Hoy, Jesús nos encara con la injusticia social que nace de
las desigualdades entre ricos y pobres. Como si se tratara de una de las
imágenes angustiosas que estamos acostumbrados a ver en la televisión, el
relato de Lázaro nos conmueve, consigue el efecto sensacionalista para mover
los sentimientos: «Hasta los perros venían y le lamían las llagas» (Lc 16,21).
La diferencia está clara: el rico llevaba vestidos de púrpura; el pobre tenía
por vestido las llagas.
La situación de igualdad llega enseguida: murieron los dos. Pero, a la vez, la
diferencia se acentúa: uno llegó al lado de Abraham; al otro, tan sólo lo
sepultaron. Si no hubiésemos escuchado nunca esta historia y si aplicásemos los
valores de nuestra sociedad, podríamos concluir que quien se ganó el premio
debió ser el rico, y el abandonado en el sepulcro, el pobre. Está claro,
lógicamente.
La sentencia nos llega en boca de Abraham, el padre en la fe, y nos aclara el
desenlace: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro,
al contrario, sus males» (Lc 16,25). La justicia de Dios reconvierte la
situación. Dios no permite que el pobre permanezca por siempre en el
sufrimiento, el hambre y la miseria.
Este relato ha movido a millones de corazones de ricos a lo
largo de la historia y ha llevado a la conversión a multitudes, pero, ¿qué
mensaje hará falta en nuestro mundo desarrollado, hiper-comunicado,
globalizado, para hacernos tomar conciencia de las injusticias sociales de las
que somos autores o, por lo menos, cómplices? Todos los que escuchaban el
mensaje de Jesús tenían como deseo descansar en el seno de Abraham, pero,
¿cuánta gente en nuestro mundo ya tendrá suficiente con ser sepultados cuando
hayan muerto, sin querer recibir el consuelo del Padre del cielo? La auténtica
riqueza es llegar a ver a Dios, y lo que hace falta es lo que afirmaba san
Agustín: «Camina por el hombre y llegarás a Dios». Que los Lázaros de cada día
nos ayuden a encontrar a Dios.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (16,19-31):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada
día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y
con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.
Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.
Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de
los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su
seno, y gritando, dijo:
“Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del
dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo:
«Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males:
por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.
Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los
que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco
pasar de ahí hasta nosotros”.
Él dijo:
“Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco
hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan
a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice:
“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo:
“No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Abrahán le dijo:
«Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite
un muerto”».
Palabra del Señor
COMENTARIO
En este Domingo el Señor nos vuelve a hablar -ampliando un
poco más el tema del Domingo anterior- de los bienes espirituales y de los
bienes materiales, de lo celestial y de lo terreno, de lo temporal y de lo
eterno.
Contienen las Lecturas de hoy una grave advertencia para los
que vivimos apegados a los bienes materiales, olvidándonos de compartirlos con
los que carecen de esos bienes. Traen -por lo tanto- un llamado al
ejercicio de la caridad, en su aspecto de compartir con los demás.
El Evangelio (Lc 16, 19-31) nos trae la Parábola
narrada por el Señor de un hombre muy, muy rico, que vivía en medio de muchos
lujos y bienes superfluos, y que no era capaz de ver la necesidad de un pobre
que siempre estaba en la puerta de su casa.
Y sucede que ambos personajes mueren. Nos dice el
Evangelio que el pobre fue llevado por los Ángeles al “seno de Abraham”.
Así se nombraba el lugar donde iban los muertos antes de que Cristo muriera,
resucitara y abriera las puertas del Cielo. Es decir que el destino del
mendigo Lázaro fue de felicidad eterna.
¿Qué sucedió con el rico? Nos dice el Evangelio que
fue al “lugar de castigo y de tormentos”. Es decir, el destino del rico
egoísta fue de condenación eterna.
Pero debemos ver bien... No nos dice el texto que el
rico fue al Infierno por ser rico. No ... El rico fue al Infierno
por ser egoísta, por no saber compartir, por no tener compasión de los
necesitados, por no usar bien su dinero, por usar su dinero solamente para sus
lujos. Esto quiere decir que la riqueza en sí no es un pecado. El
pecado consiste en no usar rectamente los bienes que Dios nos da. El
pecado consiste en no saber compartir los bienes que Dios nos da.
La Primera Lectura del Profeta Amós (Am 6, 1.4-7) describe
a los que viven en medio de lujos y excesos, a espaldas de las necesidades de
los demás. Reprende seriamente a “los que no se preocupan por las
desgracias de sus hermanos”. El Profeta advierte claramente sobre el
destino de los que así se comportan. Dice así: “Por eso irán al
destierro”.
Y ¿qué es el “destierro”? Aunque esta profecía del
destierro se cumplió para el pueblo de Israel treinta años después, a causa de
su decadencia moral, el “destierro” tiene un sentido espiritual más amplio para
nosotros hoy en día: es el mismo lugar de tormentos al que fue el rico
del Evangelio, el Infierno.
El Infierno viene nombrado muchas veces en la Sagrada
Escritura. Es uno de los Dogmas de nuestra Fe Católica que más veces se
nombra en la Biblia con diferentes nombres, como hemos visto en estas Lecturas
de hoy. Por cierto, es bueno insistir que el Infierno -al igual que el
Cielo y el Purgatorio- son Dogmas de Fe; es decir: son de obligatoria creencia
por parte de todos los Católicos.
Fíjense que en este texto evangélico vemos al mismo
Jesucristo hablarnos del Infierno, y hablarnos también de la posibilidad que
tenemos de condenarnos para siempre, si no obramos de acuerdo a la Voluntad de
Dios. En el caso del rico de la parábola, se olvidó de la Voluntad de
Dios y se regía sólo por sus apetencias. Por eso falló en caridad,
generosidad, compasión, y estuvo pendiente sólo de sus gustos y lujos,
olvidándose de Dios y de los demás.
Decíamos que el Señor nos hablaba con su Palabra hoy sobre
los bienes espirituales y los bienes materiales. Respecto de los bienes
materiales ya lo hemos expresado: hay que saber c o m p a r t i r.
Hay que saber estar atentos a las necesidades de los demás. Hay que saber
ayudar a quien necesita ser ayudado.
Las Lecturas de hoy nos recuerdan que la búsqueda de bienes
materiales podría más bien alejarnos del camino del Cielo. La búsqueda de
bienes materiales podría alejarnos de lo que San Pablo nos recuerda en la
Segunda Lectura (1 Tim 6, 11-16): “la conquista de la vida eterna a la
que hemos sido llamados”. La búsqueda de bienes materiales nos puede
cegar, haciéndonos creer que el dinero y las cosas que con el dinero
conseguimos, es lo único verdaderamente importante y necesario. Y no es
así.
Debemos recordar que los bienes verdaderamente importantes
son los bienes espirituales. Estos son los bienes que no se acaban.
Son los que realmente debemos buscar. Son los que nos aseguran la
conquista de la vida eterna, de la que nos habla San Pablo hoy.
Y ¿cuáles son esos “bienes espirituales”? Son todas
aquellas cosas relacionadas con la vida espiritual. No basta solamente
evitar el pecado. No basta solamente venir a Misa los Domingos, que es un
precepto indispensable de cumplir.
En la Misa, además, nos nutrimos de la Palabra de Dios, de
la enseñanza en la Homilía, nos nutrimos también de Dios mismo al recibirlo en
la Comunión. Pero eso no basta. Es necesario ir creciendo en las
virtudes, tratar de ser cada vez mejores, especialmente a través de la oración
frecuente. Aprovechando todas estas gracias, vamos procurándonos “bienes
espirituales”.
Volvamos -entonces- al relato del Evangelio, que tiene dos
partes bien diferenciadas. Vemos que en la primera parte el Señor nos
describe cómo debe ser el uso de los bienes materiales y las consecuencias que
puede tener el usarlos mal.
La segunda parte nos describe lo que es la eternidad, lo que
es la otra vida. La primera cosa que debemos observar en el relato hecho
por el mismo Jesucristo es que, después de la muerte, hay salvación o hay condenación.
No nos habla Jesucristo de nada que se parezca a la
reencarnación, ese mito nefasto que se nos ha estado metiendo aún entre los
Católicos. Sepamos que es verdad de fe que se vive en esta tierra una
sola vez y que después de esta vida terrenal hay o condenación, o salvación, y
que podemos salvarnos yendo directamente al Cielo o pasando primero una etapa
de purificación en el Purgatorio, para luego ir al Cielo.
Sigue relatando el Señor en esta parábola que el rico pide
desde su lugar de tormentos al menos una gota de agua para refrescarse de las
llamas que lo torturan. Y Abraham le responde que eso no es posible, que
ya no hay remedio. Es una descripción de lo que es el Infierno: es un
lugar de tormentos y de fuego. Y además, sin remedio: quien llega allí ya no
puede regresar.
Dice el texto: “entre ustedes y nosotros se abre un
abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá, ni hacia acá”. No
estamos tratando de asustar. Simplemente estamos extrayendo del Evangelio
lo que el mismo Cristo contó a sus seguidores y que nos cuenta a nosotros, que
somos sus seguidores de hoy.
Insiste el rico que al menos, entonces, envíe al pobre
Lázaro a avisarle a sus familiares, para que ellos no acaben en ese lugar de
tormentos. Se le responde que ya Moisés y los Profetas han hablado sobre
esto.
Sigue insistiendo el rico: “Pero si un muerto va a
decírselos, entonces sí se arrepentirán”. Y viene, entonces, la
sentencia final del Señor: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas” -es
decir, si no escuchan la Palabra de Dios- “ni, aunque un muerto resucite
harán caso”.
Y ¿a qué muerto se refiere el Señor? ... Se está
refiriendo a Él mismo. Él nos dejó su Evangelio que completa la Ley que
Dios dio a Moisés y las enseñanzas de los Profetas. Él murió y resucitó.
Y todavía hay gente que no cree en ese muerto, en ese muerto resucitado, que es
nada menos que Dios hecho Hombre.
Y -peor aún- todavía hay Cristianos que no practican sus
enseñanzas. Todavía hay Católicos que se dan el lujo de llamarse así y de negar
algunas verdades de la fe cristiana, como sucede cuando se niega la existencia
del Infierno, o cuando se está creyendo en esa mentira de la reencarnación, que
niega la Verdad sobre la Vida Eterna.
Recordemos las lecciones de las Lecturas de hoy: el recto
uso de los bienes materiales, los bienes verdaderamente importantes son los
espirituales, y la Verdad sobre la Vida Eterna, que es ésta: después de la
muerte no volvemos a esta vida terrena, sino que hay para nosotros salvación
eterna o condenación eterna.
Con el Salmo 145 alabamos “al Señor que viene
a salvarnos”. Reconocemos la Divina Providencia, que “hace justicia
al oprimido, da pan a los hambrientos y libera al cautivo... premia al justo...
y trastorna los planes del inicuo... Dios reina por los siglos”.
Amén.
Fuentes;
Sagradas
Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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