricos, los hartos, los que gozan
ahora, los reconocidos y alabados no van a estar muy bien en la
eternidad. Pero no será tanto por el bienestar que creen ahora disfrutar,
sino porque tienen su confianza puesta en sí mismos y en todo lo perecedero de
este mundo: dinero, poder, satisfacciones, reconocimientos, honores.
Los que se sienten satisfechos con las metas miopes de este
mundo corren graves riesgos, pues tiene la brújula muy mal dirigida. Los
que están apegados al reino de la tierra nunca podrán alcanzar el Reino de los
Cielos. De allí la advertencia del Señor. De allí los “ayes” de las
“anti-bienaventuranzas”.
De allí la dura reprensión del Profeta Jeremías: “Maldito el
hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su
corazón”
De allí la corroboración que hace San Pablo de esto en la
Segunda Lectura: “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las
cosas de esta vida seríamos los más infelices de todos los hombres” (1 Cor. 15,
12-20). Infelices: anti-bienaventurados.
Nos quiere decir San Pablo que la esperanza cristiana no
puede centrarse en las cosas de esta vida. No hay que buscar a Dios
solamente para que nos cure, para que nos dé las cosas materiales que le
pedimos, para que nos satisfaga en esta vida.
Hay que buscar a Dios para ver qué tiene que decirnos y qué
tiene que pedirnos, para saber qué desea de nosotros, para saber de qué manera
nos quiere conducir al Reino de los Cielos.
Y ese camino al Reino de los Cielos nos lo muestran las
“bienaventuranzas”: “Felices los pobres ... Felices los que ahora tienen hambre
... Felices los que sufren ... Felices cuando los aborrezcan y los
expulsen ... cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre ...” Paradojas
incomprensibles que sólo se entienden si dejamos la miopía terrenal y nos
ponemos los lentes de eternidad.
Pero ¡ojo! No es la pobreza en sí, ni el hambre, ni la
persecución, ni el sufrimiento mismo lo que nos hace bienaventurados o
bienaventuradas. Tampoco en sí mismas estas condiciones adversas son
boletos seguros de entrada al Cielo. Si reaccionamos ante ellas con una
actitud pecaminosa de rechazo o de cuestionamiento a Dios, más bien podrían ser
motivos de condenación.
El derecho al gozo eterno proveniente de las situaciones
adversas, se nos otorga por nuestra actitud ante estas circunstancias que nos
presenta la Providencia Divina a lo largo de nuestra vida como favores
especiales para ayudarnos a llegar al Cielo.
Cuando al sufrir adversidades ponemos nuestra confianza en
Dios y no en nosotros mismos, cuando ponemos nuestra mirada en la meta
celestial y nos desprendemos de las metas terrenas, cuando confiamos tanto en
Dios que nos abandonamos en El y nos sentimos cómodos dentro de su Voluntad
-sea cual fuere- podemos decir que hemos comenzado el camino de las
“bienaventuranzas”.
Las “bienaventuranzas” son una llamada para todos, pero sólo
los que seamos capaces de desprendernos de nuestros criterios y deseos, para asumir
los de Dios, podremos ser felices ... aquí y Allá.
¿Cuál es el verdadero motivo del sufrimiento?
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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