Hoy, domingo Laetare (“Alegraos”), cuarto de Cuaresma,
escuchamos nuevamente este fragmento entrañable del Evangelio según san Lucas,
en el que Jesús justifica su práctica inaudita de perdonar los pecados y recuperar
a los hombres para Dios.
Siempre me he preguntado si la mayoría de la gente entendía bien la expresión
“el hijo pródigo” con la cual se designa esta parábola. Yo creo que deberíamos
rebautizarla con el nombre de la parábola del “Padre prodigioso”.
Efectivamente, el Padre de la parábola —que se conmueve viendo que vuelve aquel
hijo perdido por el pecado— es un icono del Padre del Cielo reflejado en el
rostro de Cristo: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido,
corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15,20). Jesús nos da a
entender claramente que todo hombre, incluso el más pecador, es para Dios una
realidad muy importante que no quiere perder de ninguna manera; y que Él
siempre está dispuesto a concedernos con gozo inefable su perdón (hasta el
punto de no ahorrar la vida de su Hijo).
Este domingo tiene un matiz de serena alegría y, por eso, es designado como el
domingo “alegraos”, palabra presente en la antífona de entrada de la Misa de
hoy: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de
su alegría». Dios se ha compadecido del hombre perdido y extraviado, y le ha
manifestado en Jesucristo —muerto y resucitado— su misericordia.
San Juan Pablo II decía en su encíclica Dives in misericordia que el amor de
Dios, en una historia herida por el pecado, se ha convertido en misericordia,
compasión. La Pasión de Jesús es la medida de esta misericordia. Así
entenderemos que la alegría más grande que damos a Dios es dejarnos perdonar
presentando a su misericordia nuestra miseria, nuestro pecado. A las puertas de
la Pascua acudimos de buen grado al sacramento de la penitencia, a la fuente de
la divina misericordia: daremos a Dios una gran alegría, quedaremos llenos de
paz y seremos más misericordiosos con los otros. ¡Nunca es tarde para
levantarnos y volver al Padre que nos ama!
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (15, 1-3.11-32):
En
aquel tiempo, solían acercaron a Jesús todos los publicanos y los pecadores a
escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
- «Ese acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola:
- «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre,
dame la parte que me toca de la fortuna."
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo,se marchó a un
país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y
empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los
ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Deseaba
saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
"Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí
me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y
le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme
hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. "
Se levantó y vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su
padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó
al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
merezco llamarme hijo tuyo, "
Pero el padre dijo a sus criados:
"Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la
mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y
celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido;
estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a
uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
"Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque
lo ha recobrado con salud."
El se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
"Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya,
a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en
cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas
mujeres, le matas el ternero cebado."
El padre le dijo:
"Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso
celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha
revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado"».
Palabra del Señor
COMENTARIO
Las lecturas de este Cuarto Domingo de Cuaresma siguen
teniendo como tema la conversión, idea central de toda la Cuaresma. El
Evangelio nos trae la muy favorita parábola del Hijo Pródigo.
La Primera Lectura del Libro de Josué (Jos 5,
9-12) nos presenta la celebración de la primera Pascua de los hebreos,
acabando de llegar a la Tierra Prometida, despues del recorrido de 40 años por
el desierto. “Todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo” (2Cor
5, 17-21), nos dice San Pablo en la Segunda Lectura. En
efecto, atrás quedó la purificación de los años en el desierto y el maná como
alimento diario. Dios ha perdonado las infidelidades de su pueblo y les
ha dado un suelo del que comerán frutos sacados de la tierra.
En el Evangelio, también “lo viejo pasa y ya todo es
nuevo” al regresar el hijo pródigo a la casa del padre y al ser perdonado
por ese padre terrenal de esta bella historia, con el cual Jesús trata de
describirnos cómo es Su Padre, nuestro Padre, Dios.
Pero... ¡cuántas veces no nos hemos escapado de Dios, huído de Él ... y hasta hecho como el hijo pródigo, el cual tuvo la osadía de pedir su herencia antes de irse de la casa de su padre! ¡Y qué lección tan bella nos ha dejado Jesús en su Evangelio con esa historia del hijo pródigo para explicarnos cómo es con nosotros nuestro Padre, Papá Dios! (Lc 15, 1-3 y 11-32).
Esa parábola, junto con la de la oveja perdida, nos hablan
sobre el Amor y la Misericordia de Dios. La del hijo pródigo tal vez sea
una de las parábolas más conocidas del Evangelio. El hijo que gastó toda
una herencia. Herencia que –por cierto- ni siquiera le
correspondía. Es la historia de cada uno de nosotros cuando hemos
desperdiciado las gracias que Dios nuestro Padre nos ha dado, y que ni siquiera
merecemos.
El hijo, lleno de egocentrismo, de deseos de libertad, sin
pedir opinión -mucho menos permiso- y sin importarle cómo se sentiría su padre,
se va de la casa con el mayor desparpajo. Y ya sabemos la historia.
Tenía que sucederle lo que le sucedió: despilfarró todo y llegó a la
indigencia total. Tan grave era su necesidad que quiso comer de la comida
de los cerdos, pero no lo dejaban. No le quedó más remedio que regresar a
casa.
¡Cuántas veces no hemos hecho nosotros lo mismo con nuestro
Padre Dios!
Nos hemos ido de su lado, en busca de independencia, sin
contar con lo que son sus deseos e instrucciones. Deseos e instrucciones
que son para nuestro bien. Pero, deseos e instrucciones que solemos
pensar son para limitarnos, molestarnos o causarnos inconveni- entes.
Peor aún es nuestra falta de agradecimiento para con
Dios. Y nuestra falta de consideración. ¡Todo los que nos ha dado y
nos sigue dando en gracias! Y ¡cómo las despilfarramos! Además, ¿hemos
pensado alguna vez cómo se ha sentido nuestro Padre con nuestra huída de casa?
Y no nos digamos -para aplacar nuestra conciencia o para
jugar a ser teólogos- que Dios no siente. No sentirá como nosotros, pero
-de hecho- es el mismo Jesús, Dios Hijo, Quien nos cuenta esta historia
-inventada por Él para enseñarnos cómo es Su Padre, nuestro Padre. Y
dentro de esa historia inventada y contada por Jesús, Él nos da a conocer
algunos detalles del corazón paterno de Dios, entre éstos, el dolor del padre y
la nostalgia por la falta de su hijo.
Regresa el hijo a casa y -la verdad sea dicha- que no
regresa por amor, sino por pura necesidad. Y aquí nos da Jesús la escena
más conmovedora: “Estaba todavía lejos cuando el padre lo vio y se
enterneció profundamente. Corrió hacia él y, echándole los brazos al
cuello, lo cubrió de besos.” ¡Cuántas veces no se habría asomado el
padre triste al camino para ver si por acaso al hijo se le ocurría regresar!
¡Cuántas veces no se asoma nuestro Padre Dios y nos ve
descarriados por los caminos de nuestra indiferencia para con Él, de nuestras
preferencias por todo lo que nos aleja más de la casa y, triste, se vuelve para
otearnos desde lejos en algún otro momento! (Es lenguaje figurado, pues
Dios conoce hasta nuestros más insignificantes movimientos y nuestros más
íntimos pensamientos. Podríamos decir que nos tiene “en pantalla”
constantemente).
Y lo que esperaba de su padre el hijo que regresa, no
sucede. El hijo temía el rechazo de parte de su padre. Pero
no. ¡No recibe lo que merece su culpa! No hay reprensión, ni el más
mínimo reclamo: sólo amor, perdón y ternura. Lo mismo pasa cuando
nosotros, cual “hijos pródigos”, nos levantamos de nuestro error, de nuestras
andanzas lejos de casa y decidimos regresar.
Por eso hemos cantado en el responsorio del Salmo: Haz
la prueba y verás ¡qué bueno es el Señor!
¿Qué sucede, entonces, si arrepentidos, pedimos perdón a
Dios en el Sacramento de la Confesión? Dios nos perdona, y nos perdona de
tal manera, que ni siquiera nos reclama, ni nos pone a pagar lo que despilfarramos.
Sin tomar en cuenta nada, nos invita a comenzar de nuevo.
Todo es amor y ternura para con el hijo que vuelve.
Ropas nuevas que se nos dan con la absolución de nuestras culpas en la
Confesión.
Y celebraciones y fiesta, “porque este hermano tuyo estaba muerto (muerto
por el pecado) y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos
encontrado”.
Por cierto San Pablo en la Segunda Lectura (2 Cor 5,
17-21) nos habla del “ministerio de la reconciliación”, clara alusión
al Sacramento de la Confesión. En efecto, el Catecismo de la Iglesia
Católica así lo ve, y al referir esta cita de San Pablo, (CIC #1442) nos dice
que Cristo “confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio
apostólico (Obispos y Sacerdotes), que está encargado del ‘ministerio de la
reconciliación’ (de que nos habla San Pablo). El Apóstol es enviado ‘en
nombre de Cristo’ y ‘es Dios mismo’ quien, a través de él, exhorta y suplica:
‘Déjense reconciliar con Dios’”.
Y termina San Pablo su súplica a todos nosotros de
arrepentimiento y confesión de esta manera: “Les suplicamos que no hagan inútil
la gracia de Dios que han recibido... Este es el momento favorable, éste es el
día de salvación” (2 Cor 5, 1-2). La Cuaresma es tiempo propicio
para convertirnos y “volvernos justos y santos”, como también nos pide San
Pablo en esta lectura (2 Cor 5, 21).
Fuentes:
Sagradas
Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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