Hoy, Jesús nos indica el lugar que debe ocupar el prójimo en
nuestra jerarquía del amor y nos habla del seguimiento a su persona que debe
caracterizar la vida cristiana, un itinerario que pasa por diversas etapas en
el que acompañamos a Jesucristo con nuestra cruz: «Quien no lleve su cruz
detrás de mí no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27).
¿Entra Jesús en conflicto con la Ley de Dios, que nos ordena honrar a nuestros
padres y amar al prójimo, cuando dice: «Si alguno viene conmigo y no pospone a
su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus
hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26)?
Naturalmente que no. Jesucristo dijo que Él no vino a derogar la Ley sino a
llevarla a su plenitud; por eso Él da la interpretación justa. Al exigir un
amor incondicional, propio de Dios, declara que Él es Dios, que debemos amarle
sobre todas las cosas y que todo debemos ordenarlo en su amor. En el amor a
Dios, que nos lleva a entregarnos confiadamente a Jesucristo, amaremos al
prójimo con un amor sincero y justo. Dice san Agustín: «He aquí que te arrastra
el afán por la verdad de Dios y de percibir su voluntad en las santas
Escrituras».
La vida cristiana es un viaje continuo con Jesús. Hoy día, muchos se apuntan,
teóricamente, a ser cristianos, pero de hecho no viajan con Jesús: se quedan en
el punto de partida y no empiezan el camino, o abandonan pronto, o hacen otro
viaje con otros compañeros. El equipaje para andar en esta vida con Jesús es la
cruz, cada cual con la suya; pero, junto con la cuota de dolor que nos toca a
los seguidores de Cristo, se incluye también el consuelo con el que Dios
conforta a sus testigos en cualquier clase de prueba. Dios es nuestra esperanza
y en Él está la fuente de vida.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (14,25-33):
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus
hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser
discípulo mío.
Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a
calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los
cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran,
diciendo:
“Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”.
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar
si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir
condiciones de paz.
Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no
puede ser discípulo mío».
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Dios es exigente. “Dios es un Dios exigente”, dijo
Juan Pablo II a la juventud venezolana en 1985. De allí que si queremos
seguir a Dios debemos estar dispuestos a darlo todo por Él y a preferirlo a Él
primero que a todo y primero que a todos. Así de claro. Lo dijo el
Papa Juan Pablo II, pero también lo atestigua la Sagrada Escritura.
“Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a
su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún,
a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 25-33).
No podemos creer que estamos siguiendo a Cristo si
preferimos otras cosas o personas más que a Él. Y esto significa ponerlo
a Él por encima de cualquier otro afecto, por más genuino que sea, por más
natural que sea. Así sea el de los padres, el de los hijos o el del
cónyuge. No se trata de no amar a los nuestros, sino de saber que primero
viene Él y después todo lo demás, inclusive uno mismo. Bien lo sabe el
Señor y bien lo sabemos nosotros -si nos revisamos bien- que el más consentido
de todos nuestros amores es uno mismo.
Esta exigencia significa posponer todo, pues Dios va
primero. Y en comparación de Dios, “todo” es “nada”. El “todo”
también incluye todos los bienes. Y los “bienes” no son sólo los
materiales: son todos. La inteligencia y el entendimiento (modos de
pensar y de razonar); la voluntad (deseos, planes, proyectos, etc.)
Inclusive la libertad que Él mismo nos dio, si no la usamos para poner a Dios
en primer lugar, no la estamos usando bien.
Toda esta exigencia requiere un primer “sí” definitivo a
Dios: rendirnos ante Él, darle un “cheque en blanco”. Y ese “sí” inicial
tiene que irse repitiendo a lo largo de nuestra vida. Como el “sí” de
María en la Anunciación, el cual repitió a lo largo de su vida, hasta en la
Cruz.
Es lo que llamamos tener perseverancia. Y Dios nos
hace saber que el camino no es fácil. Él no nos engaña. La Biblia
no nos promete la felicidad perfecta en esta vida. No nos dice que será
un camino fácil. Por el contrario, nos advierte que será un camino de
cruz: “Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,
27).
Pero podría suceder que lo que antes nos entusiasmaba, luego
nos resulte indiferente, fastidioso y hasta insoportable. Y esas
fluctuaciones podrían llevarnos a la inconstancia.
Por eso el Señor nos advierte de antemano, para que al dar
el primer “sí”, sepamos que no podemos estar volteando hacia atrás: “Todo el
que pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios”
(Lc 9, 62).
Y nos pide que calculemos bien, pues no quiere que nos
entusiasmemos en un momento inicial y luego queramos volver a una vida
aparentemente más fácil -según la medida del mundo, que -por cierto- no es la
medida de Dios.
Para demostrar esto nos ha puesto el ejemplo de un
constructor que comienza una torre sin calcular su costo y ve que no puede terminarla.
Y advierte el Señor que, si cava los cimientos y luego no puede acabarla, todos
se burlarán de ese constructor que no tiene constancia.
Nos habla también de un rey que va a combatir a otro y al no
haber calculado bien el número de soldados con que cuenta, tiene que rendirse
antes de haber siquiera comenzado el combate.
De allí que la virtud de la perseverancia sea tan necesaria
en la vida espiritual, porque habrá obstáculos, vendrán dificultades, surgirán
persecuciones, y ninguno de esos inconvenientes puede ser excusa para no
continuar. Y es que no se puede interrumpir el camino hacia Dios por las
molestias que puedan presentarse.
Para que perseveremos hasta el final siempre están las
gracias (las ayudas gratuitas de Dios). “No les han tocado pruebas
superiores a las fuerzas humanas. Dios no les puede fallar y no permitirá
que sean tentados por encima de sus fuerzas. Él les dará, al mismo tiempo
que la tentación, los medios para resistir” (1 Cor 10, 13).
El Espíritu Santo nos infunde la virtud de la constancia y
de la perseverancia, para mantener nuestro “sí” inicial. Las pruebas y
las tentaciones no van a faltar, pero sirven justamente para crecer en
santidad. Y crecemos en santidad utilizando las gracias que tenemos
para ejercitarnos en esas virtudes. De allí que San Pablo nos
entusiasme con esta afirmación: “Nos sentimos seguros hasta en las pruebas,
sabiendo que de la prueba resulta la paciencia, de la paciencia el mérito, y el
mérito es motivo de esperanza” (Rom 5, 3-4).
De eso se trata. De crecer en constancia,
perseverancia, paciencia y esperanza. Esperanza de alcanzar la gloria, de
llegar a la meta, levantándonos nuevamente si es que llegamos a
desfallecer. Se trata de ser perseverantes hasta el final, no importa las
circunstancias por las que tengamos que pasar. Es lo que se denomina
“perseverancia final”, que nos lleva a mantenernos firmes hasta el momento de
nuestra muerte, que es nuestro paso a la Vida Eterna.
Pero para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es
el cálculo que tenemos que hacer: saber que tenemos que renunciar a todo.
Esa es su exigencia cuando nos dice al concluir el Evangelio
de hoy: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser
mi discípulo”. Dios es exigente: Él, que es “Todo”, quiere
“todo”. Y lo quiere, porque sabe que eso que consideramos nosotros
nuestro “todo” realmente no es “nada”.
Entre los bienes que debemos renunciar están también los
bienes materiales. Pero esa “renuncia” es más bien de desapego, de no
tener esos bienes como ídolos que sustituyan a Dios. O, en el espíritu
del Evangelio de hoy, de no tenerlos colocados por encima de Dios.
Aunque hay vocaciones especiales, como los Sacerdotes,
Religiosos y Religiosas, cuyos votos requieren que no tengan bienes materiales
propios y que su vida sea un ejemplo de austeridad y pobreza. Para los
laicos, esa renuncia no significa que no podamos tener bienes materiales
propios. La renuncia que nos pide el Señor a todos consiste en que
coloquemos esos bienes materiales en su sitio: no pueden ser sustitutos de
Dios, ni tampoco pueden estar colocados por encima de Dios.
La Primera Lectura (Sb 9, 13-19) nos ayuda a tener
esta actitud de desprendimiento de los bienes materiales, de los seres queridos
y de nosotros mismos, pues nos ubica a los seres humanos en nuestra realidad,
en nuestro valor si nos comparamos con la grandeza de Dios y su poder: “¿Quién
es el hombre que puede conocer los designios de Dios? ¿Quién es el que
puede saber lo que Dios tiene dispuesto?”
Se nos recuerda que somos hechos de barro y que ese
barro “entorpece nuestro entendimiento”. De allí que sólo podamos
conocer los designios de Dios, si al darnos su Sabiduría, recibimos su Santo
Espíritu de lo alto, para iluminar nuestro torpe entendimiento humano.
Sólo con esa Sabiduría podremos llegar a la salvación
eterna. Y esa Sabiduría nos hace entender que Dios es primero que todo y
que todos. Es la manera de llegar a la meta y de tener esa
perseverancia final.
El Salmo 89 también canta las grandezas del Señor
y nos ayuda a calcular el valor de nuestra vida en la tierra: “Tú haces volver
al polvo a los hombres... Mil años son para ti como un día que ya pasó, como
una breve noche... Nuestra vida es como un sueño, semejante a la hierba que
florece en la mañana y por la tarde se marchita”.
El Salmo nos lleva, entonces, a pedir esa Sabiduría, al
darnos cuenta lo poco que es esta vida y lo poco que somos nosotros, así como
lo mucho que es Dios: “Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos...
Que tus hijos puedan mirar tus obras y tu gloria”. Amén.
La Segunda Lectura (Flm 1, 9-10; 12-17) completa
una historia interesante, en la que vemos cómo, al comienzo de la Iglesia, la
fe y la vida en Cristo iba haciendo que los esclavos fueran dejando de ser
“objetos” o personas inferiores. Sucedía, entonces, que muchos cristianos iban
concediendo libertad a sus esclavos.
La historia de Onésimo, nombre frecuente entre los esclavos,
pues significa “útil”, es que éste se escapa de casa de su amo, Filemón de
Colosas, y llega a Roma. Allí encuentra a Pablo, al que había conocido
casa de Filemón. Pablo está preso, pero con libertad condicionada, por lo
que podía salir, pero acompañado por un guardia. Onésimo se convierte y
es bautizado. Pablo lo hace regresar donde su patrón con esta
carta. San Pablo nos hace ver que tal era la libertad interior que daba
la vida en Cristo, que ya no era de tanta trascendencia ser esclavo o
libre (cf. 1 Cor 7, 17-24).
Fuentes:
Sagradas
Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org
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