Hoy, Jesús, «lleno de Espíritu Santo» (Lc 4,1), se adentra
en el desierto, lejos de los hombres, para experimentar de forma inmediata y
sensible su dependencia absoluta del Padre. Jesús se siente agredido por el
hambre y este momento de desfallecimiento es aprovechado por el Maligno, que lo
tienta con la intención de destruir el núcleo mismo de la identidad de Jesús
como Hijo de Dios: su adhesión sustancial e incondicional al Padre. Con los
ojos puestos en Cristo, vencedor del mal, los cristianos hoy nos sentimos
estimulados a adentrarnos en el camino de la Cuaresma. Nos empuja a ello el
deseo de autenticidad: ser plenamente aquello que somos, discípulos de Jesús y,
con Él, hijos de Dios. Por esto queremos profundizar en nuestra adhesión honda
a Jesucristo y a su programa de vida que es el Evangelio: «No sólo de pan vive
el hombre» (Lc 4,4).
Como Jesús en el desierto, armados con la sabiduría de la Escritura, nos sentimos
llamados a proclamar en nuestro mundo consumista que el hombre está diseñado a
escala divina y que sólo puede colmar su hambre de felicidad cuando abre de par
en par las puertas de su vida a Jesucristo Redentor del hombre. Esto comporta
vencer multitud de tentaciones que quieren empequeñecer nuestra vocación
humano-divina. Con el ejemplo y con la fuerza de Jesús tentado en el desierto,
desenmascaremos las muchas mentiras sobre el hombre que nos son dichas
sistemáticamente desde los medios de comunicación social y desde el medio
ambiente pagano donde vivimos.
San Benito dedica el capítulo 49 de su Regla a “La observancia cuaresmal” y
exhorta a «borrar en estos días santos las negligencias de otros tiempos (...),
dándonos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y
a la abstinencia (...), a ofrecer a Dios alguna cosa por propia voluntad con el
fin de dar gozo al Espíritu Santo (...) y a esperar con deseo espiritual la
Santa Pascua».
Texto
del Evangelio (Lc 4,1-13):
En aquel tiempo, Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió
del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta
días, tentado por el diablo. No comió nada en aquellos días y, al cabo de
ellos, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di a
esta piedra que se convierta en pan». Jesús le respondió: «Esta escrito: ‘No
sólo de pan vive el hombre’».
Llevándole a una altura le mostró en un instante todos los reinos de la tierra;
y le dijo el diablo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque
a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras,
toda será tuya». Jesús le respondió: «Está escrito: ‘Adorarás al Señor tu Dios
y sólo a Él darás culto’».
Le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el alero del Templo, y le dijo: «Si eres
Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: ‘A sus ángeles te
encomendará para que te guarden’. Y: ‘En sus manos te llevarán para que no
tropiece tu pie en piedra alguna’». Jesús le respondió: «Está dicho: ‘No
tentarás al Señor tu Dios’». Acabada toda tentación, el diablo se alejó de Él
hasta un tiempo oportuno.
Palabra de Dios.
COMENTARIO
La lucha contra el Demonio y demás espíritus malignos es un
combate espiritual, pero no por ser espiritual deja de ser real. Al
contrario, es una “real” batalla la que se libra entre las fuerzas del Mal (de
Satanás) y las fuerzas del Bien (de Dios).
Y en ese combate estamos incluidos todos los seres humanos,
cada uno en su respectivo bando, según estemos en amistad con Dios o en amistad
con el Demonio.
Ahora bien, por la verdad contenida en la Sagrada Escritura,
ya sabemos cuál será el bando ganador, aunque el Demonio, el Engañador,
inventor de la mentira, pretenda hacer creer que será él quien vencerá.
Ya Cristo ha vencido al Demonio: lo venció en la Cruz
y con su Resurrección. Cristo ya ganó de antemano esa victoria para
nosotros, pero debemos alistarnos en el bando ganador, siendo de Dios,
obedeciendo su Voluntad, aprovechando todas las gracias que nos regala para
nuestra salvación eterna, que es nuestra victoria.
Cristo, además, quiso someterse Él mismo a esta batalla
espiritual. Cristo “no permanece indiferente ante nuestras
debilidades, por haber sido sometido a las mismas pruebas que
nosotros, pero que, a Él, no lo llevaron al pecado” (Hb 4, 15).
La Cuaresma, que comenzamos con el Miércoles de Ceniza, nos
invita a apertrecharnos para esa lucha espiritual. ¿Cuáles son nuestras
armas? ¿Cuáles son nuestros pertrechos? Entre otros, los medios que
nos ofrece la Iglesia en este tiempo cuaresmal: la oración, la
penitencia, los ayunos, las limosnas. Todas estas cosas nos ayuda a la
conversión o cambio interior que requerimos para ir ganando este combate.
El ayuno como respuesta a la sensualidad. La limosna
para atajar la avaricia. La oración contra la autosuficiencia. Estas
actividades espirituales nos ayudan a desprendernos de lo que impide que Dios
pueda actuar en nosotros.
La Liturgia de Cuaresma se nos abre precisamente con la
batalla espiritual que Cristo libró contra el Demonio después de haber pasado
cuarenta días de ayuno y oración en el desierto. Jesús se retiró al
desierto en preparación para su vida pública, cuando comenzaría su predicación
al pueblo de Israel. Fue una misión que en poco tiempo lo llevaría a la
muerte.
Y ¿qué es el desierto? Según la Sagrada Escritura, el
desierto es el sitio privilegiado para encontrarse con Dios, para dejarse
transformar por Él.
Tal fue el caso del pueblo de Israel que vivió cuarenta años
en el desierto. Y el desierto no sólo fue la travesía para llegar a la
Tierra Prometida, sino también fue el sitio donde Yahvé fue moldeando al pueblo
escogido para hacerlo depender sólo de Él.
Otro ejemplo es el Profeta Elías (1 Rey 19, 1-18), quien
pasó también cuarenta días en el desierto, a donde huyó obligado para salvar su
vida. Después de muchas vicisitudes, se encuentra con Dios en el Monte
Horeb -en el mismo sitio en que Moisés recibió las Tablas de la Ley. Allí
Dios prepara a Elías para la misión que le iba a encomendar.
Otro habitante del desierto fue San Juan Bautista.
Allí vivió prácticamente toda su vida y allí lo preparó Dios para ser el
Precursor de su Hijo y preparar el camino del Salvador de Israel.
Sin embargo, el desierto, que para nosotros puede significar
lugar de retiro, de silencio, de oración, no sólo es lugar de encuentro con
Dios, sino también de lucha con el Demonio. Porque, a veces un encuentro
privilegiado con Dios puede ir precedido de una lucha fuerte contra el Maligno,
que se opone por todos los medios a ese encuentro nuestro con el Señor.
Pero no hay que temer. Recordemos: nunca seremos tentados por
encima de nuestras fuerzas (cfr. 1 Cor 10, 13).
Jesús, al terminar su retiro, nos dice el Evangelio de
hoy, “fue tentado por el Demonio” (Lc 4, 1-13).
¡Tal es la soberbia del Maligno: pretender tentar al
mismo Dios! Lo primero que se nos ocurre es pensar en su tremenda
osadía, osadía que no pasa de ser necedad y brutalidad: ¡cómo ocurrírsele que
Dios iba a caer en sus redes!
Allí en el desierto, Jesús hizo que Satanás probara su
derrota, derrota que completó con su Cruz y su Resurrección. Y esa
derrota será plena y terminante el día de su venida gloriosa, cuando venga a
establecer su reinado definitivo y ponga a todos sus enemigos bajo sus pies.
Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (394) que el
Demonio pretendió desviar a Cristo de su misión. ¡Qué osadía! Y
pretendió esto con tres tentaciones: una de poder, otra de gloria y
triunfo, y otra de bienestar material. El bicho sigue con el mismo
guión: es lo mismo que nos ofrece hoy en día a todos los que quieran
estar en el bando perdedor.
Con la primera tentación, el Demonio invita a Jesús a
convertir las piedras en pan para calmar su hambre.
Es una tentación de poder, pero también de ceder a los
sentidos para consentir el cuerpo. No hay que privarse de nada, no hay
que sufrir. Con poder se puede aliviar cualquier cosa. Tentación
también muy presente en nuestros días.
La segunda tentación fue de avaricia y poder temporal,
por supuesto acompañada de su siempre presente mentira: “A mí me ha sido
entregado todo el poder y la gloria de (todos los reinos de la tierra) y yo los
doy a quien quiero”.
¡A cuántos no ha engañado el Demonio con esa mentira de ser
el dueño de lo creado y de que, si se le rinden y lo adoran a él, les dará lo
que le pidan! La avaricia o búsqueda desordenada de riquezas y el apego a
los bienes materiales es una tentación siempre presente. Sólo el apego a
Dios, poniéndolo a Él primero que todas las cosas, nos protege de esta
peligrosa tentación.
La tercera tentación fue de orgullo y soberbia, triunfo
y gloria. Y en ésta sí se pasó de osado: tentó al mismo Dios con la
Palabra de Dios. Le sugirió que se lanzara en pleno centro de Jerusalén
de la parte más alta del Templo porque, de acuerdo a la Escritura, los Ángeles
vendrían a rescatarlo.
Imaginemos lo que hubiera sucedido con un milagro así:
Jesús se hubiera ganado la admiración y la aprobación de todo el mundo, hubiera
sido la “super-estrella” el “super-man” del pueblo de Israel. Pero el
camino señalado por el Padre era otro muy distinto: no de triunfos, sino
por el contrario, humillaciones, ataques injustos, cruz y muerte.
¿Cómo oponernos a las tentaciones de orgullo y
vanidad? El mejor remedio es practicar lo opuesto: la humildad.
Por ejemplo: no buscar posiciones con el fin de llegar
a ser personas importantes, no hacer las cosas con el fin de procurar el
reconocimiento de los demás. Cuando vengan las humillaciones, que Dios
suele enviarnos para hacernos crecer en humildad, no excusarnos, sino más bien
aceptarlas, reconociéndolas como medios privilegiados de crecer en santidad.
Las tentaciones de Jesús en el desierto nos muestran una
cosa muy importante. Los ataques del Maligno son muy variados. He
aquí algunos a los que estamos muy inclinados los seres humanos de este Tercer
Milenio, relacionados con las mismas tentaciones de Jesús en el desierto:
. culto al
cuerpo,
. gusto por el placer
. complacencia de los
sentidos,
. rechazo del
sufrimiento,
. avaricia,
. apego a lo temporal,
. ambición de poder,
. ansia de poderes,
. búsqueda de triunfo,
. deseos de glorias,
. reclamo de
reconocimientos,
.
orgullo en todas sus otras formas, etc.,
Y no creamos que vamos a poder estar libres de
tentaciones. La santidad y el camino hacia Dios no consiste en no ser
tentado, sino en poder superar las tentaciones.
Y ese combate es persistente. El Demonio y los
demonios y demás espíritus malignos no cejan en su lucha. San Pedro
compara al Demonio con un león enfurecido que anda dando vueltas alrededor
nuestro, deseando devorarnos para llevarnos a la condenación eterna (cfr.
1 Pe 5, 8).
Nos dice el Evangelio que el Diablo se retiró de Jesús “hasta
que llegara la hora”, hasta el momento oportuno.
Para Cristo ese momento fue el de la Cruz, ya que, durante
la Pasión, el Demonio hizo que toda la maldad del pueblo de Israel se volcara
contra su Mesías, a quien no pudo el Maligno engañar ni seducir. Pero
Cristo al morir, obedeciendo la Voluntad del Padre en ese camino de humillación
y sufrimiento, quitó el poder al Maligno y liberó a la humanidad del secuestro
en que estaba por el pecado original.
Y para salir nosotros de ese secuestro, debemos cumplir el
mandato con el que Jesús muy bien responde al Demonio: “Adorarás al Señor tu
Dios y a El solo servirás” (Dt 6, 13).
Adorar a Dios consiste en reconocerlo como nuestro Creador y
nuestro Dueño, en reconocernos en verdad lo que somos: hechura de Dios,
posesión de Dios. Él es mi Dueño. Yo le pertenezco.
Consecuencia lógica de esa dependencia es entregarme a Él y a su
Voluntad. Y ser siempre fieles a Él.
Esta instrucción de adoración la vemos en la Primera
Lectura (Dt 26, 4-10), la cual nos trae la profesión de fe del
antiguo pueblo de Dios. Todo hebreo debía presentar a Dios “las
primicias” o primeros mejores frutos de su cosecha, pronunciando una
oración que sintetizaba la historia de Israel.
Esta oración termina con la orden del Señor: “te postrarás
ante Él para adorarlo”, que es lo que responde Jesús a Satanás.
El Salmo 90 nos trae las palabras que el Demonio
osó utilizar para tentar a Jesús con la gloria y el triunfo, si se lanzaba del
Templo de Jerusalén.
Y en la Segunda Lectura (Rom 10, 8-13) San Pablo
también nos invita a hacer profesión de nuestra fe: creer y confesar que
Jesús es el Señor y que resucitó.
Seremos, entonces, salvados por esa fe que nos lleva a
confiar en Dios y a poner todo nuestro empeño para responder a las gracias que
Dios nos da para nuestra salvación. Con nuestra fe y nuestra respuesta a
las gracias; es decir, con nuestra fe y con nuestras obras, somos salvados por
Cristo.
Dios ha querido que el combate espiritual contra las fuerzas
del mal sea para nosotros fuente de gracia y de salvación, porque venciendo las
tentaciones acumulamos méritos para la Vida Eterna (cfr. St. 1, 2-4 y 12).
En esa lucha inevitable, no olvidemos algo muy
importante: contamos con toda la ayuda necesaria de parte de Dios para
ganar las batallas espirituales y la batalla final. Que así sea.
Fuentes:
Sagradas
Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org
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