domingo, 31 de mayo de 2020

«Recibid el Espíritu Santo» (Evangelio Dominical)






Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.

El Espíritu que Jesús comunica, crea en el discípulo una nueva condición humana, y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas.

El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas.


                             







El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el Espíritu. «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (Hch 2,2-3).

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente. Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.

El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par.







COMENTARIO



                  





A los cincuenta días de la Resurrección del Señor celebramos la venida del Espíritu Santo a la Virgen y a los Apóstoles.  El Espíritu Santo fue prometido por Jesucristo varias veces antes de su muerte y también después de su Resurrección, antes de su partida definitiva cuando subió a los Cielos.

Y... ¿quién es el Espíritu Santo?  El Espíritu Santo es nada menos que el Espíritu de Dios; es decir, el Espíritu de Jesús y el Espíritu del Padre.  El es la presencia de Dios en el mundo.  El es la promesa cumplida del Señor cuando nos dijo: “Miren que estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

El Espíritu Santo es nuestro Maestro y nuestro Guía mientras vamos a la meta a la cual hemos sido llamados.  Y ¿cuál es esa meta?  Es el Cielo que el Señor nos muestra en su Ascensión y que ha prometido a aquéllos que cumplan la Voluntad del Padre.

Al Espíritu Santo se le dan muchos nombres: Paráclito (o Abogado), Consolador, Espíritu de la Verdad, Espíritu de Amor, etc.,  y de acuerdo a todos estos títulos, se le atribuyen muchas funciones para con nosotros los seres humanos.

El Espíritu Santo nos asiste a los seres humanos en muchas cosas.  Quizá la principal sea aquélla de santificarnos, es decir, de hacernos santos.  ¡Menuda tarea la del Espíritu Santo!

Y ¿cómo hace el Espíritu Santo esa tarea?  ¿Cómo nos va santificando?  Su labor es imperceptible, pero de que la hace, la hace.  El problema es que algunos colaboran con El y otros no.  Y mayor problema aún es que, si no colaboramos, el Espíritu Santo no puede hacer su labor.  ¿Qué tal?

La principal de estas funciones tal vez sea la de nuestra santificación.  Es el Espíritu Santo quien, con sus suaves inspiraciones, nos va sugiriendo cómo transitar por el camino de la santidad, por ese camino que nos lleva al Cielo.

Con suaves inspiraciones, cual suave brisa (1 Reyes 19, 12) nos va inspirando para llevarnos y mantenernos en el camino de la santidad.Y el mismo Señor nos dice que el Espíritu Santo sopla donde quiere (Jn. 3, 8).

Entonces, si el Espíritu Santo es como una suave brisa, nosotros debemos estar pendientes de percibirla.  Eso significa que debemos estar atentos a las inspiraciones del Espíritu Santo.  Pero ¡hay tanto! ruido para oírlas!  Por eso hay que buscar momentos de silencio.  Y al oírlas, algo hay que hacer al respecto ¿no?  ¿Qué?  Habría que ser dóciles a esas sugerencias, para poder andar por esta vida guiados por Él hacia nuestra meta definitiva.

El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad y es nuestro Maestro.  Eso nos lo dijo Jesucristo: “Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora.  Pero cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, El los llevará a la verdad plena... El les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn. 16, 12 y 14, 26).

Es el Espíritu Santo Quien nos lleva a conocer y a vivir todo lo que Cristo nos ha dicho; es decir, nos lleva a conocer y a aceptar el Mensaje de Cristo en su totalidad: nos lleva a la Verdad plena.

En Pentecostés conmemoramos, entonces, la Venida del Espíritu Santo a la Iglesia y rogamos porque ese Espíritu de Verdad se derrame en cada uno de nosotros, que formamos parte de la Iglesia, para poder vivir todo lo que Jesús nos enseñó, para poder ser santificados por Él.

¿Cómo realiza el Espíritu Santo su labor de santificación en nosotros?  El Espíritu Santo se va derramando en cada uno de nosotros con sus gracias, dones, frutos y carismas(ver Segunda Lectura:  1Co.12, 3-7. 12-13).  Todos estos son regalos del Espíritu Santo; es decir, cosas que recibimos de gratis, como un obsequio y, además... sin merecerlas.

Y todos estos regalos del Espíritu Santo son los auxilios que Dios nos da para el desarrollo de nuestra vida espiritual, para ayudarnos en nuestra santificación, para ayudarnos a llegar a nuestra meta definitiva que es el Cielo.

¿Qué hacer para poder recibir todos estos regalos del Espíritu Santo?

Para respondernos esto, veamos cómo fue esa primera venida del Espíritu Santo.  Los Apóstoles se habían visto privados de la presencia visible y sensible del Señor cuando El subió a los cielos en su Ascensión.


                                      




Recordemos que en los cuarenta días que transcurrieron entre su Resurrección y su Ascensión, Jesús Resucitado estuvo apareciéndosele a los Apóstoles y discípulos para fortalecerlos en la fe, para que se dieran cuenta de que realmente había resucitado y de que estaba vivo.

Con su partida definitiva, al subir al Cielo, ellos deben continuar su camino y cumplir la misión que les había encomendado, sin tener a Jesús a su lado, acompañados y conducidos por su Espíritu, por el Espíritu Santo.

Recordemos cómo eran los Apóstoles antes de Pentecostés.  Vemos unos hombres temerosos y tímidos: al comenzar la persecución contra Jesús, desaparecieron y se dispersaron.

Aparte de esto, eran bastante torpes para comprender las Escrituras y para entender las enseñanzas de Jesús... tanto así que en algunos momentos Jesús les tuvo que reprender porque no terminaban de entender lo que les decía.

Pero el cambio en Pentecostés fue radical: luego de recibir el Espíritu Santo, cambiaron totalmente: se lanzaron a predicar sin ningún temor y llenos de sabiduría divina.

Vemos en el relato tomado de los Hechos de los Apóstoles que hasta se les soltaron las lenguas y comenzaron a hablar con gran poder de lenguaje y sabiduría.  Eso se los había dado el Espíritu Santo, y así podían comunicarse con todos los extranjeros que estaban en Jerusalén en ese momento. (Ver. Primera Lectura: He. 2, 1-11)

Así llamaron a todos a la conversión y bautizaban a los que acogían el mensaje de Jesucristo Salvador.  Comenzaron a formar discípulos y comunidades, asistían a los necesitados... sufrieron persecuciones,  e inclusive, llegaron hasta el martirio.

¿Cómo pudo suceder toda esta trasformación?  El protagonista de este cambio tan radical fue el Espíritu Santo; es decir, el Espíritu Santo hizo esas maravillas en ellos.








Pero veamos lo más importante: ¿Qué hacían los Apóstoles antes de Pentecostés?  Nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu... en compañía de María, la Madre de Jesús... Acudían diariamente al Templo con mucho entusiasmo” (Hech. 1, 12-14 y 2, 46).

He aquí el secreto para recibir al Espíritu Santo.  Para que el Espíritu Santo pueda santificarnos el secreto es la oración y para escucharlo, el audífono también es la oración: oración perseverante, frecuente, con entusiasmo, con la Santísima Virgen María.  ¡Ven, Espíritu Santo!


















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 24 de mayo de 2020

«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Evangelio Dominical)






Hoy, contemplamos unas manos que bendicen —el último gesto terreno del Señor (cf. Lc 24,51). O unas huellas marcadas sobre un montículo —la última señal visible del paso de Dios por nuestra tierra. En ocasiones, se representa ese montículo como una roca, y la huella de sus pisadas queda grabada no sobre tierra, sino en la roca. Como aludiendo a aquella piedra que Él anunció y que pronto será sellada por el viento y el fuego de Pentecostés. La iconografía emplea desde la antigüedad esos símbolos tan sugerentes. Y también la nube misteriosa —sombra y luz al mismo tiempo— que acompaña a tantas teofanías ya en el Antiguo Testamento. El rostro del Señor nos deslumbraría.

San León Magno nos ayuda a profundizar en el suceso: «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado ahora a sus misterios». ¿A qué misterios? A los que ha confiado a su Iglesia. El gesto de bendición se despliega en la liturgia, las huellas sobre tierra marcan el camino de los sacramentos. Y es un camino que conduce a la plenitud del definitivo encuentro con Dios.


               




Los Apóstoles habrán tenido tiempo para habituarse al otro modo de ser de su Maestro a lo largo de aquellos cuarenta días, en los que el Señor —nos dicen los exegetas— no “se aparece”, sino que —en fiel traducción literal— “se deja ver”. Ahora, en ese postrer encuentro, se renueva el asombro. Porque ahora descubren que, en adelante, no sólo anunciarán la Palabra, sino que infundirán vida y salud, con el gesto visible y la palabra audible: en el bautismo y en los demás sacramentos.

«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Todo poder.... Ir a todas las gentes... Y enseñar a guardar todo... Y El estará con ellos —con su Iglesia, con nosotros— todos los tiempos (cf. Mt 28,19-20). Ese “todo” retumba a través de espacio y tiempo, afirmándonos en la esperanza.





Evangelio


                 




Conclusión del santo evangelio según san Mateo (28,16-20):

EN aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».

Palabra del Señor




COMENTARIO


            




La Ascensión del Señor es una fiesta de grandísima esperanza para los que creemos en Jesucristo y seguimos su Palabra, porque sabemos que primero se fue Él al Cielo, pero la celebración de este misterio nos da la seguridad de que también nosotros podemos seguirle allí.

Así nos lo había dicho Jesucristo al anunciar su partida: “En la Casa de mi Padre hay muchas mansiones, y voy allá a prepararles un lugar... Volveré y los llevaré junto a Mí, para que donde Yo estoy, estén también ustedes” (Jn. 14,2-3).

Sabemos que el derecho al Cielo ya nos ha sido adquirido por Jesucristo y que El nos ha preparado un lugar a cada uno de nosotros.  No lo dejemos vacío.

¿Cómo llegamos?  Bueno … hay que vivir en esta vida de tal forma que merezcamos ocupar ese lugar.

Esta solemne festividad nos recuerda también algo que nos dijo en otra oportunidad:  “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt. 6, 21). ¿Cuál, entonces, debe ser nuestro tesoro y dónde debe estar nuestro corazón?  Nuestro tesoro no puede ser menos que Dios y las cosas de Dios; nuestro corazón tiene que estar puesto en el Cielo, donde Cristo ya está esperando por cada uno de nosotros.

La Segunda Lectura nos narra cómo San Pablo ora con mucho entusiasmo “el Padre de la gloria…ilumine vuestras mentes de manera que comprendan cuál es la esperanza a la cual estamos llamados y cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos” (Ef. 1, 17-23).



                            




Recordemos cómo fueron los sucesos después de la Resurrección del Señor.  Sabemos que Jesucristo le dio a sus Apóstoles y discípulos muchas pruebas de que estaba vivo, pues durante cuarenta días se les estuvo apareciendo y les hizo ver que realmente había resucitado.

Uno de esos días, ante el asombro de ellos, se les apareció y les dijo:  “¿Por qué se asustan tanto y por qué dudan?  Miren mis manos y mis pies.  Soy Yo mismo.  Tóquenme y fíjense que un espíritu no tiene carne y huesos, como ustedes ven que tengo Yo”.  Les mostró, entonces, las heridas de sus manos y sus pies, y para que no les quedara duda de que no era un fantasma, sino El mismo en cuerpo y alma, les pidió algo de comer y comió delante de ellos. (Lc. 24, 36-42).

El último de esos cuarenta días los citó al Monte de los Olivos; allí les anunció que muy pronto recibirían el Espíritu Santo que los fortalecería para la tarea de llevar su mensaje de salvación a todo el mundo, les dio sus últimas instrucciones, y poco a poco “se fue elevando a la vista de ellos” (Hech.1, 1-11 y Mt. 28, 16-20).

¡Cómo sería esa escena!  Si la Transfiguración del Señor fue algo tan impresionante, ¡cómo sería la Ascensión!  Quedaron todos los presentes tan impactados que aún después de haber desaparecido Jesús, ocultado por una nube, seguían mirando fijamente al Cielo.

Fue, entonces, cuando dos Ángeles interrumpieron ese éxtasis colectivo de amor, de nostalgia, de admiración viendo al Señor.  Jesús Resucitado radiantísimo ahora había ascendido al Cielo.  Los Ángeles les dijeron:  “¿Qué hacen ahí mirando al cielo?  Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hech. 1,11).

Importantísimo recordar ese anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de Jesucristo, en la que volverá de igual manera: en gloria y desde el Cielo.






Importantísimo porque Jesús volverá, pero no aparecerá entre nosotros como uno más, como vino hace dos mil años, sino que vendrá como llegan los relámpagos:  de sorpresa, deslumbrante, de manera impactante, posiblemente en medio de un ruido estremecedor, porque vendrá en gloria desde el Cielo.  Y en ese momento volverá como Juez a establecer su reinado definitivo.

Así lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo:  de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin.

Esto es importante recordarlo porque el mismo Jesucristo nos anunció que muchos vendrán haciéndose pasar por Él, haciendo prodigios, tratando de asemejarse a Él, llamándose -como Él- “Cristo”, declarándose Mesías y enseñando falsedades.

“Miren que se los he advertido de antemano”,  nos dice el Señor.  “Por lo tanto, si alguien les dice: ¡Está en tal lugar!, no lo crean.  Pues cuando venga el Hijo del Hombre será como un relámpago que parte del oriente y brilla hasta el poniente” (Mt. 24, 21-28).  Será como lo anunciaron los Ángeles después de la Ascensión:  Cristo volverá como se fue  ¡glorioso y triunfante!

La fiesta de la Ascensión de Jesucristo al Cielo está llena de paradojas.  Son como aparentes contradicciones que, vistas a la luz de la Fe tienen gran sentido:

- Jesús se va, pero dice a sus discípulos que se quedará con ellos.

- Dios Hijo va a Dios Padre, pero dice que le enviarán el Espíritu Santo.

- Jesús se va, pero volverá de nuevo.

- Jesús los deja, pero les dice que un día estarán con Él.

- Jesús mora arriba, pero les dice que mora dentro.

- Su obra en la tierra parece terminada, pero su obra en la tierra continúa.

Son motivos para reflexionar que Jesús nos deja a propósito de su partida al Cielo.

Pero más que todo, la Ascensión de Jesucristo al Cielo glorioso en cuerpo y alma nos despierta el anhelo de Cielo, nos reaviva la esperanza de nuestra futura inmortalidad, también gloriosos en cuerpo y alma, como Él, para disfrutar con Él y en Él de una felicidad completa, perfecta y para siempre.

¡Esta es la esperanza a la cual hemos sido llamados!  ¡Esta es la herencia que nos ha sido ofrecida!



                               





Si somos del Señor, “si somos suyos” -como nos dice San Pablo en la Segunda Lectura- es decir:

- si cumplimos la Voluntad de Dios en esta vida,

- si seguimos sus designios para con nosotros,

- si nuestro corazón está en las cosas de Dios,

- si nuestra mirada está fija en el Cielo ... la fuerza poderosa de Dios que resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo ascender a los Cielos para sentarse a la derecha del Padre, nos resucitará también a nosotros y nos hará reinar con El en su gloria por siempre.  Amén. 













Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org



domingo, 17 de mayo de 2020

“Yo le amaré y me manifestaré a él” (Evangelio Dominical)



                  




Hoy, Jesús —como lo hizo entonces con sus discípulos— se despide, pues vuelve al Padre para ser glorificado. Parece ser que esto entristece a los discípulos que, aún le miran con la sola mirada física, humana, que cree, acepta y se aferra a lo que únicamente ve y toca. Esta sensación de los seguidores, que también se da hoy en muchos cristianos, le hace asegurar al Señor que «nos os dejaré huérfanos» (Jn 14,18), pues Él pedirá al Padre que nos envíe «otro Paráclito» (Auxiliador, Intercesor: Jn 14,16), «el Espíritu de la verdad» (Jn 14,17); además, aunque el mundo no le vaya a “ver”, «vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis» (Jn 14,19). Así, la confianza y la comprensión en estas palabras de Jesús suscitarán en el verdadero discípulo el amor, que se mostrará claramente en el “tener sus mandamientos” y “guardarlos” (cf. v. 21). Y más todavía: quien eso vive, será amado de igual forma por el Padre, y Él —el Hijo— a su discípulo fiel le amará y se le manifestará (cf. v. 21).

¡Cuántas palabras de aliento, confianza y promesa llegan a nosotros este Domingo!  En medio de las preocupaciones cotidianas —donde nuestro corazón es abrumado por las sombras de la duda, de la desesperación y del cansancio por las cosas que parecen no tener solución o haber entrado en un camino sin salida— Jesús nos invita a sentirle siempre presente, a saber descubrir que está vivo y nos ama, y a la vez, al que da el paso firme de vivir sus mandamientos, le garantiza manifestársele en la plenitud de la vida nueva y resucitada.

Hoy, se nos manifiesta vivo y presente, en las enseñanzas de las Escrituras que escuchamos, y en la Eucaristía que recibiremos. —Que tu respuesta sea la de una vida nueva que se entrega en la vivencia de sus mandamientos, en particular el del amor.




Lectura del santo evangelio según san Juan (14,15-21):



                           





EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».

Palabra del Señor





COMENTARIO.



                         



El Evangelio de hoy continúa con el discurso de Jesucristo a sus Apóstoles durante la Ultima Cena.  Y en sus palabras el Señor nos indica los requerimientos del Amor de Dios y también la recompensa para aquéllos que cumplan esos requerimientos.

Sabemos que Dios es infinitamente generoso en su Amor hacia nosotros sus creaturas.  Pero también es exigente al requerir nuestro amor hacia Él.  Si no, ¿qué significan estas palabras del Señor? “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras... Si me aman, cumplirán mis mandamientos.” (Jn. 14, 15-24).

Aquí Jesús nos está mostrando, no solamente las exigencias del Amor de Dios, sino también nos está indicando algo que es esencial en el amor: quien ama complace al ser amado.

Y ¿qué es complacer a quien se ama?  Complacer no significa mimar, ni consentir, ni aceptar conductas censurables.  Complacer es más bien cuidarse de no ofenderle, de no desagradarle;  por el contrario, es tratar de hacer en todo momento lo que le cause contento y agrado.

Dios nos ama con un Amor infinito -sin límites-, con un Amor perfecto -sin defectos- ... porque Dios es, la fuente de todo amor, es cierto.  Pero aún más que eso: Dios es el Amor mismo (cfr. 1 Jn. 4, 8).


                                   
                         


Amar a Dios es complacerlo en todo: en cumplir sus mandamientos, en aceptar su Voluntad, en hacer lo que creemos nos pide.  “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras”.  Amar a Dios es, entonces, amarlo sobre todas las personas y sobre todas las cosas; amarlo a El, primero que nadie y primero que todo... y amarlo con todo el corazón y con toda el alma.

En este pasaje del Evangelio de San Juan, Jesús nos dice cuál es nuestra recompensa por amar a Dios, como Él lo merece y como Él lo requiere.  Esa recompensa es ¡nada menos! que Él mismo: “Al que me ama a Mí, lo amará mi Padre; Yo también lo amaré y me manifestaré a él... y vendremos a él y haremos nuestra morada en él” (Jn. 14, 21-24).

Pero... si observamos bien nuestra actualidad: los hombres y mujeres de hoy ponemos nuestra confianza y nuestra admiración en los poderosos, en los artistas, en los modelos de belleza, en las estrellas deportivas, etc.  Podríamos decir que nos identificamos con ellos, les damos todo nuestro aprecio -inclusive nuestro amor- llegando a imitar sus maneras de ser, siguiendo sus recomendaciones, etc.

Pero... pensemos bien... ¿Nos llaman la atención los poderosos, las estrellas deportivas? … ¿qué mayor Poder que el de Dios, fuente de todo poder?  ¿Nos gusta la belleza? … ¿qué mayor Belleza que la de Dios, fuente de toda belleza?  ¿Nos atraen los que hacen algo bueno por la humanidad? … ¿qué mayor Bondad que la de Dios, fuente de todo bien?  En fin, ¿quién es más merecedor de nuestro amor, de nuestra confianza, de nuestra admiración, de nuestra voluntad, que Dios?

Los hombres y mujeres de hoy hemos sido absorbidos por las cosas del mundo: poder, dinero, riquezas, placeres, frivolidades, vicios, pecados, conductas erradas, apegos inconvenientes, etc., etc.   Unos más, otros menos, todos estamos sumergidos en un mundo muy alejado de los valores eternos, muy desprendido de las cosas de Dios, muy desapegado de lo que realmente es valedero y duradero.

Y corremos el riesgo de no poder recibir esa recompensa que Cristo nos ofrece, que es Él mismo.  “El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce” (Jn. 14, 16-17).  Se refiere al Espíritu Santo -es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo- que Él nos envía para estar siempre con nosotros, para enseñarnos la Verdad, para recordarnos todo lo que debemos saber.



                                     


En efecto, al estar nosotros sumergidos en lo que el Señor llama “mundo”, es decir, todos esos apegos frívolos, vacíos, insignificantes, intrascendentes, negativos, no podemos percibir al Espíritu Santo.  Sólo pueden percibirlo aquéllos que aman a Dios, aquéllos que tienen a Dios de primero en sus vidas, aquéllos que buscan hacer la Voluntad de Dios, aquéllos que buscan complacer a Dios en todo.  Si no es así, se permanece ciego al Espíritu Santo, no se siente su suave brisa, no se perciben sus gentiles inspiraciones.

En la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 8, 5-8, 14-17),  vemos la importancia que se daba al comienzo de la Iglesia a que los cristianos recibieran el Espíritu Santo.  Fijémonos que Pedro y Juan se trasladan desde Jerusalén a Samaria, para que aquéllos que recientemente habían aceptado la Palabra de Dios, recibieran también el Espíritu Santo.

Vemos que en esta Lectura se nos dice con cierta preocupación que esos nuevos cristianos “solamente habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús, pero no habían recibido aún al Espíritu Santo”, comentario que nos hace volver a aquellas palabras de Jesús a Nicodemo: “Quien no renace del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn. 3, 5).

Significa esto que no basta que seamos bautizados y que creamos en la Palabra de Dios.  Necesitamos, además, recibir el Espíritu Santo.

El es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.  El es el Espíritu del Padre y el Espíritu de Jesús.  El es la promesa que Jesús hizo solemnemente a sus Apóstoles antes de morir y antes de partir de este mundo.  Veamos, entonces, qué nos dice el Señor hoy.

Nos dice que para recibir al Espíritu Santo, tenemos que creer en Dios y tenemos que cumplir sus Mandamientos; pero, además, tenemos que distanciarnos de las cosas del mundo, pues si permanecemos atados al mundo, nos quedamos ciegos: no podemos ni ver, ni conocer al Espíritu Santo.  Así nos dice el Señor: “El mundo no puede recibir el Espíritu Santo, porque no lo ve ni lo conoce.  En cambio, ustedes  (los que hacen mi Voluntad, los que cumplen mis Mandamientos) sí lo conocen, porque habita entre ustedes y estará en ustedes”  (Jn. 14, 15-18).

Por eso, Dios nos sigue interpelando con su Palabra, día a día, semana a semana.  Esta semana nos promete el Espíritu Santo y nos llama a amarle a El, indicándonos cómo: Amar a Dios es complacerlo en todo: 1º cumplir sus mandamientos, 2º aceptar su voluntad, 3º hacer lo que creemos nos pide.

Y nos indica también cuál será nuestra recompensa: nada menos que el tenerlo a El mismo y el ser amados por El como sólo El sabe hacerlo: en forma perfecta e infinita.

Mientras busquemos en las cosas de este mundo y en los seres de este mundo lo que nuestro corazón ansía, seguiremos insatisfechos, deseando siempre algo más.  Ese “algo más” que siempre nos falta es el amor a Dios, pues sólo en El hallaremos el descanso, la alegría, la paz que ni el mundo, ni las creaturas pueden darnos.  Sólo El es la plenitud infinita que nuestro corazón busca y no encuentra, porque busca donde no es.  Eso que buscamos sólo lo encontraremos cuando lo busquemos a El.







Es que, como Dios nos creó para El, sólo en El hallaremos el descanso, la alegría, la paz que no nos pueden dar ni las cosas del mundo, ni las mismas creaturas.   Sólo Dios satisface plenamente

Testimonios de insatisfacción abundan: Atrevida joven pensó hacer un invento grande para la humanidad y luego suicidarse.

Sin embargo, nos dice San Pedro en la Segunda Lectura (1 Pe. 3, 15-18) que a veces la conducta cristiana puede traer críticas, pero advierte que “mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal”.   












Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 10 de mayo de 2020

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí»(Evangelio Dominical)






Hoy, la escena que contemplamos en el Evangelio nos pone ante la intimidad que existe entre Jesucristo y el Padre; pero no sólo eso, sino que también nos invita a descubrir la relación entre Jesús y sus discípulos. «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3): estas palabras de Jesús, no sólo sitúan a los discípulos en una perspectiva de futuro, sino que los invita a mantenerse fieles al seguimiento que habían emprendido. Para compartir con el Señor la vida gloriosa, han de compartir también el mismo camino que lleva a Jesucristo a las moradas del Padre.

«Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14,6-7). Jesús no propone un camino simple, ciertamente; pero nos marca el sendero. Es más, Él mismo se hace Camino al Padre; Él mismo, con su resurrección, se hace Caminante para guiarnos; Él mismo, con el don del Espíritu Santo nos alienta y fortalece para no desfallecer en el peregrinar: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1).

                         
   


En esta invitación que Jesús nos hace, la de ir al Padre por Él, con Él y en Él, se revela su deseo más íntimo y su más profunda misión: «El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza» (San Gregorio de Nisa).

Un Camino para andar, una Verdad que proclamar, una Vida para compartir y disfrutar: Jesucristo.




Lectura del santo evangelio según san Juan (14,1-12):





EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino».
Tomás le dice:
«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Jesús le responde:
«Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
Felipe le dice:
«Señor, muéstranos al Padre y nos basta».
Jesús le replica:
«Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras.
En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre».

Palabra del Señor





COMENTARIO


               




 En el Evangelio de hoy, nuestro Señor Jesucristo nos da la que tal vez sea la definición más completa y profunda que El hizo de Sí mismo:  “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.

Y nos dejó esa definición la noche antes de su muerte, cuando cenando con los Apóstoles, les daba sus últimos y quizás más importantes anuncios.  Los Apóstoles, sin lograr entender mucho de lo que les decía, estaban evidentemente preocupados.  Y el Señor los tranquilizaba diciéndoles: “En la Casa de Mi Padre hay muchas habitaciones... Me voy a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré conmigo, para que donde Yo esté, también estén ustedes.  Y ya saben el Camino para llegar al lugar donde Yo voy”  (Jn. 14, 1-12).”

Tomás, el que le costaba creer, le replica: “Señor, si ni siquiera sabemos a dónde vas ¿cómo podemos saber el camino?”,  a lo que Jesús le responde: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.

Efectivamente, Jesús iba a morir, resucitar y ascender al Cielo; es decir, se iba a la Casa del Padre.  Y a ese sitio desea llevarnos a cada uno de nosotros, para que estemos donde El está.  Y Él no solamente nos muestra el Camino, sino que nos dice que Él mismo es el Camino, cuestión un tanto complicada, que Jesús les explica de seguidas: “Nadie va al Padre si no es por Mí”.

El Camino del cual nos está hablando el Señor no es más que nuestro camino al Cielo.  Es el camino que hemos de recorrer durante esta vida terrena para llegar a la Vida Eterna, para llegar a la Casa del Padre, donde El está.

Y... ¿cómo es ese camino?  Si pudiéramos compararlo con una carretera o una vía como las que conocemos aquí en la tierra, ¿cómo sería? ¿Sería plano o encumbrado, ancho o angosto, cómodo o peligroso, fácil o difícil?  ¿Iríamos con carga o sin ella, con compañía o solos?  ¿Con qué recursos contamos?  ¿Tendríamos un vehículo... y suficiente combustible?  ¿Cómo es ese Camino?  ¿Cómo es ese recorrido?

Veamos algo importante: Jesús mismo es el Camino.  ¿Qué significa este detalle?  Significa que en todo debemos imitarlo a Él.  Significa que ese Camino pasa por Él.  Por eso debemos preguntarnos qué hizo Él.   Sabemos que durante su vida en la tierra Él hizo sólo la Voluntad del Padre.  Y, en esencia, ése es el Camino: seguir sólo la Voluntad del Padre.  Ése fue el Camino de Jesucristo.  Ése es nuestro Camino.


                                        



Vista la vida de Cristo, podríamos respondernos algunas preguntas sobre este recorrido: es un Camino encumbrado, pues vamos en ascenso hacia el Cielo.

Sobre si es ancho o angosto, Jesús ya lo había descrito con anterioridad: “Ancho es el camino que conduce a la perdición y muchos entran por ahí; estrecho es el camino que conduce a la salvación, y son pocos los que dan con él”  (Mt. 7, 13-14).

¿Fácil o difícil?  Por más difícil que sea, todo resulta fácil si nos entregamos a Dios y a que sea Él quien haga en nosotros.  Así que ningún recorrido, por más difícil que parezca, realmente lo es, si lo hacemos en y con Dios.

Carga llevamos.  Ya lo había dicho el Señor: “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga” (Lc. 9, 23).

No vamos solos.  No solamente vamos acompañados de todos aquéllos que buscan hacer la Voluntad del Padre, sino que Jesucristo mismo nos acompaña y nos guía en el Camino, y -como si fuera poco- nos ayuda a llevar nuestra carga.

¿Recursos?  ¿Vehículos?  ¿Combustible?  Todos los que queramos están a nuestra disposición: son todas las gracias -infinitas, sin medida, constantes, y además, gratis -por eso se llaman gracias.  Y gracias da Dios a todos y cada uno de los que deseamos pasar por ese Camino que es Cristo y seguir ese Camino que El nos muestra con su Vida y nos enseña con su Palabra: hacer en todo la Voluntad del Padre.

En la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 6, 1-7) se nos relata la institución de los primeros Ministerios en la Iglesia.  Hemos leído cómo los Apóstoles decidieron delegar en “siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría”, para que les ayudaran en el servicio a las comunidades cristianas que se iban formando, de manera que ellos pudieran dedicarse mejor “a la oración y al servicio de la palabra”.

                               


Y respecto de esos “Ministerios” o funciones de servicio dentro de la Iglesia, el Concilio Vaticano II nos indica que, no sólo los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas tienen funciones, sino que también los Laicos pueden y deben realizar funciones de servicio en la Iglesia.  Y este derecho le viene a los Seglares del simple hecho de ser bautizados, pues el Sacramento del Bautismo los hace “participar en el Sacerdocio regio de Cristo” (LG 26).

Y el Concilio basa esa solemne declaración en la Segunda Lectura que hemos leído hoy, tomada de la Primera Carta del Apóstol San Pedro (1 Pe. 2, 4-9).   En efecto, en su Documento sobre el Apostolado Seglar (AA 3) el Concilio explica lo que significa hoy para nosotros esta Segunda Lectura:

1.              El Apostolado y el servicio de los Seglares dentro de la Iglesia es un derecho y es un deber.

2.            Por el Bautismo los Laicos forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, y por la Confirmación son fortalecidos por el Espíritu Santo y enviados por el Señor a realizar la Evangelización, así como a ejercer funciones de servicio dentro de la misma Iglesia.


Nótese que el Concilio nos habla de derecho y de deber.  O sea que la misión de evangelizar que tienen los laicos es obligatoria, no es optativa.

Y, especialmente ahora esa obligación es más apremiante.  ¿Por qué?  Porque desde Juan Pablo II se está llamando a todos, Sacerdotes y Laicos, a realizar la Nueva Evangelización.


                                       



Y ¿por qué hace falta una Nueva Evangelización?  No tenemos más que mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta que la Fe y la pertenencia real a la Iglesia está en niveles críticos.

Y niveles críticos significa que la gente no parece estar siguiendo el camino que Jesús nos dejó señalado, el camino para llegar al Padre, para llegar al Cielo donde cada uno tiene un sitio preparado por el mismo Jesús.

La gente está a riesgo de no llegar a la meta señalada.  Y esto que es tan crucial, no parece ser importante para casi nadie.  ¿Sabe la gente para qué fue creada, hacia dónde va, qué sucede después de esta vida, qué opciones hay al morir? 

No hay negocio más importante, no hay meta más crucial que la Vida Eterna.  ¿Quién lo sabe?  ¿Quién se da cuenta?  ¿Quién actúa de acuerdo a esto?

Por ello, hay que evangelizar.  Y ¿qué es evangelizar?  Es llevarle la Buena Nueva de salvación a toda persona que quiera escucharla:   Dios nos envió a su Hijo Único para salvarnos, para abrirnos para puertas del Cielo. Esa es nuestra meta.  Hacia allí debemos dirigirnos.  En eso consiste la Nueva Evangelización, que es deber de todos, y es urgente.

Volviendo a lo que nos dice San Pedro en esta Carta: Cristo es la piedra fundamental -la piedra angular.  Pero todos nosotros, Sacerdotes y Laicos, “somos piedras vivas, que vamos entrando a formar parte en la edificación del templo espiritual, para formar un sacerdocio santo”.  Por eso el Concilio, basándose en esta Carta, declara que los Seglares “son consagrados como sacerdocio real y nación santa”.


                                



Sin embargo, a pesar de toda la grandeza y significación que tiene el hecho de que los Seglares participen del Sacerdocio de Cristo, hay que tener en cuenta que hay una distancia considerable entre la función de un Sacerdote consagrado por el Sacramento del Orden Sacerdotal y la función evangelizadora de un laico -inclusive si éste es un Ministro Laico instituido para ejercer algún tipo de función dentro de la Iglesia.

Pero es así como, a través de unos y otros Ministerios dentro de su Iglesia - los Ministerios Sacerdotales y los Ministerios Laicales y los laicos evangelizadores-  “el Señor -como hemos repetido en el Salmo (32)- “cuida de los que le temen”, cuida de cada uno de nosotros.










Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org