Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente la “misión
que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48).
La Palabra de Dios sigue siendo actualidad viva hoy: «Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo (...) y seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta los confines del
mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad: «Id al mundo
entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).
En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido
de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse
a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo.
Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles
son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del
poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un
dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a
través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está
Dios obrando en él».
Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en
el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno
necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de
alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios,
salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).
Su reinado se esta gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como
una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y,
si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al
corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y
revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la
esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la
grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.
Santo evangelio según san Lucas (24,46-53):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías
padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se
predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos,
comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que
mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de
la fuerza de lo alto.»
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras
los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron
ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el
templo bendiciendo a Dios.
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Estamos celebrando la Fiesta de la Ascensión de Jesucristo
nuestro Señor al Cielo. Y esta Fiesta nos provoca sentimientos de
alegría, pues el Señor asciende para reinar desde el Cielo (¡El es el Rey del
Universo!). Pero también evoca sentimientos de nostalgia, pues Jesucristo
se va ya de la tierra… como Hombre, porque como Dios sigue estando en todas
partes
Recordemos que Jesucristo había resucitado después de una
muerte que fue ¡tan traumática! - traumática para Él por los sufrimientos intensísimos
a que fue sometido... y traumática también para sus seguidores, para sus
Apóstoles y discípulos, que quedaron estupefactos ante lo sucedido el Viernes
Santo.
Luego viene para ellos la sorpresa de la Resurrección.
Al principio no creyeron lo que les dijeron las mujeres, luego el mismo Señor
Resucitado se les apareció varias veces, y entonces recordaron y creyeron lo
que Él les había anunciado. Pero fíjense: la verdad es que los
Apóstoles no entendían bien a Jesús cuando les anunciaba todo lo que iba a
suceder: lo de su muerte, su posterior resurrección y luego también lo de
su Ascensión al Cielo.
De muchas maneras les anunció el Señor lo que hoy
celebramos: su Ascensión. Y en esos anuncios se notaban en Jesús
sentimientos de nostalgia por dejar a sus Apóstoles. Fijémonos como les
habló sobre esto durante la Ultima Cena: “He deseado muchísimo celebrar esta
Pascua con ustedes... porque ya no la volveré a celebrar hasta ...” (Lc 22,
15-16). “Me voy y esta palabra los llena de tristeza” (Jn 16, 6)
Y en cada uno de los anuncios de su partida, Jesús trataba
de consolarlos: “Ahora me toca irme al Padre ... pero si me piden algo en
mi nombre, yo lo haré”. (Jn 14, 12-13)
Inclusive les dio argumentos sobre la conveniencia de su
vuelta al Padre: “En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si
no me voy, no podrá venir a ustedes el Consolador. Pero si me voy, se los
enviaré ... les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he
dicho” (Jn 16, 7 y14, 26)
Después de su Resurrección, el Señor pasó unos cuarenta días
apareciéndose en la tierra a sus discípulos, a sus Apóstoles, a su Madre, para
fortalecerles la Fe.
Es lo que nos refiere la Primera Lectura del Libro de
los Hechos de los Apóstoles: “Se les apareció después de la pasión, les
dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver
por ellos y les habló del Reino de Dios. Un día, les mandó: ‘No se alejen
de Jerusalén. Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la
que ya les he hablado... Dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu
Santo’” (He 1, 3-5).
La promesa del Padre era el Espíritu Santo, el Consolador,
que vendría unos días después, en Pentecostés.
Y luego de esos cuarenta días, llegó el momento de su
partida. Entonces, los llevó a un sitio fuera y luego de darles las
últimas instrucciones y bendecirlos, se fue elevando al Cielo a la vista de
todos los presentes.
Si la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor ante
Pedro, Santiago y Juan fue algo tan impresionante, ¡cómo sería la
Ascensión! Todos los presentes quedaron impresionados de la despedida del
Señor, que fue ciertamente triste para ellos, pero también de alegría, pues el
Señor subía glorioso para sentarse a la derecha del Padre ... Y Jesús
subía y subía, refulgente, Él que es el Sol de Justicia ... hasta que
fue ocultado por una nube.
Nos habla San Lucas de “una nube que lo
ocultó”. ¿No sería esa “nube” más bien el fulgor y la brillantez
irradiados por Jesús, que hicieron que quedara ocultado a los ojos de los
presentes?
El impacto de este misterio fue tal, que aún después de
haber desaparecido Jesús, los Apóstoles y discípulos seguían en éxtasis, mirando
fijamente al Cielo.
Fue, entonces, cuando dos Ángeles interrumpieron ese éxtasis
colectivo de amor, de nostalgia, de admiración al Señor, cuyo cuerpo
radiantísimo había ascendido al Cielo, y les dijeron los dos Ángeles al
unísono:
“¿Qué hacen ahí mirando al cielo? Ese mismo Jesús que
los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hch 1,
1-11).
Como enseñanza de la Ascensión es importante recordar ese
anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de Jesucristo.
Fijémonos bien: nos dicen los Ángeles que Cristo
volverá de igual manera como se fue; es decir, en gloria y desde el
Cielo. Jesucristo vendrá en ese momento como Juez a establecer
su reinado definitivo.
Así lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo: de
nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá
fin.
El misterio de la Ascensión de Jesucristo es un misterio de
fe y esperanza en la vida eterna. La misma forma física en que se
despidió el Señor -subiendo al Cielo- nos muestra nuestra meta, ese lugar donde
Él está, al que hemos sido invitados todos, para estar con Él.
Ya nos lo había dicho al anunciar su partida: “Voy allá
a prepararles un lugar... Volveré y los llevaré junto a mí, para que donde yo
estoy, estén también ustedes” (Jn 14,2-3).
La Ascensión de Jesucristo al Cielo en cuerpo y alma
gloriosos debe despertarnos el anhelo de Cielo, la esperanza de nuestra futura
inmortalidad.
Las Ascensión proclama no sólo la inmortalidad del alma,
sino también la de cuerpo.
Recordemos que nuestra esperanza está en resucitar en cuerpo
y alma gloriosos como Él, para disfrutar con Él y en Él de una felicidad
completa, perfecta y para siempre.
La Ascensión de Jesucristo nos recuerda también la promesa
que hizo a los Apóstoles -y nos la hace a nosotros también- sobre la venida del
Espíritu Santo.
Es el Espíritu Santo -el Espíritu de Dios- quien nos enseña
y quien recuerda todo lo que Cristo nos dijo. Su venida la celebraremos
el próximo Domingo.
Por eso, este tiempo previo a Pentecostés debería ser un
tiempo de oración, como lo tuvieron los Apóstoles después de la Ascensión. La
Santísima Virgen María los reunió y los animó orando con ellos durante nueve
días (¡fue la primera Novena en la Iglesia!), en espera del Espíritu
Santo. Se reunían diariamente. Y ella los consolaba y los animaba
para cumplir la misión que el Señor les había encomendado.
Así estamos nosotros hoy también. Tenemos una misión
que nos han encomendado Jesucristo y nos lo han recordados los Papas.
En su Carta Apostólica, Nuovo Millennio Ineunte (Al
comienzo del nuevo milenio), el Papa Juan Pablo II nos dio directrices a
los cristianos de este Tercer Milenio. Nos pidió reforzar e intensificar
la Nueva Evangelización y nos dio sus instrucciones específicas: santidad,
oración, primacía de la gracia, vida sacramental, escucha de la Palabra de
Dios, para luego anunciar la Palabra de Dios.
Y tengamos en cuenta, además, lo que llama el Papa en su
Carta “la primacía de la gracia”. Se refiere a nuestra respuesta a la
gracia, recordándonos que “sin Cristo, nada podemos hacer”.
Y para poder vivir esa verdad tan olvidada, de que nada
somos sin la gracia de Cristo, el Papa nos insiste en la necesidad de la
oración.
Nadie puede dar lo que no tiene. Tenemos que llenarnos
de Dios para llevarlo a los demás. Tenemos que llenarnos de la Palabra de
Dios, para poder anunciarla a los demás. Bien decía Santa Teresa de
Jesús: “Orar es llenarse de Dios para darlo a los demás”. Y Santo
Domingo de Guzmán lo abreviaba aún más: “Contemplad y dad lo contemplado”.
Y no tengamos la idea equivocada de que la oración nos hace
perder tiempo necesario para la acción: muy por el contrario, la oración
nos hace mucho más eficientes en la acción.
Que la Ascensión del Señor nos despierte, entonces, el deseo
de responder al llamado a evangelizar que nos hizo Jesús precisamente justo
antes de subir al Cielo y que nos siguen pidiendo sus Representantes aquí en la
tierra que son los Papas.
Los Apóstoles, discípulos y primeros cristianos realizaron
la Primera Evangelización. Nosotros, los cristianos de este Tercer
Milenio, estamos llamados a realizar la Nueva Evangelización porque este mundo
de hoy necesita ser re-evangelizado.
Que el Espíritu Santo nos renueve interiormente en su
próxima Fiesta de Pentecostés para cumplir el mandato de Cristo y el llamado de
la Iglesia. Que así sea.
Fuentes;
Sagradas
Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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