Hoy, la mirada de Jesús sobre los hombres es la mirada del
Buen Pastor, que toma bajo su responsabilidad a las ovejas que le son confiadas
y se ocupa de cada una de ellas. Entre Él y ellas crea un vínculo, un instinto
de conocimiento y de fidelidad: «Escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me
siguen» (Jn 10,27). La voz del Buen Pastor es siempre una llamada a seguirlo, a
entrar en su círculo magnético de influencia.
Cristo nos ha ganado no solamente con su ejemplo y con su doctrina, sino con el
precio de su Sangre. Le hemos costado mucho, y por eso no quiere que nadie de
los suyos se pierda. Y, con todo, la evidencia se impone: unos siguen la
llamada del Buen Pastor y otros no. El anuncio del Evangelio a unos les produce
rabia y a otros alegría. ¿Qué tienen unos que no tengan los otros? San Agustín,
ante el misterio abismal de la elección divina, respondía: «Dios no te deja, si
tú no le dejas»; no te abandonará, si tu no le abandonas. No des, por tanto, la
culpa a Dios, ni a la Iglesia, ni a los otros, porque el problema de tu
fidelidad es tuyo. Dios no niega a nadie su gracia, y ésta es nuestra fuerza:
agarrarnos fuerte a la gracia de Dios. No es ningún mérito nuestro;
simplemente, hemos sido “agraciados”.
La fe entra por el oído, por la audición de la Palabra del Señor, y el peligro
más grande que tenemos es la sordera, no oír la voz del Buen Pastor, porque
tenemos la cabeza llena de ruidos y de otras voces discordantes, o lo que
todavía es más grave, aquello que los Ejercicios de san Ignacio dicen «hacerse
el sordo», saber que Dios te llama y no darse por aludido. Aquel que se cierra
a la llamada de Dios conscientemente, reiteradamente, pierde la sintonía con
Jesús y perderá la alegría de ser cristiano para ir a pastar a otras pasturas
que no sacian ni dan la vida eterna. Sin embargo, Él es el único que ha podido
decir: «Yo les doy la vida eterna» (Jn 10,28).
Lectura
del santo evangelio según san Juan (10,27-30):
En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y
ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y
nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos,
y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
Nuevamente Jesús nos compara a nosotros los seres humanos
con las ovejas. Y es que la Liturgia nos presenta esta bella imagen una
vez al año, en el Domingo Cuarto de Pascua, el cual dedica la Iglesia al Buen
Pastor.
En el Evangelio vemos que Jesús es ese Buen Pastor que da la
vida por sus ovejas. Y sus ovejas somos todos: los de este corral y los
de fuera del corral. Es decir, las que están con Él y las que no.
Dice Jesús: “Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las
arrebatará de mi mano” (Jn 10, 27-30).
Es cierto, Jesús ha dado su vida por nosotros para que
tengamos Vida Eterna. Privilegio inmensísimo que no merecemos ninguno de
nosotros. Privilegio que requiere que cumplamos una condición exigida por
el mismo Jesús en este trozo evangélico: “Mis ovejas oyen mi voz... y me
siguen”.
¿Cómo escuchar la voz de Dios para poder seguirlo a Él y
sólo a Él? Porque ... hay muchas voces a nuestro derredor: los
medios de comunicación, las malas compañías, los enemigos de la Iglesia, los
cuestionadores de la Verdad, los mentirosos, los ilegítimos, los seguidores del
New Age, las mayorías equivocadas ...
Ya nos puso en guardia Jesús acerca de esos falsos pastores
que no son Él: “Huyen ante el lobo, porque no son suyas las ovejas, no le
importan las ovejas y las abandona. Y el lobo las agarra y las dispersa”
(Jn 10, 11-13). ¿Y quién es el lobo? Nada menos que el
Enemigo de Dios, el Diablo.
Por eso hay que saber escuchar la voz del Buen Pastor, de
Aquél que sí “da la vida por sus ovejas”, de Aquél que sí las cuida
bien. ¿Cómo reconocer esa voz? ¿Cómo reconocerla para
seguirla, sabiendo que es la única que nos lleva a la Vida Eterna?
Quien oye la voz de Jesús, acepta y sigue su Palabra
contenida en el Evangelio. Y la acepta en su totalidad y sin suavizarla,
ni disminuirla; mucho menos, discutirla o cambiarla en alguna de sus partes.
Quien oye la voz de Jesús, oye la voz del Papa, quien es su
Vicario, su Representante aquí en la tierra, y también, la voz de los Obispos y
de los Sacerdotes que están en plena comunión con el Papa.
Quien oye la voz de Jesús oye la voz de aquellas otras
ovejas que están en el corral y que están siguiendo la voz del Buen Pastor.
Quien oye la voz de Jesús oye, también, la voz de su
conciencia. Por cierto, si la oveja está enferma oye la voz de otros y
del Enemigo. Buena aplicación para la vida cristiana: si estamos enfermos
(espiritualmente) oímos las voces que no debemos oír. Por eso la
conciencia tiene que estar sana; no puede estar confundida, ni ahogada, ni
obnubilada, ni adormecida por las voces que no son las del Pastor. Tiene
que ser una conciencia que esté rectamente iluminada por la Verdad y por la Ley
de Dios.
Cuando escuchamos la voz del Buen Pastor y prestamos
atención a lo que nos pide y nos exige, a lo que nos aconseja y nos enseña, a
lo que nos corrige y nos reclama... cuando lo oímos en lo bueno y en lo que
creemos que no es tan bueno, porque no nos gusta... entonces podemos decir que
lo estamos siguiendo de verdad. Y siguiéndolo, podremos llegar “a la
Vida Eterna y no pereceremos jamás”, porque no hemos quedado en las garras
del lobo.
El Buen Pastor quiere que todos nos salvemos. Él ha
dado su vida por todos, sin excepción. Él no excluye a nadie de su
rebaño. Si alguien está excluido, es porque se excluye a sí mismo.
Y se auto-excluye aquél que rechaza conscientemente el mensaje de Cristo, aquél
que no quiere escuchar la voz del Buen Pastor.
En efecto, en la Primera Lectura (Hech 13, 14.43-52) vemos
cómo muchos de los israelitas, el pueblo escogido a quien debía predicársele el
Evangelio antes que a las demás naciones, rechazaron las enseñanzas de Cristo y
se opusieron a sus enviados, Pablo y Bernabé. Entonces éstos
tuvieron que optar por llevar el mensaje de Cristo a los paganos, no sin antes
informarles así: “La palabra de Dios debía ser predicada primero a
ustedes”, les dijeron. “Pero como la rechazan y no se juzgan
dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos”.
Es decir, la salvación de Cristo y su mensaje es para todos:
judíos y no judíos. De allí que Pablo y Bernabé tomaran como base para su
evangelización de los paganos una cita del Profeta Isaías: “Yo te he puesto
como luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los últimos
rincones de la tierra” (Is 49,6).
La Segunda Lectura (Ap 7, 9.14-17) nos presenta la
visión de San Juan de todos los salvados: “Eran individuos de todas las
naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas”. Es decir, la salvación
de Cristo es para todos, para todos los que deseen ser salvados y se sientan
necesitados de salvación.
La salvación no es para los que creen que pueden salvarse
ellos mismos, como se pretende, por ejemplo, con el mito de la re-encarnación,
en el que cada uno pretende auto-redimirse, purificándose a través de sucesivas
vidas terrenas, apareciendo su alma cada vez en un cuerpo diferente al suyo. …
cosa que no es posible, ni real, sino un ¡gran engaño!
Tampoco es la salvación para los que no quieran poner de su
parte en la obra de salvación de Cristo: Cristo nos ha salvado, pero debemos
escuchar su voz para seguirle hacia el camino a la Vida Eterna, debemos
responder a sus gracias de salvación, siguiendo su Evangelio.
Así podremos estar contados entre esa muchedumbre grande de
los salvados, los de “túnica blanca” que han blanqueado sus
vestiduras en la lejía del sufrimiento, de la purificación, “en la sangre
del Cordero”, porque hemos dado al sufrimiento sentido de redención, al
unirlo a la Pasión de Cristo, al sumergirlo “en la sangre del Cordero”.
Significa esto que hemos aceptado las gracias de redención
que Cristo nos trajo con su muerte en cruz y también porque lo seguimos a Él
como Él nos indicó: tomando su cruz, aceptando también el sufrimiento que nos
purifica y que nos blanquea. Sufrimientos de cualquier tipo, aún el
sufrimiento de persecución, consecuencia de seguir la verdadera fe, la que
Cristo nos ha dado.
Así podremos ser contados dentro de esa muchedumbre del
Cielo, donde ya no habrá “ni hambre, ni sed, ni quemaduras de sol, ni
agobio del calor”. Allí ya no habrá más sufrimiento.
Como vemos, la salvación es algo muy importante. Y
Cristo nos pide llevar su mensaje de salvación a todos.
Por eso, a los que somos ovejas del rebaño nos toca llamar a
los que están fuera, a los incrédulos, a los rebeldes, a los confundidos, a los
desanimados, a los desviados, a los engañados para que puedan comenzar a
escuchar o volver a escuchar de nuevo la voz del Buen Pastor.
Es el llamado a la Nueva Evangelización, a re-evangelizar el
mundo. Es responder a la instrucción de Cristo cuando después de su
Resurrección nos pidió: “Hagan que todos sean mis discípulos... enséñenles a
cumplir todo lo que Yo les he encomendado” (Mt. 28, 19-20).
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org
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