Hoy, Jesús nos sitúa cara a cara con aquello que es
fundamental para nuestra vida cristiana, nuestra vida de relación con Dios:
hacerse rico delante de Él. Es decir, llenar nuestras manos y nuestro corazón
con todo tipo de bienes sobrenaturales, espirituales, de gracia, y no de cosas
materiales.
Por eso, a la luz del Evangelio de hoy, nos podemos preguntar: ¿de qué llenamos
nuestro corazón? El hombre de la parábola lo tenía claro: «Descansa, come,
bebe, banquetea» (Lc 12,19). Pero esto no es lo que Dios espera de un buen hijo
suyo. El Señor no ha puesto nuestra felicidad en herencias, buenas comidas,
coches último modelo, vacaciones a los lugares más exóticos, fincas, el sofá,
la cerveza o el dinero. Todas estas cosas pueden ser buenas, pero en sí mismas
no pueden saciar las ansias de plenitud de nuestra alma, y, por tanto, hay que
usarlas bien, como medios que son.
Es la experiencia de san Ignacio de Loyola, cuya celebración tenemos tan
cercana. Así lo reconocía en su propia autobiografía: «Cuando pensaba en cosas
mundanas, se deleitaba, pero, cuando, ya aburrido lo dejaba, se sentía triste y
seco; en cambio, cuando pensaba en las penitencias que observaba en los hombres
santos, ahí sentía consuelo, no solamente entonces, sino que incluso después se
sentía contento y alegre». También puede ser la experiencia de cada uno de
nosotros.
Y es que las cosas materiales, terrenales, son caducas y pasan; por contraste,
las cosas espirituales son eternas, inmortales, duran para siempre, y son las
únicas que pueden llenar nuestro corazón y dar sentido pleno a nuestra vida
humana y cristiana.
Jesús lo dice muy claro: «¡Necio!» (Lc 12,20), así califica al que sólo tiene
metas materiales, terrenales, egoístas. Que en cualquier momento de nuestra
existencia nos podamos presentar ante Dios con las manos y el corazón llenos de
esfuerzo por buscar al Señor y aquello que a Él le gusta, que es lo único que
nos llevará al Cielo.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (12,13-21):
EN aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús:
«Maestro, dije a mi hermano que reparta conmigo la herencia».
Él le dijo:
«Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?».
Y les dijo:
«Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su
vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola:
«Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar
cálculos, diciéndose:
“¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo:
“Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y
almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma
mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea
alegremente”.
Pero Dios le dijo:
“Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has
preparado?”.
Así es el que atesora para SÍ y no es rico ante Dios».
Palabra del Señor
COMENTARIO
Las Lecturas de este Domingo nos hablan sobre los bienes
materiales y los bienes espirituales. Nos advierten acerca del peligro de
la avaricia, la cual es un pecado y un vicio relacionado con el apego a los
bienes materiales y con el deseo de tener mucho.
La Primera Lectura del Libro del Eclesiastés (Qo 1, 2;
2, 21-23) nos insinúa la poca importancia que tienen los bienes materiales
y los afanes de este mundo.
La Segunda Lectura de San Pablo (Col 3, 1-5. 9-11) nos
invita muy claramente a ocuparnos “de los bienes de arriba, donde está
Cristo sentado a la derecha de Dios”. Es decir, nos habla San Pablo
de los bienes del Cielo, de los bienes que tienen relación con nuestra vida
espiritual, de los bienes que tenemos que buscar para llegar a nuestra meta,
que es el Cielo. Menciona también San Pablo la “avaricia”, “como una
forma de idolatría”.
Idolatría es la adoración y el culto a dioses falsos.
¿Por qué, entonces, habla de la avaricia como idolatría? Porque el deseo
excesivo de bienes materiales, la satisfacción de necesidades inventadas o de
lujos innecesarios terminan por convertir al dinero en un dios falso, en una
cosa a la que se le rinde culto, porque se le pone por encima de todas las
demás cosas, por encima de los bienes espirituales, por encima de Dios.
El Evangelio (Lc 12, 13-21) también nos habla de
la avaricia: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no
depende de la abundancia de los bienes que posea”.
Pero... ¡qué difícil es no estar apegado a los bienes de
aquí abajo, a los bienes de la tierra: dinero, propiedades, comodidades, lujos,
gustos, placeres, seres queridos, etc.! Y si nos fijamos bien, en la
Palabra de Dios el Señor nos pide apegarnos solamente a los bienes de
allá arriba y desprendernos totalmente de lo que solemos llamar “las cosas de
este mundo”.
Y si nos fijamos bien en lo que hemos rezado en el Salmo de
hoy (Sal 89), podemos darnos cuenta de la poca importancia que tienen
las cosas de esta vida. El Salmo nos hace reflexionar también sobre lo
efímero de esta vida; es decir sobre lo breve que es esta vida comparada con la
eternidad: “Nuestra vida es tan breve como un sueño... Mil años son para Ti
como un día ... Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”.
¡Y es verdad! Es una insensatez darle tanta
importancia a esta vida y a las cosas de esta vida. ¡Esta vida es nada...
comparada con la otra Vida! ¡Es brevísima si la comparamos con la
eternidad! ¡Es poco importante si la comparamos con lo que nos espera
después!
Recordemos aquí, entonces, el fin para el cual hemos sido
creados... ¿Cuál es nuestra meta? ... Hemos sido creados por Dios
para una felicidad perfecta. Y ese anhelo de felicidad es bueno, pues ha
sido puesto por Dios en el corazón del hombre.
Sin embargo, esa felicidad perfecta sólo será posible
tenerla en la otra vida, en la Vida que comienza después de esta vida terrena,
cuando se inicia para los seres humanos la Vida Eterna, la vida que no tiene
fin. Es un error pensar que ese anhelo de felicidad se satisface con bienes
materiales.
Cuando el ser humano busca equivocadamente esa felicidad en
los bienes de este mundo -y muy especialmente, en los bienes materiales y en el
dinero que los obtiene- pierde de vista los verdaderos bienes; es decir, los
bienes de allá arriban. Entonces corre el riesgo de quedarse con los
bienes de aquí abajo y de perder los verdaderos bienes, que son los que
recibiremos en la otra Vida.
Se nos olvida aquel consejo de Jesús: “Busquen primero el
Reino de Dios y su justicia y lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6, 33).
Y el Señor, además de este consejo, nos hace varias veces
graves advertencias sobre el apego a las cosas del mundo: “No acumulen tesoros
en la tierra... Reúnan riquezas celestiales que no se acaban ... porque donde
están tus riquezas, ahí también estará tu corazón”. (Mt 6, 19-21 y Lc 12,
33-34).
Esta advertencia de Jesucristo es muy importante. En
ella nos pide “ahorrar” para el Cielo, nos pide “ahorrar” bienes
celestiales. Y nos pide, además, considerar estos bienes celestiales como
la verdadera riqueza.
Si seguimos considerando verdadera riqueza los bienes de
aquí abajo, nuestro corazón quedará atrapado por esos bienes perecederos que se
acaban: nuestro corazón quedará atrapado en el pecado de la avaricia.
Y ¿qué sucede con los bienes acumulados aquí? ¿Acaso
nos los podemos llevar para el viaje a la eternidad? ¿Qué sucede con las
riquezas acumuladas aquí abajo? ¿Las podemos llevar con nosotros?
Bien sabemos que no... Definitivamente, no.
Se cuenta de un señor muy, muy avaro... ¡tan avaro! que
quiso que lo enterraran con el dinero que había acumulado en una cuenta muy
sustanciosa que tenía. Y tanta era su avaricia que le hizo prometer a la
esposa que lo enterraría con el dinero que estaba en esa cuenta.
Muere el señor y la esposa le hizo saber de su promesa al
hijo mayor. Este -muy sagazmente- resolvió el problema:
“No te preocupes, mamá, yo le voy a hacer un cheque por la
cantidad que hay en la cuenta, y se lo ponemos en la urna”... En qué Banco iría
a cobrar este cheque el avaro fallecido (???).
Y esto -que parece un cuento- puede llegar a suceder, porque
no sabemos a dónde nos puede llevar la avaricia. La avaricia -recordemos-
es una forma de idolatría, de rendir culto al dios “dinero”. Y si no nos
lleva a extremos como el del avaro enterrado con su cheque, sí nos aleja de las
cosas de Dios, sí nos aleja de los bienes espirituales, sí nos aleja de lo
único que es importante para llegar a nuestra meta que es el Cielo.
El Señor nos advierte acerca de la avaricia, acerca de ese
apego a los bienes de este mundo. Y lo hace en tono bastante grave, y en
varias ocasiones.
Fijémonos, concretamente, en el Evangelio de hoy. Nos
dice así el Señor: “eviten toda clase de avaricia, porque la vida del
hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.
Y cuenta la parábola de un hombre acumulador de riquezas que
se siente muy satisfecho de todo lo acumulado. “Pero Dios le dijo:
¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos
tus bienes? Y la advertencia final del Señor en este Evangelio es la
siguiente: “Esto mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se
hace rico de lo que vale ante Dios”.
Recordemos, nuevamente, lo que nos dice San Pablo en su
Carta de hoy: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a
la derecha de Dios. Pongan todo el corazón en los bienes del Cielo, no en
los de la tierra”
Y ¿cuáles son esos bienes del Cielo? ... Se trata de todas
las obras buenas a las que nos invita el Señor a través de su Palabra.
Una de ellas es el ejercicio de la Caridad, que es la virtud que nos lleva a
amar a Dios sobre todas las cosas y a amar a los demás como Dios nos pide
amarlos.
En la práctica de la Caridad podemos resumir los bienes de
allá arriba, porque al final –justo antes de llegar a la Vida Eterna- seremos
juzgados según hayamos amado o no... “Al atardecer de la vida seremos
juzgados en el Amor” (“Dichos de Luz y Amor”, San Juan de la Cruz)
¿Hemos amado a Dios -verdaderamente- sobre todas las
cosas? ¿Hemos amado a Dios por encima de cualquier otro bien terrenal?
Es decir: ¿Hemos puesto a Dios primero que todo (¿primero
que el dinero?)... y, también, primero que a todos?...
Pero, además, ¿ese Amor a Dios lo hemos traducido en amor a
los demás; es decir, en buscar el bien del otro, primero y antes que mi propio
bien? ...
Todo esto, y aún más, es acumular riquezas para el Cielo.
Las advertencias del Señor sobre los bienes del Cielo y los
bienes de la tierra nos deben llevar a examinarnos sobre cómo están nuestros
“ahorros” para el Cielo... ¿Estamos ahorrando sólo para este mundo... o estamos
ahorrando principalmente para el Cielo?
Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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