Hoy, la liturgia nos invita a adorar a la Trinidad Santísima, nuestro Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un solo Dios en tres Personas, en el nombre del cual hemos sido bautizados. Por la gracia del Bautismo estamos llamados a tener parte en la vida de la Santísima Trinidad aquí abajo, en la oscuridad de la fe, y, después de la muerte, en la vida eterna. Por el Sacramento del Bautismo hemos sido hechos partícipes de la vida divina, llegando a ser hijos del Padre Dios, hermanos en Cristo y templos del Espíritu Santo. En el Bautismo ha comenzado nuestra vida cristiana, recibiendo la vocación a la santidad. El Bautismo nos hace pertenecer a Aquel que es por excelencia el Santo, el «tres veces santo» (cf. Is 6,3).
El don de la santidad recibido en el Bautismo pide la fidelidad a una tarea de
conversión evangélica que ha de dirigir siempre toda la vida de los hijos de
Dios: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Tes 4,3). Es un
compromiso que afecta a todos los bautizados. «Todos los fieles, de cualquier
estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a
la perfección de la caridad» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 40).
Si nuestro Bautismo fue una verdadera entrada en la santidad de Dios, no
podemos contentarnos con una vida cristiana mediocre, rutinaria y superficial.
Estamos llamados a la perfección en el amor, ya que el Bautismo nos ha
introducido en la vida y en la intimidad del amor de Dios.
Con profundo agradecimiento por el designio benévolo de nuestro Dios, que nos
ha llamado a participar en su vida de amor, adorémosle y alabémosle hoy y
siempre. «Bendito sea Dios Padre, y su único Hijo, y el Espíritu Santo, porque
ha tenido misericordia de nosotros» (Antífona de entrada de la misa).
Evangelio:
Mt 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al
monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos
vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en
el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y
enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
Muchos Teólogos que lo han estudiado han tratado de hacerlo
accesible al hombre común. Y han tratado de explicar lo de las Tres
Personas y un solo Dios mediante diversos símiles, tratando de ponerlo al
alcance de todos. Uno de estos símiles, tal vez el más convincente, es el
de comparar a las Tres Divinas Personas con tres velas encendidas, cuyas llamas
se unen formando una sola llama. Todas las comparaciones humanas, sin
embargo, quedan cortas, como es todo lo humano al referirlo a la infinidad de
Dios.
¿Por qué es esto así? Porque la Santísima Trinidad es
el más grande de los misterios de nuestra fe. Y por eso es imposible de
ser comprendido por nosotros, pues nuestro limitado intelecto humano, es ¡tan
pobre para explicar las cosas de Dios!
El Misterio de la Santísima Trinidad es una verdad que están
muy ... muy por encima de nuestras capacidades intelectuales, pues entre nuestra
inteligencia y la Sabiduría de Dios existe una distancia ¡infinita!
Se cuenta que mientras San Agustín se encontraba
preparándose para dar una enseñanza sobre el misterio de la Santísima Trinidad,
le pareció estar caminando en la playa frente a un mar inmenso. Vio de
repente a un niño que se distraía recogiendo agua del mar con una concha de
caracol y tratando de vaciarla en un hoyito que había hecho en la arena.
Al preguntarle San Agustín qué estaba haciendo, el niño le respondió que estaba
tratando de vaciar el mar en el hoyito. San Agustín, por supuesto, se dio
cuenta de que era imposible que el niño lograra esa absurda pretensión.
Entonces le dijo al niño: “Pero, ¡estás tratando de hacer una cosa
imposible!” Y el Niño le replicó: “Esto no es más imposible de lo que es
para ti meter el misterio de la Santísima Trinidad en tu cabeza”. Y con estas
palabras el “Niño” desapareció.
Así es nuestro intelecto: tan limitado como es
el hoyito para contener el agua del mar, sobre todo cuando trata de explicarse
verdades infinitas como este misterio.
Sin embargo, lo importante de este misterio central de
nuestra fe no es explicarlo, sino vivirlo. Cierto que mientras estemos
aquí en la tierra, podremos vivir este misterio de una manera oscura ...
incompleta. Sin embargo, en el Cielo podremos vivirlo a plenitud, porque
veremos a Dios tal cual es.
En efecto, nuestro fin último es la unión para siempre con
Dios en el Cielo. Pero desde aquí en la tierra podemos comenzar a estar
unidos a la Santísima Trinidad y a ser habitados por las Tres Divinas
Personas. Recordemos lo que Jesucristo nos ha dicho: “Si alguno me ama
guardará mi Palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en
él” (Jn 14, 23).
La Santísima Trinidad es, entonces, uno de los misterios
escondidos de Dios, que no puede ser conocido a menos de que Dios nos lo dé a
conocer. Y Dios nos lo ha dado a conocer revelándose como Padre, como
Hijo y como Espíritu Santo: Tres Personas distintas, pero un mismo Dios.
Y Dios comienza a revelarse como Trinidad poco a poco, pero desde el principio. Desde el segundo versículo de la Biblia, desde el momento mismo de la creación, vemos una alusión al Espíritu Santo: “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gen 1,2).
Luego es Jesucristo mismo quien nos lo da a conocer.
El primer momento en que se revelan las Tres Personas juntas fue en el Bautismo
de Jesús en el Jordán. Nos dice así el Evangelio: “Una vez bautizado
Jesús salió del río. De repente se le abrieron los Cielos y vio al
Espíritu de Dios que bajaba como paloma y venía sobre Él. Y se oyó una
voz celestial que decía: “Este es mi Hijo, el Amado, en el que me complazco”
(Mt. 3, 16-17).
Posteriormente Jesucristo al dar el mandato de evangelizar a
sus Apóstoles, les ordena bautizar “en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo” (Mt. 28, 18). Es la escena que nos trae el Evangelio
de hoy.
Aunque las Tres Divinas Personas son inseparables -siempre
están y actúan juntas- al Padre se le atribuye la Creación, al Hijo la
Redención y al Espíritu Santo la Santificación.
De las Tres Divinas Personas, entonces, es al Espíritu Santo
a Quien le toca la Santificación de todos y cada uno de nosotros. Así que
lo primero que hace el Espíritu Santo es darnos a conocer a Jesús como Hijo de
Dios, pues “nadie puede decir que Jesús es el Señor, sino guiado por el
Espíritu Santo” (1 Cor 12, 1-3).
Luego nos va santificando, es decir, nos va haciendo cada
vez más semejantes al Hijo. ¡Claro! Si lo dejamos hacer esto.
Posteriormente el Hijo nos va revelando al Padre y nos va
llevando a Él. Así nos dice Jesús: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquéllos a quienes el Hijo se los quiera dar a conocer” (Mt. 11, 27).
Recordemos nuevamente, entonces, que lo importante de este misterio central de nuestra fe no es explicarlo, sino vivirlo. Y vivirlo, es vivir en la Santísima Trinidad. ¿Cómo? ¿Cómo es eso de vivir en la Santísima Trinidad? ¡Imposible! No. No es imposible. ¡Sí es posible! Es que para Dios no hay nada imposible … siempre y cuando nosotros nos dispongamos a la acción del Espíritu Santo en nuestra vida.
Pero … ¿ cómo podemos vivir este misterio desde ya aquí en la tierra? Nos lo explica la Segunda Lectura: “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios ... y podemos llamar Padre a Dios. Y si somos hijos de Dios también somos herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom 8, 14-17). ¿Nos damos cuenta del privilegio que es poder llamar ¡nada menos que a Dios! “Padre”?
Ahora bien, la clave está en dejarnos guiar por el Espíritu
Santo. Eso significa que tenemos que ser perceptivos, dóciles y
obedientes a lo que el Espíritu Santo nos vaya inspirando.
Y ¿cómo sabemos que las inspiraciones vienen del Espíritu
Santo? No es tan difícil. Sabemos que vienen del Espíritu Santo,
cuando esas inspiraciones nos llevan a buscar la Voluntad de Dios ¡y a
cumplirla!
El Espíritu Santo, entonces, nos irá haciendo semejantes al
Hijo. El Hijo nos dará a conocer al Padre y así seremos herederos con Él, y
seremos “glorificados junto con Él.” (Rom 8, 17)
¿Cómo percibir las inspiraciones del Espíritu Santo?
¿Cómo ser dóciles y obedientes a esas inspiraciones? La clave está en la
oración -la oración sincera. La oración nos abre al Espíritu Santo.
Debemos orar para escuchar al Espíritu Santo. Él es como una suave
brisa, a la que hay que estar atentos para poderla percibir (cf. 1 Re
19,11-13). Debemos orar para permitirle que haga en cada uno de
nosotros su obra de santificación.
Así podremos vivir desde la tierra este misterio de la unión de nosotros con Dios, con la Santísima Trinidad. Y esa unión de nosotros con Dios no se queda allí, sino que tiene, como consecuencia segura, la unión de nosotros entre sí. Tal vez con esta explicación se nos haga más fácil comprender esa bellísima y conmovedora oración de Jesús durante la Última Cena con sus Apóstoles, cuando rogó al Padre de esta manera: “Que ellos sean uno, Padre, como Tú y Yo somos uno. Así seré Yo en ellos y Tú en Mí, y alcanzarán la perfección de esta unidad” (Jn 17, 21-23). ¡Unidos cada uno de nosotros al Dios Trinitario, para así estar unidos entre nosotros por Dios mismo!
Que, al meditar la profundidad del Misterio de la Santísima
Trinidad, podamos vivir lo que nos dice San Pablo al final de la segunda Carta
a los Corintios, que es esa frase trinitaria importantísima que se repite al
comienzo de cada Misa: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el Amor
del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos nosotros” (2 Cor 13,
14).
Y que así podamos comenzar a vivir nuestra unión con la Santísima
Trinidad y la unión de nosotros entre sí, pues es ese Dios Trinitario Quien nos
une. ¡Que así sea! ¡Amén!
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