Hoy hemos escuchado a Juan que, al ver a Jesús, dice: «He
ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). ¿Qué debieron
pensar aquellas gentes? Y, ¿qué entendemos nosotros? En la celebración de la
Eucaristía todos rezamos: «Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten
piedad de nosotros / danos la paz». Y el sacerdote invita a los fieles a la
Comunión diciendo: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo...».
No dudemos de que, cuando Juan dijo «he ahí el Cordero de Dios», todos entendieron qué quería decir, ya que el “cordero” es una metáfora de carácter mesiánico que habían usado los profetas, principalmente Isaías, y que era bien conocida por todos los buenos israelitas.
Por otro lado, el cordero es el animalito que los
israelitas sacrifican para rememorar la pascua, la liberación de la esclavitud
de Egipto. La cena pascual consiste en comer un cordero.
Y aun los Apóstoles y los padres de la Iglesia dicen que el cordero es signo de pureza, simplicidad, bondad, mansedumbre, inocencia... y Cristo es la Pureza, la Simplicidad, la Bondad, la Mansedumbre, la Inocencia. San Pedro dirá: «Habéis sido rescatados (...) con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1Pe 1,18.19). Y san Juan, en el Apocalipsis, emplea hasta treinta veces el término “cordero” para designar a Jesucristo.
Cristo es el cordero que quita el pecado del mundo, que ha sido inmolado para darnos la gracia. Luchemos para vivir siempre en gracia, luchemos contra el pecado, aborrezcámoslo. La belleza del alma en gracia es tan grande que ningún tesoro se le puede comparar. Nos hace agradables a Dios y dignos de ser amados. Por eso, en el “Gloria” de la Misa se habla de la paz que es propia de los hombres que ama el Señor, de los que están en gracia.
San Juan Pablo II, urgiéndonos a vivir en la gracia que el Cordero nos ha ganado, nos dice: «Comprometeos a vivir en gracia. Jesús ha nacido en Belén precisamente para eso (...). vivir en gracia es la dignidad suprema, es la alegría inefable, es garantía de paz, es un ideal maravilloso».
Y aun los Apóstoles y los padres de la Iglesia dicen que el cordero es signo de pureza, simplicidad, bondad, mansedumbre, inocencia... y Cristo es la Pureza, la Simplicidad, la Bondad, la Mansedumbre, la Inocencia. San Pedro dirá: «Habéis sido rescatados (...) con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1Pe 1,18.19). Y san Juan, en el Apocalipsis, emplea hasta treinta veces el término “cordero” para designar a Jesucristo.
Cristo es el cordero que quita el pecado del mundo, que ha sido inmolado para darnos la gracia. Luchemos para vivir siempre en gracia, luchemos contra el pecado, aborrezcámoslo. La belleza del alma en gracia es tan grande que ningún tesoro se le puede comparar. Nos hace agradables a Dios y dignos de ser amados. Por eso, en el “Gloria” de la Misa se habla de la paz que es propia de los hombres que ama el Señor, de los que están en gracia.
San Juan Pablo II, urgiéndonos a vivir en la gracia que el Cordero nos ha ganado, nos dice: «Comprometeos a vivir en gracia. Jesús ha nacido en Belén precisamente para eso (...). vivir en gracia es la dignidad suprema, es la alegría inefable, es garantía de paz, es un ideal maravilloso».
Lectura
del santo evangelio según san Juan (1,29-34):
EN aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
«Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel».
Y Juan dio testimonio diciendo:
«He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él.
Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
“Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”.
Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».
Palabra del Señor
COMENTARIO
Las Lecturas de hoy nos presentan a Jesucristo, el Hijo
de Dios, que viene a salvar al mundo de sus pecados.
La Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 62, 1-5) nos
presenta a Jesucristo como “siervo de Dios”. Con el Salmo
39 hemos repetido las palabras del Señor: Aquí estoy, Señor, para
hacer tu voluntad. En eso consiste ser “siervo de Dios”: en hacer su
Voluntad.
El Evangelio nos relata una escena en el río Jordán
cuando Jesús se acerca a San Juan Bautista y éste dice quién es Jesús. (Jn.
2, 1-12).
El domingo pasado veíamos a Dios Padre decir de
Jesucristo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”. Este
domingo vemos a San Juan Bautista decirnos: “Este es el Cordero de Dios, el que
quita el pecado del mundo”. Jesús, presentado por el Padre como su
Hijo amadísimo, es ahora presentado por San Juan Bautista como el Cordero
inocente que será ofrecido en sacrificio para salvarnos de nuestros pecados.
Sigamos con las palabras del Bautista, que son elocuentes
y muy importantes. Al ver venir Jesucristo hacia él, San Juan
Bautista dice: “Este es aquél de quien yo he dicho: ‘El que viene después de
mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’. Yo no lo
conocía.”
¿Qué significan estas palabras? Varias cosas:
primero es interesante conocer por ellas que San Juan Bautista no conocía a su
primo Jesús. Segundo: que a San Juan Bautista, como Precursor de Jesucristo,
Dios le reveló de manera extraordinaria, que Jesucristo era Dios y que, como
Dios, era superior a él y, además, le reveló la eternidad de
Dios. “Ya existía antes que yo”.
Sabemos que Jesucristo, como Hombre, era unos pocos meses
menor que su primo, pues la Santísima Virgen, al encarnarse el Hijo de Dios en
su seno, fue a visitar a su prima Isabel para el nacimiento de San Juan
Bautista. De manera que si San Juan, que era unos meses mayor, dice que
Jesús “ya existía antes que él”, está diciendo que Jesucristo es Dios y que
Dios es eterno... que Dios existía desde siempre.
Esta no es la única revelación que recibió el Precursor
del Señor. Fijémonos que el Bautista nos vuelve a decir:
“Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquél sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo’. Pues bien, yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.
De tal forma que ya Dios Padre había dado a San Juan
Bautista la clave para reconocer a su Hijo: “Aquél sobre quien bajara y se
posara el Espíritu Santo”. Y en efecto, aún sin conocerlo, Juan dice
que vio al Espíritu Santo descender del cielo como en forma de paloma y posarse
sobre Jesucristo.
Y en este bellísimo pasaje de la vida del Señor y de su
Precursor, no sólo vemos la revelación de Jesucristo, como Hijo de Dios, sino
también la revelación de las Tres Divinas Personas de la Santísima
Trinidad. San Juan Bautista nos da el testimonio de lo que ve y escucha:
Por una parte, puede ver el Espíritu de Dios descender
sobre Jesús en forma como de paloma. Las palabras del Bautista
describiendo el Espíritu Santo hacen recordar la mención del Espíritu de Dios
en el Génesis, antes de la creación del mundo, cuando “el Espíritu de
Dios aleteaba sobre las aguas” (Gen. 1, 2). Tal vez ese
“aletear” del Espíritu Santo hace que San Juan compare ese “aletear” con el
aletear de la paloma.
Luego sabemos que San Juan Bautista escuchó la voz de
Dios Padre que revelaba quién era Jesucristo: “Este es mi Hijo
amado”. Es decir, en el Bautismo del Señor vemos a la
Santísima Trinidad en pleno: el Padre que habla, el Hijo hecho Hombre que
sale del agua bautizado y el Espíritu Santo que aleteando cual paloma se posa
sobre Jesús.
Y Juan nos dice también que su bautismo era sólo de agua
para aquéllos que se convertían, pero que Jesús, el Hijo de Dios, nos
bautizaría a nosotros con Espíritu Santo. ¿Y qué quiere decir esto?
Esto es importantísimo: significa que el bautismo
que Jesucristo instituyó, es decir, el Bautismo Sacramento, aunque se nos
bautiza con agua, además de purificarnos del Pecado Original, nos comunica el
Espíritu Santo, que tiene el poder de transformarnos interiormente.
Que además el Sacramento del Bautismo nos comunica la vida
de Dios, por la que somos también, como Jesús, hijos de Dios. ¡Esto se
dice muy fácilmente, pero es de una grandeza incalculable! Significa que
por los méritos de Jesucristo -Quien es el Cordero de Dios que San Juan
Bautista nos revela- los bautizados somos realmente hijos de Dios... y podemos
llamar a Dios, “Padre”.
Por eso en el Aleluya cantábamos: “Aquél que es la
Palabra se hizo Hombre y habitó entre nosotros. Y a todos los que lo
recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios”
Recordar el Bautismo del Dios-Hombre es recordar la
necesidad que tenemos de bautizar a nuestros hijos cuanto antes, para que
puedan ser verdaderos hijos de Dios. Es un error esperar el
Bautismo, porque se piensa que lo más importante es la fiesta y como no
hay dinero para la fiesta, pues no hay Bautismo (!!!). Otro motivo de
tardanza suele ser porque el padrino no vive aquí y vendrá quién sabe
cuándo. Y la más grave: vamos a dejar que el niño decida cuando
esté grande si quiere bautizarse o no. Pero veamos… para alimentarlo o
vacunarlo o educarlo en tal o cual escuela, ¿se espera para que el niño
decida? Y resulta que el Bautismo es para el alma muchísimo más
importante que cualquiera de esas cosas que podemos darle a nuestros hijos en
el plano material.
Todo esto para decir que al descuidar o retrasar el
Bautismo innecesaria o indefinidamente estamos privando a los niños de ser
hijos de Dios y de muchas otras gracias inmensas y muy, muy necesarias
para su salvación. (cf. CIC #1261)
Recordar el Bautismo del Dios-Hombre es recordar -los que
hemos tenido el privilegio de ser bautizados- la necesidad que tenemos de
arrepentimiento, de conversión, de cambiar de vida, de cambiar de manera de
ser, de pensar y de actuar, para asemejarnos cada vez más a Jesucristo.
Es recordar la necesidad que tenemos de purificar
nuestras almas en las aguas del arrepentimiento y de la confesión de nuestros
pecados. Es recordar que en todo momento y bajo cualquier circunstancia
necesitamos la humildad y la docilidad que nos llevan a buscar la Voluntad de
Dios por encima de cualquier otra cosa.
Pero nada de esto es posible sólo por esfuerzo propio,
sino aprovechando todas las gracias que Dios nos da para ir haciendo la
transformación necesaria en nosotros, por medio de la cual El nos va haciendo
cada vez más parecidos a El.
Que nuestra vida se convierta en una continua entrega a
la Voluntad de Dios, de manera que así como los cielos se abrieron para Jesús
al recibir el Bautismo de Juan, se abran también para nosotros en el momento de
nuestro paso a la otra vida y podamos escuchar la voz del Padre reconociéndonos
también como hijos suyos en quienes se complace, porque como su Hijo
Jesucristo, hemos buscado hacer su Voluntad.
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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