
«Si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario?»
No es la manifestación sensible de los sentimientos el mejor criterio para verificar el amor cristiano, sino el comportamiento solícito por el bien del otro. Por lo general, un servicio humilde al necesitado encierra, casi siempre, más amor que muchas palabras efusivas.

Y, sin embargo, el amor cristiano que nace de lo profundo de la persona inspira y orienta también los sentimientos, y se traduce en afecto cordial.
Amar al prójimo exige hacerle bien, pero significa también aceptarlo, respetarlo, descubrir lo que hay en él de amable, hacerle sentir nuestra acogida y amor.
La caridad cristiana induce a la persona a adoptar una actitud cordial de simpatía, solicitud y afecto, superando posturas de antipatía, indiferencia o rechazo.
Naturalmente, nuestro modo personal de amar viene condicionado por la sensibilidad, la riqueza afectiva o la capacidad de comunicación de cada uno. Pero el amor cristiano promueve la cordialidad, el afecto sincero y la amistad entre las personas.
Esta cordialidad no es mera cortesía exterior exigida por la buena educación ni simpatía espontánea que nace al contacto con las personas agradables, sino la actitud sincera y purificada de quien se deja vivificar por el amor cristiano.
Tal vez no subrayamos hoy suficientemente la importancia que tiene el cultivo de esta cordialidad en el seno de la familia, en el ámbito del trabajo y en todas nuestras relaciones.
La cordialidad ayuda a liberarse de sentimientos de egoísmo y rechazo, pues se opone directamente a nuestra tendencia a dominar, manipular o hacer sufrir al prójimo. Quienes saben acoger y comunicar afecto de manera sana y generosa crean en su entorno un mundo más humano y habitable.
Jesús insiste en desplegar esta cordialidad, no sólo ante el amigo o la persona agradable, sino incluso ante quien nos rechaza. Recordemos unas palabras suyas que nos revelan su estilo de ser: «Si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario?»
Amad a vuestros enemigos

¿Qué está diciendo Jesús? ¿A dónde los quiere conducir? ¿Es esto lo que Dios quiere? ¿Vivir sometidos con resignación a los opresores?
El pueblo judío tenía ideas muy claras. El Dios de Israel es un Dios que conduce la historia imponiendo su justicia de manera violenta. El libro del Éxodo recordaba la terrible experiencia de la que había nacido el pueblo de Dios. El Señor escuchó los gritos de los hebreos e intervino de forma poderosa destruyendo a los enemigos de Israel y vengándolos de una opresión injusta. Si lo adoraban como Dios verdadero era precisamente porque su violencia era más poderosa que la de otros dioses. El pueblo lo pudo comprobar una y otra vez. Dios los protegía destruyendo a sus enemigos. Solo con la ayuda violenta de Dios pudieron entrar en la tierra prometida.
La crisis llegó cuando el pueblo se vio sometido de nuevo a enemigos más poderosos que ellos. ¿Qué podían pensar al ver al pueblo elegido desterrado a Babilonia? ¿Qué podían hacer? ¿Abandonar a Yahvé y adorar a los dioses de Asiría y Babilonia? ¿Entender de otra manera a su Dios? Pronto encontraron la solución: Dios no ha cambiado; son ellos los que se han alejado de él desobedeciendo sus mandatos.
Ahora Yahvé dirige su violencia justiciera sobre su pueblo desobediente, convertido de alguna manera en su «enemigo». Dios sigue siendo grande, pues se sirve de los imperios extranjeros para castigar al pueblo por su pecado.

soberbios!».
Todo invitaba en este clima a odiar a los enemigos de Dios y del pueblo. Era incluso un signo de celo por la justicia de Dios: «Señor, ¿cómo no voy a odiar yo a los que te odian, y despreciar a los que se levantan contra ti? Sí, los odio con odio implacable, los considero mis enemigos». Este odio se alimentaba sobre todo entre los esenios de Qumrán. Era una especie de principio fundamental para sus miembros: «Amar todo lo que Dios escoge y odiar todo lo que él rechaza». En concreto se pedía a los miembros de la comunidad «amar a todos los hijos de la luz, cada uno según su suerte en el designio de Dios, y odiar a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa en la venganza de Dios». El trasfondo sombrío del odio aparece en diversos textos donde se invita al «odio eterno contra los varones de corrupción» o a «la cólera contra los varones de maldad». Excitados por este odio, se preparaban para tomar parte en la guerra final de «los hijos de la luz» contra «los hijos de las tinieblas».

Dios es acogedor, compasivo y perdonador. Esta es la experiencia de Jesús. Por eso no sintoniza con las expectativas mesiánicas que hablan de un Dios belicoso o de un Enviado suyo que destruiría a los enemigos de Israel. No parece creer tampoco en las fantasías de los apocalípticos, que anuncian castigos catastróficos inminentes para cuantos se le oponen. No hay que alimentar odio contra nadie, como hacen los esenios de Qumrán. Este Dios que no excluye a nadie de su amor nos ha de atraer a actuar como él.
Jesús saca una conclusión irrefutable: «Amad a vuestros enemigos para que seáis dignos de vuestro Padre del cielo». Esta llamada de Jesús tuvo que provocar conmoción, pues los salmos invitaban más bien al odio, y la ley, en su conjunto, orientaba a combatir contra los «enemigos de Dios».
Jesús no está pensando solo en los enemigos privados que uno puede tener en su propio entorno o dentro de su aldea. Seguramente piensa en todo tipo de enemigos, sin excluir a ninguno: el enemigo personal, el que hace daño a la familia, el adversario del propio grupo o los opresores del pueblo. El amor de Dios no discrimina, busca el bien de todos. De la misma manera, quien se parece a él no discrimina, busca el bien para todos. Jesús elimina dentro del reino de Dios la enemistad. Su llamada se podría recoger así: «No seáis enemigos de nadie, ni siquiera de quien es vuestro enemigo. Pareceos a Dios».

Sin respaldo alguno de la tradición bíblica, enfrentándose a los salmos de venganza, que alimentaban la oración de su pueblo, oponiéndose al clima general de odio a los enemigos de Israel, distanciándose de las fantasías apocalípticas de una guerra final contra los opresores romanos, Jesús pregona a todos: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien». El reino de Dios ha de ser el inicio de la destrucción del odio y la enemistad entre sus hijos. Así piensa Jesús.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,38-48):

Palabra de Dios
COMENTARIO.-
"Sed misericordiosos como Dios"

El mensaje de este domingo es desconcertante: "Amad a vuestros enemigos", sustentado por una máxima más general: "Seréis santos como Dios" (1ª Lectura) ó "Sed perfectos como Dios" (Evangelio), que con las palabras del salmo responsorial: "El Señor es compasivo y misericordioso" podemos concluir que se nos pide ser misericordiosos como Dios es misericordioso: comprender, perdonar, compadecerse, solidarizarse… Es la definición de Dios.

Pues hemos de considerar que normalmente nuestros enemigos son aquellos a quienes nosotros atribuimos nuestros sentimientos de enemistad; somos nosotros sus enemigos y no al revés. Bien es cierto que hay casos notorios en que nos han hecho mal; pero no está de más considerar que la enemistad puede estar en nuestro interior.
Sobre el amor se dice en la primera lectura: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", mandamiento que Cristo elevó en exigencia: "Amaos como yo os he amado". Él nos amó por encima de sí mismo. Tuvo que situarse por encima de sus sentimientos de miedo a la muerte, de tristeza, de dolor ante la entrega, de la dignidad humillada por las burlas… y, "subido sobre sí" se dispuso a dar la vida por todos. Por eso no debemos entender el amor como sentimiento, no debemos dejar guiar nuestra vida, ni nuestro amor, por los sentimientos que tenemos o provocan en nosotros las personas con las que convivimos. El sentimiento de tristeza ante el sufrimiento, o rechazo de la muerte, no desaparece en el caso de Jesús; sin embargo entrega su voluntad al Padre. Se puede amar a quienes sean nuestros enemigos, aprendiendo del amor de Cristo.

El Evangelio de Mateo, que venimos escuchando en este Ciclo A, comenzaba con este programa: "Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos… Sígueme" (domingo III); después se nos presentaba el programa de las bienaventuranzas, los valores de la vida de Dios, para construir el Reino y a los que nos tenemos que convertir (domingo IV); desde ahí se nos invitaba a ser Sal de la tierra y Luz del Mundo (domingo V). Y en el domingo pasado (domingo VI) nos planteaba cómo desde un cumplimiento externo de la Ley no se podía vivir este proceso de identificación con la persona de Jesús, su vida, sus criterios, su causa. Mateo presenta a los judíos a Cristo como el Hijo de Dios, motivo central de su proceso para la crucifixión, y ese Hijo de Dios se sitúa por encima de la Ley, lo más sagrado para un judío: "Se dijo a los antiguos… pero yo os digo". La Ley es la Voluntad de Dios. Hay que estar muy identificados con Dios, ponerse en sus manos y estar dispuestos a cumplir su voluntad.

¿Qué puedo hacer para vivir este evangelio tan radical?
Entender que mi vida de cristiano es un proceso de crecimiento en la identificación con Cristo que no termina nunca, pues siempre habrá nuevos aspectos en la vida que pasar por el tamiz de los criterios de Dios.
Sin dejar de sentir lo que hacemos, no dejar que los sentimientos gobiernen mi vida.
Prescindir de toda venganza ante el mal que haya recibido e, incluso, renunciar a la justicia humana. No me refiero a dejar pasar por alto delitos.
Incluso, en vez de apelar a la justicia de Dios y pensar en la otra vida como una retribución de las injusticias sufridas en ésta, ser capaces de pedir a Dios misericordia para quienes nos hacen mal.

Fuentes:
Iluminación Divina
José A. Pagola
Pedro Crespo Arias
Ángel Corbalán
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