domingo, 28 de agosto de 2022

«Los invitados elegían los primeros puestos» (Evangelio Dominical)

 

 

Hoy, Jesús nos da una lección magistral: no busquéis el primer lugar: «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto» (Lc 14,8). Jesucristo sabe que nos gusta ponernos en el primer lugar: en los actos públicos, en las tertulias, en casa, en la mesa... Él conoce nuestra tendencia a sobrevalorarnos por vanidad, o todavía peor, por orgullo mal disimulado. ¡Estemos prevenidos con los honores!, ya que «el corazón queda encadenado allí donde encuentra posibilidad de fruición» (San León Magno).

¿Quién nos ha dicho, en efecto, que no hay colegas con más méritos o con más categoría personal? No se trata, pues, del hecho esporádico, sino de la actitud asumida de tenernos por más listos, los más importantes, los más cargados de méritos, los que tenemos más razón; pretensión que supone una visión estrecha sobre nosotros mismos y sobre lo que nos rodea. De hecho, Jesús nos invita a la práctica de la humildad perfecta, que consiste en no juzgarnos ni juzgar a los demás, y a tomar conciencia de nuestra insignificancia individual en el concierto global del cosmos y de la vida.






Entonces, el Señor, nos propone que, por precaución, elijamos el último sitio, porque, si bien desconocemos la realidad íntima de los otros, sabemos muy bien que nosotros somos irrelevantes en el gran espectáculo del universo. Por tanto, situarnos en el último lugar es ir a lo seguro. No fuera caso que el Señor, que nos conoce a todos desde nuestras intimidades, nos tuviese que decir: «‘Deja el sitio a éste’, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto» (Lc 14,9).

En la misma línea de pensamiento, el Maestro nos invita a ponernos con toda humildad al lado de los preferidos de Dios: pobres, inválidos, cojos y ciegos, y a igualarnos con ellos hasta encontrarnos en medio de quienes Dios ama con especial ternura, y a superar toda repugnancia y vergüenza por compartir mesa y amistad con ellos.



 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,1.7-14):




En sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando.
Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola:
«Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga:
“Cédele el puesto a este”.
Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.
Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga:
“Amigo, sube más arriba”.
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales.
Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido».
Y dijo al que lo había invitado:
«Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».

Palabra del Señor

 

 

COMENTARIO.

 


Las Lecturas del día de hoy van dirigidas a hacernos reflexionar sobre la humildad.  Y la humildad es esa virtud que nos lleva a reconocer lo que realmente somos.  Por eso Santa Teresa de Jesús decía que la humildad es andar en verdad.  Es decir: la Humildad es vernos tal cual somos.  Es saber y reconocer lo que valemos ante Dios.

Y ¿qué somos ante Dios? ... ¿Cuánto valemos ante Dios? ... ¿Somos capaces de ser algo sin Dios, que nos creó, nos mantiene vivos, y derrama todas las gracias que necesitamos para llegar a Él y para gozar de Él para toda la eternidad?

Responder estas preguntas adecuadamente; es comenzar a andar en verdad.  Es apenas comenzar a darnos cuenta de lo que es ser humilde.  Y luego de ese reconocimiento de nuestro “cero” valor ante Dios, luego de reconocer que nada valemos ante Dios... luego de eso... nos queda un larguísimo trecho para llegar a ser humildes, para andar ese camino de la humildad.

Y es muy importante saber que ese camino de la humildad es equivalente al camino de santidad, que nos lleva a Dios, que nos lleva al Cielo.

Todos tenemos que ser santos.  Es lo que Dios nos pide... para eso nos ha creado: para ser santos; es decir, para vivir de acuerdo a Su Voluntad.  San José de Calasanzs decía: “Si quieres ser santo, sé humilde.  Si quieres ser muy santo, sé muy humilde”.

La humildad es el fundamento de todas las demás virtudes.  Lo contrario de la humildad es el orgullo.  Así que, si la humildad es el fundamento de todas las demás virtudes, se deduce que el orgullo es la raíz de todos los pecados.  Y es la raíz del pecado, porque -si aplicamos al orgullo las palabras de Santa Teresa sobre la Humildad- resulta ser que orgullo es no andar en verdad.




El orgullo es básicamente creernos - no-dependientes de Dios.  Y el creernos - no-dependientes de Dios nos lleva al pecado... Y lo que es peor:  nos puede llevar a justificar el pecado.

Por eso la Primera Lectura del Libro del Eclesiástico (Sir. 3, 19-21 y 30-31) nos dice así: “No hay remedio para el hombre orgulloso, porque ya está arraigado en la maldad”.  Es decir: está arraigado en el pecado.

Y “no hay remedio” se refiere a nuestro camino hacia Dios.  Es decir: no podremos llegar a Dios y a la felicidad eterna, si no reconocemos nuestro justo valor ante Dios... (es decir:  que nada valemos ante Él).  Y tampoco podremos llegar si no reconocemos nuestra total dependencia de Él... en t o d o.

También nos recomienda el Libro del Eclesiástico que debemos hacernos pequeños, y que sólo Dios es poderoso.  Sin embargo, en problema está en que la humildad es una virtud despreciada por el mundo y al orgullo se le da un gran valor.

Y esto no debe sorprendernos porque el mundo nos vende lo contrario a lo que Dios desea.  El mundo es regido por “el príncipe de este mundo”  -que es uno de los nombres que da la Sagrada Escritura al Demonio.  Este nos engaña, y nos hace creer todo lo contrario a lo que Dios desea.

El mundo nos vende la idea de que los primeros puestos son los mejores.  El mundo nos vende la idea de que las glorias humanas y los reconocimientos humanos son muy importantes.  El mundo nos vende la idea de que los privilegios y el poder son muy necesarios.  El mundo nos vende la idea de que creernos una gran cosa es algo bueno.



Como vemos: todo lo contrario a lo que significa la humildad, que es reconocer que nada somos y nada valemos ante Dios.   Y también de que nada podemos sin Dios.

A veces nos creemos muy capaces por nosotros mismos y muy independientes de Dios... Y ¿nos hemos detenido a pensar -por ejemplo- si podemos siquiera hacer palpitar nuestro corazón por nosotros mismos?  ¿Qué sucede cuando Dios no hace palpitar nuestro corazón? ... ¿Qué sucede? ... Sabemos lo que sucede ¿no? ... ¿Cómo, entonces, podemos vivir independientemente de Dios, buscando hacer nuestra voluntad y no la de Dios? ... ¿Cómo? ...

Y el mundo últimamente nos está vendiendo una idea que se nos ha metido por todos lados... ¡hasta en la Iglesia! ... Ustedes reconocerán este nuevo término muy moderno, porque se repite por todos lados: “auto-estima”.

La llamada auto-estima es todo lo contrario a lo que es la humildad.  Recordemos que nada valemos ante Dios... nada somos sin Dios.  De nuestra cuenta sólo podemos y sabemos pecar.  No somos capaces por nosotros mismos de hacer nada bueno.

Eso dice San Alfonso María de Ligorio.  Y también dice: “Cualquier bien que hagamos viene de Dios.  Cualquier cosa buena que tengamos pertenece a Dios”.  Esa sí es la verdadera “auto-estima”: la estima que me tengo por todo lo que Dios me ha dado y por todo lo que hace en mí.

San Ignacio de Loyola define la humildad como la renuncia de tres cosas: renuncia a la propia voluntad, renuncia al propio interés, y renuncia al propio amor.  Y el propio amor o amor propio es justamente la auto-estima que tanto se nos pregona, para -supuestamente- poder ser felices.



El Evangelio de hoy nos habla de los puestos.  Y los primeros puestos se refieren a esas cosas que nos vende el mundo:

- Glorias, alabanzas, reconocimientos, poder, mando, honores, privilegios, creerse grande, querer ser grande y poderoso, alardear de lo mucho que sabemos, creer que podemos sin Dios, buscar ser reconocido, hacer las cosas para que nos crean muy buenos y muy capaces, creernos mejores que los demás, creernos que somos una gran cosa, creer que merecemos lo que tenemos y muchas cosas más, confiar en las propias fuerzas y no en Dios, buscar hacer nuestra propia voluntad y no la de Dios, etc., etc.  Todas estas cosas nos las vende el mundo.

Pero la humildad es todo lo contrario:  es hacer las cosas porque Dios las quiere así ... es buscar la gloria de Dios y no la propia…. es no buscar, ni reclamar honores ni reconocimientos ... es no hablar de uno mismo, ni alardear lo mucho que somos y tenemos ... es saber que nada podemos sin Dios ... es saber y reconocer que somos totalmente dependientes de Dios ... es hacer las cosas como Dios quiere, sin buscar reconocimientos ... es dar gracias a Dios por lo que somos, por lo que hacemos y por lo que tenemos ... es saber que nada podemos sin Dios, pues nuestra fuerza está en Dios.  Es creer, de verdad, que nada somos ante Dios y sin Dios nada somos.

Ahora bien, debemos tener en cuenta que la humildad no consiste en negar las cualidades que Dios nos ha dado, sino en saber y en reconocer que todo nos es dado por Dios.  Todo lo que tenemos nos viene de Dios.  Pero el orgullo nos hace creer que esas cosas las logramos nosotros mismos.

Es así, entonces, como reconociendo nuestra verdad, “andando en verdad”, se cumple lo que el Señor dice en el Evangelio: “el que se humilla será engrandecido”.  De no ser así, nos sucederá lo contrario: “el que se engrandece será humillado”.



Así, podremos llegar a ser de esos “espíritus justos que alcanzaron la perfección” de los cuales nos habla San Pablo en la Segunda Lectura (Hb 12, 18-19 y 22-24).  Son los Santos...  Y todos ellos han sido humildes.

El Salmo 67,  nos recuerda la grandeza de Dios y la pequeñez humana, las cosas que Dios hizo por su pueblo y que siempre hace por nosotros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org

 

 


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