Hoy «es el día que hizo el Señor», iremos cantando a lo
largo de toda la Pascua. Y es que esta expresión del Salmo 117 inunda la
celebración de la fe cristiana. El Padre ha resucitado a su Hijo Jesucristo, el
Amado, Aquél en quien se complace porque ha amado hasta dar su vida por todos.
Vivamos la Pascua con mucha alegría. Cristo ha resucitado: celebrémoslo llenos
de alegría y de amor. Hoy, Jesucristo ha vencido a la muerte, al pecado, a la
tristeza... y nos ha abierto las puertas de la nueva vida, la auténtica vida,
la que el Espíritu Santo va dándonos por pura gracia. ¡Que nadie esté triste!
Cristo es nuestra Paz y nuestro Camino para siempre. Él hoy «manifiesta
plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre su altísima vocación»
(Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 22).
El gran signo que hoy nos da el Evangelio es que el sepulcro
de Jesús está vacío. Ya no tenemos que buscar entre los muertos a Aquel que
vive, porque ha resucitado. Y los discípulos, que después le verán Resucitado,
es decir, lo experimentarán vivo en un encuentro de fe maravilloso, captan que
hay un vacío en el lugar de su sepultura. Sepulcro vacío y apariciones serán
las grandes señales para la fe del creyente. El Evangelio dice que «entró
también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y
creyó» (Jn 20,8). Supo captar por la fe que aquel vacío y, a la vez, aquella
sábana de amortajar y aquel sudario bien doblados eran pequeñas señales del
paso de Dios, de la nueva vida. El amor sabe captar aquello que otros no
captan, y tiene suficiente con pequeños signos. El «discípulo a quien Jesús
quería» (Jn 20,2) se guiaba por el amor que había recibido de Cristo.
“Ver y creer” de los discípulos que han de ser también los nuestros. Renovemos
nuestra fe pascual. Que Cristo sea en todo nuestro Señor. Dejemos que su Vida
vivifique a la nuestra y renovemos la gracia del bautismo que hemos recibido.
Hagámonos apóstoles y discípulos suyos. Guiémonos por el amor y anunciemos a
todo el mundo la felicidad de creer en Jesucristo. Seamos testigos esperanzados
de su Resurrección.
Lectura del santo evangelio según san Juan (20,1-9):
EL primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer,
cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien
Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos,
pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al
sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos
tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos,
sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar
de entre los muertos.
Palabra del Señor
COMENTARIO
La Resurrección de Jesucristo es el misterio más
importante de nuestra fe cristiana. En la Resurrección de Jesucristo está
el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación. Por eso, la
celebración de la fiesta de la Resurrección es la más grande del Año Litúrgico,
pues si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe... y también
nuestra esperanza...
Y esto es así, porque Jesucristo no sólo ha resucitado
Él, sino que nos ha prometido que nos resucitará también a nosotros. En
efecto, la Sagrada Escritura nos dice que saldremos a una resurrección de vida
o a una resurrección de condenación, según hayan sido nuestras obras durante
nuestra vida en la tierra (cfr. Jn. 6, 40 y 5, 29).
Así pues, la Resurrección de Cristo nos anuncia nuestra
salvación; es decir, ser santificados por Él para poder llegar al Cielo. Y
además nos anuncia nuestra propia resurrección, pues Cristo nos dice: “el
que cree en Mí tendrá vida eterna: y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6,
40).
La Resurrección del Señor recuerda un interrogante que
siempre ha estado en la mente de los seres humanos, y que hoy en día surge con
renovado interés: ¿Hay vida después de esta vida? ¿Qué sucede después de
la muerte? ¿Queda el hombre reducido al polvo? ¿Hay un futuro a pesar de
que nuestro cuerpo esté bajo tierra y en descomposición, o tal vez esté hecho
cenizas, o pudiera quizá estar desaparecido en algún lugar desconocido?
La Resurrección de Jesucristo nos da respuesta a todas estas preguntas. Y la respuesta es la siguiente: seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como Él lo tiene prometido a todo el que cumpla la Voluntad del Padre (cfr. Jn. 5, 29 y 6, 40). Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad.
La vida de Jesucristo nos muestra el camino que hemos
de recorrer todos nosotros para poder alcanzar esa promesa de nuestra
resurrección. Su vida fue -y así debe ser la nuestra- de una total
identificación de nuestra voluntad con la Voluntad de Dios durante esta vida.
Sólo así podremos dar el paso a la otra Vida, al Cielo que Dios Padre nos tiene
preparado desde toda la eternidad, donde estaremos en cuerpo y alma gloriosos,
como está Jesucristo y como está su Madre, la Santísima Virgen María.
Por todo esto, la Resurrección de Cristo y su promesa
de nuestra propia resurrección nos invita a cambiar nuestro modo de ser,
nuestro modo de pensar, de actuar, de vivir. Es necesario “morir a
nosotros mismos”; es necesario morir a “nuestro viejo yo”. Nuestro viejo
yo debe quedar muerto, crucificado con Cristo, para dar paso al “hombre nuevo”,
de manera de poder vivir una vida nueva
¿Y qué es eso del “yo”? El “yo” incluye primero que todo el
apego a las cosas pecaminosas. Pero también incluye muchas cosas que, aún pareciendo
lícitas, no están de acuerdo con la Voluntad de Dios para cada uno. Esto puede
incluir nuestros propios deseos, planes, apegos, maneras de pensar y de ver las
cosas…
Sin embargo, sabemos que todo cambio cuesta, sabemos que
toda muerte duele. Y la muerte del propio “yo” va acompañada de dolor. No hay
otra forma. Pero no habrá una vida nueva si no nos “despojamos del hombre
viejo y de la manera de vivir de ese hombre viejo” (Rom. 6, 3-11 y Col. 3,
5-10).
Y así como no puede alguien resucitar sin antes haber pasado
por la muerte física, así tampoco podemos resucitar a la vida eterna si no
hemos enterrado nuestro “yo”. Y ¿qué es nuestro “yo”? El “yo” incluye nuestras
tendencias al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud.
Y el “yo” también incluye el apego a nuestros propios deseos
y planes, a nuestras propias maneras de ver las cosas, a nuestras propias
ideas, a nuestros propios razonamientos; es decir, a todo aquello que aún
pareciendo lícito, no está en la línea de la voluntad de Dios para cada uno de
nosotros.
Durante toda la Cuaresma la Palabra de Dios nos ha estado
hablando de “conversión”, de cambio de vida. A esto se refiere ese llamado: a
cambiar de vida, a enterrar nuestro “yo”, para poder resucitar con Cristo.
Consiste todo esto -para decirlo en una sola frase- en poner a Dios en
primer lugar en nuestra vida y a amarlo sobre todo lo demás. Y amarlo significa
complacerlo en todo. Y complacer a Dios en todo significa hacer sólo su
Voluntad ... no la nuestra.
Así, poniendo a Dios de primero en todo, muriendo a nuestro
“yo”, podremos estar seguros de esa resurrección de vida que Cristo promete a
aquéllos que hayan obrado bien, es decir, que hayan cumplido, como Él, la
Voluntad del Padre (Jn. 6, 37-40).
NO A LA
RE-ENCARNACION:
La Resurrección de Cristo nos invita también a estar alerta ante el mito de la re-encarnación. Sepamos los cristianos que nuestra esperanza no está en volver a nacer, nuestra esperanza no está en que nuestra alma reaparezca en otro cuerpo que no es el mío, como se nos trata de convencer con esa mentira que es el mito de la re-encarnación.
Los cristianos debemos tener claro que nuestra fe es
incompatible con la falsa creencia en la re-encarnación. La re-encarnación y
otras falsas creencias que nos vienen fuentes no cristianas, vienen a
contaminar nuestra fe y podrían llevarnos a perder la verdadera fe.
Porque cuando comenzamos a creer que es posible, o deseable,
o conveniente o agradable re-encarnar, ya -de hecho- estamos negando la
resurrección. Y nuestra esperanza no está en re-encarnar, sino en resucitar con
Cristo, como Cristo ha resucitado y como nos ha prometido resucitarnos también
a nosotros.
Recordemos, entonces, que la re- encarnación niega la
resurrección... y niega muchas otras cosas. Parece muy atractiva esta falsa
creencia. Sin embargo, si en realidad lo pensamos bien... ¿cómo va a ser
atractivo volver a nacer en un cuerpo igual al que ahora tenemos, decadente y
mortal, que se daña y que se enferma, que se envejece y que sufre ... pero que
además tampoco es el mío?
¿QUÉ
SIGNIFICA RESUCITAR?
Resurrección es la re-unión de nuestra alma con nuestro
propio cuerpo, pero glorificado. Resurrección no significa que volveremos
a una vida como la que tenemos ahora. Resurrección significa que Dios dará a
nuestros cuerpos una vida distinta a la que vivimos ahora, pues al reunirlos
con nuestras almas, serán cuerpos incorruptibles, que ya no sufrirán, ni se
enfermarán, ni envejecerán. ¡Serán cuerpos gloriosos!
Ustedes se preguntarán, entonces ... ¿Y cuándo será nuestra
resurrección? Eso lo responde el Catecismo de la Iglesia Católica, basándose en
la Sagrada Escritura: “Sin duda en el “último día”, “al fin del
mundo”... ¿Quién conoce este momento? Nadie. Ni los Ángeles del Cielo,
dice el Señor: sólo el Padre Celestial conoce el momento en que “el Hijo
del Hombre vendrá entre las nubes con gran poder y gloria”, para juzgar a
vivos y muertos. En ese momento será nuestra resurrección.
Todos resucitaremos: salvados y condenados. ¿Y también los
condenados? Sí, porque los que hayan obrado bien resucitarán para la vida
eterna en el Cielo, y los que hayan obrado mal resucitarán para la condenación.
Dependerá, entonces, de cómo hayamos sido durante esta vida
en la tierra: “Los que hicieron bien saldrán y resucitarán para la vida;
pero los que obraron el mal resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 29).
La Resurrección de Cristo nos invita, entonces, a tener
nuestra mirada fija en el Cielo. Así nos dice San Pablo: “Puesto que
ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba ... pongan todo
el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra” (Col. 3, 1-4).
¿Qué significa este importante consejo de San Pablo?
Significa que la vida en esta tierra es como una antesala, como una
preparación, para unos más breve que para otros. Significa que en realidad no
fuimos creados sólo para esta ante-sala, sino para el Cielo, nuestra verdadera
patria, donde estaremos con Cristo, resucitados -como Él- en cuerpos gloriosos.
Significa que, buscar la felicidad en esta tierra y
concentrar todos nuestros esfuerzos en ello, es perder de vista el Cielo.
Significa que nuestra mirada debe estar en la meta hacia donde vamos. Significa
que las cosas de la tierra deben verse a la luz de las cosas del Cielo.
Significa que debiéramos tener los pies firmes en la tierra, pero la mirada
puesta en el Cielo.
Significa que, si la razón de nuestra vida es llegar a ese
sitio que Dios nuestro Padre ha preparado para aquéllos que hagamos su
Voluntad, es fácil deducir que hacia allá debemos dirigir todos nuestros
esfuerzos. Nuestro interés primordial durante esta vida temporal debiera ser el
logro de la Vida Eterna en el Cielo. Lo demás, los logros temporales, debieran
quedar en lo que son: cosas que pasan, seres que mueren, satisfacciones
incompletas, cuestiones perecederas... Todo lo que aquí tengamos o podamos
lograr pierde valor si se mira con ojos de eternidad, si podemos captarlo con
los ojos de Dios.
No podemos quedarnos atascados en las cosas de este mundo.
Pies sobre la tierra, es cierto. Pero ojos en el Cielo, porque ésa es nuestra
meta.
Así que buscar la felicidad en esta tierra y concentrar
todos nuestros esfuerzos en lo de aquí, es un error garrafal. Es perder la
brújula que nos apunta al Cielo y hacia nuestra futura resurrección.
La resurrección de Cristo y la nuestra es un dogma central
de nuestra fe cristiana. ¡Vivamos esa esperanza! No la dejemos enturbiar
por errores y falsedades, como la re-encarnación. No nos quedemos deslumbrados
con las cosas de la tierra, sino tengamos nuestra mirada fija en el Cielo y
nuestra esperanza anclada en la Resurrección de Cristo y en nuestra futura
resurrección. Que así sea.
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