domingo, 30 de septiembre de 2018

«No hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí» (Evangelio Dominical)




Hoy, según el modelo del realizador de televisión más actual, contemplamos a Jesús poniendo gusanos y fuego allí donde debemos evitar ir: el infierno, «donde el gusano no muere y el fuego no se apaga» (Mc 9,48). Es una descripción del estado en el que puede quedar una persona cuando su vida no la ha llevado allí adonde quería ir. Podríamos compararlo al momento en que, conduciendo nuestro automóvil, tomamos una carretera por otra, pensando que vamos bien y vamos a parar a un lugar desconocido, sin saber dónde estamos y adónde no queríamos ir. Hay que evitar ir, sea como sea, aunque tengamos que desprendernos de cosas aparentemente irrenunciables: sin manos (cf. Mc 9,43), sin pies (cf. Mc 9,45), sin ojos (cf. Mc 9,47). Es necesario querer entrar en la vida o en el Reino de Dios, aunque sea sin algo de nosotros mismos

Posiblemente, este Evangelio nos lleva a reflexionar para descubrir qué tenemos, por muy nuestro que sea, que no nos permite ir hacia Dios, —y todavía más— qué nos aleja de Él.





El mismo Jesús nos orienta para saber cuál es el pecado en el que nos hacen caer nuestras cosas (manos, pies y ojos). Jesús habla de los que escandalizan a los pequeños que creen en Él (cf. Mc 9,42). “Escandalizar” es alejar a alguien del Señor. Por lo tanto, valoremos en cada persona su proximidad con Jesús, la fe que tiene.

Jesús nos enseña que no hace falta ser de los Doce o de los discípulos más íntimos para estar con Él: «El que no está contra nosotros, está por nosotros» (Mc 9,40). Podemos entender que Jesús lo salva todo. Es una lección del Evangelio de hoy: hay muchos que están más cerca del Reino de Dios de lo que pensamos, porque hacen milagros en nombre de Jesús. Como confesó santa Teresita del Niño Jesús: «El Señor no me podrá premiar según mis obras (...). Pues bien, yo confío en que me premiará según las suyas».




Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,38-43.45.47-48):







En aquel tiempo, Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo.»
Jesús replicó: «No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro. Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua porque sois del Mesías no quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y lo echaran al mar. Y si tu mano es ocasión de pecado para ti, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al fuego eterno que no se extingue. Y si tu pie es ocasión de pecado para ti, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la vida, que ser arrojado con los dos pies al fuego eterno. Y si tu ojo es ocasión de pecado para ti, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al fuego eterno, donde el gusano que roe no muere y el fuego no se extingue.»


Palabra del Señor





COMENTARIO.





Las Lecturas de hoy (Evangelio y Primera Lectura) nos hablan del derramamiento del Espíritu Santo fuera del círculo más íntimo de la comunidad dirigida por el Señor.

En efecto San Marcos (Mc 9, 38-43.45.47-48) nos narra el episodio en el que el Apóstol Juan le dice a Jesús: “‘Hemos visto a uno que expulsaba a los demonios en tu nombre, como no es de los nuestros, se lo prohibimos’. Pero Jesús le respondió: ‘No se lo prohíban, porque no hay ninguno que haga milagros en mi nombre, que luego sea capaz de hablar mal de mí. Todo aquél que no está contra nosotros, está a nuestro favor’”.

Son palabras del Señor que hay que revisar muy bien, pues en otra oportunidad y, tratando el mismo tema de la expulsión de demonios, dijo lo contrario: “Quien no está conmigo, está contra mí” (Lc 11, 23). En realidad, en el primer caso, Jesús reconoce que sus seguidores pueden estar fuera del pequeño grupo de sus discípulos. Pero en la segunda ocasión, está refiriéndose a un grupo que lo atacaba, que decía - ¡nada menos! - que El echaba los demonios por el poder del mismo Demonio. ¡Acusación tremenda y definitivamente blasfema! Hay que saber diferenciar entre unos y otros.

La Primera Lectura (Nm 11, 25-29) nos narra un incidente en tiempos de Moisés. Nos cuenta que el Espíritu de Dios descendió sobre los setenta ancianos que estaban con Moisés y éstos se pusieron a profetizar. Pero el Espíritu Santo que “sopla donde quiere” (Jn 3, 8), hizo algo inesperado: se posó también sobre dos hombres que, si bien no estaban en el grupo con Moisés, estaban también en el campamento. Y sucedió lo mismo que con el Apóstol Juan: Josué, ayudante de Moisés, pensó que debía prohibírseles profetizar a estos dos elegidos, que no pertenecían al grupo más íntimo. Moisés corrige a Josué y exclama que ojalá todo el pueblo de Dios recibiera el Espíritu del Señor.

Estos dos episodios nos revelan que el Espíritu de Dios es libérrimo y que a veces se comunica fuera de los canales oficiales, lejos de la autoridad. Esos instrumentos más lejanos podrán ser genuinos siempre que sean realmente elegidos de Dios y siempre que respondan adecuadamente a esta elección, desde luego sometiéndose siempre a la autoridad, como vemos que sucedió en estos dos casos que nos traen las lecturas de este domingo.






Hay un caso muy famoso en el que el Espíritu de Dios se derramó en forma impresionante fuera del círculo íntimo inicial. San Pablo (Hech 9), por ejemplo, no pertenecía a los Doce, ni siquiera estaban cerca de ellos, ni siquiera era cristiano: sabemos que más bien perseguía a los seguidores de Cristo. También está el caso de Cornelio (Hech 10).

Sin embargo, hay que tener mucho cuidado en no confundir lo que realmente viene del Espíritu de Dios y lo que viene de Satanás, el cual es muy astuto, y sabemos por la Biblia y por experiencia, que se disfraza de “ángel de luz” (2 Cor 11, 14). Siempre ha habido que tener cuidado con este engaño satánico, pero esto es aún más necesario en nuestros días en que aparecen por todos lados milagros y supuestos mensajes de Dios y de la Virgen.

La difusión de prodigios provenientes del Demonio, quien es capaz de engañar a muchos haciéndoles creer que estos prodigios vienen del Espíritu de Dios, se difundían hace un tiempo en forma discreta y más bien escondida. Ahora no sólo continúan estas formas antiguas de difusión, sino que los engaños del Demonio y los demonios se propagan en forma masiva.

Recordemos que, si bien Jesucristo no quería que se marginara a sus genuinos seguidores, también nos previno contra los engañadores: “Se presentarán falsos cristos y falsos profetas, que harán cosas maravillosas y prodigios capaces de engañar, si fuera posible, aun a los elegidos de Dios. ¡Miren que se los he advertido de antemano!” (Mt 24, 24).

La clave para saber quién es quién, está en darnos cuenta de que quien funge como instrumento de Dios, realmente lo sea, que esa persona verdaderamente actúe “en nombre de Jesús” -como nos dice el Evangelio de hoy- y que sea el Espíritu Santo Quien obre en él o en ella -como leemos en la lectura del Libro de los Números.

Una cosa es el que Dios manifieste su poder sanador a través de una persona por El elegida como su instrumento y quien ha respondido dócil y humildemente al llamado del Señor, y otra cosa es pretender sanar “abriendo ‘chakras’” y “conectándose con la ‘Energía Universal’”, tratar de “curarse uno mismo” y -como si fuera poco- algo aún más audaz: “convertirse en sanadores de los demás”. (Las comillas son de una invitación a un curso para sanarse uno mismo y aprender a sanar a los demás). De más reciente aparición en este tipo de prácticas paganas esotéricas está el Reiki, que en realidad es básicamente lo mismo: el que lo practica cree que puede sanar por las manos a través de una “energía universal” que supuestamente se transfiere por las palmas de sus manos al paciente.





Aunque los que estos medios usan digan que son amigos de Jesús ¿realmente están con El ... o en contra de El? ¿Es Jesús Quien sana a través de ellos? ¿Es el Espíritu de Dios actuando en ellos? ¿O son ellos mismos, actuando en nombre propio y usando técnicas ocultistas -por cierto, muy peligrosas- que confunden a personas incautas y las hacen caer en graves riesgos físicos, emocionales y espirituales? Hay que saber diferenciar.

Una cosa es una persona a través de quien Dios se manifiesta dando un mensaje para un grupo, para otra persona o tal vez para el mundo, como puede ser algún vidente de una genuina aparición mariana, y otra cosa muy distinta es un adivino, un astrólogo o un brujo, que pretenda conocer y dar a conocer el futuro o resolver algún problema a través de técnicas ocultistas y demoníacas. Y ¡ojo, porque a veces tienen aciertos! Acierten éstos o no, parezcan amigos de Jesús o no, hay que preguntarse: ¿están éstos actuando en nombre de Dios y bajo la influencia del Espíritu Santo?

Algunos pueden presentarse de manera más encubierta. Pero… “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16). La persona que dice recibir mensajes o realizar prodigios ¿da frutos buenos de santidad en sí misma? ¿Se ven frutos de santidad en quienes la siguen? ¿O éstos, en vez de seguir a Dios, van fascinados tras el personaje por ser éste atractivo o complaciente? Nuevamente…recordemos lo que el Señor nos ha advertido de antemano: los falsos profetas harán cosas maravillosas, capaces en engañar.

Sabemos por la Sagrada Escritura y por la experiencia que Dios puede manifestarse en forma sobrenatural. Sin embargo, es necesario recalcar que no podemos ir tras estas manifestaciones extraordinarias, denominadas “carismas” en lenguaje bíblico, como si fueran el centro de la vida cristiana y lo único importante. Sabemos que son auxilios y que Dios las suscita para ayudar en la evangelización, para facilitar la conversión, para avivar la fe en la Iglesia.

Pero como Dios se revela de modo extraordinario y de hecho lo hace cuando quiere, como quiere, donde quiere y a través de quien quiere, nuestra actitud debe ser la de una entrega confiada en la providencia divina, sin estar buscando estas manifestaciones.

Nos dice el Catecismo que la función de las revelaciones privadas es ayudarnos, en algún momento de la historia, a vivir más plenamente lo que nos ha revelado Jesucristo. (ver CIC #67)

Y cuando se dan estas manifestaciones extraordinarias, hay que tener mucho cuidado en no seguir falsos profetas. Pero tampoco debiéramos rechazar o ahogar aquéllas que genuinamente vienen de Dios, como bien nos indica San Pablo (1 Tes. 5, 12.19.21) y también lo ratificó la Iglesia en el Concilio Vaticano II:

"Es la recepción de estos carismas, incluso los más sencillos, la que confiere a cada creyente el derecho y el deber de ejercitarlos para bien de la humanidad y edificación de la Iglesia, en el seno de la propia Iglesia y en medio del mundo, con la libertad del Espíritu Santo, que sopla donde quiere (Jn. 3,8), y en unión al mismo tiempo con los hermanos en Cristo, y sobre todo con sus pastores, a quienes toca juzgar la genuina naturaleza de tales carismas y su ordenado ejercicio, no, por cierto, para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno (cf. 1 Tes. 5, 12.19.21)”. (Apostolicam actuositatem #3).

El Evangelio de hoy también toca el pecado de escándalo, es decir, el pecado en que por dar mal ejemplo o por dar un mal consejo, podemos hacer caer a otros en pecado; es decir, cuando nuestra conducta o nuestra palabra pueden servir de ocasión de pecado para otros.





Y Jesús fue sumamente severo con este tipo de pecado, especialmente cuando se escandaliza “a la gente sencilla que cree en El: ‘Más le valdría que le pusieran al cuello una de esas enormes piedras de molino y lo arrojaran al mar’”.

Fue igualmente severo el Señor al exigirnos cualquier renuncia con tal de evitar los pecados que nos alejan de El y ponen en peligro nuestra salvación eterna:

“Si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo, pues más te vale entrar cojo en la vida eterna, que ser arrojado con tus dos pies al lugar de castigo”. Y se refirió con la misma severidad al ojo y a la mano, todo para indicarnos lo importante que es nuestra salvación y lo grave que sería la condenación. Ningún esfuerzo es grande y ninguna negación imposible, cuando se trata de llegar a la Vida Eterna.










Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org


domingo, 23 de septiembre de 2018

“El que quiera ser el primero, que sea el último” (Evangelio Dominical)





Jesús dice que no vino a ser servido sino a servir, y es que todos tenemos una misión, un servicio que cumplir. Ya lo decía Madre Teresa: el que no vive para servir, no sirve para vivir ¿Qué es lo que Dios me pide a mí? Si ya he encontrado mi camino debo lanzarme a seguirlo pues a través de él llegaré a Dios. Si todavía no estoy seguro, debo seguir buscando con la seguridad de que hay uno para mí porque Dios no hace nada sin sentido.

En la oración, no debo temer preguntarle a Dios qué me pide, o contarle mis deseos y sueños. Él es un Padre que se interesa por sus hijos y quiere que le hable sobre aquello que me preocupa. Sí, es Dios y lo sabe todo, pero también es Padre y desea que como niño me acerque a Él con confianza y amor.



Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,30-37):





En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.» Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.

Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»

Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»

Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:

«El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»

Palabra del Señor



COMENTARIO




 En el Evangelio de hoy (Mc. 9, 30-37) vemos cómo Jesús seguía tratando de explicar a sus discípulos su pasión y muerte, la cual era ya inminente. Nos cuenta el Evangelista que iba Jesús atravesando Galilea con ellos, pero que no quería que nadie lo supiera pues iba enseñándoles justamente sobre lo que iba a ocurrir pocos días después.

Por cierto, el Señor cada vez que hablaba de su muerte, también hablaba de su resurrección. Pero los discípulos no querían entender. Probablemente se quedaban con el anuncio de la primera parte -e igual que nosotros hacemos- atemorizados por el sufrimiento y la muerte, ni se daban cuenta del triunfo final: la resurrección.

De tal forma huían los Apóstoles del tema que Jesús quería tratar con ellos que, según nos cuenta este Evangelio, se pusieron a hablar -sin que Jesús les oyera- sobre quién de ellos era el más importante.

¡Cuán lejos puede llevarnos esa mentalidad de mundo que nos hace huir de la cruz que Jesús nos ofrece!




Miremos a los Apóstoles, los más allegados al Señor: ante un asunto tan serio y delicado, tan necesario de comprender y de aceptar, ellos usan la evasión y llegan al extremo de cambiar el tema por discutir sobre quién sería el primero, cuando ya Jesús no estuviera.

Caminando al lado de Jesús, a Quien ya no tendrían con ellos por mucho más tiempo, hacen todo lo contrario a lo que El les enseñó: dan entrada al orgullo, a las rivalidades y las envidias. Con esos pensamientos y ocultas conversaciones, hubieran podido llegar a cualquier desorden y a toda clase de obras malas.

Es precisamente lo que nos advierte el Apóstol Santiago en la Segunda Lectura (St. 3, 16 - 4, 3), la cual vale la pena detallar, porque con frecuencia caemos en estos desórdenes de que nos habla Santiago.

Comienza por precavernos acerca de las “envidias y rivalidades”, porque éstas son señal “de desorden y de toda clase de obras malas”. Y … ¿nos damos cuenta de que, como la envidia es un pecado medio escondido nos sentimos con derecho a acunar en nuestro corazón tales sentimientos, sin darnos cuenta de lo que nos alerta el Apóstol: esos “desórdenes y obras malas” que son consecuencia de las rivalidades y de la envidia.




El que acune en su corazón lo que nos vende el Demonio, termina siendo instrumento del Mal, del mismo Demonio. El Apóstol Santiago lo sabe, lo ha visto y nos alerta de las consecuencias de la envidia. “Ustedes codician lo que no pueden tener y acaban asesinando. Ambicionan algo que no pueden alcanzar, y entonces combaten y hacen la guerra”.

Y ¿dónde comenzaron esos conflictos? Bien lo dice Santiago: “las malas pasiones que siempre están en guerra dentro de ustedes”. Así comienza todo: en nuestro interior.

En cambio –nos dice Santiago- “los que tienen la Sabiduría que viene de Dios son puros, ante todo”. Vale la pena destacar la Sabiduría que viene de Dios y la pureza de corazón.

¿Qué es tener la Sabiduría Divina? Es tener el pensar de Dios, la forma de ver las cosas que tiene Dios, la manera de analizar las circunstancias de nuestra vida según Dios. Es ver las cosas como Dios las ve, no con nuestra miopía espiritual, tan contaminada por el mundo y tan de acuerdo a nuestros pensamientos humanos que suelen estar tan desviados de la visión eterna. Y que, por supuesto, están tan desviados de las paradojas que nos propone el Evangelio de hoy y el del domingo anterior:




Tomar nuestra cruz de cada día. Perder la vida para ganar la Vida. Ser último para llegar a ser primero. Ser pequeños, sencillos y confiados como son los niños. Los Sabios, según Dios –no según el mundo- son también “puros”. Y ¿qué es pureza de corazón? Es no anidar en nuestro corazón pensamientos y sentimientos contrarios a la Sabiduría Divina. Es tener rectitud de intención: lo que hago lo hago porque así debe ser, porque así Dios lo quiere … no por ser popular y aceptado, no por ser reconocido y quedar bien. Es también tener lo que se ha dado por llamar “honestidad mental”.

Los que así se comportan son, entonces, “amantes de la paz, comprensivos, dóciles, están llenos de misericordia y buenos frutos, son imparciales y sinceros”.

Volviendo al Evangelio: porque la envidia, las rivalidades y los deseos de primacía son tan peligrosos, Jesús tiene que detener de inmediato la inconveniente discusión que traían los Apóstoles por el camino.




Y lo hace, valiéndose el Señor de su Omnisciencia, mediante la cual Dios conoce nuestros más íntimos pensamientos y sentimientos, además de nuestras más escondidas palabras. Es así como, haciéndose el inocente, le pregunta a los discípulos: “¿De qué discutían por el camino?”. Por supuesto, se quedaron atónitos sin poder responder. Luego de este silencio, llamó a los doce Apóstoles y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos”.

Es lo que precisamente el Señor les venía anunciando de su pasión y muerte. El, Dios mismo, el Ser Supremo, el verdaderamente más importante y primero de todos, se rebajaría a la condición de servidor de todos, para darnos el mayor servicio que nadie podía darnos: dar su vida misma, con un sufrimiento indescriptible, por el rescate de cada uno de nosotros.

Ahora bien, ¿por qué matan a Jesús, sin realmente tener culpa? Muchas son las explicaciones y motivos que pueden aludirse, basándonos en la Biblia. Una de éstas explicaciones la trae el Libro de la Sabiduría (Sb. 2, 12.17-20), que leemos en la Primera Lectura:




“Los malvados dijeron entre sí: ‘Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los principios en que fuimos educados ... Sometámoslo a la humillación y a la tortura ... Condenémosle a una muerte ignominiosa’”.

La conducta del Justo (Jesucristo, Hijo de Dios) y de todos los que tratan de ser justos, siempre resulta una amenaza para los que no desean ser justos. La conducta de los buenos es como el espejo de la maldad de los malos. Estos reaccionan maniobrando contra los buenos, calumniando o criticando, para tratar de quitarlos del medio.

El Salmo 53 es especialmente elocuente y de gran consuelo y fortaleza: “El Señor es Quien me ayuda”, repetimos en el responsorio. Al ser atacados, perseguidos, al recibir cualquier trato injusto, debemos saber que es Dios mismo Quien está a nuestro lado para defendernos… aunque no lo veamos y a veces ni nos demos cuenta de su presencia que nos acompaña y fortalece, aunque nos parezca que no está y que nos hacen trizas y parecen ganar la lucha. Recordemos que la lucha tiene un final, el mismo de la Pasión de Cristo: es la gloria de nuestra resurrección.

Otras estrofas del Salmo 53 nos dicen: “Gente violenta y arrogante contra mí se ha levantado. Andan queriendo matarme.” Pero… “El Señor es Quien me ayuda … El es Quien me mantiene vivo”





Esto fue así muy especialmente para Jesús, pero lo es también para todo el que trata de seguirlo a El. De allí que El nos recuerde: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga” (Mc. 8, 34).

Los Apóstoles terminaron entendiendo lo que antes no entendían, al punto que dieron su vida por Cristo y por el Evangelio. Y nosotros ... ¿ya hemos comprendido estas palabras?















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org
Catholic.net 


domingo, 16 de septiembre de 2018

«Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» (Evangelio Dominical)





Hoy día nos encontramos con situaciones similares a la descrita en este pasaje evangélico. Si, ahora mismo, Dios nos preguntara «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27), tendríamos que informarle acerca de todo tipo de respuestas, incluso pintorescas. Bastaría con echar una ojeada a lo que se ventila y airea en los más variados medios de comunicación. Sólo que… ya han pasado más de veinte siglos de “tiempo de la Iglesia”. Después de tantos años, nos dolemos y —con santa Faustina— nos quejamos ante Jesús: «¿Por qué es tan pequeño el número de los que Te conocen?».

Jesús, en aquella ocasión de la confesión de fe hecha por Simón Pedro, «les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él» (Mc 8,30). Su condición mesiánica debía ser transmitida al pueblo judío con una pedagogía progresiva. Más tarde llegaría el momento cumbre en que Jesucristo declararía —de una vez para siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy» (Lc 22,70). Desde entonces, ya no hay excusa para no declararle ni reconocerle como el Hijo de Dios venido al mundo por nuestra salvación. Más aun: todos los bautizados tenemos ese gozoso deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por todo el mundo y a toda criatura (cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación de la Buena Nueva es tanto más urgente si tenemos en cuenta que acerca de Él se siguen profiriendo todo tipo de opiniones equivocadas, incluso blasfemas.



Pero el anuncio de su mesianidad y del advenimiento de su Reino pasa por la Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo nos recuerda que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (n. 769). He aquí, pues, el camino para seguir a Cristo y darlo a conocer: «Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» (Mc 8,34).





Lectura del santo evangelio según san Marcos (8,27-35):




En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»

Palabra del Señor






COMENTARIO.




Las Liturgia de hoy nos lleva una vez más a meditar sobre la paradoja de la cruz y del sufrimiento humano.  El misterio del dolor humano es ¡tan difícil! de aceptar, mucho menos comprender ... Las lecturas de hoy, sin embargo, pueden ayudarnos a entenderlo un poco más.

La Primera Lectura (Is. 50, 5-9) nos presenta el anuncio que, siglos antes, hace el Profeta Isaías de los sufrimientos de Cristo, descripciones tan reales que parece como si el Profeta hubiera estado presente en el momento mismo que se sucedieron estos acontecimientos.

Importante observar la actitud de Jesús ante las torturas inflingidas a El:  aceptación del dolor con mansedumbre y abandono confiado en la voluntad del Padre: “Yo no he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás.  Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba.  No aparté mi rostro de los insultos y salivazos”.

El abandono confiado en Dios Padre se nota en esta frase: “Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endureció mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado”.   La confianza plena en el Padre le hace sentir cierto alivio y le asegura el triunfo final, que se dará en el momento de la resurrección, cumpliéndose el objetivo de su sufrimiento:  la salvación de la humanidad.




Es fácil, entonces, sacar conclusiones aplicables para los momentos de sufrimiento propio:   mansedumbre ante el dolor, entrega confiadísima a Dios, con la seguridad del alivio y del triunfo final.

Además, tener siempre en cuenta el objetivo del sufrimiento:  la salvación propia y de los demás.  Como bien dice San Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col. 1, 24).   Y es así:  nuestros sufrimientos bien aceptados, en imitación a Jesús sufriente y crucificado -y, por lo tanto, unidos al sufrimiento de Cristo-  los utiliza la providencia divina para la salvación de la humanidad.

El Evangelio (Mc. 8, 27-35) recoge uno de los pasajes más impactantes de Jesús con los Apóstoles.  Iban de camino en una de sus largas correrías, cuando Jesús decide preguntarles quién dice la gente que es El.

Las respuestas sobre lo que dice la gente son evidentemente equivocadas.  Pero al precisarlos un poco más, preguntándoles quién creen ellos que es, la respuesta del impetuoso Pedro no se hace esperar: “Tú eres el Mesías”.  Es decir, ellos sabían que era el esperado por el pueblo de Israel para salvarlo, y Pedro lo confiesa así.




El problema estaba en el concepto que tenía el pueblo de Israel del Mesías.   Y los apóstoles, a pesar de andar con Jesús, también querían un Mesías libertador y vencedor desde el punto de vista temporal.  ¿Para qué?  Para que los librara del dominio romano y estableciera un reino terrenal, mediante el triunfo y el poder.

Pareciera como si los Apóstoles, y junto con ellos el pueblo judío, no hubieran puesto mucha atención a las clarísimas profecías de Isaías sobre el Mesías, como el Siervo sufriente de Yahvé.

Por eso Jesús tiene que corregirlos de inmediato.  Cuando Pedro, pensando tal vez en ese Mesías triunfador, llama a Jesús aparte para tratar de disuadirlo de lo que acababa de anunciarles como un hecho, la respuesta del Señor resulta ¡impresionante!

Nos cuenta el Evangelio que enseguida que Pedro lo reconoce como el Mesías, Jesús “se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día”.






El Evangelista agrega: “Todo esto lo dijo con entera claridad”.   Y lo dice para que nos demos cuenta de que Jesús sí les anunció todo lo que iba a sucederle, inclusive les anunció su resurrección.

Pero ellos, obnubilados por el rechazo al patético anuncio de la pasión y muerte, no entendieron bien, ni tampoco pudieron acordarse de estas palabras tan importantes cuando se sucedieron todos los acontecimientos que el Señor les había anunciado muy claramente.

La corrección que hizo el Señor de la idea equivocada del Mesías triunfador temporal, fue especialmente severa para con Pedro, pero fue para todos los discípulos, pues nos dice el texto que “Jesús se volvió y, mirando a los discípulos, reprendió a Pedro”.   Le dijo sin ninguna suavidad: “¡Apártate de mí, Satanás!  Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”.  ¡Llamó a Pedro “Satanás”!

Ahora bien, tan tremenda respuesta tiene que tener algún motivo serio.  San Pedro estaba siendo tentado por el Demonio y a éste Jesús le responde igual que cuando en el desierto quiso también tentarlo con el poder temporal.


Por la severa respuesta de Jesús, resulta evidente que, para sus seguidores, rechazar el sufrimiento no es una opción.  Todo intento de rechazo de la cruz y del sufrimiento, todo intento de buscarnos un cristianismo sin cruz y sufrimiento, es una tentación y, como vemos, no va de acuerdo con lo que Jesús continúa diciéndonos en este pasaje evangélico.





Dice el texto que, luego de reprender a Pedro, se dirigió entonces a la multitud y también a los discípulos, para explicar un poco más el sentido del sufrimiento:  el suyo y el nuestro.

El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”.   Más claro no podía ser:  el cristianismo implica renuncia y sufrimiento.

Seguir a Cristo es seguirlo también en la cruz, en la cruz de cada día.  Y para ahondar un poco más en el asunto, agrega una explicación adicional: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.

Pero ... ¿qué significa eso querer salvar nuestra vida?  Significa querer aferrarnos a todo lo que consideramos que es “vida” sin realmente serlo.  Es aferrarnos a lo material, a lo perecedero, a lo temporal, a lo que nos da placer, a lo que nos da poder, a lo ilícito, etc.   Y a veces, inclusive, a lo que consideramos lícito y hasta un derecho.

Si pretendemos salvar todo esto, lo vamos a perder todo.  Y, como si fuera poco, perderemos la verdadera “Vida”.   Pero si nos desprendemos de todas estas cosas, salvaremos nuestra Vida, la verdadera, porque obtendremos, como Cristo, el triunfo final:  la resurrección y la Vida Eterna.





En la Segunda Lectura (St. 2, 14-18) el Apóstol Santiago nos habla de que la fe sin obras es cosa muerta.  Relacionando esto con el sentido del sufrimiento humano, podríamos decir que, si el cristiano no testimonia su fe en Cristo, aceptando llevar con El su cruz, esa fe es vana.

Sin embargo, más allá de esta aplicación de la carta de Santiago al sufrimiento humano, cabe aquí destacar lo trascendente y doloroso que ha sido este tema de la fe y las obras en la vida de la Iglesia.  En efecto, este tema ha sido un tema muy conflictivo, a partir de la Reforma Protestante, iniciada por Lutero.

Pero esta diferencia de tanto tiempo entre Católicos y Luteranos quedó saldada en Noviembre de 1999, con la firma de la Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación.  También la han firmado los Metodistas en 2006.  De este documento copiamos a continuación algunos párrafos que resultan muy esclarecedores y útiles para la vida espiritual:

“En la fe juntos tenemos la convicción de que la justificación es obra del Dios trino ...  Junto confesamos: ‘Sólo en la gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras’ (#15).





 “Juntos confesamos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios ... y es incapaz de volverse hacia El en busca de redención, de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios.  La justificación es obra de la sola gracia de Dios.  Puesto que Católicos y Luteranos lo confesamos, es válido decir que: (#19)   

         
“Cuando los Católicos afirman que el ser humano ‘coopera’, aceptando la acción justificadora de Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana. (#20)

         
          “Juntos confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de Dios en Cristo ... Dicha fe es activa en el amor y, entonces, el cristiano no puede ni debe quedarse sin obras (#25)

“Juntos confesamos que las buenas obras, una vida cristiana de fe, esperanza y amor, surgen después de la justificación y son fruto de ella.  Cuando el justificado vive en Cristo y actúa en la gracia que le fue concedida, en términos bíblicos, produce buen fruto.  Dado que el cristiano lucha contra el pecado toda su vida, esta consecuencia de la justificación también es para él un deber que debe cumplir.  Por consiguiente, tanto Jesús como los escritos apostólicos amonestan al cristiano a producir las obras del amor. (#37)




“Según la interpretación católica, las buenas obras, posibilitadas por obra y gracia del Espíritu Santo, contribuyen a crecer en gracia para que la justicia de Dios sea preservada y se profundice la comunión en Cristo.  Cuando los Católicos afirman el carácter ‘meritorio’ de las buenas obras, por ello entienden que, conforme al testimonio bíblico, se les promete una recompensa en el Cielo.  Su intención no es cuestionar la índole de esas obras en cuanto a don, ni mucho menos negar que la justificación siempre es un don inmerecido de la gracia, sino poner el énfasis en la responsabilidad del ser humano por sus actos. (#38)

“Los Luteranos ... consideran que las buenas obras del cristiano son frutos y señales de la justificación y no de los propios ‘méritos’, también entienden por ello que, conforme al Nuevo Testamento, la vida eterna es una ‘recompensa’ inmerecida en el sentido del cumplimiento de la promesa de Dios al creyente” (#39)













Fuentes:
Sagradas Escrituras.
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 9 de septiembre de 2018

«Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano sobre él» (Evangelio Dominical)






Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la curación de un hombre «sordo que, además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32). Como en muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida, el ciego de Jerusalén, etc.), el Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos. Los Padres de la Iglesia ven resaltada en este hecho la participación mediadora de la Humanidad de Cristo en sus milagros. Una mediación que se realiza en una doble dirección: por un lado, el “abajamiento” y la cercanía del Verbo encarnado hacia nosotros (el toque de sus dedos, la profundidad de su mirada, su voz dulce y próxima); por otro lado, el intento de despertar en el hombre la confianza, la fe y la conversión del corazón.


En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús realiza van mucho más allá que el mero paliar el dolor o devolver la salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera, la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una verdadera comunión de fe y de amor.






Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores del don divino es la de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio del don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de una profunda y genuina gratitud.

También para todos nosotros es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de realizarse en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.




Lectura del santo evangelio según san Marcos (7,31-37):






En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», esto es: «Ábrete.»
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»

Palabra del Señor





COMENTARIO.





El Evangelio de hoy nos trae un milagro de curación en que Jesús dice:  Effetá:  ábrete.  Y al pronunciar Jesús esta palabra y al tocar la lengua de un sordo y tartamudo, éste quedó totalmente curado de esa doble limitación.  Y los presentes exclamaban: “¡Qué bien lo hace todo!  Hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc. 7, 31-37).

Los milagros son signos exteriores de cosas más profundas que Dios realiza en cada persona.  Son signos de la conversión, del perdón del pecado, de la gracia divina que actúa, de la vida nueva que Cristo comunica.

Este milagro en particular ha sido un símbolo especial en la Iglesia desde los primeros siglos.  La Iglesia lo ha tomado como referido a lo que sucede en el Bautismo.

Los que hayan ido a un Bautizo, podrán haberse dado cuenta de que hay un momento en la ceremonia cuando el Celebrante hace mención a este milagro.  Así le reza al bautizado: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe”.






 En efecto, el Bautismo nos ha liberado de la sordera para escuchar la voz de Dios y de la traba en la lengua para proclamar nuestra fe en El.  Pero el Demonio, que no ceja en tratar de llevarnos a su bando y a la condenación eterna, puede poner nuevas sorderas y nuevas trabas.

Sin embargo, después de Cristo y después del Bautismo ya hemos sido redimidos, rescatados, y tenemos todos los medios necesarios para poder escuchar la voz de Dios y para proclamar nuestra fe en El.

Todos los obstáculos y trabas del Demonio quedan bajo control, siempre y cuando aprovechemos las gracias que Dios nos comunica en todo momento.

Y ¿en qué consiste la sordera espiritual?  En no poder escuchar a Dios.  El ruido del mundo puede opacar y hasta tapar la voz de Dios.  El mundo puede aturdirnos.  Las insinuaciones del Demonio tratan de que captemos la voz de Dios como no importante, hasta tonta, contraria a “nuestras” ideas, etc.

Más aún:  el Demonio nos hace creer que la voz de Dios es contraria a nuestros pretendidos “derechos”.





 Y, si nuestros “derechos” nos vienen de Dios … ¿cómo creer que lo que El nos proporciona como su Ley, o nos presenta como su Voluntad, va a estar en contra nuestra?

Como siempre, el Demonio pretende engañar y –de hecho- engaña a los que se quieren dejar engañar, porque prefieren las nefastas y malignas sugerencias del Maligno, que la suave y respetuosa voz de Dios.

Volviendo a la sordera:  las enfermedades físicas pueden ser un gran peso, sobre todo si no se llevan con entrega a la voluntad de Dios.  Pero, con todo el peso que éstas pueden causar, las otras, las espirituales, son mucho más dañinas y peligrosas.

Un ciego espiritual es aquél que no puede ver los caminos de Dios.
Un cojo espiritual es aquél que no puede andar por los caminos de  Dios.

Un sordo espiritual es aquél que no puede oír la voz de Dios.

Un mudo espiritual es aquél que no puede proclamar su fe en Dios.

Estos enfermos espirituales están en una situación mucho más grave que los que tienen impedimentos físicos de la vista, el oído o la lengua.  Porque un ciego que no puede ver el mundo físico que lo rodea, podría -si está abierto a Dios- ver en su corazón el camino que El le señala.  Y un sordo que no pueda oír a nadie, podría oír a Dios en su corazón.

Ya en el Antiguo Testamento habían sido anunciados los milagros de curaciones físicas y espirituales que el Mesías realizaría.  Sobre todo, el profeta Isaías los anunció como si los hubiera visto (Is. 35, 4-7), pasaje que nos trae la Primera Lectura de hoy.

Jesús hace mención a este pasaje de Isaías cuando San Juan Bautista manda a preguntarle si era el Mesías esperado.  Así responde el Señor a su primo, el Precursor:

“Vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído:   los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los leprosos quedan sanos, los muertos resucitan, y la Buena Nueva llega a los pobres” (Mt. 11, 4-5 y Lc. 7, 22-23).   Y Juan Bautista entendió clarito lo que Jesús le mandó a decir.





 Y, además de las curaciones, Jesús hace saber a Juan que la Buena Nueva ha llegado a los pobres.  ¿Por qué a los pobres?  ¿A quiénes se refiere Cristo?   ¿Quiénes son los “pobres” que reciben la Buena Nueva que Cristo nos vino a traer?

Es muy importante notar que en la pobreza también distinguimos la material y la espiritual.  En cuanto a la pobreza material, Dios no hace distinciones y exige que nosotros tampoco las hagamos, como bien instruye el Apóstol Santiago (St. 2, 1-5).

Y si alguna preferencia tiene el Señor es por los pobres, pero sobre todo por los que son pobres espirituales.

La pobreza material puede ir acompañada o no de la pobreza espiritual.  La pobreza material por sí misma no santifica.  La pobreza espiritual, sí.  La material hay que remediarla.  La espiritual hay que promoverla.

La espiritual consiste en sabernos necesitados de Dios, en sabernos débiles si no tenemos la fuerza de Dios, en reconocernos incapaces de nada si Dios no nos capacita, en saber poner nuestra esperanza sólo en Dios.

Desde el Antiguo Testamento se habla de esta pobreza espiritual:

Is. 66, 6: “fijo realmente mis ojos en el pobre y en el corazón arrepentido, que se estremece por mi Palabra”.

Is. 61, 1: “Me ha enviado para llevar la buena nueva a los pobres”.

Sof. 2, 3: “Busquen a Yavé, todos ustedes pobres del país que cumplen sus mandatos”.

Sof. 3, 12: “Dejaré un pueblo humilde y pobre, que buscará refugio sólo en el Nombre de Yavé”.

Tener pobreza espiritual es saber que es Dios Quien hace maravillas en nosotros, como bien lo proclamó la Santísima Virgen María en el Magnificat: “el Poderoso ha hecho maravillas en mí” (Lc. 1, 46-55).





Esa promesa se cumplirá en aquéllos que seamos pobres espirituales, quienes -como María- nos demos cuenta que no somos nosotros, sino que es Dios el que hace maravillas en quienes Lo reconocemos a El como el Todopoderoso.

“¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que lo aman?”, nos dice el Apóstol Santiago.  Y una de las condiciones para heredar su Reino es el hacernos pobres espirituales.















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org