domingo, 13 de diciembre de 2020

«En medio de vosotros está uno a quien no conocéis» (Evangelio Dominical)

 


Hoy, en medio del Adviento, recibimos una invitación a la alegría y a la esperanza: «Estad siempre alegres y orad sin cesar. Dad gracias por todo» (1Tes 5,16-17). El Señor está cerca: «Hija mía, tu corazón es el cielo para Mí», le dice Jesús a santa Faustina Kowalska (y, ciertamente, el Señor lo querría repetir a cada uno de sus hijos). Es un buen momento para pensar en todo lo que Él ha hecho por nosotros y darle gracias.

La alegría es una característica esencial de la fe. Sentirse amado y salvado por Dios es un gran gozo; sabernos hermanos de Jesucristo que ha dado su vida por nosotros es el motivo principal de la alegría cristiana. Un cristiano abandonado a la tristeza tendrá una vida espiritual raquítica, no llegará a ver todo lo que Dios ha hecho por él y, por tanto, será incapaz de comunicarlo. La alegría cristiana brota de la acción de gracias, sobre todo por el amor que el Señor nos manifiesta; cada domingo lo hacemos comunitariamente al celebrar la Eucaristía.

El Evangelio nos ha presentado la figura de Juan Bautista, el precursor. Juan gozaba de gran popularidad entre el pueblo sencillo; pero, cuando le preguntan, él responde con humildad: «Yo no soy el Mesías...» (cf. Jn 1,21); «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí» (Jn 1,26-27). Jesucristo es Aquél a quien esperan; Él es la Luz que ilumina el mundo. El Evangelio no es un mensaje extraño, ni una doctrina entre tantas otras, sino la Buena Nueva que llena de sentido toda vida humana, porque nos ha sido comunicada por Dios mismo que se ha hecho hombre. Todo cristiano está llamado a confesar a Jesucristo y a ser testimonio de su fe. Como discípulos de Cristo, estamos llamados a aportar el don de la luz. Más allá de esas palabras, el mejor testimonio, es y será el ejemplo de una vida fiel.

 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Juan (1,6-8.19-28):

                                




Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.


Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»


Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»


Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»


El dijo: «No lo soy.»


«¿Eres tú el Profeta?»


Respondió: «No.»


Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»

Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino del Señor", como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»


Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»


Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO

 

                         



 El Evangelio de este Domingo vuelve a presentarnos a San Juan Bautista, esta vez desde el Evangelio de San Juan.

 

San Juan Bautista, era primo de Jesús, pero no lo conocía, según nos dice él mismo.  Fue su Precursor, apareció en el desierto para anunciar la llegada del Mesías.  Por todo esto San Juan Bautista es un personaje central del Adviento, este tiempo de preparación que la Liturgia nos ofrece antes de la Navidad.

 

Por ello es útil revisar el relato que de San Juan Bautista hacen los cuatro Evangelistas (Mt. 3, 1-12; Mc. 1, 1-8; Lc. 3, 1-17; Jn. 1, 6-28).  Allí podemos ver varias cosas importantes a tener en cuenta en preparación para la venida del Señor.

 

San Juan Bautista predicaba un bautismo de arrepentimiento.  Pedía con su predicación que la gente se convirtiera de la vida de pecado y se resolviera a vivir una nueva vida de acuerdo a la ley de Dios.  Es lo que nosotros debemos hacer en preparación a la venida del Señor.

 

San Juan Bautista hablaba de preparar el camino del Señor rellenando lo hundido, aplanando lo alzado, enderezando lo torcido y suavizando lo áspero. Se trata esto de reformar nuestros modos equivocados de comportamiento y de costumbres: por ejemplo, rellenando las bajezas de nuestro egoísmo y envidia; rebajando las alturas de nuestro orgullo y altivez; enderezando los caminos desviados y equivocados que no nos llevan a Dios; suavizando las asperezas de nuestra ira e impaciencia.  En general, corrigiendo, nuestros defectos, vicios y pecados.

                                


La Primera Lectura es del Profeta Isaías, el cual desde el Antiguo Testamento también anunciaba a Cristo (Is. 61, 1-2 y 10-11).   Isaías fue el Profeta que más claramente describió por adelantado la vida, pasión y muerte de Jesucristo.

 

En este trozo de Isaías vemos la descripción de la misión del Mesías.  Un día Jesús leyó ese pasaje de Isaías en la Sinagoga de Nazaret, el sitio donde vivía, y agregó al final de la lectura que esa profecía se refería a El mismo.   Y vemos en este mismo episodio que, a pesar de lo admirados que estaban de los milagros de Jesús y de sus enseñanzas, no pudieron aceptar que Jesús, el de Nazaret, el hijo del carpintero, fuera el Mesías esperado.  (cfr. Lc. 4, 16-30).

 

Veamos con detalle la misión del Mesías, anunciada por Isaías y ratificada por Cristo mismo:

 

- “Anunciar la buena nueva a los pobres”: la Buena Nueva es el anuncio de salvación que Jesucristo, el Salvador del mundo nos vino a traer.  Y la anuncia a los pobres.  Pero ¿quiénes son estos pobres?  ¿Serán los económica y socialmente pobres?  Y si esto fuera así ¿cómo quedan los que tienen medios económicos y pertenecen a las clases medias o altas?  ¿No es para ellos la Buena Nueva del Señor?  Claro que sí es.  Es para todos: pobres y ricos, considerados desde el punto de vista económico y social.  Pero todos los que reciban la Buena Nueva de salvación sí deben ser pobres en el espíritu.  Son los mismos a quienes Jesús se refiere en las Bienaventuranzas (Mt. 5, 3).   Pobres en el espíritu son aquéllos que se saben nada sin Dios, que saben que nada pueden sin Dios, que en todo dependen de El.  Esos están listos para recibir la Buena Nueva que Cristo trae.  En cambio, los ricos en el espíritu, los que creen que pueden por sí solos, los que se creen gran cosa ante Dios, ésos no están listos para recibir el mensaje de Jesucristo.


                                               



- “Curar a los de corazón afligido”: Jesucristo vino a sanar a los que sufren. También esta parte de su misión la menciona en las Bienaventuranzas: “Dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados” (Mt. 5, 4).   Jesús cura los corazones afligidos.  Pero los cura mostrándonos que el sufrimiento, bien aceptado y bien llevado, es una gracia muy especial.  Los cura mostrándonos con su sufrimiento, que nuestro sufrimiento, unido al suyo, tiene valor redentor.  Los cura mostrándonos que todo sufrimiento aceptado en Cristo, es la cruz que el Señor nos regala para poder imitarlo y para poder “ser consolados”, como nos promete esta bienaventuranza.

 

- “Proclamar el perdón a los cautivos y la libertad a los prisioneros”:    Jesucristo nos trae el perdón de los pecados.  Ese perdón nos libera del cautiverio del pecado.  El que está hundido en el pecado, necesita ser liberado.  Y Cristo nos trajo esa liberación.  Podemos decir que los seres humanos nos encontrábamos prisioneros en situación de secuestro: estábamos secuestrados por el Demonio, a causa del pecado original de nuestros primeros progenitores.  Pero Cristo pagó nuestro rescate con su muerte en cruz y su resurrección gloriosa.  Ya somos libres; ya se nos ha borrado el pecado original con el Sacramento del Bautismo; y se nos perdonan los demás pecados cometidos, con nuestro arrepentimiento y con el Sacramento de la Confesión.

 

- “Pregonar el Año de Gracia del Señor”.  La aparición de Cristo en nuestra historia fue el Año de Gracia del Señor anunciado desde el Antiguo Testamento por Isaías.  Recordemos que Año de Gracia en nuestra época fue el aniversario número 2.000 de ese gran acontecimiento, cuando la Iglesia, recordando lo anunciado por el Profeta Isaías, proclamó un nuevo Año de Gracia, el del Gran Jubileo del 2.000, el cual fue “año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extra-sacramental ... y de la concesión de indulgencias de un modo más generoso que en otros años” (TMA # 14).


                               



El Salmo nos trae el Magnificat (Lc. 1, 46-55)  esa oración de alabanza que la Santísima Virgen María recita al ser saludada como la Madre de Dios por su prima Santa Isabel.

Y de este Canto de María es bueno resaltar su coincidencia también con lo expresado por el Profeta Isaías: “A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos”.    Se refieren estos hambrientos a los que necesitan de Dios y de los bienes de Dios.  Y se refieren estos ricos a los que creen no necesitar de Dios y de los bienes de Dios.  Por ello, a los que necesitan de El, Dios los colma de bienes, y a los que se bastan a sí mismos, los despide vacíos.

En la Segunda Lectura (1 Ts. 5, 16-24),  San Pablo nos recuerda lo mismo que San Pedro el pasado domingo sobre nuestra preparación para la venida del Señor: “que todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprochable hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo”.  Y, además, nos habla San Pablo de la acción del Espíritu Santo en los mensajes proféticos, instruyéndonos sobre la correcta actitud al respecto: “No impidan la acción del Espíritu Santo, ni desprecien el don de profecía;  pero sométanlo todo a prueba y quédense con lo bueno”.

Vemos en la narración de los Evangelios sobre San Juan Bautista, cómo éste cumplió con su misión de anunciar al Mesías y de preparar su camino.  Y cuando lo vio venir pudo reconocerlo por una íntima revelación que Dios le dio, la cual él hace pública: “Yo no lo conocía, pero Dios, que me envió a bautizar con agua, me dijo también: ‘Verás al Espíritu bajar sobre Aquél que ha de bautizar en Espíritu Santo y se quedará en El.’  ¡Y yo lo he visto! Por eso puedo decir que Este es el Elegido de Dios” (Jn. 1, 33-34).


                                       



Al ser preguntado por qué bautizaba si no era el Mesías, San Juan Bautista dice que ciertamente él ha estado bautizando con agua, pero que el que viene después de él, bautizará con el Espíritu Santo.

Jesucristo confirmará este anuncio de San Juan Bautista.  En el diálogo nocturno que tuvo con Nicodemo, le dice a este buen fariseo: “En verdad te digo, nadie puede ver el Reino de Dios si no nace de nuevo, de arriba”.  Y, ante el asombro de Nicodemo, Cristo le explica: El que no renace del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios... Por eso no te extrañes que te haya dicho que necesitas nacer de nuevo, de arriba” (Jn. 3, 3-7)

Y ¿qué es nacer de nuevo, de arriba?  Para entender esto, no hay más que ver a los Apóstoles antes y después de Pentecostés (cfr. Hch.  2 y 5, 17-41).   Antes eran torpes para entender las Sagradas Escrituras y aún para entender las enseñanzas que recibieron directamente del Señor.  También eran débiles en su fe, deseosos de los primeros puestos y envidiosos entre ellos.  Eran, además, temerosos para presentarse como seguidores de Jesús, por miedo a ser perseguidos.

Pero sí hicieron algo:   creyeron y obedecieron el anuncio del Señor: “No se alejen de Jerusalén, sino que esperen lo que prometió el Padre, de lo que Yo les he hablado: que Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch. 1s, 4-5).


                                       



Y ¿cómo se nace de nuevo, de arriba?  ¿Cómo se nace del Espíritu Santo?  Para esto también hay que ver a los Apóstoles muy especialmente en los días  entre la Ascensión del Señor y Pentecostés y también a lo largo de todos los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles:   Nos dice la Escritura que perseveraban en la oración junto con María, la Madre de Jesús (Hch. 1, 14).

Quien ha nacido del Espíritu Santo se da cuenta de que Dios es lo más importante en su vida, se da cuenta que vive para Dios, que Dios es el que manda en su vida (es el Señor, ¿no?).  Eso es estar preparados.  ¿Preparados para qué?  Pues para cuando vuelva el Señor, que volverá en el momento que nos toque morir o en su Segunda Venida al fin de los tiempos.

 





Fuentes:

Santas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Hoy es San García Abad... el gran Santo desconocido!!






Estamos en este templo parroquial que lleva el nombre
de un gran santo. Tan santo como desconocido. Sirva pues, esta
intervención, para dar a conocer algo de la historia de  este
santo abad, García de Arlanza, como una declaración de fe personal y ojalá
llegue a los corazones de aquellos que dudan o no conocen a nuestro Patrón,
y a este, humilde pecador.






Generalmente, solo lo que conocemos, nos han contado,
visto, leído o vivido, es lo que sabemos que ha pasado y lo consideramos
como real. Y todo lo contrario, lo que ignoramos, es como si no hubiera
pasado, ni existido.

Por lo tanto, a la vista de todos los datos, apuntes e información que
hemos recopilado durante cierto tiempo y fruto de la investigación,
pensamos que era de justicia, casi mil años después, dar a conocer al
santo, al personaje y su obra, porque en realidad existió e hizo cosas muy
importantes.

¡!San García Abad, ese gran santo desconocido.!!



“Avia y un abbat sancto, servo del Criador


Don Era del monasterio caudillo, e senhor,


La grey demostraba cual era el pastor”.


(Gonzalo de Berceo)


Este fragmento en castellano antiguo, de Gonzalo de Berceo, nuestro gran maestro del Mester de Clerecía, viene a decir de nuestro santo abad que; “Había un santo abad, siervo del Creador, donde era del Monasterio caudillo y señor, Y la grey, la
Congregación de fieles, y monjes demostraban cuál era su pastor”.





Aunque se sobreentienda, quiero apuntar que además de santo abad, García, para nuestro Gonzalo de Berceo, era un siervo del Señor… y  Caudillo; que viene del latín  capitellus,“Hombre que dirige algún gremio, comunidad o cuerpo”, en este caso, los monjes del monasterio.

Y que estos monjes demostraban con su labor o actitud quien era su abad, director, o guía. Este fragmento, ya nos indica quien era este santo abad.


García, abad, sabio y santo



Este santo, como suele ser habitual, se hace, no nace. 


García, nuestro santo, nació en La Bureba, entre Belorado y Briviesca en el lugar llamado Quintanilla, provincia de Burgos, hoy conocido con el sobre nombre de San García, a finales del siglo X o entrada del XI. Más bien, para quien os habla, a finales del X.


Vivió su infancia en dicho pueblo, donde fue educado cristianamente y recibió el llamamiento a la vida religiosa que muy pronto iba a seguir en la Orden benedictina. Y así, dejando la casa paterna, en su pueblo natal de Quintanilla, fue caminando hasta llegar al monasterio de San Pedro de Arlanza, ubicado a orillas del rio del mismo nombre.







Algo cansado por la caminata, unos 85 kms.,  y acompañado por algunos familiares, se presentó al Padre Abad del Monasterio, quien después de las primeras impresiones le asignó una serie de ocupaciones dentro de las reglas de San Benito.


Y aquel niño, que fue andando varios días, desde su casa hasta el convento de San Pedro de Arlanza, años más tarde, no sólo sería el más grande de todos los abades benedictinos, de aquella época y en aquel incipiente reino de Castilla, también fue consejero de los tres primeros reyes castellanos, de grandes señores y amigo personal y consejero de Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador.

Pues bien, una vez transcurrido el noviciado,  García había de vivir, en calidad de monje benedictino, más de cuarenta años. Su existencia se resumirá en estas palabras tan benedictinas: ora et laborareza y trabaja.



Además de la oración litúrgica, a los monjes benedictinos,
se les manda el trabajo, no por razones económicas, eran otros tiempos, sino como medio de bondad de vida, para disciplinar esta y preparar el espíritu a la oración.

Nuestro santo, siendo un monje benedictino más, destaca enseñando a forasteros y campesinos a labrar la tierra, a desaguar los pantanos, a cultivar la vid, a injertar árboles, a construir casas e iglesias y a ganar con el sudor de su frente el sustento corporal.

En el año 1039, al quedar vacante el puesto por la defunción del Abad Aurelio, en votación secreta y por unanimidad de los 150 monjes, García, fue elegido Abad del Monasterio de San Pedro de Arlanza. Este hecho, es de destacar, pues no se conoce algo igual en ninguno de los cientos de monasterios, benedictinos o de otra orden, en esa época.  Ahora podemos entender al bueno de Berceo, cuando decía aquello de… “La grey sabía quién era su pastor”.


Su buen hacer como abad, sus conocimientos y buenas obras, fueron de conocimiento popular fuera de los muros del Monasterio.







Tanto es así que fue nombrado consejero del primer rey de
Castilla, Don Fernando I el Grande, y con él asistió a la batalla de Atapuerca en 1054. (Contra su hermano García, el de Nájera, rey de Pamplona)



Es tal la admiración por todos los que le van conociendo: Fernando I, sus hijos, Sancho II y Alfonso VI… y hasta el mismo Cid Campeador, que piden su asesoramiento y como muestra de gratitud, le confieren tierras y
recompensas que nuestro santo, reparte entre los vecinos y los más necesitados.



En el terreno de lo místico y espiritual, hay que destacar
entre otros, dos momentos importantes en la historia de nuestro santo.



Hacia el año 1061, por revelación divina, García, encuentra
las reliquias de los cuerpos de tres santos: San Vicente y sus hermanos
mártires Sabina y Cristeta, y los traslada al Monasterio de Arlanza. Lo cuenta
Gonzalo de Berceo.



La santidad, como es sabido, no consiste en hacer milagros.
Sin embargo, el pueblo fácilmente ve santidad donde hay milagros; y muchas
veces así suele suceder. Fue sobre el año 1044, se habían perdido las cosechas
en Castilla. Por lo tanto, no había ni frutas ni vid….



Aquel Viernes Santo, el Abad García, se dispuso a bendecir
el pan y el agua, lo único que disponían en el Monasterio, y ante el asombro de
los 150 monjes, el agua se convirtió en vino.



Desde aquel día la confianza de los monjes en su tierno y
compasivo abad no tuvo límites; y lo que aparentemente sólo remediaba una
necesidad corporal, sirvió para ensanchar su corazón y ayudarles a correr los
caminos, que llevan a la santidad.




Pero por encima de esas grandezas y de hasta milagros que hizo en vida. Lo que más me ha impactado en la investigación de la vida de este
gran hombre, del que hablamos, mil años después, es su fuerza interior,sabiduría, humildad y gran justicia, al dedicar todo aquello que recibía de los grandes señores, como eran las tierras colindantes a aquel convento o incluso más lejanas, para dárselas a las familias que huían de las guerras fratricidas
o del sur, de aquellos reinos de Taifas…


Y además, les instruía en el maravilloso arte de laagricultura, y aquello de ganarse el sustento con la labor del día a día, y conel tiempo…, en esas pequeñas parcelas, se levantaron casas, se propagó la agricultura fuera de los conventos, muy a tener en cuenta para esa época, y propiciaron los pequeños pueblos que entonces cubrieron lo que comenzaba a llamarse Reino de Castilla.



Su sabiduría y honestidad, fueron reconocidas en vida, incluso en momentos difíciles en la corte castellana. Sus buenos consejos a Rodrigo Díaz de Vivar, llevaron a aplacar a este , que sospechaba de Alfonso VI, como instigador del asesinato del monarca, amigo personal del “Mio Cid” y optar por la opción más sabia, me remito al juramento de Santa Gadea, donde
como sabréis,  el Cid, obligó a Alfonso VI el Bravo, rey de Castilla y León, a jurar que no había tomado parte en el asesinato de su propio hermano, el rey Sancho II, quien fue asesinado ante los muros de la ciudad de Zamora en el año 1072.

Una curiosidad, como algunos sabrán, quien asesinó a Sancho II, fue un noble leonés llamado Vellido Dolfos, que simulando pasarse al bando castellano, a traición, clavó una lanza al monarca castellano y huyó. Es curioso, al día de hoy, en el ranking de traidores, está en el 7º lugar, de esa lista que encabeza Judas Iscariote.

Bueno, como decía antes, García, dio un sabio consejo al Cid Campeador, que propició la paz y el progreso o avance de ese reino tan fundamental para lo que después sería España. Este fue el último servicio como consejero de nuestro santo, ya que fallecería un año más tarde, en una fría tarde de otoño.




Cuando nuestro santo, sintió agotadas sus fuerzas y conoció
que el mal de muerte le tenía asido fuertemente, quiso dejar a sus monjes la herencia riquísima de sus consejos y enseñanzas.

Contaron algunos juglares que; García, en su lecho, antes de
morir, congregó a todos los monjes en torno suyo, los miró con ojos cargados de febril brillantez, y dejó fluir en palabras entrecortadas, sus cariños de padre y los fervores de Santo.



A los pocos días recibía la visita del obispo de Burgos, Don Jimeno, amigo suyo y entre los sollozos de los monjes y tras darle un abrazo al Santo, dijo “Padre García, amadísimo Padre, damos gracias a Dios, le damos gracias de que, al fin, triunfando de esta vida pasas al descanso de la gloria. No te olvidarás de nosotros al verte seguro, verdad? Padre?. Ruega mucho al Señor, pídele mucho por nosotros y por estos que son tus hijos, para que algún día nos encontremos todos juntos en el cielo; y entonces, para siempre, para siempre”.




Estas palabras dirigidas a García de Arlanza, que se recogen en diferentes escritos, que son parte de la historia de otro santo, ha servido para darle vida a una oración que se repite cada día del Triduo que se hace en su honor, en esta Parroquia, los días 23, 24 y 25 de Noviembre. Siendo este último, el día de la Festividad de nuestro santo abad.

Allí, en el templo a la derecha del santo, podréis conocer observar la reliquia, un hueso de 15cms. del pie, que desde el año 2003, se encuentra en esta parroquia algecireña. Ayer día 24, se ha colocado parte de la reliquia en el altar, en el ara, cómo es tradición católica. Y se puede observar a través de un pequeño hueco acristalado.

Mira por donde, han tenido que pasar mil años para que de una forma u otra, bien con la relíquia, estas celebraciones o este libro, haya llegado este santo abad a nuestra ciudad y nuestro conocimiento.

Era cuestión de justicia el conocerlo… Ya, el Todopoderoso, la hizo llevándolo junto a él, en el Cielo que es mucho más grande que Castilla.







domingo, 22 de noviembre de 2020

«Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»(Evangelio Dominical)

 


Hoy, Jesús nos habla del juicio definitivo. Y con esa ilustración metafórica de ovejas y cabras, nos hace ver que se tratará de un juicio de amor. «Seremos examinados sobre el amor», nos dice san Juan de la Cruz.

Como dice otro místico, san Ignacio de Loyola en su meditación Contemplación para alcanzar amor, hay que poner el amor más en las obras que en las palabras. Y el Evangelio de hoy es muy ilustrativo. Cada obra de caridad que hacemos, la hacemos al mismo Cristo: «(…) Porque tuve hambre, y me disteis de comer; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Más todavía: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Este pasaje evangélico, que nos hace tocar con los pies en el suelo, pone la fiesta del juicio de Cristo Rey en su sitio. La realeza de Cristo es una cosa bien distinta de la prepotencia, es simplemente la realidad fundamental de la existencia: el amor tendrá la última palabra.






Jesús nos muestra que el sentido de la realeza -o potestad- es el servicio a los demás. Él afirmó de sí mismo que era Maestro y Señor (cf. Jn 13,13), y también que era Rey (cf. Jn 18,37), pero ejerció su maestrazgo lavando los pies a los discípulos (cf. Jn 13,4 ss.), y reinó dando su vida. Jesucristo reina, primero, desde una humilde cuna (¡un pesebre!) y, después, desde un trono muy incómodo, es decir, la Cruz.

Encima de la cruz estaba el cartel que rezaba «Jesús Nazareno, Rey de los judíos» (Jn 19,19): lo que la apariencia negaba era confirmado por la realidad profunda del misterio de Dios, ya que Jesús reina en su Cruz y nos juzga en su amor. «Seremos examinados sobre el amor».



 

Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,31-46)



                         






 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. 
 

Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme." Entonces los justos le contestarán:

 "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?" Y el rey les dirá: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis." Y entonces dirá a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. 

Entonces también éstos contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistirnos?" 

Y él replicará: "Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo." Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO

 




Hoy es el último domingo del Año Litúrgico, el cual finaliza celebrando a Cristo como Rey del Universo, fiesta solemne instaurada por el Papa Pío XI en 1925. 

El Reinado de Cristo -que es lo mismo que el Reino de Dios- viene mencionado muchas veces en la Sagrada Escritura.  Cristo nos dice que su Reino no es de este mundo.  Sin embargo, sabemos que su Reino también está en este mundo.  Pero su Reino no es terrenal, sino celestial; no es humano, sino divino; no es temporal, sino eterno.

Su Reinado está en medio del mundo, porque está en cada uno de nosotros.   O, mejor dicho: está en cada uno de nosotros cuando estamos en gracia; es decir, cuando Cristo vive en nosotros y así permitimos que el Señor sea Rey de nuestro corazón y de nuestra alma, cuando le permitimos a Jesucristo reinar sobre nuestra vida. 

Si Cristo es nuestro Rey, nosotros somos sus súbditos.  Tendríamos, entonces, que preguntarnos  ¿qué hace un súbdito?  ¿Qué hace un subalterno?  Hace lo que desea y lo que le indica su Rey, su Jefe.  Por eso decimos que el Reinado de Cristo está dentro de nosotros mismos, pues Cristo es verdadero Rey nuestro cuando nosotros hacemos lo que El desea y lo que El nos pide.

Y ¿qué nos pide ese Rey bondadosísimo que es Cristo, este Pastor amorosísimo que nos presentan las Lecturas de hoy?   El nos pide lo que más nos conviene a nosotros.  Y lo que más nos conviene a nosotros es hacer la Voluntad del Padre.  En eso consiste el Reinado de Cristo en cada uno de nosotros: en que hagamos la Voluntad de Dios. 


                             



No en vano Jesucristo nos enseñó a decir en el Padre Nuestro: “Venga tu Reino”  y seguidamente: “Hágase tu voluntad”.  Es así, entonces, como el Reinado de Cristo comienza por nosotros mismos: cuando comenzamos a buscar hacer la Voluntad de Dios.

Las Lecturas de este último domingo del Año -del Año Litúrgico- nos invitan a reflexionar sobre el establecimiento del Reinado de Cristo en el mundo. 

La Primera Lectura del Profeta Ezequiel (Ez. 34, 11-12 y 15-17) nos habla del momento en que “se encuentren dispersas las ovejas” y de cómo Jesús, el Buen Pastor atenderá a cada una: 


         “Buscaré a la perdida y haré volver a la descarriada; curaré a la herida, robusteceré a la débil, y a la que está gorda y fuerte, la cuidaré”.

 

Y termina la lectura hablando del día del Juicio Final: “He aquí que voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carneros y machos cabríos”.

 

En este anuncio del Juicio Final que hace Jesucristo en el Evangelio de hoy (Mt. 25, 31-46), Él comienza con esa profecía de Ezequiel: “Entonces serán congregadas ante Él todas las naciones, y Él apartará a los unos de los otros... a las ovejas de los machos cabríos”.


                                  



La profecía de Ezequiel también nos remite a otro Profeta del Antiguo Testamento: el Profeta Zacarías (Zc. 13, 7 y 14, 1-9), quien igualmente nos habla del día final, anunciando la dispersión del rebaño:

 

“Heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas... dos tercios serán exterminados  y sólo se salvará un tercio.  Echaré ese tercio al fuego, lo purificaré como se hace con la plata, lo pondré a prueba como se prueba el oro.  El invocará mi Nombre y Yo lo escucharé.  Entonces Yo diré: ¡Este es mi pueblo!, y él, a su vez dirá: ¡Yavé es mi Dios!”.

 

El Salmo no podía ser otro que el #22,  el del Buen Pastor.  “El Señor es mi Pastor, nada me falta...”.  Porque Jesús, antes del día del Juicio Universal, antes de venir a establecer su Reinado definitivo, cuida a cada una de sus ovejas, como nos dice la Primera Lectura y como nos indica este Salmo, favorito de muchos.

 

La Segunda Lectura (1 Cor. 15, 20-28) nos habla también del momento del establecimiento del Reino de Cristo.  Nos habla de que su resurrección es primicia de la nuestra.  Nos habla, también, de que en el momento de su venida, Cristo aniquilará todos los poderes del Mal, someterá a todos bajo sus pies, para luego entregar su Reino al Padre.  Y así Dios será todo en todas las cosas.

 

El Evangelio de hoy es el famoso pasaje sobre el Juicio Universal o Juicio Final: “tuve hambre y me diste de comer... tuve sed y me diste de beber...”.  ¿Significa, entonces, que sólo seremos juzgados con relación a lo que hayamos hecho o dejado de hacer al prójimo?  Si fuera así,  ¿cómo quedan entonces las faltas contra Dios?


                             



Para comentar el sentido completo del Juicio Universal, citamos al Teólogo Dominico, Antonio Royo Marín, quien en su libro “Teología de Salvación” nos dice lo siguiente acerca de esta cita evangélica:

“A juzgar por la descripción del juicio final hecha por el mismo Jesucristo... pudiera pensarse que sólo se nos juzgará sobre el ejercicio de la caridad para con el prójimo... Pero todos los exegetas católicos están de acuerdo en que esas expresiones las usa el Señor únicamente por vía de ejemplo -y acaso también para recalcar la gran importancia de la caridad- pero sin que tengan sentido alguno exclusivista”

Es conveniente, entonces, recordar que los seres humanos, una vez dejada nuestra existencia terrenal o temporal, pasaremos por dos juicios:  el Juicio Particular, que tiene lugar en el mismo momento de nuestra muerte, y el Juicio Universal que sucederá al final de los tiempos, precisamente cuando Cristo vuelva glorioso a establecer su reinado definitivo.

Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre ambos juicios?  Lo primero que debe destacarse es que no habrá discrepancia entre ambos.  En el Juicio Final será ratificada la sentencia que cada alma recibió en el Juicio Particular.  Es decir, los condenados quedan condenados y los salvados ya están salvados.

Podría especularse que el Juicio Particular sea relativo a la conciencia moral individual y que se referirá al aprovechamiento o desperdicio que hayamos hecho de las gracias recibidas a lo largo de nuestra vida terrena; y que el Juicio Universal sería sobre la influencia que haya tenido en otras personas el bien o el mal que cada uno haya hecho o dejado de hacer.

Dicho en otras palabras: el Juicio Particular se referiría a la conciencia individual y el Juicio Final se referiría a las consecuencias sociales de nuestros pecados.  De allí que el Señor, al describirnos el Juicio Final, nos relate las “Obras de Misericordia”, lo que comúnmente llamamos obras de caridad.  Al hablar de caridad estamos hablando de amor.

Quiere decir, entonces, que seremos juzgados sobre cómo hemos amado:   cómo hemos amado a Dios y cómo ese amor de Dios se ha reflejado en nuestro amor a los demás.


                  



Cierto que el Señor nos ha dicho que al que mucho ama (cfr. Lc. 7, 47) mucho se le perdona, pero es bueno recalcar que seremos juzgados por todas nuestras acciones: en la Fe, en la Esperanza, en la Caridad, en la humildad, etc., etc.  Es decir: en todas las virtudes;  también, en las acciones y en las omisiones, en lo pensado, en lo hablado y en lo actuado, en lo oculto y en lo conocido.  En todo.

Veamos lo que nos dice la última frase del Libro del Eclesiastés sobre el Juicio: “Dios ha de juzgarlo todo, aun lo oculto, y toda acción, sea buena o sea mala” (Ecl. 12, 14).  Esta idea también la menciona San Pablo: “Puesto que todos hemos de comparecer ante el Tribunal de Cristo, para que reciba cada uno según lo que hubiere hecho, bueno o malo”  (2 Cor. 5, 10).

Recordemos que entre el Juicio Particular al morir y el Juicio Final, somos almas sin cuerpo.  Los cuerpos están en la tumbas o cremados o desaparecidos. Pero cuando vuelva Cristo al final de los tiempos, nos resucitará como Él resucitó.  Es decir, cada alma se unirá con su respectivo cuerpo.

Entonces, una vez juzgados por Cristo justo Juez en la Parusía, Él separará a los salvados de los condenados.  Y Cristo Rey del Universo establecerá su reinado definitivo.  Entonces “Dios será todo en todos”.

En el Prefacio de la Misa de Cristo Rey del Universo rezamos que el Reino de Cristo es un Reino de Verdad, de Vida, de Santidad, de Gracia, de Justicia, de Amor y de Paz.  Así será el Reino de Cristo cuando El vuelva glorioso a establecerlo definitivamente para toda la eternidad. 

Pero, mientras tanto, mientras estamos preparándonos para su venida definitiva, mientras viene Cristo como Rey Glorioso, podemos y debemos propiciar ese reinado en nuestro corazón y en medio de nosotros. 


                                



Y podrá ser un Reino de Verdad  si nuestro entendimiento queda libre de errores y es iluminado por la Sabiduría Divina.

        Podrá ser un Reino de Vida si Cristo vive en nosotros por medio de la gracia divina que recibimos especialmente en la Sagrada Eucaristía y en la oración. 

         Podrá ser un Reino de Santidad si dejamos que Cristo nos santifique, siendo dóciles a las inspiraciones de su Santo Espíritu. 

         Podrá ser un Reino de Gracia si sabemos acoger las gracias que Cristo nos da de tantas maneras, respondiendo con frutos de buenas obras.

          Podrá ser un Reino de Justicia, Amor y Paz  en la medida en que los seres humanos, súbditos de Cristo Rey, busquemos y hagamos la Voluntad Divina, pues de esa manera las relaciones entre los hombres serán regidas por ese Rey que nos comunica su Verdad, su Vida, su Gracia, su Santidad, su Justicia, su Amor y su Paz.

Precisamente ese fue el propósito que tuvo el Papa Pío XI al establecer esta Fiesta:  que el Reinado de Cristo -comenzando por cada uno de nosotros los Católicos- se extendiera de cada individuo a cada familia, de cada familia a la sociedad, de la sociedad a las naciones, de las naciones al mundo entero.  Esa es nuestra obligación como súbditos de Cristo, Rey del Universo.






Fuentes:

Sagradas Escrituras

Homilias.org

Evangeli.org