domingo, 17 de febrero de 2019

«Alegraos ese día y saltad de gozo» (Evangelio Dominical)





Hoy volvemos a vivir las bienaventuranzas y las “malaventuranzas”: «Bienaventurados vosotros...», si ahora sufrís en mi nombre; «Ay de vosotros...», si ahora reís. La fidelidad a Cristo y a su Evangelio hace que seamos rechazados, escarnecidos en los medios de comunicación, odiados, como Cristo fue odiado y colgado en la cruz. 


Hay quien piensa que eso es debido a la falta de fe de algunos, pero quizá —bien mirado— es debido a la falta de razón. El mundo no quiere pensar ni ser libre; vive inmerso en el anhelo de la riqueza, del consumo, del adoctrinamiento libertario que se llena de palabras vanas, vacías donde se oscurece el valor de la persona y se burla de la enseñanza de Cristo y de la Iglesia, ya que —hoy por hoy— es el único pensamiento que ciertamente va contra corriente. A pesar de todo, el Señor Jesús nos infunde coraje: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre (...). Vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6, 22.23).


                                       
 

 San Juan Pablo II, en la encíclica Fides et Ratio, dijo: «La fe mueve a la razón a salir de su aislamiento y a apostar, de buen grado, por aquello que es bello, bueno y verdadero». La experiencia cristiana en sus santos nos muestra la verdad del Evangelio y de estas palabras del Santo Padre. Ante un mundo que se complace en el vicio y en el egoísmo como fuente de felicidad, Jesús muestra otro camino: la felicidad del Reino del Dios, que el mundo no puede entender, y que odia y rechaza. El cristiano, en medio de las tentaciones que le ofrece la “vida fácil”, sabe que el camino es el del amor que Cristo nos ha mostrado en la cruz, el camino de la fidelidad al Padre. Sabemos que en medio de las dificultades no podemos desanimarnos. Si buscamos de verdad al Señor, alegrémonos y saltemos de gozo (cf. Lc 6,23).





Lectura del santo evangelio según san Lucas (6,17.20-26):


              



En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. 

Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: 

«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. 

Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.

Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. 

Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. 

Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. 

¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. 

¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. 

¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.»

Palabra del Señor




COMENTARIO


                                                


¿Pueden ser felices los que sufren?  Sí, sí pueden.  Al menos eso fue lo que nos dijo Jesucristo.  ¡Felices los que ahora sufren!  Y lo dijo bastante al inicio de su predicación en el conocido “Sermón de la Montaña”, el cual comienza con las “bienaventuranzas” o motivos para considerarnos felices.  Es lo que nos presenta el Evangelio de hoy (Lc. 6, 17-26).

Otros motivos de felicidad, según las “bienaventuranzas” como nos las presenta San Lucas:  la persecución, los insultos, la pobreza (por cierto, no la material, sino la pobreza espiritual, entendida en el sentido bíblico “pobres de Yahvé” (cfr. Sof. 2, 1-3 y 3, 11-12).

La pobreza material puede ayudar a confiar más en Dios -es cierto- pero no es requerimiento para ser “pobre en el espíritu”.   Pobre en el espíritu es aquél que confía en Dios y no en sí mismo, que se sabe dependiente de Dios y no independiente, que se reconoce incapaz y remite todas sus capacidades a Dios.

Las “bienaventuranzas” son tal vez la máxima paradoja del ser o del intentar ser cristiano.  Tienen su modelo en la forma de ser de Aquél que las proclamó: así fue Jesús.  Y al cristiano le toca imitar y seguir a Jesús.


                                        



No pueden entenderse las “bienaventuranzas”... mucho menos vivirlas, si nuestra brújula -que debiera estar dirigida al Cielo- está dirigida hacia este mundo pasajero y efímero.  ¡Imposible aceptar esta lista de incomprensibles paradojas!

Sobre en quien debemos poner nuestra confianza nos alerta, dura y convincentemente el Profeta Jeremías en la Primera Lectura.  Y nos plantea los riesgos que corremos:

“Maldito el hombre que confía en el hombre (en sí mismo o en otros seres humanos), que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón ... vivirá en la aridez del desierto en una tierra salobre, inhabitable.  Bendito el hombre que confía en el Señor y en El pone su esperanza.  Será como un árbol plantado junto al agua... sus hojas se conservarán siempre verdes y en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos”. (Jr. 17, 5-8).

Las “bienaventuranzas” y la advertencia de Jeremías nos invitan a confiar en Dios ... a confiar de verdad.  Pero ... ¿en quién confiamos los hombres y mujeres de este Tercer Milenio?  ¿Realmente confiamos en Dios ... o más bien buscamos a Dios cuando nos interesa? ¿Realmente confiamos en Dios ... o confiamos en nosotros mismos, en nuestras capacidades, nuestros raciocinios, nuestras realizaciones, nuestras búsquedas, nuestras experiencias de oficio o profesión ... nuestros enfoques humanos, nuestros propios criterios?


                                               



¿Somos capaces de hacer lo que vimos a Pedro hacer en el Evangelio del pasado domingo cuando, sabiendo por su experiencia de pescador que no había pesca, vuelve a echar las redes en obediencia a la Sabiduría Divina de Jesús que le da esa orden? (cfr. Lc. 5, 1-11)¿Somos capaces de oponer la Sabiduría Divina a lo que consideramos nuestros confiables conocimientos humanos?

¡Con razón no podemos entender las “bienaventuranzas”!  Porque éstas van en contraposición a todo lo que hemos ido haciendo costumbre... equivocadamente.  Van en contraposición a toda perspectiva de seguridades y felicidades terrenas. Van en contraposición a lo que creemos merecer.

Con las “bienaventuranzas” Jesús quiere cambiarnos de raíz.  Viene a decirnos que el valor de las cosas no se mide según el dolor o el placer inmediato que proporcionan, sino que las hemos de medir según las consecuencias de gozo que tengan para la eternidad.  Que es lo mismo que decirnos que la brújula hay que dirigirla hacia Allá, no hacia aquí.  Las “bienaventuranzas” dejarían de ser paradojas utópicas si dirigiéramos bien nuestra brújula.

                                    
                                                



El Evangelio de San Lucas nos trae también las que podríamos llamar las “anti-bienaventuranzas”:

“¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo!  ¡Ay de ustedes los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre!  ¡Ay de ustedes los que ríen ahora, porque llorarán de pena!  ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”

¡Qué diferente la visión de Cristo a los valores que nos presenta el mundo de hoy!   Los ricos, los hartos, los que gozan ahora, los reconocidos y alabados no van a estar muy bien en la eternidad.  Pero no será tanto por el bienestar que creen ahora disfrutar, sino porque tienen su confianza puesta en sí mismos y en todo lo perecedero de este mundo: dinero, poder, satisfacciones, reconocimientos, honores.

Los que se sienten satisfechos con las metas miopes de este mundo corren graves riesgos, pues tiene la brújula muy mal dirigida.  Los que están apegados al reino de la tierra nunca podrán alcanzar el Reino de los Cielos.  De allí la advertencia del Señor.  De allí los “ayes” de las “anti-bienaventuranzas”.

De allí la dura reprensión del Profeta Jeremías: “Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón”


                                                



De allí la corroboración que hace San Pablo de esto en la Segunda Lectura: “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida seríamos los más infelices de todos los hombres” (1 Cor. 15, 12-20).   Infelices:  anti-bienaventurados.

Nos quiere decir San Pablo que la esperanza cristiana no puede centrarse en las cosas de esta vida.  No hay que buscar a Dios solamente para que nos cure, para que nos dé las cosas materiales que le pedimos, para que nos satisfaga en esta vida.

Hay que buscar a Dios para ver qué tiene que decirnos y qué tiene que pedirnos, para saber qué desea de nosotros, para saber de qué manera nos quiere conducir al Reino de los Cielos.

Y ese camino al Reino de los Cielos nos lo muestran las “bienaventuranzas”: “Felices los pobres ... Felices los que ahora tienen hambre ...  Felices los que sufren ... Felices cuando los aborrezcan y los expulsen ... cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre ...”    Paradojas incomprensibles que sólo se entienden si dejamos la miopía terrenal y nos ponemos los lentes de eternidad.




Pero ¡ojo!  No es la pobreza en sí, ni el hambre, ni la persecución, ni el sufrimiento mismo lo que nos hace bienaventurados o bienaventuradas.  Tampoco en sí mismas estas condiciones adversas son boletos seguros de entrada al Cielo.  Si reaccionamos ante ellas con una actitud pecaminosa de rechazo o de cuestionamiento a Dios, más bien podrían ser motivos de condenación.

El derecho al gozo eterno proveniente de las situaciones adversas, se nos otorga por nuestra actitud ante estas circunstancias que nos presenta la Providencia Divina a lo largo de nuestra vida como favores especiales para ayudarnos a llegar al Cielo.

Cuando al sufrir adversidades ponemos nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos, cuando ponemos nuestra mirada en la meta celestial y nos desprendemos de las metas terrenas, cuando confiamos tanto en Dios que nos abandonamos en El y nos sentimos cómodos dentro de su Voluntad -sea cual fuere- podemos decir que hemos comenzado el camino de las “bienaventuranzas”.

                                          


Las “bienaventuranzas” son una llamada para todos, pero sólo los que seamos capaces de desprendernos de nuestros criterios y deseos, para asumir los de Dios, podremos ser felices ... aquí y Allá. 




























Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org

domingo, 10 de febrero de 2019

«En tu palabra, echaré las redes» (Evangelio Dominical)


                                     



Hoy, el Evangelio nos ofrece el diálogo, sencillo y profundo a la vez, entre Jesús y Simón Pedro, diálogo que podríamos hacer nuestro: en medio de las aguas tempestuosas de este mundo, nos esforzamos por nadar contra corriente, buscando la buena pesca de un anuncio del Evangelio que obtenga una respuesta fructuosa...

Y es entonces cuando nos cae encima, indefectiblemente, la dura realidad; nuestras fuerzas no son suficientes. Necesitamos alguna cosa más: la confianza en la Palabra de aquel que nos ha prometido que nunca nos dejará solos. «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Esta respuesta de Pedro la podemos entender en relación con las palabras de María en las bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Y es en el cumplimiento confiado de la voluntad del Señor cuando nuestro trabajo resulta provechoso.

                               




 Y todo, a pesar de nuestra limitación de pecadores: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). San Ireneo de Lyón descubre un aspecto pedagógico en el pecado: quien es consciente de su naturaleza pecadora es capaz de reconocer su condición de criatura, y este reconocimiento nos pone ante la evidencia de un Creador que nos supera.


Solamente quien, como Pedro, ha sabido aceptar su limitación, está en condiciones de aceptar que los frutos de su trabajo apostólico no son suyos, sino de Aquel de quien se ha servido como de un instrumento. El Señor llama a los Apóstoles a ser pescadores de hombres, pero el verdadero pescador es Él: el buen discípulo no es más que la red que recoge la pesca, y esta red solamente es efectiva si actúa como lo hicieron los Apóstoles: dejándolo todo y siguiendo al Señor (cf. Lc 5,11).





Lectura del santo evangelio según san Lucas (5,1-11):




En aquel tiempo, la gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la palabra de Dios. Estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes.

Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón:

«Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca».
Respondió Simón y dijo:

«Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes».
Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo:

«Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador».

Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.

Y Jesús dijo a Simón:

«No temas; desde ahora serás pescador de hombres».

Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.

Palabra del Señor




COMENTARIO

                                     


Las tres lecturas de hoy, nos presenta a tres hombres:  Isaías, Pedro y Pablo.  Tres personas ... como cualquiera de nosotros.  Escogidos por Dios, llamados por Dios, que supieron responder a Dios.

“Aquí estoy, Señor.  Envíame”, le respondió Isaías, a quien vemos en la Primera Lectura (Is. 6, 1-8).

En el Evangelio vemos a Pedro, acompañado de Santiago y Juan.  “Desde hoy serás pescador de hombres”, le dijo Jesús a Pedro. Entonces, “llevaron las barcas a tierra, y dejándolo todo, lo siguieron (Pedro, Santiago y Juan)” (Lc. 5, 1-11).

En la Segunda Lectura vemos a Pablo.  Y recordamos la lectura del día que celebramos su conversión (25 de enero) cuando, respondiendo a la luz y la voz que oye camino a Damasco, pregunta: “¿Qué debo hacer, Señor?”  (Hech. 22, 3-16).

                 



En los relatos del llamado que Dios les hace, podemos apreciar cómo Dios se manifiesta a cada uno de estos hombres por El escogidos.  Y se manifiesta en forma poderosa, impresionante, convincente.

Al Profeta Isaías se le presenta en una visión que lo deja estupefacto.  En breves momentos de intimidad con Dios, Isaías puede apreciar la santidad y el poder de Dios.  Ni siquiera puede describir a Yahvé, porque sólo ve que “la orla de su manto llenaba todo el Templo”.

Y queda invadido de un temor que no es susto: es la sensación que se experimenta al estar ante Dios.  Capta, entonces, esa distancia abismal que hay entre Dios y él.  Así, reducido a su realidad, siente no sólo su nada, sino también su indignidad y su impureza.

                    



Cuenta Isaías que uno de los Serafines, que se encontraba junto a Dios, llevando una brasa a su boca, le dice: “Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados”.  Así, cuando siente la voz del Señor preguntando “¿A quién enviaré?  ¿Quién irá de parte mía?”, Isaías no duda y enseguida responde: “Aquí estoy, Señor.  Envíame”.

Muchas enseñanzas nos trae este pasaje.  No podemos inventarnos misiones de parte de Dios; no podemos asumir por nuestra propia cuenta y riesgo misiones específicas como si vinieran de parte de Dios.

Pero ¡eso sí! cuando Dios llama, no hay pretexto que valga para decir no.  Ni siquiera sirve el creerse incapaz o el no sentirse digno.  Porque lo que sí sabemos es que si Dios llama, equipa bien a sus enviados.

                               


Tal es el caso de los Apóstoles.  Nos cuenta el Evangelio que Jesús se subió a la barca de Pedro, con quien -por cierto- ya había tenido un contacto previo (cfr. Jn. 1, 35-42), yle pide alejarse un poco de tierra, para predicar desde allí.  Al final de la predicación les ordena ir más adentro para pescar.

Pedro, pescador experimentado, dice que no hay pesca, que ya han probado, pero “confiado en tu palabra, Señor, echaré las redes”.  Sucedió, entonces, la llamada “pesca milagrosa”: atraparon tantos peces que “las barcas casi se hundían”.

Al ver la manifestación del poder de Dios, a Pedro le sucede como a Isaías:  se reconoce pecador e indigno y siente ese temor reverencial, que no es miedo.  “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!”.   “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”, le dice el Señor.   Y nos cuenta el Evangelio que llevaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.

                              



A San Pablo le sucede lo mismo, cuando camino a Damasco para perseguir cristianos, la luz divina lo tumba al suelo y queda enceguecido.

Su sentimiento de indignidad lo resume en una palabra terrible, que nos trae la Segunda Lectura de hoy: “Finalmente se me apareció también a mí, que soy como un aborto… indigno de llamarme apóstol” (1 Cor. 15, 1-11).

Aunque indignos, fueron escogidos por Dios.  ¿Y quién es digno? ¡Nadie!  ¿Y quién es de veras capaz?  ¡Nadie!  Pero es que esas deficiencias no cuentan, porque cuando Dios llama, Él mismo purifica, prepara y equipa al escogido para la misión que le encomienda.

                                    


Y San Pablo nos explica qué es lo que sucede: es Dios Quien obra en quien ha llamado.  “Por gracia de Dios soy lo que soy... he trabajado ... aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios”.











Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 3 de febrero de 2019

«Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Evangelio Dominical)






Hoy, en este domingo cuarto del tiempo ordinario, la liturgia continúa presentándonos a Jesús hablando en la sinagoga de Nazaret. Empalma con el Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús leía en la sinagoga la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos (...)» (Lc 4,18-19). Jesús, al acabar la lectura, afirma sin tapujos que esta profecía se cumple en Él.

El Evangelio comenta que los de Nazaret se extrañaban que de sus labios salieran aquellas palabras de gracia. El hecho de que Jesús fuese bien conocido por los nazarenos, ya que había sido su vecino durante la infancia y juventud, no facilitaba su predisposición para aceptar que era un profeta. Recordemos la frase de Natanael: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Jesús les reprocha su incredulidad, recordando aquello: «Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Y les pone el ejemplo de Elías y de Eliseo, que hicieron milagros para los forasteros, pero no para los conciudadanos.





Por lo demás, la reacción de los nazarenos fue violenta. Querían despeñarlo. ¡Cuántas veces pensamos que Dios tiene que realizar sus acciones salvadoras acoplándose a nuestros grandilocuentes criterios! Nos ofende que se valga de lo que nosotros consideramos poca cosa. Quisiéramos un Dios espectacular. Pero esto es propio del tentador, desde el pináculo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo» (Lc 4,9). Jesucristo se ha revelado como un Dios humilde: el Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Imitémosle. No es necesario, para salvar a las almas, ser grande como san Javier. La humilde Teresa del Niño Jesús es su compañera, como patrona de las misiones.





Lectura del santo evangelio según san Lucas 
(4,21-30):



                    



En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:

«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.

Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».

Pero Jesús les dijo:

«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:

«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

Palabra del Señor




COMENTARIO



                                    


El Evangelio de hoy nos trae esa frase tan conocida: “Nadie es profeta en su tierra”, la cual fue pronunciada en primera instancia por el mismo Jesucristo.  Y la dijo cuando en su pueblo, Nazaret, no quisieron creer lo que acababa de decirles:  que la profecía de Isaías sobre el Mesías se refería a El mismo.

Nos cuenta el Evangelio (Lc. 4, 21-30) que la gente “aprobaba y admiraba la sabiduría de las palabras” de Jesús.  Pero que alguno de ahí mismo se le ocurriera declararse el Mesías, ya eso era inaceptable.

¿Qué le sucedió a los nazaretanos contemporáneos de Jesús?  Lo mismo que nos sucede a nosotros.  Primeramente, por orgullo y envidia no podían aceptar que uno de su mismo círculo, conocido por todos, pudiera destacarse más que ellos.  ¡Mucho menos ser el Mesías!

                                       



Y comenzaron a comentar: “Pero... ¿no es éste el hijo de José?”    Jesús penetra sus pensamientos y les agrega: “Seguramente me dirán:  haz aquí en tu propia tierra todos esos prodigios que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”.     Y de seguidas la sentencia: “Yo les aseguro que nadie es profeta en su tierra”.

Luego les demuestra con sucesos del Antiguo Testamento cómo Dios es libre de distribuir sus dones a quién quiere, cómo quiere y dónde quiere.  Les recuerda el caso de la viuda no israelita, a la cual fue enviada el gran Profeta Elías (cfr. 1 Reyes 17, 7).   “Había ciertamente muchas viudas en Israel en los tiempos de Elías ... sin embargo a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta, ciudad de Sidón”.

Pasó luego a recordarles otro hecho similar:  la curación del leproso Naamán, que era de Siria, en tiempos del Profeta Eliseo (cfr. 2 Reyes 5).

El Señor quiso demostrarles que la gracia divina no era sólo para los judíos, el pueblo escogido de Dios, sino para toda persona, raza, pueblo o nación que le quisiera recibir.  Para mostrar esto, Dios benefició en tiempo de los Profetas a gente que no pertenecía al pueblo de Israel.


                                                    


Pero los de su pueblo se enfurecieron tanto con Jesús, que Lo sacaron de la ciudad con la intención de lanzarlo por un barranco, cosa que no pudieron lograr.

Igual que a Jesús, también los que tienen la misión de anunciar la verdad han sufrido y sufrirán rigores similares.  El cristiano que vive y anuncia a Cristo es -como El- “signo de contradicción”.  Por eso el Papa nos ha dicho que nos toca remar contra la corriente:  si vamos a seguir y a anunciar a Cristo, hay que estar dispuestos a aceptar críticas y hasta persecuciones.

Sucedió lo mismo a los Profetas del Antiguo Testamento, entre éstos, a Jeremías quien, al reconocerse escogido por Dios, teme y trata de negarse a su vocación.  Es lo que nos trae la Primera Lectura (Jer. 1, 4-5; 17 y 19).

Pero Dios, que escogió a Jeremías desde siempre, no sólo lo anima, sino hasta lo amenaza, para que no deje de cumplir la misión que le ha asignado.  “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocí; antes de que tú nacieras, Yo te consagré y te destiné a ser profeta de las naciones ... Tú ahora renueva tu valor y ve a decirles lo que Yo te mandé.  No temas enfrentarlos, porque Yo también podría asustarte delante de ellos ... Ellos te declararán la guerra, pero no podrán vencerte, pues yo estoy contigo para ampararte”.

Cuando Dios escoge para una misión -no importa cuál sea- no da marcha atrás y proporciona toda la ayuda necesaria para cumplirla.  Como nos dice San Pablo en sus enseñanzas sobre los carismas y las diferentes funciones dentro de la Iglesia unos serán llamados para ser apóstoles, otros profetas, otros maestros, otros administradores, etc., etc.  Otros serán fieles en el pueblo de Dios.  (1 Cor. 12, 4-31)


                                                    



A los apóstoles, profetas y maestros, toca asumir los riesgos, seguros de que Dios los acompaña.  A los fieles, toca evitar consideraciones humanas llenas de orgullo, envidia o egoísmo, y actuar con humildad, sencillez y generosidad, tratando de seguir a los escogidos de Dios.

En la Segunda Lectura (1 Cor. 12,31 – 13,13), San Pablo continúa su enseñanza sobre el funcionamiento de la Iglesia y sobre los Carismas, como dones del Espíritu Santo.  Y habla de “un camino mejor” que los Carismas, que las limosnas y que las penitencias:  el gran don del Espíritu Santo que es el Amor.

Y por su explicación posterior nos damos cuenta que el “amor” a que está haciendo referencia el Apóstol no es el amor-caridad del léxico moderno que significa dar limosnas o ayuda, tampoco como el amor humano que puede existir entre esposos o entre padres e hijos.

San Pablo nos dice que de nada sirve ningún Carisma –ni la profecía, ni la penetración de los misterios, ni la revelación … ninguno- si no amamos.  De nada nos sirven las “caridades” o la caridad extrema (“aunque repartiera todos mis bienes”), si no amamos.  De nada nos sirve ninguna penitencia, ni la más atrevida (“aunque me dejara quemar vivo”), si no amamos.

Se refiere San Pablo al Amor-Caridad que viene de Dios mismo.  Ningún carisma, por muy elevado que fuera es más importante que el Amor.  Ninguna limosna, por más completa que fuera, es más importante que el Amor.  Ninguna penitencia o ejercicio ascético por más extrema que fuera, es más importante que el Amor.

Ahora bien … ¿en qué consiste este “Amor” de que nos habla San Pablo, que durará por siempre y que sobrevivirá a los carismas y a la Fe y la Esperanza?

Al comparar San Pablo el Amor con la Fe y con la Esperanza, podemos inferir que nos está hablando de las virtudes teologales:  Fe, Esperanza y Caridad.  Todos dones “infusos”, regalos que no merecemos y que recibimos directamente de Dios.  Ese “Amor”, entonces, es el mismo “Amor” de que nos habla San Juan (cfr. 1 Jn. 4, 7-16), el Amor que viene de Dios, el Amor-Caridad.


                                                 



Tenemos, por tanto, que ver la doble dimensión y la doble dirección del Amor:  amor a Dios y amor a los demás.  Y no podemos amar a Dios, ni a los demás, sino es Dios Quien ama en nosotros, pues Dios es la fuente del Amor, así como es la fuente de los carismas y la fuente de la Fe y la Esperanza.

El amor consiste, entonces, en que es Dios quien nos ama y a través de ese Amor, don de Dios, podemos amarle a El y amar a los demás.

Alerta San Pablo sobre la filantropía, ayuda o limosnas vacías de amor.  Si reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego hasta mi propio cuerpo, pero no por amor, sino para recibir alabanzas, de nada me sirve.

Porque el Amor es tan importante, San Pablo ante el Amor, rebaja todos los carismas y los dones extraordinarios.

Luego pasa a hacer una descripción del amor: “es paciente, servicial y sin envida.  No quiere aparentar ni se hace el importante.  No actúa con bajeza ni busca su propio interés.  No se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona.  Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad.  El amor disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta”.  Así es el Amor de Dios.  Así será nuestro amor, si amamos en Dios.




 También, según San Pablo, el amor es superior a la fe y la esperanza.    “El mayor de las tres es el amor”.  Pero, no hay amor auténtico sin fe ni esperanza.  Las tres virtudes subsisten ahora; en la eternidad sólo será el Amor, pues ya tendremos el objeto de nuestra fe y nuestra esperanza.

El amor, entonces, llegará a su plenitud “cuando veamos a Dios cara a cara.  Ahora conocemos en parte, pero entonces le conoceré a El como El me conoce a mí.  Ahora vemos como en un espejo y en forma confusa”.  Luego conoceremos a Dios tal cual es y viviremos plenamente su Amor.




















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org