Hoy escuchamos unas palabras del Señor que nos invitan a
vivir la caridad con plenitud, como Él lo hizo («Padre, perdónales porque no
saben lo que hacen»: Lc 23,34). Éste ha sido el estilo de nuestros hermanos que
nos han precedido en la gloria del cielo, el estilo de los santos. Han
procurado vivir la caridad con la perfección del amor, siguiendo el consejo de
Jesucristo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).
La caridad nos lleva a amar, en primer lugar, a quienes nos aman, ya que no es
posible vivir en plenitud lo que leemos en el Evangelio si no amamos de verdad
a nuestros hermanos, a quienes tenemos al lado. Pero, acto seguido, el nuevo
mandamiento de Cristo nos hace ascender en la perfección de la caridad, y nos
anima a abrir los brazos a todos los hombres, también a aquellos que no son de
los nuestros, o que nos quieren ofender o herir de cualquier manera. Jesús nos
pide un corazón como el suyo, como el del Padre: «Sed compasivos, como vuestro
Padre es compasivo» (Lc 6,36), que no tiene fronteras y recibe a todos, que nos
lleva a perdonar y a rezar por nuestros enemigos.
Ahora bien, como se afirma en el Catecismo de la Iglesia, «observar el
mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo
divino. Se trata de una participación vital y nacida del fondo del corazón, en
la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios». San John Henry
Newman escribía: «¡Oh Jesús! Ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que
vaya. Inunda mi alma con tu espíritu y vida. Penetra en mi ser, y hazte amo tan
fuertemente de mí que mi vida sea irradiación de la tuya (...). Que cada alma,
con la que me encuentre, pueda sentir tu presencia en mi. Que no me vean a mí,
sino a Ti en mí».
Amaremos, perdonaremos, abrazaremos a los otros sólo si nuestro corazón es
engrandecido por el amor a Cristo.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (6,27-38):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que
os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla,
preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien
te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás
como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué
mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien
sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo
hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También
los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad
a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran
premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y
desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y
no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis
perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada,
remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
El Sermón de la Montaña, que continúa el Evangelio de hoy,
fue predicado por Cristo los primeros meses de su vida pública, y contiene un
resumen de lo que podríamos llamar la clave de su Evangelio: la nueva ley del
amor.
El Evangelio nos trae, entonces, inmediatamente después de
las “Bienaventuranzas”, que tuvimos en el Evangelio del domingo anterior, otra
paradoja del Señor.
He aquí esta nueva paradoja: “Amen a sus enemigos,
hagan bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por
quienes los difamen” (Lc 6, 27-38).
¡Qué difícil es seguir esta máxima de Jesús! Siendo
Dios y Hombre verdadero, Él bien sabe cómo reacciona la naturaleza humana
–herida como está por el pecado- ante la crítica, la injusticia, los insultos y
calumnias: automáticamente reacciona con sentimientos de rencor, de
desquite… y hasta de venganza.
Con todo y esto, la máxima que nos da el Señor no es un acto
de heroísmo exigido sólo a los más santos, sino que es un deber “normal” de
todo cristiano.
Es cierto también, como nos hacía ver el Papa Juan Pablo II
en uno de sus mensajes Cuaresmales, que el perdón a los enemigos es una
singularidad del cristianismo, porque la exigencia del perdón no está enunciada
en ninguna otra religión.
Es así, entonces, como el perdón y el responder a la maldad
con la bondad, es un deber... no una opción. Más aún, es una
exigencia que no nos es posible dejar de cumplir. Veamos por qué:
- En la oración que Jesús nos enseñó, el Padre Nuestro, está
la frase que nos demuestra por qué el perdón es un deber ineludible: “perdona
nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt
6, 12).
Tan importante es este intercambio de perdones (el de Dios a
nosotros y el de nosotros a los demás) que es la única frase del Padre Nuestro
que Jesús nos explica enseguida de la oración ... por si no la entendemos bien:
- “Queda bien claro que, si ustedes perdonan las ofensas de
los hombres, también el Padre Celestial los perdonará. En cambio, si no
perdonan las ofensas de los hombres, tampoco el Padre los perdonará a ustedes”
(Mt. 6, 14).
Pareciera que Jesús quiso medir su Perdón con la misma
medida de nuestro perdón. Si realmente nos diéramos cuenta de cómo somos,
de cuánto le fallamos a Dios y a nuestros semejantes, podríamos comenzar a ser
magnánimos y comprensivos, y podríamos empezar a comprender la necesidad que
tenemos de ser perdonados y de perdonar.
Podríamos comenzar con revisarnos interiormente, porque no
basta perdonar externamente, es decir, no desquitarse o vengarse de manera
efectiva ante el daño recibido. Esto no basta. Recordemos que el
deseo de venganza, como cualquier pecado, comienza a crecer en nuestro
interior, y si allí se anida, brota en cualquier momento, en cualquier forma.
Así, aunque no lleguen a expresarse externamente, es preciso
-además- ir evitando todo sentimiento y pensamiento de rencor, de
resentimiento, de falta de perdón, que pretendan anidar en nuestra alma.
Es que esto ensucia el alma. Y Dios, que todo lo ve y todo lo conoce, se
da cuenta de nuestros sentimientos ocultos en contra de nuestros semejantes.
Debemos orar para perdonar. Un buen ejercicio de
oración para aprender a perdonar es precisamente la frase del Padre Nuestro: “Perdona
nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Al rezar el Padre Nuestro y al repetir esta frase, se puede pensar en los que
nos han ofendido y ponerlos ante el Padre Celestial, tal vez diciendo
interiormente al Señor: “Tú sabes, Señor, lo que me cuesta. Tú sabes,
Señor, lo que siento. No puedo perdonar. Pero sí quiero perdonar,
porque Tú me lo pides. Perdona Tú en mí, Señor”.
Pensar en cuánto necesitamos del perdón divino también puede
ayudarnos a perdonar a los que nos han hecho daño. ¿Nos damos cuenta de
lo necesitados que estamos del perdón de Dios? ¡Cuántas veces lo hemos
ofendido y continuamos ofendiéndole!
Sin embargo, Él es Padre misericordioso y su Misericordia es
infinita -como lo son todas sus cualidades. Eso implica que nos perdona siempre
que le pidamos perdón... no importan cuántas veces, ni cuán grave sea la
ofensa. Pero, a la vez, nos pide a nosotros lo mismo: “Perdonen y
serán perdonados… Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso”.
Se nos pide imitar la Misericordia de Dios. Entonces
es necesario reflexionar sobre esta cualidad de Dios Padre. Esta
reflexión puede ayudarnos en nuestro aprendizaje de la misericordia, es decir,
en ir aprendiendo a:
- cambiar el deseo de venganza por la disposición a
perdonar,
- la intención de desquite por el deseo de comprender,
- la ira por la cordialidad,
- el resentimiento por la magnanimidad.
Y ¿cómo es esa Misericordia Divina que debemos imitar?
Es tan grande como grandes son nuestras faltas para con Dios. Tan grande
que nunca, nunca nos rechaza por nuestros rechazos a Él, ni por nuestras
ofensas contra Él, ni por nuestros insultos e injustas protestas… ni siquiera
por la gravedad de la falta.
Nunca nos reclama nuestras recaídas. Nunca nos echa en
cara el habernos perdonado una y otra vez. En fin, nunca se cansa de
perdonar, sino que se alegra cada vez que, arrepentidos, lo buscamos para
recibir su perdón.
Pero nuestra actitud más frecuente con relación a las
ofensas recibidas ¿se parece a la de nuestro Padre Celestial que perdona todo,
o se parece más bien a la del hombre aquel de la parábola a quien le fue
perdonada una gran deuda y enseguida de esto casi mata a un deudor suyo que le
debía una cantidad pequeñísima, comparada ésta con la muy grande que a él le
fue condonada? Por cierto, Jesús termina la parábola sentenciando, que su
Padre Celestial se portará con nosotros con gran severidad “si no perdonan
de corazón a sus hermanos” (cfr. Mt. 18, 23-35).
El Salmo 102 nos trae la alabanza al Padre por su
compasión y misericordia, la cual debemos imitar: “El Señor es compasivo y misericordioso,
lento para enojarse y generoso para perdonar”.
Ahora bien, el perdón tiene dos vías: hay que perdonar
y hay que pedir perdón. Como bien nos dijo el Papa Juan Pablo II en uno
de sus Mensajes Cuaresmales: “El único camino de la paz es el perdón. Aceptar
y ofrecer el perdón hace posible una nueva cualidad de relaciones entre
los hombres”.
Pero ¡ojo!: Cierto que la Misericordia de Dios es infinita.
Pero requiere una sola cosa: nuestro arrepentimiento cada vez que le
ofendamos.
Es decir, no podemos andar confiando en la Misericordia
Divina, de manera ingenua y presuntuosa, es decir, confiando en ella mientras
vivimos en pecado, alejados de Dios y de espaldas a Él, creyendo que la muerte
–sea cual fuere la situación de nuestra alma- es como un pasaje directo a la
salvación porque –como se oye decir con frecuencia de parte de muchos- “Dios es
infinitamente misericordioso”. Sí lo es… pero con el pecador arrepentido,
no con el pecador empecinado en el pecado.
Y esta condición de Dios para otorgarnos perdón a través de
su Misericordia Infinita también puede aplicarse a nuestras relaciones
inter-personales. Tal vez muchas relaciones humanas se hacen dispares en
la práctica de la misericordia.
A veces sucede que se perdona sin que se haya pedido perdón,
lo cual tiene como consecuencia el estímulo a una conducta inadecuada de parte
del que es perdonado sin reconocer su culpa. Puede darse el caso
contrario: a veces alguien pide perdón y no se le perdona, con lo cual
agraviado inicialmente termina por agraviar al no conceder perdón, mostrando
una dureza muy lejos de la exigencia de misericordia que nos pide el Señor en
imitación a Él.
“El perdón”, nos dice el Papa Juan Pablo II en ese Mensaje,
“es un ‘arma’ que no sólo hace caer las metralletas en las guerras armadas,
sino que también desarma los espíritus enfrentados en los conflictos familiares
o en los litigios propios de la vida cotidiana”. Perdón doble vía: perdonar
y pedir perdón.
El Evangelio nos trae otras instrucciones, además del perdón
y del amor a los enemigos:
. Hacer bien, sin esperar
recompensa. “Si aman a quienes los aman, ¿qué hacen de
extraordinario? ... Si hacen bien sólo a los que les hacen bien, ¿qué tiene de
extraordinario? ... Si prestan sólo cuando esperan cobrar ¿qué hacen de
extraordinario? ... Ustedes hagan bien sin esperar recompensa.”
. Constancia en el perdón y en
devolver bien por mal. “Al que te golpee en una mejilla, preséntale
la otra”. Esta frase tiene sentido de perseverancia en el perdón.
Significa esto que, aunque nuestro perdón y nuestra actitud de amor hacia el
otro no den el resultado esperado, no es esto excusa para volver a caer en
retaliaciones y venganzas sino, por el contrario, continuar en la línea del
perdón cristiano.
. “Al que te quite el manto,
déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida dale; y al que se lleve
lo tuyo no se lo reclames”. Significa estar dispuesto a dar todo de
sí, hasta más de lo debido, en aras al establecimiento de la paz de unos con
otros.
. La recompensa no es
para aquí, es para el Cielo: “Así tendrán gran premio y serán hijos del
Altísimo”.
. Evitar el juicio pues
seremos juzgados como nosotros juzgamos. “No juzguen y no serán
juzgados... Porque con la misma medida con que midan, serán medidos”. Si
medimos con misericordia, magnanimidad y comprensión, así seremos medidos y
juzgados. Si somos prestos a condenar a todo el mundo, a ser demasiados
exigentes, intolerantes, intransigentes, así de severo será el Señor con
nosotros. “Perdona nuestras ofensas como nosotros
perdonamos a los que nos ofenden”.
. Orar por los que hablan mal
de nosotros. “Bendigan a quienes os maldicen y oren por quienes los
difaman”.
Todas estas exigencias tienen su eco en muchas otras partes
de la Escritura (Rom 12, 27-31; 1 Cor 13, 4-7, etc.).
Algunos textos, incluso, nos traen hechos concretos.
Tal es el caso de la Primera Lectura (Sam 26, 2-23). Saúl,
primer Rey de Israel, ungido por Samuel, último y más grande Juez de Israel y
también Profeta. Saúl es un hombre valiente que prestó buenos servicios
al pueblo de Israel, pero se convirtió en orgulloso y desobediente de la
voluntad de Dios. Por eso Dios lo rechaza y escoge para sucederlo a
David.
David es un joven también valiente y, además, de buen
corazón. Pero Saúl, su predecesor, a pesar de haberlo ungido, lo cela, lo
envidia y lo persigue a muerte. La Primera Lectura nos trae un incidente
en el cual David, pudiendo matar a Saúl, le perdona la vida, por el respeto que
le tiene y por haber sido, a pesar de todo, ungido de Dios.
David hubiera podido devolver el mal con mal, pues aún vivía
bajo la Ley del Talión (Ex 21, 23-25: Vida por vida, ojo por ojo,
diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida
por herida, golpe por golpe), escoge ser generoso con su enemigo. Es
decir, para David la venganza igualitaria del Talión era una opción. Pero
para los seguidores de Cristo, ni siquiera esta venganza es ya una opción.
Nuestra única opción es el perdón.
Sin embargo, el cristiano que perdona no se hace ilusiones
acerca del mundo en que vive, acerca de la gente que lo rodea, así como Cristo
no se hacía ilusiones acerca de aquéllos a quienes perdonaba. Pero desde
Cristo, el cristiano tiene que seguir su ejemplo: “insultado, no devolvía
los insultos, y maltratado no amenaza, sino que se encomendaba a Dios, que
juzga justamente” (1 Pe 2, 23).
Es bueno aclarar la diferencia entre “venganza” como la
entendemos en el lenguaje de hoy y “venganza” en el sentido bíblico. En
el sentido bíblico “venganza” tiene sentido de re-establecimiento de la
justicia.
La venganza por odio o rencor para con el malvado está
siempre prohibida. Pero es una obligación restituir el derecho atropellado.
Sin embargo, el ejercicio del deber de re-establecer la justicia ha
evolucionado a lo largo del tiempo. Antes lo ejercía directamente el
individuo. Posteriormente se ha confiado a la sociedad. Pero
debemos tener claro que Dios es el único vengador legítimo de la justicia.
(cfr. Vocabulario de Teología Bíblica, León-Dufour)
Veamos por qué en realidad es Dios el que re-establecerá la
justicia definitivamente: En el mundo actual, la justicia es
re-establecida por los Jueces, las Cortes y, en general, por los sistemas
judiciales, los cuales son confiables en la medida en que son honestos y
ecuánimes.
Sin embargo, sabemos que toda actividad humana, es
imperfecta. Por eso confiamos el total y pleno re-establecimiento de la
justicia a la Justicia Divina, que será plena cuando Cristo venga a establecer
su reinado de justicia, de amor y de paz.
La Segunda Lectura (1 Cor. 15, 44-49) nos trae la
clave para poder cumplir con estas “exigentes exigencias” de nuestro
cristianismo, de las cuales nos habla la Escritura constantemente y es el tema
de las lecturas de hoy: el perdón a los que nos dañan, el amor a los
enemigos, devolver el bien por mal, etc.
La clave que nos trae San Pablo es el revestirnos del “hombre
celestial”. No podemos quedarnos en el “hombre
terreno”. ¿Quién es el “hombre
celestial”? Cristo, el nuevo Adán. No podemos
quedarnos en el “hombre terreno”, que no es capaz ni de comprender,
ni de aceptar estas exigencias. Revestidos de Cristo, de su Gracia, de
sus maneras de ser, de pensar y de actuar, podremos amar como Él nos ama y como
nos pide que amemos a los demás: perdonando para ser nosotros perdonados.
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