domingo, 24 de abril de 2022

«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Evangelio Dominical)

 

 

Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.

Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.






La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros.



 

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-31):

 



Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados! quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor Mío y Dios Mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengáis vida en su nombre.

Palabra del Señor

 

 

 

 

COMENTARIO

 

 


 

Celebramos este año nuevamente en la Iglesia Católica la Fiesta de la Divina Misericordia, correspondiendo al Segundo Domingo de Pascua.  Y es interesante observar que el Evangelio de este Domingo siempre es el mismo, pues no cambia según el Ciclo A, B o C.  Además, se usa el mismo texto evangélico en la liturgia del rito en latín, cuando este domingo se conoce como “Domingo In Albis”.

 

En efecto, el Evangelio es el texto de San Juan (Jn 20, 19-31) que nos narra la primera aparición de Jesús a sus Apóstoles el mismo día de su resurrección, al anochecer, mientras estaban a puertas cerradas.

 

¡Qué alegría deben haber sentido estos hombres que habían quedado tan confundidos, tan apesadumbrados y atemorizados por la horrorosa muerte de Jesús!  ¡Qué alegría al ver a ese mismo Jesús resucitado glorioso, mostrándoles las heridas de las manos y del costado, como para asegurarles que era Él mismo!

 

Y acto seguido, nos dice San Juan Evangelista, el Señor “sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo.  A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar’”. 

 

Es decir, Cristo, al no más salir del sepulcro, habiendo vencido a la muerte, al demonio y al pecado, lo primero que hace es dejarnos a nosotros los seres humanos, el medio efectivo para ser perdonados de nuestros pecados.  Instituye en ese mismo momento el Sacramento de la Confesión, del Perdón.

 

 


 

¡Con razón Cristo ha querido declarar este Domingo Segundo de Pascua como la Fiesta de su Divina Misericordia!  ¡Con razón el Papa Juan Pablo II, al declarar este día como el Domingo de la Divina Misericordia, tal como Jesús pidió a Santa Faustina Kowalska, ha dispuesto que se conserven los mismos textos en las Lecturas Litúrgicas!  ¡Con razón siempre ha sido el mismo texto evangélico para este domingo, antes de la reforma litúrgica última y ahora se conserva el mismo texto evangélico para los tres Ciclos A, B y C!

 

El Sacramento de la Confesión es el Sacramento de la Divina Misericordia, llamado por el mismo Jesús, en sus revelaciones a Santa Faustina Kowalska, el “Tribunal de la Misericordia”.  Y ¡qué Tribunal!

 

No se parece en nada a los tribunales terrenos, en los que los infractores son declarados culpables y tienen que pagar su pena.  No así con Cristo.  En su Tribunal funciona sólo la Misericordia, no la Justicia.  Por justicia tendríamos que ser condenados.  Pero en la Confesión, no se nos condena... se nos perdona.  Eso sí:  ¡hay que estar arrepentidos!  Además, confesar la ofensa y tratar de no volver a pecar. 

 

Sobre el arrepentimiento debemos decir que éste es condición indispensable para recibir el perdón en el Sacramento de la Confesión.  Pero es importante destacar que podemos arrepentirnos de manera perfecta o de manera imperfecta.

 

 


 

El arrepentimiento perfecto o contrición consiste en arrepentirnos porque hemos ofendido a Dios.  Este arrepentimiento perfecto puede ser con dolor o no.  Y el dolor –es bueno recordar- es un regalo de Dios para el alma arrepentida; no lo podemos provocar nosotros mismos.

 

El arrepentimiento imperfecto o atrición consiste en arrepentirnos por miedo a las consecuencias de nuestros pecados, es decir, por miedo a la condenación y al infierno, o a las consecuencias de nuestro pecado.  Aunque debemos siempre tratar de arrepentirnos de manera perfecta -por haber ofendido a Dios- el arrepentimiento imperfecto también sirve para recibir el perdón en la Confesión sacramental.

 

Ambos arrepentimientos, perfecto o imperfecto, son también gracia del Tribunal de la Misericordia Divina.

 

¡Qué más podemos pedir!  Cristo, enseguida de resucitar, dejó instaurado su Tribunal de Misericordia en el Sacramento de la Confesión. “Allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten constantemente”, dijo el mismo Cristo a Santa Faustina.  “Basta acercarse con fe a los pies de mi representante (el Sacerdote) y confesarle con fe su miseria.  Entonces, el milagro de la Misericordia se manifestará en toda su plenitud” (Diario 1448).

 


 

Y no importa la gravedad de las faltas confesadas.  Dice el Señor: “Aunque el alma fuera como un cadáver descomponiéndose, de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido, no es así para Dios.  El milagro de la Divina Misericordia restaura esa alma en toda su plenitud” (Diario 1448).

 

Tal es ese Tribunal.  Tales son los milagros que allí suceden: almas muertas en vida, a nivel de cadáveres en descomposición, restauradas plenamente para poder optar a la vida de gracia aquí en la tierra y a la vida eterna en el Cielo.

 

Y no creamos que la Confesión es sólo para los pecados mortales, que son los pecados graves que matan la vida del alma y que la llevan a la podredumbre de la descomposición.  La Confesión es también para los pecados menos graves, los llamados veniales, que también dañan el alma, ofenden a Dios y perjudican a la Iglesia y a las demás personas.

 

El Papa Juan Pablo II supo esto muy bien.  Por eso promovió la Confesión con tanto ahínco.  En su Encíclica “Reconciliación y Penitencia” (#32) recomienda a los Sacerdotes: “Es necesario educar a los fieles a recurrir al Sacramento de la Penitencia, incluso sólo para los pecados veniales ... pues la gracia propia del Sacramento contribuye a quitar las raíces mismas del pecado”.  Es como el trabajo del jardinero que extrae la hierba mala una y otra vez, cada vez que sale, hasta que va desapareciendo por completo.  

 

 

Ya en 1972, notándose indicios serios de una disminución en la asiduidad al Sacramento de la Penitencia, la Santa Sede en su Pastoral de Normas concernientes a la Administración General de la Absolución hizo la siguiente advertencia: “Los Sacerdotes deben tener cuidado de no desanimar de la Confesión frecuente a los fieles.  Por el contrario, deben llamarles la atención de sus frutos para la vida cristiana y siempre mostrarse atentos a oír tales confesiones ... Debe evitarse absolutamente que la Confesión individual sea sólo para pecados serios ...”

 

Otro punto importante es que en el Sacramento del Perdón se dan beneficios espirituales infinitos y también beneficios humanos indiscutibles.  No hay mejor liberación que una buena confesión, porque el confesionario es el sitio donde verdaderamente se deja la culpa, cuando la asumimos con verdadera sinceridad.

 

Notemos algo: cuando nos sentimos culpables de algo ¿no tenemos la tendencia a desahogarnos con alguien?  ¿Qué mejor sitio que el confesionario, donde no solamente podemos hacer catarsis, sino también sentirnos genuinamente perdonados?

 

Porque la Confesión Sacramental es el instrumento que Dios diseñó para dejarnos su perdón en forma visible, tangible, audible.  El Señor ha escogido, en el caso de la Confesión y en otros, continuar su obra en la tierra a través de los hombres.  A través del Sacerdote, persona escogida por Dios para darnos su perdón, podemos experimentar la Misericordia de Jesús, cuando oímos las palabras de absolución de  boca del Confesor.

 

 


 

En efecto, Jesús le explicó a Santa Faustina que la fuente de su Misericordia era el Sacramento de la Confesión: “Cuando vayas a confesarte debes saber esto:  Yo mismo te espero en el confesionario.  Sólo que estoy escondido en el Sacerdote, pero Yo mismo actúo en el alma.  Aquí la miseria del alma encuentra al Dios de la Misericordia”.

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org

 


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