Hoy, la Palabra de Dios, nos enseña que la fuente
original y la medida de la santidad están en Dios: «Sed perfectos como es
perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Él nos inspira, y hacia Él caminamos.
El sendero se recorre bajo la nueva ley, la del Amor. El amor es el seguro
conductor de nuestros ideales, expresados tan certeramente en este quinto
capítulo del Evangelio de san Mateo.
La antigua ley del Talión del libro del Éxodo (cf. Ex 21,23-35) —que quiso ser una ley que evitara las venganzas despiadadas y restringir al “ojo por ojo”, el desagravio bélico— es definitivamente superada por la Ley del amor. En estos versículos se entrega toda una Carta Magna de la moral creyente: el amor a Dios y al prójimo.
La antigua ley del Talión del libro del Éxodo (cf. Ex 21,23-35) —que quiso ser una ley que evitara las venganzas despiadadas y restringir al “ojo por ojo”, el desagravio bélico— es definitivamente superada por la Ley del amor. En estos versículos se entrega toda una Carta Magna de la moral creyente: el amor a Dios y al prójimo.
El Papa Benedicto XVI nos dice: «Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama». Jesús nos presenta la ley de una justicia sobreabundante, pues el mal no se vence haciendo más daño, sino expulsándolo de la vida, cortando así su eficacia contra nosotros.
Para vencer —nos dice Jesús— se ha de tener un gran dominio interior y la suficiente claridad de saber por cuál ley nos regimos: la del amor incondicional, gratuito y magnánimo. El amor lo llevó a la Cruz, pues el odio se vence con amor. Éste es el camino de la victoria, sin violencia, con humildad y amor gozoso, pues Dios es el Amor hecho acción. Y si nuestros actos proceden de este mismo amor que no defrauda, el Padre nos reconocerá como sus hijos. Éste es el camino perfecto, el del amor sobreabundante que nos pone en la corriente del Reino, cuya más fiel expresión es la sublime manifestación del desbordante amor que Dios ha derramado en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo (cf. Rom 5,5).
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (5,38-48):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”.
Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».
Palabra de Dios
COMENTARIO.
Las lecturas de hoy nos hablan del llamado de Dios a
todos los seres humanos a que seamos santos, porque El es Santo. Quiere
decir que, si hemos de ser cristianos, debemos imitarlo a El. Y esa imitación
es principalmente en su santidad.
La santidad no es sólo para los Papas, los Sacerdotes y
para los Santos que han sido reconocidos por la Iglesia –los Santos
canonizados. La santidad es para todos: hombres y mujeres, niños y
adultos, jóvenes y viejos. Todos estamos llamados a ser santos.
Sorprende que ese llamado a la santidad no es sólo hecho
por Jesús en el Nuevo Testamento, sino que nos viene desde mucho más
atrás. La Primera Lectura es del Levítico, el tercer libro del
Antiguo Testamento. Veamos:
Dijo el Señor a Moisés: "Habla a la asamblea de
los hijos de Israel y diles: 'Sean santos, porque Yo, el Señor,
soy santo. (Lev 19, 1-2)
Aquí Dios ordena a Moisés que le hable a toda la
asamblea, en la que estaba el pueblo de Israel completo, sin hacer
distinción de Sacerdotes y laicos, ni de hombres y mujeres, ni de niños y
viejos.
Y sucedió que unos 1.300 años después, Jesús, al no más
comenzar su vida pública, repite este mismo mandato de ser santos a todo el
pueblo que se reunió para escuchar su Sermón de la Montaña: “sean
perfectos, como su Padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48).
Eso de la santidad o perfección (como la llama
Jesucristo) abruma y asusta, porque la creemos imposible. Pero los santos
canonizados que precisamente la Iglesia nos presenta como modelos a imitar, no
nacieron santos -inclusive muchos fueron bien pecadores- . Y eran
personas iguales a nosotros. ¿Cuál es la diferencia? Que ellos
tomaron este mandato de Dios en serio…y lo creyeron posible.
Ahora bien, la santidad sólo es posible porque Dios es
Santo y nos ofrece todas las ayudas necesarias para imitarlo a El y llegar a la
santidad.
La santidad es el tema más importante del Evangelio de
hoy, tanto que la Liturgia nos lo presenta también en la Primera Lectura.
Pero este Evangelio nos trae unos cuantos consejos que hemos de seguir para
llegar a ser santos. Esos consejos pueden resumirse en esto: No devolver
mal por mal y perdonar a los enemigos.
La más controversial de estas instrucciones es la de
poner la otra mejilla: “Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por
diente; pero Yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te
golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda”.
Y es controversial porque pareciera que Jesús nos está
pidiendo que seamos tontos. ¿Será así? Pareciera que no, porque
cuando Jesús fue interrogado por Caifás en el juicio antes de su condena a
muerte, un guardia lo cacheteó. Y ¿qué hizo Jesús? Veamos cómo confrontó
al guardia:
Uno de los guardias que estaba allí le dio a Jesús una
bofetada en la cara, diciendo: « ¿Así contestas al sumo sacerdote? »
Jesús le dijo: « Si he respondido mal, demuestra dónde está el mal. Pero si he
hablado correctamente, ¿por qué me golpeas? » (Jn 18, 22-23)
Si continuamos con el Sermón de la Montaña, vemos que
Jesús da dos consejos más que van en la misma línea de mostrar la otra mejilla:
el entregar el manto además de la túnica, es decir, quedarse sin ropas, y el
caminar una milla extra (ir más allá de la distancia requerida y permitida por
la ley, llevando la carga de un soldado romano).
Sin entrar en detalles legales y costumbristas de aquella
época, vale la pena destacar que biblistas estudiosos de las leyes, las normas
y las costumbres hebreas, piensan que estos tres consejos tenían como objetivo
el poder desarmar anímica y moralmente al agresor. En ese sentido pueden
tomarse como consejos para resistir los irrespetos y las injusticias sin tener
que recurrir a la violencia. La no-violencia, pues.
Y para nosotros hoy –porque la Palabra de Dios es para
todas las personas y para todos los tiempos- significan claramente lo que nos
dice la Primera Lectura: No te vengues ni guardes
rencor. No odies a tu hermano ni en lo secreto de tu
corazón. A quien nos ha hecho daño debemos perdonar, no podemos
guardarle rencor (éste hace más daño al rencoroso que a aquél a quien se le
tiene rencor). Tampoco podemos distraer pensamientos de venganza y –mucho
menos- realizar alguna acción de venganza personal.
Ama a tu prójimo como a ti mismo es otro de los
mandatos. Es fácil decir esta frase y se oye mucho por todos lados; por
cierto, de manera tergiversada, queriendo decir que Dios nos manda a amarnos a
nosotros mismos. Dios no nos manda a amarnos a nosotros mismos. Lo
que quiere decir el Señor es que usemos la medida con que nos amamos a nosotros
mismos (somos egoístas y amamos muchísimo nuestra propia persona, y eso Dios lo
sabe). De allí que nos ponga esa medida mínima para amar a los demás. Y
ésa es la mínima, porque la máxima es la que Cristo nos mostró con su muerte
por nosotros, y eso también nos lo va a pedir más adelante en su vida pública.
¿Cómo nos amamos a nosotros mismos? Fijémonos bien:
¡cómo nos consentimos a nosotros mismos! ¡Cómo nos comprendemos a
nosotros mismos! ¡Cómo nos perdonamos nuestros errores y faltas! ¡Cómo
nos excusamos a nosotros mismos! Así debe ser nuestra comprensión,
nuestro perdón, nuestras excusas, nuestro cuidados para con los demás: como a
nosotros mismos.
Pero Cristo sigue profundizando en el amor a los demás: “Amen
a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los
persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace
salir su sol sobre los buenos y los malos”.
El amor a los demás hay que extenderlo a los enemigos y a
los que nos odian y nos persiguen y nos calumnian. Ya la exigencia se
pone más difícil, ¿no? Pero si Dios pide esto, será difícil, pero no
imposible. Y es posible porque El nos proporciona todas las gracias para
cumplir con lo que nos pide.
Para convencernos bien de esto, más adelante en este
mismo Sermón de la Montaña, nos dice que si no perdonamos a los que nos hacen
daño, nuestro Padre Celestial tampoco nos perdonará a nosotros. ¿Cómo es
esto? Pues como se oye: “Pero si ustedes no perdonan a los demás,
tampoco el Padre les perdonará a ustedes.” (Mt 6, 15)
Una cosa muy interesante es la finalidad que nos da para
tener ese comportamiento magnánimo con los enemigos: “hagan el bien a los que
los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean
hijos de su Padre celestial”.
¿Qué nos quiere decir el Señor? Que cuando tratamos
así a los enemigos, también los desarmamos y eso puede servirles de estímulo
para que sean amigos de Dios y amigos nuestros. Sólo así podremos ser
-nosotros y nuestros enemigos- hijos de Dios. Todos somos creaturas de
Dios, pero para ser hijos de Dios hay unas cuantas exigencias. Una de
ellas parece ser el trato magnánimo a los enemigos.
Esto que nos propone Jesús fue lo que sucedió con los
adversarios del Cristianismo al comienzo de la Era Cristiana: muchos enemigos
se convertían por el amor y el perdón que les dejaban ver los primeros
cristianos, aquéllos que realizaron la primera evangelización. A nosotros
nos toca ahora la Nueva Evangelización. Tendremos que imitarlos, ¿no?
Pero muchos pensarán que estos consejos son necedades y
que son imposibles de vivir hoy en día. Eso puede ser así si juzgamos
estas cosas según los criterios del mundo y no según los criterios de
Dios. Por eso nos advierte San Pablo en la Segunda Lectura: “Si
alguno de ustedes se tiene a sí mismo por sabio según los criterios de este
mundo, que se haga ignorante para llegar a ser verdaderamente sabio. Porque la
sabiduría de este mundo es ignorancia ante Dios… y Dios hace que los sabios
caigan en la trampa de su propia astucia” (1 Cor 3, 16-23).
Las palabras del Salmo de hoy nos pueden enseñar a
perdonar y a ser magnánimos: El Señor es compasivo y misericordioso, lento
para enojarse y generoso para perdonar. No nos trata como merecen nuestras
culpas, ni nos paga según nuestros pecados. (Salmo 102)
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