domingo, 29 de mayo de 2022

«Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Evangelio Dominical)

 

 

Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente la “misión que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). La Palabra de Dios sigue siendo actualidad viva hoy: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo (...) y seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta los confines del mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo.

Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».





Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).

Su reinado se esta gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.


 

 Santo evangelio según san Lucas (24,46-53):

     



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.»
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO.

 

         


Estamos celebrando la Fiesta de la Ascensión de Jesucristo nuestro Señor al Cielo.  Y esta Fiesta nos provoca sentimientos de alegría, pues el Señor asciende para reinar desde el Cielo (¡El es el Rey del Universo!).  Pero también evoca sentimientos de nostalgia, pues Jesucristo se va ya de la tierra… como Hombre, porque como Dios sigue estando en todas partes

 

Recordemos que Jesucristo había resucitado después de una muerte que fue ¡tan traumática! - traumática para Él por los sufrimientos intensísimos a que fue sometido... y traumática también para sus seguidores, para sus Apóstoles y discípulos, que quedaron estupefactos ante lo sucedido el Viernes Santo. 

 

Luego viene para ellos la sorpresa de la Resurrección.  Al principio no creyeron lo que les dijeron las mujeres, luego el mismo Señor Resucitado se les apareció varias veces, y entonces recordaron y creyeron lo que Él les había anunciado.  Pero fíjense:  la verdad es que los Apóstoles no entendían bien a Jesús cuando les anunciaba todo lo que iba a suceder:  lo de su muerte, su posterior resurrección y luego también lo de su Ascensión al Cielo.

 

De muchas maneras les anunció el Señor lo que hoy celebramos:  su Ascensión.  Y en esos anuncios se notaban en Jesús sentimientos de nostalgia por dejar a sus Apóstoles.  Fijémonos como les habló sobre esto durante la Ultima Cena: “He deseado muchísimo celebrar esta Pascua con ustedes... porque ya no la volveré a celebrar hasta ...” (Lc 22, 15-16).   “Me voy y esta palabra los llena de tristeza” (Jn 16, 6)

 


Y en cada uno de los anuncios de su partida, Jesús trataba de consolarlos:  “Ahora me toca irme al Padre ... pero si me piden algo en mi nombre, yo lo haré”.  (Jn 14, 12-13)

 

Inclusive les dio argumentos sobre la conveniencia de su vuelta al Padre:  “En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no podrá venir a ustedes el Consolador.  Pero si me voy, se los enviaré ... les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 16, 7 y14, 26)

 

Después de su Resurrección, el Señor pasó unos cuarenta días apareciéndose en la tierra a sus discípulos, a sus Apóstoles, a su Madre, para fortalecerles la Fe.

 

 Es lo que nos refiere la Primera Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles:  “Se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios.  Un día, les mandó: ‘No se alejen de Jerusalén.  Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado... Dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu Santo’” (He 1, 3-5). 

 

La promesa del Padre era el Espíritu Santo, el Consolador, que vendría unos días después, en Pentecostés.

 

Y luego de esos cuarenta días, llegó el momento de su partida.  Entonces, los llevó a un sitio fuera y luego de darles las últimas instrucciones y bendecirlos, se fue elevando al Cielo a la vista de todos los presentes.

 



Si la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor ante Pedro, Santiago y Juan fue algo tan impresionante, ¡cómo sería la Ascensión!  Todos los presentes quedaron impresionados de la despedida del Señor, que fue ciertamente triste para ellos, pero también de alegría, pues el Señor subía glorioso para sentarse a la derecha del Padre ...  Y Jesús subía y subía, refulgente, Él que es el Sol de Justicia ... hasta que fue ocultado por una nube.

 

Nos habla San Lucas de “una nube que lo ocultó”.  ¿No sería esa “nube” más bien el fulgor y la brillantez irradiados por Jesús, que hicieron que quedara ocultado a los ojos de los presentes?

 

El impacto de este misterio fue tal, que aún después de haber desaparecido Jesús, los Apóstoles y discípulos seguían en éxtasis, mirando fijamente al Cielo.

 

Fue, entonces, cuando dos Ángeles interrumpieron ese éxtasis colectivo de amor, de nostalgia, de admiración al Señor, cuyo cuerpo radiantísimo había ascendido al Cielo, y les dijeron los dos Ángeles al unísono:

 

“¿Qué hacen ahí mirando al cielo?  Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hch 1, 1-11).

 

Como enseñanza de la Ascensión es importante recordar ese anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de Jesucristo. 

 


Fijémonos bien: nos dicen los Ángeles que Cristo volverá de igual manera como se fue; es decir, en gloria y desde el Cielo.  Jesucristo vendrá en ese momento como Juez a establecer su reinado definitivo.

 

Así lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo: de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin.


El misterio de la Ascensión de Jesucristo es un misterio de fe y esperanza en la vida eterna.  La misma forma física en que se despidió el Señor -subiendo al Cielo- nos muestra nuestra meta, ese lugar donde Él está, al que hemos sido invitados todos, para estar con Él.

 

Ya nos lo había dicho al anunciar su partida: “Voy allá a prepararles un lugar... Volveré y los llevaré junto a mí, para que donde yo estoy, estén también ustedes” (Jn 14,2-3). 

 

La Ascensión de Jesucristo al Cielo en cuerpo y alma gloriosos debe despertarnos el anhelo de Cielo, la esperanza de nuestra futura inmortalidad.

 

Las Ascensión proclama no sólo la inmortalidad del alma, sino también la de cuerpo.

 

Recordemos que nuestra esperanza está en resucitar en cuerpo y alma gloriosos como Él, para disfrutar con Él y en Él de una felicidad completa, perfecta y para siempre.

 


La Ascensión de Jesucristo nos recuerda también la promesa que hizo a los Apóstoles -y nos la hace a nosotros también- sobre la venida del Espíritu Santo.

 

Es el Espíritu Santo -el Espíritu de Dios- quien nos enseña y quien recuerda todo lo que Cristo nos dijo.  Su venida la celebraremos el próximo Domingo.

 

Por eso, este tiempo previo a Pentecostés debería ser un tiempo de oración, como lo tuvieron los Apóstoles después de la Ascensión. La Santísima Virgen María los reunió y los animó orando con ellos durante nueve días (¡fue la primera Novena en la Iglesia!), en espera del Espíritu Santo.  Se reunían diariamente.  Y ella los consolaba y los animaba para cumplir la misión que el Señor les había encomendado.

 

Así estamos nosotros hoy también.  Tenemos una misión que nos han encomendado Jesucristo y nos lo han recordados los Papas.

 

En su Carta Apostólica, Nuovo Millennio Ineunte (Al comienzo del nuevo milenio), el Papa Juan Pablo II nos dio directrices a los cristianos de este Tercer Milenio.  Nos pidió reforzar e intensificar la Nueva Evangelización y nos dio sus instrucciones específicas: santidad, oración, primacía de la gracia, vida sacramental, escucha de la Palabra de Dios, para luego anunciar la Palabra de Dios.

 

Y tengamos en cuenta, además, lo que llama el Papa en su Carta “la primacía de la gracia”.  Se refiere a nuestra respuesta a la gracia, recordándonos que “sin Cristo, nada podemos hacer”. 

 

Y para poder vivir esa verdad tan olvidada, de que nada somos sin la gracia de Cristo, el Papa nos insiste en la necesidad de la oración.

 

Nadie puede dar lo que no tiene.  Tenemos que llenarnos de Dios para llevarlo a los demás.  Tenemos que llenarnos de la Palabra de Dios, para poder anunciarla a los demás.  Bien decía Santa Teresa de Jesús: “Orar es llenarse de Dios para darlo a los demás”.   Y Santo Domingo de Guzmán lo abreviaba aún más: “Contemplad y dad lo contemplado”.

 

Y no tengamos la idea equivocada de que la oración nos hace perder tiempo necesario para la acción: muy por el contrario, la oración nos hace mucho más eficientes en la acción.

 

Que la Ascensión del Señor nos despierte, entonces, el deseo de responder al llamado a evangelizar que nos hizo Jesús precisamente justo antes de subir al Cielo y que nos siguen pidiendo sus Representantes aquí en la tierra que son los Papas.

 


Los Apóstoles, discípulos y primeros cristianos realizaron la Primera Evangelización.  Nosotros, los cristianos de este Tercer Milenio, estamos llamados a realizar la Nueva Evangelización porque este mundo de hoy necesita ser re-evangelizado.

 

Que el Espíritu Santo nos renueve interiormente en su próxima Fiesta de Pentecostés para cumplir el mandato de Cristo y el llamado de la Iglesia.  Que así sea.

 

 

 

 

 

 

Fuentes;

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org


domingo, 22 de mayo de 2022

«Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Evangelio Dominical)

 


 

Hoy, antes de celebrar la Ascensión y Pentecostés, releemos todavía las palabras del llamado sermón de la Última Cena, en las que debemos ver diversas maneras de presentar un único mensaje, ya que todo brota de la unión de Cristo con el Padre y de la voluntad de Dios de asociarnos a este misterio de amor.

A Santa Teresita del Niño Jesús un día le ofrecieron diversos regalos para que eligiera, y ella —con una gran decisión aun a pesar de su corta edad— dijo: «Lo elijo todo». Ya de mayor entendió que este elegirlo todo se había de concretar en querer ser el amor en la Iglesia, pues un cuerpo sin amor no tendría sentido. Dios es este misterio de amor, un amor concreto, personal, hecho carne en el Hijo Jesús que llega a darlo todo: Él mismo, su vida y sus hechos son el máximo y más claro mensaje de Dios.




Es de este amor que lo abarca todo de donde nace la “paz”. Ésta es hoy una palabra añorada: queremos paz y todo son alarmas y violencias. Sólo conseguiremos la paz si nos volvemos hacia Jesús, ya que es Él quien nos la da como fruto de su amor total. Pero no nos la da como el mundo lo hace (cf. Jn 14,27), pues la paz de Jesús no es la quietud y la despreocupación, sino todo lo contrario: la solidaridad que se hace fraternidad, la capacidad de mirarnos y de mirar a los otros con ojos nuevos como hace el Señor, y así perdonarnos. De ahí nace una gran serenidad que nos hace ver las cosas tal como son, y no como aparecen. Siguiendo por este camino llegaremos a ser felices.

«El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). En estos últimos días de Pascua pidamos abrirnos al Espíritu: le hemos recibido al ser bautizados y confirmados, pero es necesario que —como ulterior don— rebrote en nosotros y nos haga llegar allá donde no osaríamos.





 

Lectura del santo evangelio según san Juan 14,23-29):



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: "Me voy y vuelvo a vuestro lado." Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.»

Palabra del Señor

 

 

COMENTARIO

 

 



El Misterio de la Santísima Trinidad se nos enseña desde los conocimientos iniciales para la Primera Comunión.  ¿Se recuerdan como nos enseñaron?  Es el misterio de un solo Dios en tres Personas.  Y nos recalcaban que no eran tres dioses, sino uno solo, pero que sí eran tres Personas y un solo Dios.

 

Ese gran misterio es muy importante, pues se refiere a la esencia misma de Dios, a lo que Dios es.  Debemos entonces ver qué influencia tiene para nuestra vida.  Porque, comprender este misterio, no podemos.  Eso también lo sabemos desde la Primera Comunión.  Entonces ¿cómo aplicar a nuestra vida diaria eso de que Dios es Uno en Tres Personas?  

 

¿Cómo, entonces, vivir este misterio?  Porque algún significado importante debe tener para nuestra vida espiritual, aunque no lo podamos comprender.

 

A este gran misterio no nos es posible acceder, porque nuestra limitada capacidad intelectual no es suficiente para comprender verdades infinitas sobre Dios.

 

Las Lecturas de hoy nos hablan de las Tres Personas de la Santísima Trinidad.  En el Evangelio (Jn 14, 23-29) Jesús nos habla de sí mismo y nos habla también del Padre y del Espíritu Santo.

 


Entonces ¿cómo podemos vivir este misterio?  Cuando estemos viendo a Dios tal cual es, cuando hayamos llegado al Cielo, a la Jerusalén Celestial, allí estaremos en Dios y Él en nosotros (cf. Ap 21, 10-23). 

 

Pero mientras tanto, Jesús nos ha ofrecido una presencia interior de la Santísima Trinidad.  Y nos la ofreció cuando nos dijo:  “El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y haremos en él nuestra morada”.

 

¿Cómo es eso de hacer morada en nosotros?  Quiere decir que aquí en la tierra podemos participar de la vida de Dios Trinitario, de las Tres Personas que son Un Solo Dios.  Será de una manera no plena –es cierto.  Pero en el Cielo podremos vivir esto a plenitud, porque veremos a Dios tal cual es.

 

En efecto, nuestro fin último es la unión para siempre con Dios en el Cielo.  Pero desde aquí en la tierra podemos comenzar a estar unidos a la Santísima Trinidad y a tener a la Trinidad en nuestro interior, pues Jesucristo nos lo ha prometido.

 

Por la Sagrada Escritura podemos deducir cómo puede darse la maravilla que es la inhabitación de la Santísima Trinidad en nosotros: el Espíritu Santo va realizando su obra de santificación, la cual consiste en irnos haciendo semejantes al Hijo, semejantes a Jesús.  Para eso hay que dejar al Espíritu Santo obrar en nosotros.

 

¿Cómo hacemos esto?  El Espíritu Santo está siempre tratando de que busquemos y cumplamos la Voluntad de Dios.  Lo que tenemos que hacer, entonces, es ser perceptivos y también dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo.

 

Luego el Hijo nos lleva al Padre.  “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquéllos a quienes el Hijo se los quiera dar a conocer” (Mt 11, 27).  Cabe preguntarnos, entonces, ¿cuándo será que Jesús nos quiere dar a conocer el Padre?

 


Es justamente lo que nos ha dicho:  “El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y haremos en él nuestra morada”.  Es decir, Jesús nos llevará al Padre cuando vayamos respondiendo a la condición que Él nos pide:  amarlo.  Y ¿qué es amar a Dios?  Amar a Dios es cumplir Su Voluntad.  Y esto nos lo va indicando el Espíritu Santo.

 

Sólo así podremos vivir desde la tierra este misterio de la unión de nosotros con Dios y de nosotros entre sí.  Eso lo pidió Jesús al Padre antes de su Pasión y Muerte:  “Que sean uno como Tú y Yo somos uno.  Así seré Yo en ellos y Tú en Mí, y alcanzarán la perfección de esta unidad” (Jn 17, 21-23).

 

Sólo así podremos comenzar a vivir esa Paz que el Señor nos ofrece, la cual será plena solamente en el Cielo, pero desde aquí podemos comenzar a saborear esa Paz que no es como la paz que el mundo nos ofrece.   La paz que el mundo ofrece es mera ausencia de guerras.  O tal vez, evasión de los problemas, o de discusiones y conflictos, y hasta del sufrimiento.

 

La Paz de Cristo es otra cosa: es vivir en Dios en medio de los problemas y sufrimientos.  Consiste esta Paz en poder estar serenos en medio de las tribulaciones.  Consiste en sentirnos cómodos dentro de la Voluntad de Dios.  Significa, también, poder estar confiados y sin temor en medio de la lucha contra el Maligno, que cada día se hace más evidente.

 

En el Evangelio también nos da a conocer Jesús otra de las formas cómo el Espíritu Santo va realizando su labor de santificación en nosotros:  “El les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto Yo les he dicho”.  ¡Qué privilegio!  Tener a Dios Espíritu Santo como maestro (“les enseñará”) y como apuntador (“les recordará”). 

 

Para tener al mismo Dios como maestro y apuntador, es necesaria, muy necesaria la oración.  En la oración genuina el Espíritu Santo nos guía, nos enseña y nos recuerda todo lo que debemos saber.  Y nos va mostrando la Voluntad de Dios.

 



Así hacían los Apóstoles.  Oraban.  Por eso vemos en la Primera Lectura cómo se atreven a decir: 

“El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido...“(Hch 5, 1-29).  Realización también de la promesa de Cristo al instituir a su Iglesia con los Apóstoles y con Pedro, el primer Papa, a la cabeza: “Lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra también quedará desatado en el Cielo” (Mt 16, 20).

 

Nos queda ver el significado de algunos de los simbolismos que nos trae la Segunda Lectura, tomada del Libro de Apocalipsis, respecto de la Jerusalén Celestial:

 

“Muralla ancha y elevada”: Indica seguridad.  Cuando habitemos la Nueva Jerusalén, ya no habrá nada que temer.  No habrá temores externos ni tampoco en nuestro interior.

 

“Doce puertas monumentales con doce Ángeles”:    Significa que la entrada al Cielo es de carácter espiritual: se refiere al estado de nuestra alma.   El número doce se refiere a la Iglesia.

 

“Doce cimientos con los nombres de los Apóstoles”: La verdad que nos lleva a los Cielos Nuevos y a la Tierra Nueva reposa sobre los Apóstoles, sobre la Iglesia de Cristo

 

 


 

“No vi templo, porque Dios y el Cordero son el Templo”: El templo es el anhelo de la humanidad de encontrarse con Dios.  En la Jerusalén Celestial ya no se necesitan templos, pues Dios está presente en cada uno de los salvados.  Estaremos en Él y Él en nosotros.   

 

Meditemos, entonces, en la profundidad del Misterio Trinitario, para poder así vivir lo que repetimos al comienzo de la Misa: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el Amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos nosotros.  Y podamos también comenzar a vivir la unión de nosotros con la Santísima Trinidad y de nosotros entre sí.

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Homilias.org

Evangeli.org

domingo, 8 de mayo de 2022

«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco» (Evangelio dominical)

 


Hoy, la mirada de Jesús sobre los hombres es la mirada del Buen Pastor, que toma bajo su responsabilidad a las ovejas que le son confiadas y se ocupa de cada una de ellas. Entre Él y ellas crea un vínculo, un instinto de conocimiento y de fidelidad: «Escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27). La voz del Buen Pastor es siempre una llamada a seguirlo, a entrar en su círculo magnético de influencia.

Cristo nos ha ganado no solamente con su ejemplo y con su doctrina, sino con el precio de su Sangre. Le hemos costado mucho, y por eso no quiere que nadie de los suyos se pierda. Y, con todo, la evidencia se impone: unos siguen la llamada del Buen Pastor y otros no. El anuncio del Evangelio a unos les produce rabia y a otros alegría. ¿Qué tienen unos que no tengan los otros? San Agustín, ante el misterio abismal de la elección divina, respondía: «Dios no te deja, si tú no le dejas»; no te abandonará, si tu no le abandonas. No des, por tanto, la culpa a Dios, ni a la Iglesia, ni a los otros, porque el problema de tu fidelidad es tuyo. Dios no niega a nadie su gracia, y ésta es nuestra fuerza: agarrarnos fuerte a la gracia de Dios. No es ningún mérito nuestro; simplemente, hemos sido “agraciados”.

La fe entra por el oído, por la audición de la Palabra del Señor, y el peligro más grande que tenemos es la sordera, no oír la voz del Buen Pastor, porque tenemos la cabeza llena de ruidos y de otras voces discordantes, o lo que todavía es más grave, aquello que los Ejercicios de san Ignacio dicen «hacerse el sordo», saber que Dios te llama y no darse por aludido. Aquel que se cierra a la llamada de Dios conscientemente, reiteradamente, pierde la sintonía con Jesús y perderá la alegría de ser cristiano para ir a pastar a otras pasturas que no sacian ni dan la vida eterna. Sin embargo, Él es el único que ha podido decir: «Yo les doy la vida eterna» (Jn 10,28).

 

 

Lectura del santo evangelio según san Juan (10,27-30):




En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.»

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO

 

 



Nuevamente Jesús nos compara a nosotros los seres humanos con las ovejas.  Y es que la Liturgia nos presenta esta bella imagen una vez al año, en el Domingo Cuarto de Pascua, el cual dedica la Iglesia al Buen Pastor.

 

En el Evangelio vemos que Jesús es ese Buen Pastor que da la vida por sus ovejas.  Y sus ovejas somos todos: los de este corral y los de fuera del corral.  Es decir, las que están con Él y las que no.  Dice Jesús: “Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano”  (Jn 10, 27-30).

 

Es cierto, Jesús ha dado su vida por nosotros para que tengamos Vida Eterna.  Privilegio inmensísimo que no merecemos ninguno de nosotros.  Privilegio que requiere que cumplamos una condición exigida por el mismo Jesús en este trozo evangélico: “Mis ovejas oyen mi voz... y me siguen”.

 

¿Cómo escuchar la voz de Dios para poder seguirlo a Él y sólo a Él?  Porque ... hay muchas voces a nuestro derredor:  los medios de comunicación, las malas compañías, los enemigos de la Iglesia, los cuestionadores de la Verdad, los mentirosos, los ilegítimos, los seguidores del New Age, las mayorías equivocadas ...

 

Ya nos puso en guardia Jesús acerca de esos falsos pastores que no son Él: “Huyen ante el lobo, porque no son suyas las ovejas, no le importan las ovejas y las abandona.  Y el lobo las agarra y las dispersa” (Jn 10, 11-13).   ¿Y quién es el lobo?  Nada menos que el Enemigo de Dios, el Diablo.

 



Por eso hay que saber escuchar la voz del Buen Pastor, de Aquél que sí “da la vida por sus ovejas”, de Aquél que sí las cuida bien.   ¿Cómo reconocer esa voz?  ¿Cómo reconocerla para seguirla, sabiendo que es la única que nos lleva a la Vida Eterna?

 

Quien oye la voz de Jesús, acepta y sigue su Palabra contenida en el Evangelio.  Y la acepta en su totalidad y sin suavizarla, ni disminuirla; mucho menos, discutirla o cambiarla en alguna de sus partes.

 

Quien oye la voz de Jesús, oye la voz del Papa, quien es su Vicario, su Representante aquí en la tierra, y también, la voz de los Obispos y de los Sacerdotes que están en plena comunión con el Papa.

 

Quien oye la voz de Jesús oye la voz de aquellas otras ovejas que están en el corral y que están siguiendo la voz del Buen Pastor.

 

Quien oye la voz de Jesús oye, también, la voz de su conciencia.  Por cierto, si la oveja está enferma oye la voz de otros y del Enemigo.  Buena aplicación para la vida cristiana: si estamos enfermos (espiritualmente) oímos las voces que no debemos oír.  Por eso la conciencia tiene que estar sana; no puede estar confundida, ni ahogada, ni obnubilada, ni adormecida por las voces que no son las del Pastor.  Tiene que ser una conciencia que esté rectamente iluminada por la Verdad y por la Ley de Dios.

 

Cuando escuchamos la voz del Buen Pastor y prestamos atención a lo que nos pide y nos exige, a lo que nos aconseja y nos enseña, a lo que nos corrige y nos reclama... cuando lo oímos en lo bueno y en lo que creemos que no es tan bueno, porque no nos gusta... entonces podemos decir que lo estamos siguiendo de verdad.  Y siguiéndolo, podremos llegar “a la Vida Eterna y no pereceremos jamás”, porque no hemos quedado en las garras del lobo.

 


El Buen Pastor quiere que todos nos salvemos.  Él ha dado su vida por todos, sin excepción.  Él no excluye a nadie de su rebaño.  Si alguien está excluido, es porque se excluye a sí mismo.  Y se auto-excluye aquél que rechaza conscientemente el mensaje de Cristo, aquél que no quiere escuchar la voz del Buen Pastor.

 

En efecto, en la Primera Lectura (Hech 13, 14.43-52) vemos cómo muchos de los israelitas, el pueblo escogido a quien debía predicársele el Evangelio antes que a las demás naciones, rechazaron las enseñanzas de Cristo y se opusieron a sus enviados, Pablo y Bernabé.   Entonces éstos tuvieron que optar por llevar el mensaje de Cristo a los paganos, no sin antes informarles así: “La palabra de Dios debía ser predicada primero a ustedes”, les dijeron.  “Pero como la rechazan y no se juzgan dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos”.

 

Es decir, la salvación de Cristo y su mensaje es para todos: judíos y no judíos.  De allí que Pablo y Bernabé tomaran como base para su evangelización de los paganos una cita del Profeta Isaías: “Yo te he puesto como luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los últimos rincones de la tierra” (Is 49,6).

 

La Segunda Lectura (Ap 7, 9.14-17) nos presenta la visión de San Juan de todos los salvados: “Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas”.  Es decir, la salvación de Cristo es para todos, para todos los que deseen ser salvados y se sientan necesitados de salvación.

 

La salvación no es para los que creen que pueden salvarse ellos mismos, como se pretende, por ejemplo, con el mito de la re-encarnación, en el que cada uno pretende auto-redimirse, purificándose a través de sucesivas vidas terrenas, apareciendo su alma cada vez en un cuerpo diferente al suyo. … cosa que no es posible, ni real, sino un ¡gran engaño!

 



Tampoco es la salvación para los que no quieran poner de su parte en la obra de salvación de Cristo: Cristo nos ha salvado, pero debemos escuchar su voz para seguirle hacia el camino a la Vida Eterna, debemos responder a sus gracias de salvación, siguiendo su Evangelio.

 

Así podremos estar contados entre esa muchedumbre grande de los salvados, los de “túnica blanca” que han blanqueado sus vestiduras en la lejía del sufrimiento, de la purificación, “en la sangre del Cordero”, porque hemos dado al sufrimiento sentido de redención, al unirlo a la Pasión de Cristo, al sumergirlo “en la sangre del Cordero”.

 

Significa esto que hemos aceptado las gracias de redención que Cristo nos trajo con su muerte en cruz y también porque lo seguimos a Él como Él nos indicó: tomando su cruz, aceptando también el sufrimiento que nos purifica y que nos blanquea.  Sufrimientos de cualquier tipo, aún el sufrimiento de persecución, consecuencia de seguir la verdadera fe, la que Cristo nos ha dado.

 

Así podremos ser contados dentro de esa muchedumbre del Cielo, donde ya no habrá “ni hambre, ni sed, ni quemaduras de sol, ni agobio del calor”.  Allí ya no habrá más sufrimiento.

 

Como vemos, la salvación es algo muy importante.  Y Cristo nos pide llevar su mensaje de salvación a todos.

 

Por eso, a los que somos ovejas del rebaño nos toca llamar a los que están fuera, a los incrédulos, a los rebeldes, a los confundidos, a los desanimados, a los desviados, a los engañados para que puedan comenzar a escuchar o volver a escuchar de nuevo la voz del Buen Pastor.

 



Es el llamado a la Nueva Evangelización, a re-evangelizar el mundo.  Es responder a la instrucción de Cristo cuando después de su Resurrección nos pidió: “Hagan que todos sean mis discípulos... enséñenles a cumplir todo lo que Yo les he encomendado” (Mt. 28, 19-20). 

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Homilia.org

Evangeli.org