Hoy, como en aquel mediodía en Samaría, Jesús se acerca a
nuestra vida, a mitad de nuestro camino cuaresmal, pidiéndonos como a la
Samaritana: «Dame de beber» (Jn 4,7). «Su sed material —nos dice san Juan Pablo
II— es signo de una realidad mucho más profunda: manifiesta el ardiente deseo
de que, tanto la mujer con la que habla como los demás samaritanos, se abran a
la fe».
El Prefacio de la celebración eucarística de hoy nos hablará de que este diálogo termina con un trueque salvífico en donde el Señor, «(...) al pedir agua a la Samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer, fue para encender en ella el fuego del amor divino».
Ese deseo salvador de Jesús vuelto “sed” es, hoy día también, “sed” de nuestra fe, de nuestra respuesta de fe ante tantas invitaciones cuaresmales a la conversión, al cambio, a reconciliarnos con Dios y los hermanos, a prepararnos lo mejor posible para recibir una nueva vida de resucitados en la Pascua que se nos acerca.
«Yo soy, el que te está hablando» (Jn 4,26): esta directa y manifiesta confesión de Jesús acerca de su misión, cosa que no había hecho con nadie antes, muestra igualmente el amor de Dios que se hace más búsqueda del pecador y promesa de salvación que saciará abundantemente el deseo humano de la Vida verdadera. Es así que, más adelante en este mismo Evangelio, Jesús proclamará: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí», como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua viva’» (Jn 7,37b-38). Por eso, tu compromiso es hoy salir de ti y decir a los hombres: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho…» (Jn 4,29).
Lectura
del santo evangelio según san Juan (4,5-42):
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice: «Señor, dame de esa agua así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla.»
Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve.»
La mujer le contesta: «No tengo marido».
Jesús le dice: «Tienes razón que no tienes marido; has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dijo: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.»
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.»
En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas de hoy nos hablan de “agua”: agua en pleno
desierto brotando de una roca (Ex 17, 3-7), y agua de un pozo al que Jesús
se acerca para dialogar con la Samaritana (Jn. 4, 5-42). Pero más
que todo, nos hablan de un “agua viva”, que quien la bebe ya no
necesita beber más, pues queda calmada toda su sed.
En la Primera Lectura del Libro del Éxodo vemos a los
israelitas protestando a Moisés, pues tenían sed y no había agua. Dios da
unas instrucciones precisas a Moisés para hacer brotar agua de una roca.
Y así fue. El pueblo bebió el agua que necesitaba. Y Moisés puso el
nombre de Masá y Meribá a ese sitio, palabras que significan “tentación” y
“quejas”, pues allí el pueblo se había dejado tentar quejándose a Dios,
pidiéndole pruebas, pues realmente no tenía plena fe y confianza en El.
El Salmo 94 refiere la rebelión en el
desierto y nos advierte de no endurecer nuestro corazón como en ese
momento los israelitas. Este Salmo nos invita a inclinarnos ante Dios que
es nuestro Dueño. El nuestro Pastor, nosotros sus ovejas.
La roca del desierto fue fuente de vida para el pueblo de
Israel. Y esa roca nos anuncia a Cristo, quien es la fuente de agua viva,
según lo que Él le dice a la Samaritana. Todos estos simbolismos
atribuidos a la Roca que es Cristo y al agua que brota de Él, significan la
Gracia que Cristo nos obtiene con su muerte en la Cruz y su Resurrección
gloriosa.
Revisemos con más detenimiento, entonces, el diálogo
entre Jesús y la Samaritana, que aparece en el Evangelio.
Por cierto, todavía hoy se conserva el brocal de este
pozo en medio de una Iglesia Ortodoxa Griega. Sobre ese brocal se sentó
Jesús a descansar mientras sus discípulos iban a la ciudad a buscar algo que
comer.
Llegó en esos momentos una mujer samaritana a sacar agua
del pozo.
Y observamos que Jesús, sin importarle la enemistad entre
el pueblo judío y el samaritano, le dice a la Samaritana en tono
familiar: “Dame de beber”. La mujer por supuesto se sorprende
de que un judío se atreviera a hablarle. Por eso le responde: “¿Cómo es
que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?
”Comienza así un diálogo maravilloso en el que Jesús
aprovecha la ocasión y el sitio donde está para explicar a la Samaritana lo que
es la Gracia de Dios para el alma. “Si conocieras el don de
Dios”, le dice Jesús, “y si conocieras realmente quién es el que te
está pidiendo de beber, tú le pedirías a Él y Él te daría agua viva”.
El “don de Dios” es la Gracia. Y Jesús
compara la Gracia con un agua distinta, un “agua viva”, que El quiere
darle. Pero la Samaritana no comprendió esta comparación, ni tampoco
podía imaginar de dónde iba a sacar esa agua tan especial.
Le responde que cómo va a sacar esa agua en un pozo tan
profundo, si ni siquiera tiene Jesús un cubo con qué sacarla. El le hace
ver que no se trata de un agua como la del pozo, sino de algo distinto y
muchísimo mejor.
Por eso le dice: “El que beba del agua de este pozo
vuelve a tener sed. Pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más
tendrá sed. El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en
un manantial capaz de dar la vida eterna”.
Veamos qué le quiere decir Jesús a la Samaritana...
y qué nos quiere decir a cada uno de nosotros con este símil.
¿Cuál es esa agua que mana de Cristo y que promete a cada
uno de nosotros? Es el agua viva de la Gracia, que es lo único que
puede satisfacer nuestra sed de Dios. Por medio de la Gracia podemos
vivir en intimidad con Dios, pues es Dios mismo viviendo en nosotros. Es
Dios mismo ese manantial que, dentro de nosotros, no cesa de producir el “agua
viva” que nos lleva a la vida eterna.
Por eso nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Rom
5, 1-2.5-8) que por Cristo “hemos obtenido la entrada al mundo de la
gracia... para participar en la gloria de Dios”. Y esto es así
pues si nosotros respondemos a la Gracia, podemos llegar a la unión con Dios,
primero en esta vida, y luego en el Cielo, para gozar de la gloria de Dios
eternamente.
Notemos el título de “gracia” para el “don de
Dios”. Significa -y esto es muy importante- que ese “don de
Dios” es “gratis”. No lo recibimos porque lo merecemos o porque lo
pagamos, sino que lo recibimos de gratis... simplemente porque Dios nos lo
quiere dar, sin ningún mérito de nuestra parte.
Pero ¡ojo! Ese manantial inacabable puede ser
interrumpido por nosotros mismos cuando pecamos... Y, aún así, por otra gracia
-gratis- adicional, esa fuente de agua viva que interrumpimos al pecar, puede
ser recuperada con el arrepentimiento y la Confesión.
En efecto, podemos cerrar ese manantial con el
pecado. Es decir: o se está en gracia, o se está en pecado. Dios
nos regala su Gracia, pero no en contra de nuestra voluntad. Necesita y
requiere nuestra cooperación a la Gracia para que la Gracia haga su efecto; es
decir, para poder santificarnos. La Gracia es como una semilla que
necesita crecer con las respuestas positivas que damos a ese “don de Dios”.
¿Para qué se nos da la Gracia? Para nuestra
salvación: para poder llegar a la felicidad eterna del Cielo. Tenemos
seguridad de contar con la Gracia que Dios nos da. Él no falla.
Pero requiere nuestra respuesta a la gracia para poder llevarnos al Cielo.
La Gracia es tan necesaria para nuestra vida espiritual
que el Libro de la Sabiduría nos habla así de ella: “La preferí a los reinos y
tronos del mundo, y estimé en nada la riqueza al lado de ella. Vi que
valía más que las piedras preciosas; el oro es sólo un poco de arena delante de
ella, y la plata, menos que el barro. La amé más que a la salud y a la
belleza, incluso la preferí a la luz del sol, pues su claridad nunca se oculta”
(Sb. 7, 8-10).
Por último ¿quién es el que primero dice tener sed? … El
más sediento es Jesús mismo que, más que sed del agua del pozo, tiene sed de la
fe de la Samaritana... tiene sed de la fe de nosotros. ¿Por qué?
Porque quiere colmarnos de todo lo que su Gracia, el Agua Viva, puede
darnos.
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