domingo, 30 de junio de 2019

«Sígueme»( Evangelio Dominical)


                                             




Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar sobre nuestro seguimiento de Cristo. Importa saber seguirlo como Él lo espera. Santiago y Juan aún no habían aprendido el mensaje de amor y de perdón: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). Los otros convocados aún no se desprendían realmente de sus lazos familiares. Para seguir a Jesucristo y cumplir con nuestra misión, hay que hacerlo libres de toda atadura: «Nadie que (...) mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios» (Lc 9,62).

Con motivo de una Jornada Misionera Mundial, San Juan Pablo II hizo un llamamiento a los católicos a ser misioneros del Evangelio de Cristo a través del diálogo y el perdón. El lema había sido: «La misión es anuncio de perdón». Dijo el Papa que sólo el amor de Dios es capaz de hermanar a los hombres de toda raza y cultura, y podrá hacer desaparecer las dolorosas divisiones, los contrastes ideológicos, las desigualdades económicas y los violentos atropellos que oprimen todavía a la Humanidad. Mediante la evangelización, los creyentes ayudan a los hombres a reconocerse como hermanos.

                             



Si nos sentimos verdaderos hermanos, podremos comenzar a comprendernos y a dialogar con respeto. El Papa ha subrayado que el empeño por un diálogo atento y respetuoso es una condición para un auténtico testimonio del amor salvífico de Dios, porque quien perdona abre el corazón a los demás y se hace capaz de amar. El Señor nos lo dejó dicho en la Última Cena: «Que os améis los unos a los otros, así como Yo os he amado (...). En esto reconocerán todos que sois discípulos míos» (Jn 13,34-35).

Evangelizar es tarea de todos, aunque de modo diferente. Para algunos será acudir a muchos países donde aún no conocen a Jesús. A otros, en cambio, les corresponde evangelizar a su alrededor. Preguntémonos, por ejemplo, si quienes nos rodean saben y viven las verdades fundamentales de nuestra fe. Todos podemos y debemos apoyar, con nuestra oración, sacrificio y acción, la labor misionera, además del testimonio de nuestro perdón y comprensión para con los demás.




Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,51-62):



 
Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él.
Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron:
«Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?».
Él se volvió y los regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno:
«Te seguiré adondequiera que vayas».
Jesús le respondió:
«Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
A otro le dijo:
«Sígueme».
El respondió:
«Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre».
Le contestó:
«Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios».
Otro le dijo:
«Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa».
Jesús le contestó:
«Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios».

Palabra del Señor




COMENTARIO





 Las Lecturas de hoy nos hablan de escogencia y de seguimiento a Dios, y de la respuesta que Él espera de nosotros.

La Primera Lectura (1 Rey. 19, 16-21) nos habla de la escogencia y consagración del Profeta Eliseo por parte del Profeta Elías.  Eliseo dejó sus posesiones (doce pares de bueyes).  Sólo pidió despedirse de sus padres e inmediatamente siguió a Elías. Notemos que los afectos familiares están presentes, pero Dios tiene derecho de pedir a cualquiera de nosotros que dejemos todo para seguir su llamado.  En el caso de Eliseo, lo llamó ¡nada menos! que para ser Profeta en lugar de Elías.  Por eso Elías le dice: “Ve y vuelve, porque bien sabes lo que ha hecho el Señor contigo”.

En el Salmo pedimos al Señor que nos enseñe nuestro camino: “Enséñame, Señor, el camino de la vida”.  “Yo siempre he dicho que Tú eres mi Señor”.    Es decir, Dios es nuestro Dueño.  ¡Qué fácil decir esto!  Pero ¡qué difícil aceptarlo y practicarlo!  Porque nos creemos nuestros propios dueños.  Y no es así.  Bien rezamos en el Salmo: “mi vida está en sus manos”.   Tan en manos de Dios está nuestra vida que ¡cada latido de nuestro corazón depende de El!

En la Segunda Lectura (Gal. 5, 1 y 13-18) San Pablo nos habla de la libertad.  “Cristo nos ha liberado, para que seamos libres”.   Sí.  Cristo nos liberó del secuestro en que nos tenía el Demonio.  Después de la redención de Cristo somos libres del pecado y de la muerte en que nos tenía Satanás.  Por eso San Pablo nos advierte de que no volvamos a caer en lo mismo.  “No se sometan de nuevo”.  Nuestra vocación, nos dice el Apóstol, “es la libertad”.

Y entonces, nos habla del recto uso de la libertad.  Libertad no es libertinaje.  Libertad no es hacer lo que a uno le venga en gana.  Eso sería “tomar la libertad como un pretexto para satisfacer el egoísmo”.  Más bien nos dice que, en esa libertad, debemos hacernos “servidores unos de los otros por amor... pues si ustedes se muerden y se devoran mutuamente, acabarán por destruirse”.  Es lo que vemos a nuestro derredor.


                   




Y todo porque no vivimos “de acuerdo a las exigencias del Espíritu”, sino que nos hemos dejado “arrastrar por el desorden egoísta del hombre.  Este desorden está en contra del Espíritu de Dios”.

Y ese desorden que promueve el Maligno “es tan radical, que nos impide hacer lo que querríamos hacer”.  Nos impide ser verdaderamente libres.  Creemos y queremos ser libres … y no lo somos realmente.

En el Evangelio (Lc. 9, 51-62) vemos a Jesús “tomando la firme determinación de emprender viaje a Jerusalén, cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo”.  Sabía que allí sería juzgado injustísimamente, para luego morir crucificado.  Y, con "firme determinación”, siguió el camino hacia su inmolación en la cruz.

En la ruta se presenta un inconveniente con los samaritanos, quienes no quisieron recibirlo.  Para ir a Jerusalén tenía que pasar por Samaria, pero samaritanos y judíos se despreciaban mutuamente.  Santiago y Juan quieren hacer un mal uso del poder de Dios.  “¿Quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos”?  Jesús, por supuesto, los reprende.  Y decide hospedarse en otra aldea.


                                         



Y, mientras iba de camino, tres candidatos -pero no a Presidente o a algún cargo público- sino a discípulos de Cristo, se cruzan con ellos. Y esos tres candidatos representan a los muchos candidatos a discípulos que el Señor ha tenido y que seguirá teniendo hasta que llegue el fin del mundo.

El primero se acerca al Maestro para ofrecérsele como seguidor suyo: “Te seguiré dondequiera que vayas”, le dijo a Jesús.  Y éste le informa de una de las condiciones que tendrá que afrontar:  no hay seguridades terrenas.  Al Jesús advertirle: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza”, le hace ver que hasta los animales tienen una casa, un sitio donde vivir, pero El no tiene un sitio para dormir.


¿Cómo puede ser esto?  ¿Jesús no tenía casa?  Mientras vivió en Nazaret, antes de comenzar su predicación, efectivamente tenía donde vivir.  Pero al comenzar su vida pública andaba como un peregrino, quedándose donde lo recibieran; pasaba las noches orando en un monte, o acampaba en algún lugar a la intemperie o en despoblado.

El hogar es la base de la seguridad terrena.  Y el Señor advierte que quien quiera seguirlo debe desprenderse de las seguridades y ventajas terrenas.  ¿Significa que debemos quedarnos sin casa o habitación?  No.  Al menos no todos.

Los que siguen a Jesús en la vida religiosa tienen que tener este desprendimiento especial de no tener hogar propio.  Pero los que no tenemos voto de pobreza y vivimos en el mundo, por supuesto tenemos nuestros hogares, pero debemos aprender a seguir a Cristo sin intereses mezquinos ni segundas intenciones y, además, sin importarnos que el camino a donde nos lleve ese seguimiento pueda tornarse -como de hecho suele suceder- incómodo, difícil, sin seguridades, en confianza ciega a lo que nos vaya exigiendo Dios, llegando -incluso- a la inmolación total.


                                       



Al segundo candidato Jesús es quien le pide que le siga y éste le respondió: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”.   La respuesta de Jesús es fuerte: “Deja que los muertos entierren a sus muertos.  Tú, ve y anuncia el Reino de Dios”.

Es probable que la petición del candidato a discípulo no haya sido simplemente para ocuparse del entierro de su padre muerto, sino que era una expresión para significar que quería ocuparse de su padre mientras viviera.  En todo caso, la respuesta del Señor indica que cuando El llama, desea que se le responda de inmediato, sin retrasos.

Porque... ¿qué significa amar a Dios sobre todas las cosas?  Significa ponerlo a El primero que todo y también primero que todos.  Si Dios urge nuestro servicio, el responderle a Él va primero que todo.

Y con relación a la fuerte respuesta de Jesús, pareciera que el Señor se refiere a los muertos en sentido espiritual.  Posiblemente “vivos” serían los que Él llama para anunciar el Reino de Dios, y “muertos” los “muertos” a la gracia, que estaban cerrados al mensaje de salvación que Cristo vino a traer.

El tercer candidato es probable que ya haya sido seguidor de Jesús, y que le haya pedido autorización para volver por un tiempo a su familia: “Te seguiré, Señor, pero déjame primero despedirme de mi familia”.  La respuesta de Jesús se refiere a la inconstancia: “El que empuña el arado y mira hacia atrás no sirve para el Reino de Dios”.

¡Cuántas excusas!  ¡Cuánta falta de perseverancia en el servicio a Dios!  ¡Cuántas marchas y contra-marchas!  Para seguir a Cristo hay que tener, como decía Santa Teresa de Jesús, “una determinada determinación”, que es lo mismo que decir: “una decidida decisión”.  Porque vienen los momentos de decaimiento, desaliento, incomprensiones y persecuciones, y de tentaciones también.  Y -ya lo dice el Señor a este tercer candidato- hay que saber que no hay vuelta a atrás.  Hay que seguir adelante. “¡Más hubiera valido no empezar!”, también exclama Santa Teresa.




Si bien todo esto se aplica muy estrictamente a los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, también suele llegarnos a las demás personas que formamos parte de los seguidores de Cristo, momentos decisivos en los que es necesario tomar una postura por Cristo, dejando a un lado comodidades, seguridades, realizaciones personales, bienes materiales, preferencias familiares, tal vez todas cosas lícitas, pero que el Señor quiere que dejemos de lado para seguirlo como Él nos pide.  ¿Estamos listos?    












Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 23 de junio de 2019

«Dadles vosotros de comer» (Evangelio Dominical)






Hoy es el día más grande para el corazón de un cristiano, porque la Iglesia, después de festejar el Jueves Santo la institución de la Eucaristía, busca ahora la exaltación de este augusto Sacramento, tratando de que todos lo adoremos ilimitadamente. «Quantum potes, tantum aude...», «atrévete todo lo que puedas»: 

Ésta es la invitación que nos hace santo Tomás de Aquino en un maravilloso himno de alabanza a la Eucaristía. Y esta invitación resume admirablemente cuáles tienen que ser los sentimientos de nuestro corazón ante la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Todo lo que podamos hacer es poco para intentar corresponder a una entrega tan humilde, tan escondida, tan impresionante. El Creador de cielos y tierra se esconde en las especies sacramentales y se nos ofrece como alimento de nuestras almas. Es el pan de los ángeles y el alimento de los que estamos en camino. Y es un pan que se nos da en abundancia, como se distribuyó sin tasa el pan milagrosamente multiplicado por Jesús para evitar el desfallecimiento de los que le seguían:

 «Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos» (Lc 9,17).

Ante esa sobreabundancia de amor, debería ser imposible una respuesta remisa. Una mirada de fe, atenta y profunda, a este divino Sacramento, deja paso necesariamente a una oración agradecida y a un encendimiento del corazón. San Josemaría solía hacerse eco en su predicación de las palabras que un anciano y piadoso prelado dirigía a sus sacerdotes: «Tratádmelo bien». 




Un rápido examen de conciencia nos ayudará a advertir qué debemos hacer para tratar con más delicadeza a Jesús Sacramentado: la limpieza de nuestra alma —siempre debe estar en gracia para recibirle—, la corrección en el modo de vestir —como señal exterior de amor y reverencia—, la frecuencia con la que nos acercamos a recibirlo, las veces que vamos a visitarlo en el Sagrario... Deberían ser incontables los detalles con el Señor en la Eucaristía. Luchemos por recibir y por tratar a Jesús Sacramentado con la pureza, humildad y devoción de su Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos.





Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,11b-17):




En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.»
Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.»
Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.» Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.»
Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.

Palabra del Señor



COMENTARIO




 Las lecturas de hoy nos invitan a recordar a Jesucristo como Mesías.  Fijémonos en el Evangelio cuando el Señor pregunta a sus Apóstoles quién creen ellos que es El.  Y Pedro, inspirado directamente por el Espíritu Santo, reconoce al Señor como el Mesías, como Aquél a quien todo el pueblo de Israel -el Pueblo de Dios- había estado esperando por siglos.

“Mesías” significa “Ungido”.  Pero el significado de la palabra “Mesías” es mucho más profundo que esto.  Desde los primeros libros de la Sagrada Escritura vemos que el Pueblo de Dios esperaba al Mesías prometido.  Y Dios va renovando y recordando esa promesa a lo largo de todo el Antiguo Testamento.

¿Qué sucedió?  ¿Por qué Dios prometió al Mesías?  ¿Por qué tanta expectación?

Recordemos que Dios había diseñado un plan maravilloso al colocar a la primera pareja humana en un sitio y un estado ideal de felicidad: el Paraíso Terrenal o Jardín del Edén.  Pero nuestros primeros progenitores se rebelaron contra Dios, su Creador, y perdieron ellos, y nosotros sus descendientes, esa inicial condición de felicidad perfecta en que Dios los había colocado.




En ese estado de felicidad inicial los seres humanos gozábamos de privilegios especiales.  Entre otras cosas, ni sufríamos, ni nos enfermábamos, ni moríamos.  Además, nos era más fácil hacer el bien y teníamos un mejor conocimiento de Dios, lo cual nos ayudaba a tener una mayor intimidad con El.

Pero Dios, que nos creó para que pudiéramos disfrutar para siempre de su Amor Infinito, no quiso abandonarnos, ni dejarnos en la situación en que quedamos, sino que preparó y diseñó un Plan de Rescate para la humanidad.

Y ¿en qué situación habíamos quedado?  Los seres humanos habíamos quedado sometidos a la esclavitud del Demonio, por haber aceptado Adán y Eva la proposición que éste les había presentado en contra de Dios.

Podríamos decir que quedamos, entonces, en una situación de secuestro.  Y Dios decide salvarnos.  Y Dios decide salvarnos... El mismo.

Es así como Dios viene a hacer por nosotros lo que nosotros no podíamos hacer por nosotros mismos: rescatarnos.


                           



Para esto, era necesario que una Persona divina se hiciera humana, puesto que la ofensa infinita a Dios debía reparase de manera infinita.  Y una reparación de esa categoría sólo podía hacerla el mismo Dios.  Pero como la ofensa había sido hecha por humanos, esa Persona Divina también tenía que ser humana.

Es así como nos promete a alguien que vendría a salvarnos:  nos promete un Salvador. (cf. Gn. 3, 15)

Por eso, el Pueblo de Dios -por siglos- esperaba al Mesías, al que vendría a salvarlos.  Y en esa espera del Mesías se mueve el Pueblo de Dios durante siglos, guiado por los Patriarcas y los Profetas.  Llega así el momento del rescate de la humanidad y Dios se hace Hombre, se hace igual que nosotros:  se baja de su condición divina -sin perderla- y toma nuestra naturaleza humana.

Sucede, entonces, el misterio más grande del Amor de Dios, el más grande milagro jamás realizado: Dios se hace Hombre para salvarnos.  Dios viene El mismo a rescatarnos de la situación en la que nos encontrábamos.

Y se inicia el Plan de Redención con el humilde “sí” de la Santísima Virgen María, al Ella aceptar ser Madre del Hijo de Dios, del Mesías que rescataría a la humanidad de la situación de secuestro en que se encontraba.




 Ante esa espera milenaria del Pueblo de Dios por el Mesías que vendría a salvarlo, podemos imaginar, entonces, qué significativa y qué crucial era la respuesta de Pedro, que vemos en el Evangelio de hoy (Lc. 9, 18-24), reconociendo a Jesús como ese personaje especialísimo que todos esperaban.

Sin embargo, la sorpresa fue cuando Jesús, enseguida que Pedro lo reconoce como el Mesías que todos habían estado esperando por tantos siglos, les da la terrible noticia de que ese personaje especialísimo que ellos llamaban “Mesías”; es decir, El mismo -Jesús- debía sufrir mucho, debía ser rechazado por los jefes del pueblo, debía ser condenado a muerte, morir... y luego resucitar.

Tan impresionados quedaron con lo del sufrimiento y la muerte de Jesús, el Mesías, que parecen no haberse fijado en la promesa de la resurrección.  Esto es tan así, que si recordamos los textos de la Resurrección del Señor, vemos cómo más bien se sorprendieron y ni siquiera creían que Cristo había resucitado.

La verdad es que, ya la idea de un Mesías sufriente que purificaría al Pueblo de Dios de sus pecados había sido anunciado por los Profetas.  Eso lo vemos en la Primera Lectura de hoy del Profeta Zacarías (Zc. 12, 10-11; 13, 1).  Pero el Pueblo de Israel –equivocadamente- esperaba un Mesías triunfante.




El Profeta Isaías, (cf. Is. 53) es elocuente en su descripción de los sufrimientos del Mesías esperado.  Pero no se daban cuenta de que el triunfo mesiánico pasaba por la Cruz y que luego vendría la Resurrección.   Lo expresa Isaías al final del Capítulo 53.  Lo dice Jesús a sus discípulos en el diálogo que nos trae el Evangelio de hoy:  sufrimiento y muerte; luego la resurrección al tercer día.

¿Por qué Jesús plantea a los discípulos el asunto de su identidad?  Porque había llegado el momento en que tenía que plantearles lo de su sufrimiento, muerte y resurrección, porque ya esto era inminente.  Eso iba a suceder poco tiempo después, en cuanto llegaran a Jerusalén.  Era muy importante, entonces, que supieran que –efectivamente- El era el Mesías esperado … aunque fuera apresado, aunque sufriera y muriera, Ellos mismos –en boca de Pedro- lo habían reconocido así.  Pero, aunque les aseguró que resucitaría al tercer día, ni se dieron cuenta de esto que era lo más importante del anuncio.

Como los Apóstoles ya lo reconocían como el Salvador, el Mesías, debían saber y entender que no hay salvación si no se pasa por el sufrimiento.  De allí que enseguida les informa –y nos informa- que también nosotros debemos recorrer el mismo camino: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”.

Los sufrimientos de Jesús y su muerte en cruz, nos da la medida del precio de nuestro rescate: nada menos que la vida misma del Mesías.  En efecto, Jesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre, paga nuestro rescate a un altísimo precio: con su Vida, Pasión, Muerte y posterior Resurrección.




Y ¿qué obtiene el género humano del Mesías?

El sacrificio de Jesucristo, el Mesías prometido y esperado, el Mesías reconocido por Pedro, ése que esperaban desde había siglos, nos consigue de nuevo el derecho a heredar la felicidad eterna en el Cielo.  (Eso lo habíamos perdido).

Ahora bien, ya tenemos de nuevo el derecho a llegar al Cielo.  Pero ¿cómo íbamos a cobrar esa herencia?  Aprovechando todas las gracias que puso a nuestra disposición para llegar a allí.

Se lleva a cabo, entonces, el Plan de Rescate: la Santísima Trinidad en la persona del Hijo, el Mesías prometido y esperado, realiza el Misterio de la Redención.

Bien describe la Segunda Lectura (Gal. 3, 26-29) en qué consiste la salvación:  los bautizados somos revestidos de Cristo, hechos hijos de Dios y herederos de la promesa de Dios:  la felicidad eterna.  Y la salvación es para todos: judíos y no judíos, hombres y mujeres, esclavos y libres.

¡Eso sí!  Si bien hay una Voluntad de Dios general o absoluta:  Dios quiere que todos los seres humanos nos salvemos (cf. 1 Tim 2, 4), hay también una Voluntad de Dios condicionada.  Es decir, hay ciertas condiciones que debemos cumplir para obtener nuestra salvación:  que aquí en la tierra busquemos y hagamos la voluntad de Dios.

El rescate ya está pagado.  Pero para ser salvados, Dios requiere nuestra disposición a ser rescatados (como cualquier secuestrado, ¿no?).  Nuestra disposición consiste en buscar y hacer la Voluntad del Padre, igual que hizo el Mesías.




Este seguimiento de la voluntad de Dios va desde evitar el pecado y arrepentirnos y confesarlo en el Sacramento de la Confesión si lo cometemos, hasta amar a Dios sobre todas las cosas y buscar en todo su Voluntad.

El rescate ya está pagado.  Pero para ser salvados, Dios requiere nuestra disposición a ser rescatados.  Nuestra disposición consiste en cumplir en todo la Voluntad del Padre, igual que el Mesías.

Para esto, Cristo nos ha dejado muchas ayudas (son sus gracias):  su alimento en la Sagrada Comunión y su perdón en el Sacramento de la Confesión.   Ayuda muy importante es también la comunicación con El.  Y es importante, porque la oración nos hace dóciles y perceptivos al Espíritu Santo, Quien nos lleva por el camino de la Voluntad de Dios.





Con el Salmo 62 damos gracias a Dios y lo alabamos por todo lo que hizo por nosotros y por todo lo que nos da continuamente.  También nos mostramos muy necesitados de El, pues sin El somos como tierra seca, necesitada de agua.  Porque tenemos sed de El, lo añoramos y lo buscamos en la oración.

Con todas las ayudas que tenemos y con nuestra participación se completa el Plan de Rescate de Dios para cada uno de nosotros.  ¿Lo aprovechamos?















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.net.


domingo, 2 de junio de 2019

«Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (evangelio Dominical)



                                                    



Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente la “misión que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). La Palabra de Dios sigue siendo actualidad viva hoy: 

«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo (...) y seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta los confines del mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo. 

                                               



Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».


Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).

Su reinado se esta gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.






Conclusión del santo evangelio según san Lucas (24,46-53):


                                           




En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.» 

Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. 

Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Palabra del Señor



COMENTARIO






Estamos celebrando la Fiesta de la Ascensión de Jesucristo nuestro Señor al Cielo.  Y esta Fiesta nos provoca sentimientos de alegría, pues el Señor asciende para reinar desde el Cielo (¡El es el Rey del Universo!).  Pero también evoca sentimientos de nostalgia, pues Jesucristo se va ya de la tierra.

Recordemos que Jesucristo había resucitado después de una muerte que fue ¡tan traumática! - traumática para El por los sufrimientos intensísimos a que fue sometido - ... y traumática también para sus seguidores, para sus Apóstoles y discípulos, que quedaron estupefactos ante lo sucedido el Viernes Santo ...

Luego viene para ellos la sorpresa de la Resurrección.  Al principio no creyeron lo que les dijeron las mujeres, luego el mismo Señor Resucitado se les apareció varias veces, y entonces recordaron y creyeron lo que El les había anunciado.  Pero fíjense:  la verdad es que los Apóstoles no entendían bien a Jesús cuando les anunciaba todo lo que iba a suceder:  lo de su muerte, su posterior resurrección y luego también lo de su Ascensión al Cielo.

         



De muchas maneras les anunció el Señor lo que hoy celebramos:  su Ascensión.  Y en esos anuncios se notaban en Jesús sentimientos de nostalgia por dejar a sus Apóstoles.  Fijémonos como les habló sobre esto durante la Ultima Cena: “He deseado muchísimo celebrar esta Pascua con ustedes ... porque ya no la volveré a celebrar hasta ...” (Lc. 22, 15-16).   “Me voy y esta palabra los llena de tristeza”.  (Jn. 16, 6)
Y en cada uno de los anuncios de su partida, Jesús trataba de consolarlos: “Ahora me toca irme al Padre ... pero si me piden algo en mi nombre, yo lo haré”.  (Jn. 14, 12-13)

Inclusive les dio argumentos sobre la conveniencia de su vuelta al Padre: “En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no podrá venir a ustedes el Consolador.  Pero si me voy, se los enviaré ... les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn. 16, 7 y14, 26)

Después de su Resurrección, el Señor pasa unos cuarenta días apareciéndose en la tierra a sus discípulos, a sus Apóstoles, a su Madre, para fortalecerles la Fe.

Es lo que nos refiere la Primera Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles: “Se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios.  Un día, les mandó:

‘No se alejen de Jerusalén.  Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado ... Dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu Santo’”(Hch. 1, 3-5).
La promesa del Padre era el Espíritu Santo, el Consolador, que vendría unos días después, en Pentecostés.


                       



Y luego de esos cuarenta días, llegó el momento de su partida.  Entonces, los llevó a un sitio fuera y luego de darles las últimas instrucciones y bendecirlos, se fue elevando al Cielo a la vista de todos los presentes.

Si la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor ante Pedro, Santiago y Juan fue algo tan impresionante, ¡cómo sería la Ascensión!  Todos los presentes quedaron impresionados de la despedida del Señor, que fue ciertamente triste para ellos, pero también de alegría, pues el Señor subía glorioso para sentarse a la derecha del Padre ...  Y Jesús subía y subía, refulgente, El que es el Sol de Justicia ... hasta que fue ocultado por una nube.

El impacto de este misterio fue tal, que aún después de haber desaparecido Jesús, los Apóstoles y discípulos seguían en éxtasis, mirando fijamente al Cielo.

Fue, entonces, cuando dos Ángeles interrumpieron ese éxtasis colectivo de amor, de nostalgia, de admiración al Señor, cuyo cuerpo radiantísimo había ascendido al Cielo, y les dijeron los dos Ángeles al unísono: 

“¿Qué hacen ahí mirando al cielo?  Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hech. 1,11).


                                   

                    

Como enseñanza de la Ascensión es importante recordar ese anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de Jesucristo.

Fijémonos bien:  nos dicen los Ángeles que Cristo volverá de igual manera como se fue; es decir, en gloria y desde el Cielo.  Jesucristo vendrá en ese momento como Jueza establecer su reinado definitivo.

Así lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo:  de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin.

El misterio de la Ascensión de Jesucristo es un misterio de fe y esperanza en la vida eterna.  La misma forma física en que se despidió el Señor -subiendo al Cielo- nos muestra nuestra meta, ese lugar donde El está, al que hemos sido invitados todos, para estar con El.

Ya nos lo había dicho al anunciar su partida: “Voy allá a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré junto a mí, para que donde yo estoy, estén también ustedes” (Jn. 14,2-3).

                                


La Ascensión de Jesucristo al Cielo en cuerpo y alma gloriosos debe despertarnos el anhelo de Cielo, la esperanza de nuestra futura inmortalidad.

Las Ascensión proclama no sólo la inmortalidad del alma, sino también la de cuerpo.

Recordemos que nuestra esperanza está en resucitar en cuerpo y alma gloriosos como El, para disfrutar con El y en El de una felicidad completa, perfecta y para siempre.

La Ascensión de Jesucristo nos recuerda también la promesa que hizo a los Apóstoles -y nos la hace a nosotros también- sobre la venida del Espíritu Santo.

Es el Espíritu Santo -el Espíritu de Dios- quien nos enseña y quien recuerda todo lo que Cristo nos dijo.  Su venida la celebraremos el próximo Domingo.





Por eso, este tiempo previo a Pentecostés debería ser un tiempo de oración, como lo tuvieron los Apóstoles después de la Ascensión. La Santísima Virgen María los reunió y los animó orando con ellos durante nueve días (¡fue la primera Novena en la Iglesia!), en espera del Espíritu Santo.  Se reunían diariamente.  Y ella los consolaba y los animaba para cumplir la misión que el Señor les había encomendado.

Así estamos nosotros hoy también.  Tenemos una misión que nos han encomendado Jesucristo y nos lo han recordados los Papas.

En su Carta Apostólica, Nuovo Millennio Ineunte (Al comienzo del nuevo milenio), elPapa Juan Pablo II nos pidió reforzar e intensificar la Nueva Evangelización y nos dio sus instrucciones:  santidad, oración, primacía de la gracia, vida sacramental, escucha de la Palabra de Dios, para luego anunciar la Palabra de Dios.

Y tengamos en cuenta, además, lo que llama el Papa en su Carta “la primacía de la gracia”.  Se refiere a nuestra respuesta a la gracia, recordándonos que “sin Cristo, nada podemos hacer”.




Y para poder vivir esa verdad tan olvidada, de que nada somos sin la gracia de Cristo, el Papa nos insiste en la necesidad de la oración.

Nadie puede dar lo que no tiene.  Tenemos que llenarnos de Dios para llevarlo a los demás.  Tenemos que llenarnos de la Palabra de Dios, para poder anunciarla a los demás.  Bien decía Santa Teresa de Jesús: “Orar es llenarse de Dios para darlo a los demás”.   Y Santo Domingo de Guzmán lo abreviaba aún más: “Contemplad y dad lo contemplado”.

Y no tengamos la idea equivocada de que la oración nos hace perder tiempo necesario para la acción:  muy por el contrario, la oración nos hace mucho más eficientes en la acción.

Que la Ascensión del Señor nos despierte, entonces, el deseo de responder al llamado a evangelizar que nos hizo Jesús precisamente justo antes de subir al Cielo y que nos siguen pidiendo sus Representantes aquí en la tierra que son los Papas.




Los Apóstoles, discípulos y primeros cristianos realizaron la Primera Evangelización.  Nosotros, los cristianos de este tercer milenio, estamos llamados a realizar la Nueva Evangelización porque este mundo de hoy necesita ser re-evangelizado.

Que el Espíritu Santo nos renueve interiormente en su próxima Fiesta de Pentecostés para cumplir el mandato de Cristo y el llamado de la Iglesia. 

Que así sea.