Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.
Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la
Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción
particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in
misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una
historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras:
“Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón
de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la
suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al
mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte
para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo»,
hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo
ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe
y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.
La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la
vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga
en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el
cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de
perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que
Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis
los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes
de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas
fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con
nosotros.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (20,19-31):
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegria al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os
envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu
Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se
los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino
Jesús.
Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no
meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo
creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a
vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela
en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin
haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista
de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías,
el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Palabra del Señor
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COMENTARIO
El tema central de este segundo domingo de Pascua es, por
encima de todo, la COMUNIDAD. El Evangelio nos ayuda a descubrir cómo es una
Comunidad* que NO tiene en el centro a Jesús de Nazareth, hasta que él «aparece»
y ocupa su lugar («se puso en medio») y qué consecuencias tiene para todos. ¿Y
qué pasa cuando en esa Comunidad hay algún hermano que, aun deseándolo, no ha
experimentado un encuentro personal con el Resucitado, y vive envueltos en
dudas?
Cuando el Resucitado no se ha puesto «en
medio» de nuestra vida, vivimos con el alma cerrada, intentando defendernos
como podemos de nuestros propios miedos y culpas, levantando muros protectores,
desconfiando incluso de los más cercanos, guárdandonos para dentro lo que
soñamos, nos duele, necesitamos, nuestras frustraciones... Cerramos puertas,
ponemos cerrojos y guardamos silencio. Así estaba Tomás.
¡Qué solos y qué mal estamos cuando nos falta
el Resucitado, cuando no lo sentimos, cuando no lo encontramos mientras otros
sí lo encuentran. No hay palabras que nos consuelen. Quizá nos digan: «tú
confía en Dios, tú reza, tú pide, tú acércate a los sacramentos»... Pero sin
resultados.
Y no por ser una Comunidad Cristiana... está necesariamente en medio el Señor. Puede que haya celebraciones solemnes, y charlas y actividades... pero cuando hay luchas de poder, divisiones, o más preocupación por el orden y la ortodoxia que por la vivencia de la fe y el amor, (Segunda Lectura), o las relaciones fraternas son poco fraternas, o simplemente pocas; cuando hay poco espacio para la novedad... El Espíritu es siempre constructor de novedad, pero cuando falta el Espíritu, cuando no está el Resucitado... estamos como muertos. O cuando los pobres, los que sufren, o los que «no están» no preocupan demasiado... NO PODEMOS HABLAR DE LA COMUNIDAD DEL RESUCITADO. El evangelista hablaba de que había MIEDO.
Mucha de la actividad en nuestro mundo, mucho de nuestro
activismo viene para huir de la relación, se tiene miedo de encontrarse con los
demás, se tiene miedo de encontrarse de veras con los demás, se tiene miedo de
sentirse responsables de los demás, se tiene miedo de compartir las propias
debilidades y de hacerse interdependientes unos de otros. Y por eso se cierra
uno dentro de sí. (Jean Vanier)
Ante la desesperanza y el miedo, es fácil caer
en la tentación de las nostalgias: otros curas, otros grupos, otros Papas,
otros tiempos. Y encerrarnos en recuerdos o intentar olvidarnos de todo,
como Pedro -nos lo cuenta otro evangelio- que se marcha a pescar para
distraerse. Aunque no pesca nada. O los de Emaús, que lo dejan todo atrás, se
alejan confusos y desanimados. Se alejan de la comunidad. No es difícil, por lo
tanto, comprender y sentirse identificados con este Tomás, apodado el
Mellizo.
Cuando se escribe el cuarto Evangelio,
en torno al año 100, han cesado las «apariciones pascuales». Y la fe no
podía depender de una experiencia como aquellas, que por otro lado, no muchos
tuvieron. Aquella comunidad, inmersa en una cultura filosófica griega que
exigía comprobaciones, razonamientos, pruebas y evidencias no podía simplemente
invitar a «creer» porque otros lo dijeran. Eso podría más bien llamarse «credulidad»,
o lo que antes se llamaba «la fe del carbonero».
Aquella situación no es muy diferente de la nuestra: No es suficiente «creer» porque nos lo digan otros o nos lo cuenten los evangelios. Pero tampoco podemos aportar pruebas concluyentes sobre aquel acontecimiento de la Resurrección de Jesús. ¿Entonces?
Por una parte hace falta una mínima «confianza» en la veracidad de lo que la Comunidad cristiana nos cuenta (su testimonio). Y por otra parte, necesitamos una experiencia personal de que el Resucitado está vivo y afecta a mi vida. ¿Cómo es esto?
Si la desconfianza y la incredulidad o el
rechazo son mi punto de partida... es muy improbable llegar a la fe. Algunas
pocas veces ha ocurrido en nuestra historia. Por eso se vuelve indispensable
más que las palabras, el testimonio de vida de los actuales seguidores de
Jesús, cómo viven, transformados por la presencia del Señor Resucitado.
Las lecturas de hoy nos ofrecen claves importantes sobre cómo ha de ser la
Comunidad del Resucitado:
§ La cercanía a los «heridos» y crucificados de
hoy, «tocar sus llagas» en los sufrientes y crucificados de hoy. Eso que el
Papa llama una Iglesia «hospital de campaña», una «Iglesia samaritana», una
Iglesia que se va a buscar a los descartados.
§ Una Iglesia comunidad de hermanos que
comparten y reparten lo que tienen, y se aman entre sí. El libro de los Hechos
de los Apóstoles lo explica suficientemente.
§ Una Iglesia «misericordiosa», que quiere,
procura y sabe reconciliar y perdonar; que pone la compasión y la misericordia
por encima de las leyes, y al servicio de las personas.
§ Una Iglesia instrumento de Paz (Francisco
de Asís), que sabe dialogar, acoger, comprender, acompañar, hacerse presente en
los conflictos para tender puentes.
§ Una Iglesia que no se encierra en sí misma, que sale a las periferias, que pone en el centro al Señor, y no a sí misma; que huye del clericalismo para ser Pueblo de Dios, comunidad fraterna y de servicio mutuo. Una Iglesia valiente, en la que no faltan los mártires.
Cuando alguien busque al Señor... es lo
mejor (¿lo único?) que podemos ofrecerle: «esto es lo que hace el Señor con
nosotros». De poco valen los documentos, los discursos, ni los catecismos, ni
siquiera la lectura de la Biblia. Todo esto, si acaso, vendría después. Antes
es... permitir al Señor que me transforme, que me cambie la vida, que me
perdone, que me pacifique, que me comprometa al servicio de los más necesitados.
Que sea de verdad «Señor mío y Dios mío».
Y por eso la Iglesia tiene que
esforzarse, mejorar, convertirse, purificarse, adaptarse y cambiar para poder
ofrecer estos «caminos» de fe y responder a los retos de hoy. No hay
fe sin comunidad de testigos. No hay fe sin compromiso personal de entrega. No
hay fe sin encuentro personal con el Resucitado.
Fuentes:
Sagradas
Escrituras.
Evangeli.org
Quique
Martínez de la Lama-Noriega, cmf
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