Hoy celebramos el último domingo antes de las solemnidades
de la Ascensión y Pentecostés, que cierran la Pascua. Si a lo largo de estos
domingos Jesús resucitado se nos ha manifestado como el Buen Pastor y la vid a
quien hay que estar unido como los sarmientos, hoy nos abre de par en par su
Corazón.
Naturalmente, en su Corazón sólo encontramos amor. Aquello que constituye el
misterio más profundo de Dios es que es Amor. Todo lo que ha hecho desde la
creación hasta la redención es por amor. Todo lo que espera de nosotros como
respuesta a su acción es amor. Por esto, sus palabras resuenan hoy: «Permaneced
en mi amor» (Jn 15,9). El amor pide reciprocidad, es como un diálogo que nos
hace corresponder con un amor creciente a su amor primero.
Un fruto del amor es la alegría: «Os he dicho esto, para que mi gozo esté en
vosotros» (Jn 15,11). Si nuestra vida no refleja la alegría de creer, si nos
dejamos ahogar por las contrariedades sin ver que el Señor también está ahí
presente y nos consuela, es porque no hemos conocido suficientemente a Jesús.
Dios siempre tiene la iniciativa. Nos lo dice expresamente al afirmar que «yo
os he elegido» (Jn 15,16). Nosotros sentimos la tentación de pensar que hemos
escogido, pero no hemos hecho nada más que responder a una llamada. Nos ha
escogido gratuitamente para ser amigos: «No os llamo ya siervos (...); a
vosotros os he llamado amigos» (Jn 15,15).
En los comienzos, Dios habla con Adán como un amigo habla con su amigo. Cristo,
nuevo Adán, nos ha recuperado no solamente la amistad de antes, sino la
intimidad con Dios, ya que Dios es Amor.
Todo se resume en esta palabra: “amar”. Nos lo recuerda san Agustín: «El
Maestro bueno nos recomienda tan frecuentemente la caridad como el único
mandamiento posible. Sin la caridad todas las otras buenas cualidades no sirven
de nada. La caridad, en efecto, conduce al hombre necesariamente a todas las
otras virtudes que lo hacen bueno».
Lectura
del santo evangelio según san Juan (15,9-17):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así
os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que
os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el
que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os
mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a
vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido
y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo
que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis
unos a otros.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
San Juan Apóstol y Evangelista centra su Evangelio y sus
cartas en el tema del Amor. Y termina convenciéndonos de que el Amor de Dios
y el amor a Dios son la misma cosa. En efecto, en la narración
que nos brinda San Juan del discurso que Jesús hace a sus Apóstoles durante la
Ultima Cena, la noche anterior a su muerte, el Evangelista hace un maravilloso
recuento de este tema tan importante. El Evangelio de hoy nos trae parte
de ese discurso tan profundo y significativo (Jn 15, 9-17).
Las palabras de Jesús en ese conmovedor momento hay que
revisarlas línea a línea. Parece como si constantemente estuviera
repitiendo lo mismo, pero cada línea tiene su matiz y su significado especial.
“Permanezcan en mi Amor. Si cumplen mis mandamientos
permanecen en mi Amor, lo mismo que Yo cumplo los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su Amor” (Jn. 15, 9-10). Amar a Dios y permanecer
en su Amor es hacer lo que Él nos pide. La palabra “mandamientos” no se
refiere sólo a los que conocemos como los 10 Mandamientos, sino a “todo” lo que
Dios desea de nosotros. Es el caso entre Dios Padre y Dios Hijo: éste
hace lo que el Padre quiere y es así como permanece amando al Padre.
Quiere decir que nosotros permanecemos amando a Dios si
actuamos de la misma manera: haciendo lo que Dios desea de nosotros. Si
nos fijamos bien, los amores humanos funcionan de la misma manera: el enamorado
hace lo que la enamorada desea y viceversa; uno busca complacer al otro.
Amar a Dios es, entonces, también complacer a Dios... en todo.
“Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena” (Jn. 15, 11). La verdadera felicidad está en permanecer amando a Dios, cumpliendo los deseos de Dios y no los propios deseos. Así nuestro gozo será “pleno”. Las alegrías humanas son pasajeras, efímeras, incompletas, insuficientes. Pero... ¡nos aferramos tanto a ellas! Si nos convenciéramos realmente de estas palabras del Señor sobre la verdadera alegría, nuestra felicidad comenzaría aquí en la tierra y, además, continuaría para siempre en la eternidad.
También toca San Juan el tema del amor en sus cartas.
En el Segunda Lectura de hoy (1 Jn. 4, 7-10) tenemos un trozo de su
Primera Carta. Y, como es de esperar, vemos en ellas planteamientos
similares a los que nos da en su Evangelio.
“Este en mi mandamiento: que se amen los unos a los otros
como Yo los he amado” (Jn. 15, 12). “Amémonos los unos a los otros,
porque el Amor viene de Dios. Todo el que ama conoce a Dios. El que
no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor... El Amor consiste en esto:
no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero” (1 Jn.4,
7-8 y 10).
El Amor viene de Dios. Es decir: no podemos amar por
nosotros mismos, sino que Dios nos capacita para amar. Es más: es Dios
Quien ama a través de nosotros. El que ama -el que ama de verdad- no con
un amor egoísta, sino con un amor generoso y oblativo por el que se busca el
bienestar del ser amado y no el propio, ése que ama así, ama así porque conoce
a Dios. El que ama egoístamente, pensando en sí mismo, en realidad no ama; y no
ama porque no conoce a Dios, porque no ama a Dios, porque no complace a Dios,
sino que se complace a sí mismo.
Nadie tiene amor más grande a sus amigos, que el que da la
vida por ellos” (Jn. 15, 13). El verdadero amor, ese Amor que
viene de Dios, con el que podemos amar nosotros, amando como Dios quiere que
amemos, puede llegar a la oblación total, a la entrega total de la vida por el
ser amado. Y no se trata solamente, ni principalmente, de llegar a la
muerte física por el otro, como hizo Jesús por nosotros y como hizo, por
ejemplo, un San Maximiliano Kolbe.
Se trata de la oblación de todo lo que consideramos como
propio, como nuestros deseos, como nuestras inclinaciones, etc., para optar por
los deseos del ser amado. En este caso, para seguir el orden que nos
propone San Juan: dejar todos lo deseos nuestros por los deseos de Dios.
Esa oblación es un constante morir a nosotros mismos, al ir dejando lo que consideramos nuestro, para irnos entregando a Dios y a sus deseos y designios. Esa oblación es dar la vida por Dios. Así, si fuera necesario y nos llegara el momento, estamos ya preparados para ofrecer aún nuestra vida física, como lo hizo Cristo y como lo han hecho los santos mártires.
“El Padre les concederá todo lo que le pidan en mi nombre”
(Jn. 15, 16). Queda claro que Cristo es nuestro mediador ante
el Padre. Pero... ¿concede el Padre “todo” lo que le pedimos? Para
comprender bien esta promesa debemos revisar las lecturas del domingo pasado.
“Si permanecen en Mí y mis palabras permanecen en ustedes,
pidan lo que quieran y se les concederá” (Jn. 15, 7). “Puesto que
cumplimos los mandamientos de Dios y hacemos lo que le agrada, ciertamente
obtendremos de Él todo lo que le pidamos”. (1 Jn. 3, 22-23).
Notemos aquí lo que parecen ser condiciones para que Dios
nuestro Padre nos complazca en lo que le pidamos: cumplir sus mandamientos,
permanecer unidos a Él, vivir su Palabra, etc.
Realmente, aunque así lo parezca, no es que Dios nos ponga
condiciones, sino sucede que, al estar unidos a Dios, a su Voluntad, a su
Palabra, sabremos entonces qué pedirle, pues al estar unidos a Él, sabremos
pedirle precisamente lo que Él desea darnos: aquello que nos conviene
para nuestra salvación.
Esto es importante, pues mucho se abusa de una palabra del Señor relacionada con las peticiones en la oración: “Pidan y se les dará”. Y en esto se apoyan muchos para pedir y pedir, y luego tal vez terminar frustrados, pues Dios no responde a los pedidos, de la manera que se desean sean respondidos. ¿Por qué sucede esto?
Porque casi siempre se corta esta frase y se deja fuera el complemento final: “Vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan” (Mt. 7, 7-11). Sucede que quien está en unión con Dios sabe pedir esas “cosas buenas” de que nos habla el Señor y no aquellas cosas que simplemente se nos antojan como necesarias y buenas, sin que realmente lo sean.
A la luz de todas estas enseñanzas de San Juan cabe
preguntarse: ¿es lo mismo Amor de Dios que amor a Dios?
Según San Juan son la misma cosa, pero el primero es el origen y el segundo es
la consecuencia. No hay amor a Dios, si primero no hay Amor de Dios.
El Amor consiste en que es Dios Quien ama. El
amor a Dios por nuestra cuenta y esfuerzo es sencillamente
imposible. También es imposible el amor verdadero para con los demás, si
no es Dios Quien ama en nosotros.
La Primera Lectura (Hech. 10, 25-26; 34-35; 44-48) nos
trae un trozo importante de los sucesos al comienzo de la Iglesia: para
sorpresa de los seguidores de Cristo, Dios Espíritu Santo comienza a derramarse
también entre los gentiles, es decir, entre los que no eran judíos.
Para comprender mejor este pasaje que nos trae la Liturgia
de hoy, vale la pena leer el texto completo, es decir todo el Capítulo 10
del Libro de los Hechos de los Apóstoles.
Hay que ubicarse en la situación de los primeros cristianos: ellos creían que Cristo, judío de raza, había venido para ellos, que efectivamente eran el Pueblo escogido de Dios.
Pero, como Dios es impredecible, les da esta sorpresa: los no judíos comienzan a recibir el Espíritu Santo de la misma manera y con las mismas manifestaciones que se daban entre los judíos.
Dios borra toda raza, creencia, nacionalidad, y se revela
–como ha seguido haciéndolo- a quien quiere, como quiere y cuando quiere.
A San Pablo lo sorprendió cuando lo tumbó y lo dejó ciego
mientras se dirigía a Damasco a perseguir y asesinar cristianos, pues se
oponían a las tradiciones judías que él guardaba con celo.
Con Cornelio fue diferente. Nos dice el texto sagrado
que este militar “era de los que temen a Dios, daba muchas limosnas al
pueblo y oraba constantemente”. Sugiere la descripción que se nos da
de este buen hombre que Cornelio, a pesar de no ser judío creía en el Dios
Único de los judíos.
Pero no tan sólo creía, sino que oraba
constantemente. En efecto, en la revelación que Dios le hace a
Cornelio por medio de una visión angélica, le reconoce que sus oraciones y sus
limosnas “han llegado a la presencia de Dios”.
No es demasiado frecuente el que Dios haga lo de San
Pablo. Sin embargo, se siguen dando casos de esas gracias imprevistas,
fuertes, espectaculares, como la que experimentó Saulo camino a Damasco.
Ahora bien, lo que sí es harto frecuente es que a los que temen a Dios y oran, Dios se les revele y los llene del Espíritu Santo, llevándolos a la Verdad plena, enrumbándolos en el Camino y comunicándoles la Vida que es Cristo, “Camino, Verdad y Vida”.
Por todas estas maravillas que Dios hizo al antiguo Pueblo
de Israel, las que hizo a judíos y no-judíos al comienzo de la Iglesia y por
las que sigue haciendo en medio de nosotros, el Salmo 97 canta
al amor y lealtad de Dios, amor y lealtad que siempre han estado
presentes, tanto en el Antiguo, como en el Nuevo Testamento, como en nuestros
días.
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