sábado, 31 de mayo de 2014

GRACIAS, JOSE CARLOS, NUESTRO PASTOR




Despedida del hasta ahora párroco de la parroquia algecireña de San García Abad, el reverendo don José Carlos del Valle Ruiz, por su feligresía, tras la última misa, en el templo parroquial. 

Se proyectó un video  recordatorio en la pantalla principal , junto al altar, ante el sacerdote y los feligreses que acudieron a cantarle y a despedirle, este viernes, 30 de Mayo de 2014. 

Video completo de la despedida, en el siguiente enlace...   https://www.youtube.com/watch?v=7Tf3qDEC00c&feature=youtu.be




Que Dios te ilumine hermano José Carlos... 

Dios proveerá.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Gracias y hasta luego !!


Quiero  aprovechar  la  oportunidad  que  me  brinda  mi  amigo  y  hermano  Ángel  Corbalán  a  través  del  blog  Parroquial  para  saludar  a  todos  los  feligreses  y  amigos  que  me  han  acompañado  en  éstos  cuatro  años  al  servicio  de  esta  Parroquia  de  San  García  Abad...

En  primer  lugar  dar  GRACIAS  a  Dios  y  a  María,  nuestra  Madre,  la  Virgen  de  Gracia,  por  haberme  permitido  desarrollar  mi  actividad  pastoral  en  esta  hermosa  zona  sur de  Algecíras,  donde  me  he  sentido  acogido  y  querido  por  toda  la  Comunidad  Parroquial...


Durante  estos  cuatro  años  he  tratado  de  estrechar  lazos  de  amistad  y  fraternidad  con  todos  y  juntos  hemos  crecido  como  comunidad  cristiana  en  el  amor  a  Dios  y  a  todos  los  que  se  han  acercado  a  la  Parroquia,  en  especial,  a  través  de  Cáritas  Parroquial,  quienes  han  desarrollado  un  excelente  trabajo,  así  como  el  grupo  tan  numeroso  de  Catequistas,  los cuatro coros  parroquiales,  que  han  amenizado  las  Eucaristías,  el  grupo  scout  y  todos  los  que  de  una  manera  u  otra  han  participado  en  hacer  presente  a  Jesucristo  en  nuestra  tan  extensa  Comunidad  Parroquial...

Continuaré  mi  labor  Sacerdotal  como  Capellán  en  el  Asilo  San  José  de  las  Hermanitas  de  los  Ancianos  Desamparados  atendiendo  a  la  Comunidad  de  Religiosas  y  los  150  ancianas  y  ancianos  que  allí  residen... Lo  hago  con  mucha  ilusión  sabiendo  que  Dios  me  quiere  en  esa  nueva  pastoral,  para  brindarles  mi  afecto  y  cariño...

Nunca  me  gustaron  las  despedidas,  por  eso  os  digo  HASTA  LUEGO,  sabiendo  que  estamos  cerca  y  seguiremos  compartiendo  nuestra  fraternidad  en  Cristo  Jesús... 

Sigo  estando  a  vuestro  servicio  y  os  ruego encarecidamente  que  acompañen  al  P.  Juan  Ángel  con  el  mismo  afecto  y  cariño  que  me  han  acompañado  durante  estos  años,  pues  la  familia  del  Sacerdote  es  su  Comunidad  Parroquial...  

GRACIAS  a  todos  y  PERDÓN  por  las  veces  que  haya  podido  ofender  a  alguien... Un abrazo  en  Cristo  Jesús  y  María,  nuestra  Madre... Vuestro  amigo,  hermano  y  servidor:  José Carlos



Oración al Espíritu Santo
       (Cardenal Verdier)


Oh Espíritu Santo,
Amor del Padre, y del Hijo,

Inspírame siempre
lo que debo pensar,
lo que debo decir,
como debo decirlo,
lo que debo callar,
cómo debo actual,
lo que debo hacer,
para la gloria de Dios,
bien de las almas
y mi propia Santificación.

Espíritu Santo,
Dame agudeza para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y eficacia para hablar.

Dame acierto al empezar
dirección al progresar
y perfección al acabar.
Amén






domingo, 25 de mayo de 2014

“El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama” (Evangelio dominical)






"El Espíritu sopla donde quiere", dice Jesús en su conversación con Nicodemo (Jn 3,8). No podemos trazar pues, sobre el plan doctrinal y práctico, normas que conciernen exclusivamente a las intervenciones del Espíritu Santo en la vida de los hombres. Puede manifestarse bajo las formas más libres y más imprevistas: "jugaba con la bola de la tierra" (cf Pr 8,31)… Pero para los que quieren captar las ondas sobrenaturales del Espíritu Santo, hay una regla, una exigencia que se impone de modo ordinario: la vida interior. Dentro del alma es donde se encuentra con este huésped indecible: "dulce huésped del alma", dice el maravilloso himno litúrgico de Pentecostés. El hombre se hace "templo del Espíritu Santo", nos repite san Pablo (1Co 3,16; 6,19).

El hombre de hoy, y también el cristiano muy a menudo, incluso los que están consagrados a Dios, tienden a secularizarse. Pero no podrá, jamás deberá olvidar esta exigencia fundamental de la vida interior si quiere que su vida sea cristiana y esté animada por el Espíritu Santo. Pentecostés ha sido precedido por una novena de recogimiento y de oración. El silencio interior es necesario para oír la palabra de Dios, para sentir su presencia, para oír la llamada de Dios.


Hoy, nuestro espíritu está demasiado volcado hacia el exterior; no sabemos meditar, no sabemos orar; no sabemos acallar todo el ruido que hacen en nosotros los intereses exteriores, las imágenes, los humores. No hay en el corazón el espacio tranquilo y consagrado para recibir el fuego de Pentecostés… La conclusión es clara: hay que darle a la vida interior un sitio en el programa de nuestra ajetreada vida; un sitio privilegiado, silencioso y puro; debemos encontrarnos a nosotros mismos para que pueda vivir en nosotros el Espíritu vivificante y santificante.



Evangelio de hoy

 

Lectura del santo evangelio según san Juan (14,15-21):



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.»

Palabra del Señor





COMENTARIO.




El Evangelio de hoy continúa con el discurso de Jesucristo a sus Apóstoles durante la Ultima Cena.  Y en sus palabras el Señor nos indica los requerimientos del Amor de Dios y también la recompensa para aquéllos que cumplan esos requerimientos.
Sabemos que Dios es infinitamente generoso en su Amor hacia nosotros sus creaturas.  Pero también es exigente al requerir nuestro amor hacia El.  Si no, ¿qué significan estas palabras del Señor? “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras... Si me aman, cumplirán mis mandamientos.” (Jn. 14, 15-24).
Aquí Jesús nos está mostrando, no solamente las exigencias del Amor de Dios, sino también nos está indicando algo que es esencial en el amor: quien ama complace al ser amado. 
Y ¿qué es complacer a quien se ama?  Complacer no significa mimar, ni consentir, ni aceptar conductas censurables.  Complacer es más bien cuidarse  de no ofenderle, de no desagradarle;  por el contrario, es tratar de hacer en todo momento lo que le cause contento y agrado.
Dios nos ama con un Amor infinito -sin límites-, con un Amor perfecto -sin defectos- ... porque Dios es, la fuente de todo amor, es cierto.  Pero aún más que eso: Dios es el Amor mismo (cfr. 1 Jn. 4, 8).
Amar a Dios es complacerlo en todo: en cumplir sus mandamientos, en aceptar su Voluntad, en hacer lo que creemos nos pide.  “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras”.  Amar a Dios es, entonces, amarlo sobre todas las personas y sobre todas las cosas; amarlo a El, primero que nadie y primero que tod ... y amarlo con todo el corazón y con toda el alma.





En este pasaje del Evangelio de San Juan, Jesús nos dice cuál es nuestra recompensa por amar a Dios, como El lo merece y como El lo requiere.  Esa recompensa es ¡nada menos! que El mismo: “Al que me ama a Mí, lo amará mi Padre; Yo también lo amaré y me manifestaré a él ... y vendremos a él y haremos nuestra morada en él” (Jn. 14, 21-24).
Pero... si observamos bien nuestra actualidad:  los hombres y mujeres de hoy ponemos nuestra confianza y nuestra admiración en los poderosos, en los artistas, en los modelos de belleza, en las estrellas deportivas, etc.  Podríamos decir que nos identificamos con ellos, les damos todo nuestro aprecio -inclusive nuestro amor- llegando a imitar sus maneras de ser, siguiendo sus recomendaciones, etc. 
Pero... pensemos bien ... ¿Nos llaman la atención los poderosos, las estrellas deportivas? … ¿qué mayor Poder que el de Dios, fuente de todo poder?  ¿Nos gusta la belleza? … ¿qué mayor Belleza que la de Dios, fuente de toda belleza?  ¿Nos atraen los que hacen algo bueno por la humanidad? … ¿qué mayor Bondad que la de Dios, fuente de todo bien?  En fin, ¿quién es más merecedor de nuestro amor, de nuestra confianza, de nuestra admiración, de nuestra voluntad, que Dios?






Los hombres y mujeres de hoy hemos sido absorbidos por las cosas del mundo: poder, dinero, riquezas, placeres, frivolidades, vicios, pecados, conductas erradas, apegos inconvenientes, etc., etc.   Unos más, otros menos, todos estamos sumergidos en un mundo muy alejado de los valores eternos, muy desprendido de las cosas de Dios, muy desapegado de lo que realmente es valedero y duradero.
Y corremos el riesgo de no poder recibir esa recompensa que Cristo nos ofrece, que es El mismo.  “El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce” (Jn. 14, 16-17).  Se refiere al Espíritu Santo -es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo- que El nos envía para estar siempre con nosotros, para enseñarnos la Verdad, para recordarnos todo lo que debemos saber.
En efecto, al estar nosotros sumergidos en lo que el Señor llama “mundo”, es decir, todos esos apegos frívolos, vacíos, insignificantes, intrascendentes, negativos, no podemos percibir al Espíritu Santo.  Sólo pueden percibirlo aquéllos que aman a Dios, aquéllos que tienen a Dios de primero en sus vidas, aquéllos que buscan hacer la Voluntad de Dios, aquéllos que buscan complacer a Dios en todo.  Si no es así, se permanece ciego al Espíritu Santo, no se siente su suave brisa, no se perciben sus gentiles inspiraciones.
En la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 8, 5-8, 14-17),  vemos la importancia que se daba al comienzo de la Iglesia a que los cristianos recibieran el Espíritu Santo.  Fijémonos que Pedro y Juan se trasladan desde Jerusalén a Samaria, para que aquéllos que recientemente habían aceptado la Palabra de Dios, recibieran también el Espíritu Santo. 




Vemos que en esta Lectura se nos dice con cierta preocupación que esos nuevos cristianos“solamente habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús, pero no habían recibido aún al Espíritu Santo”,  comentario que nos hace volver a aquellas palabras de Jesús a Nicodemo:“Quien no renace del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn. 3, 5).
Significa esto que no basta que seamos bautizados y que creamos en la Palabra de Dios.  Necesitamos, además, recibir el Espíritu Santo. 


El es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.  El es el Espíritu del Padre y el Espíritu de Jesús.  El es la promesa que Jesús hizo solemnemente a sus Apóstoles antes de morir y antes de partir de este mundo.  Veamos, entonces, qué nos dice el Señor hoy. 




Nos dice que para recibir al Espíritu Santo, tenemos que creer en Dios y tenemos que cumplir sus Mandamientos; pero, además, tenemos que distanciarnos de las cosas del mundo, pues si permanecemos atados al mundo, nos quedamos ciegos: no podemos ni ver, ni conocer al Espíritu Santo.  Así nos dice el Señor: “El mundo no puede recibir el Espíritu Santo, porque no lo ve ni lo conoce.  En cambio, ustedes  (los que hacen mi Voluntad, los que cumplen mis Mandamientos) sí lo conocen, porque habita entre ustedes y estará en ustedes”  (Jn. 14, 15-18).

Por eso, Dios nos sigue interpelando con su Palabra, día a día, semana a semana.  Esta semana nos promete el Espíritu Santo y nos llama a amarle a El, indicándonos cómo: Amar a Dios es complacerlo en todo:  1º cumplir sus mandamientos, 2º aceptar su voluntad, 3º hacer lo que creemos nos pide. 




Y nos indica también cuál será nuestra recompensa: nada menos que el tenerlo a El mismo y el ser amados por El como sólo El sabe hacerlo:  en forma perfecta e infinita.
  Mientras busquemos en las cosas de este mundo y en los seres de este mundo lo que nuestro corazón ansía, seguiremos insatisfechos, deseando siempre algo más.  Ese “algo más” que siempre nos falta es el amor a Dios, pues sólo en El hallaremos el descanso, la alegría, la paz que ni el mundo, ni las creaturas pueden darnos.  Sólo El es la plenitud infinita que nuestro corazón busca y no encuentra, porque busca donde no es.  Eso que buscamos sólo lo encontraremos cuando lo busquemos a El. 



Es que, como Dios nos creó para El, sólo en El hallaremos el descanso, la alegría, la paz que no nos pueden dar ni las cosas del mundo, ni las mismas creaturas.   Sólo Dios satisface plenamente. 

domingo, 18 de mayo de 2014

"Yo soy el camino, y la verdad, y la vida" (Evangelio dominical)





Hoy, la escena que contemplamos en el Evangelio nos pone ante la intimidad que existe entre Jesucristo y el Padre; pero no sólo eso, sino que también nos invita a descubrir la relación entre Jesús y sus discípulos. «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3): estas palabras de Jesús, no sólo sitúan a los discípulos en una perspectiva de futuro, sino que los invita a mantenerse fieles al seguimiento que habían emprendido. Para compartir con el Señor la vida gloriosa, han de compartir también el mismo camino que lleva a Jesucristo a las moradas del Padre.

«Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14,6-7). Jesús no propone un camino simple, ciertamente; pero nos marca el sendero. Es más, Él mismo se hace Camino al Padre; Él mismo, con su resurrección, se hace Caminante para guiarnos; Él mismo, con el don del Espíritu Santo nos alienta y fortalece para no desfallecer en el peregrinar: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1).


En esta invitación que Jesús nos hace, la de ir al Padre por Él, con Él y en Él, se revela su deseo más íntimo y su más profunda misión: «El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza» (San Gregorio de Niza).

Un Camino para andar, una Verdad que proclamar, una Vida para compartir y disfrutar: Jesucristo.


Lectura del santo evangelio según san Juan (14,1-12):



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.» 
Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» 
Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.» 
Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.» 
Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.»

Palabra del Señor






COMENTARIO






En el Evangelio de hoy, nuestro Señor Jesucristo nos da la que tal vez sea la definición más completa y profunda que El hizo de Sí mismo:  “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
  Y nos dejó esa definición la noche antes de su muerte, cuando cenando con los Apóstoles, les daba sus últimos y quizás más importantes anuncios.  Los Apóstoles, sin lograr entender mucho de lo que les decía, estaban evidentemente preocupados.  Y el Señor los tranquilizaba diciéndoles: “En la Casa de Mi Padre hay muchas habitaciones... Me voy a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré conmigo, para que donde Yo esté, también estén ustedes.  Y ya saben el Camino para llegar al lugar donde Yo voy”  (Jn. 14, 1-12).”
Tomás, el que le costaba creer, le replica:“Señor, si ni siquiera sabemos a dónde vas ¿cómo podemos saber el camino?”,  a lo que Jesús le responde: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
Efectivamente, Jesús iba a morir, resucitar y ascender al Cielo; es decir, se  iba a la Casa del Padre.  Y a ese sitio desea llevarnos a cada uno de nosotros, para que estemos donde El está.  Y El no solamente nos muestra el Camino, sino que nos dice que El mismo es el Camino, cuestión un tanto complicada, que Jesús les explica de seguidas: “Nadie va al Padre si no es por Mí”.
El Camino del cual nos está hablando el Señor no es más que nuestro camino al Cielo.  Es el camino que hemos de recorrer durante esta vida terrena para llegar a la Vida Eterna, para llegar a la Casa del Padre, donde El está. 




Y... ¿cómo es ese camino?  Si pudiéramos compararlo con una carretera o una vía como las que conocemos aquí en la tierra, ¿cómo sería? ¿Sería plano o encumbrado, ancho o angosto, cómodo o peligroso, fácil o difícil?  ¿Iríamos con carga o sin ella, con compañía o solos?  ¿Con qué recursos contamos?  ¿Tendríamos un  vehículo... y suficiente combustible?  ¿Cómo es ese Camino?  ¿Cómo es ese recorrido?

Veamos algo importante: Jesús mismo es el Camino.  ¿Qué significa este detalle?  Significa que en todo debemos imitarlo a El.  Significa que ese Camino pasa por El.  Por eso debemos preguntarnos qué hizo El.   Sabemos que durante su vida en la tierra El hizo sólo la Voluntad del Padre.  Y, en esencia, ése es el Camino: seguir sólo la Voluntad del Padre.  Ese fue el Camino de Jesucristo.  Ese es nuestro Camino.

Vista la vida de Cristo, podríamos respondernos algunas preguntas sobre este recorrido: es un Camino encumbrado, pues vamos en ascenso hacia el Cielo. 

Sobre si es ancho o angosto, Jesús ya lo había descrito con anterioridad: “Ancho es el camino que conduce a la perdición y muchos entran por ahí; estrecho es el camino que conduce a la salvación, y son pocos los que dan con él”  (Mt. 7, 13-14).  

  ¿Fácil o difícil?  Por más difícil que sea, todo resulta fácil si nos entregamos a Dios y a que sea El quien haga en nosotros.  Así que ningún recorrido, por más difícil que parezca, realmente lo es, si lo hacemos en y con Dios. 




Carga llevamos.  Ya  lo había dicho el Señor: “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga” (Lc. 9, 23).   

No vamos solos.  No solamente vamos acompañados de todos aquéllos que buscan hacer la Voluntad del Padre, sino que Jesucristo mismo nos acompaña y nos guía en el Camino, y -como si fuera poco- nos ayuda a llevar nuestra carga. 

¿Recursos?  ¿Vehículos?  ¿Combustible?  Todos los que queramos están a nuestra disposición: son todas las gracias  -infinitas, sin medida, constantes, y además, gratis (por eso se llaman gracias)- que Dios da a todos y cada uno de los que deseamos pasar por ese Camino  que es Cristo y seguir ese Camino que El nos muestra con su Vida y nos enseña con su Palabra: hacer en todo la Voluntad del Padre.

En la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 6, 1-7) se nos relata la institución de los primeros Ministerios en la Iglesia.  Hemos leído cómo los Apóstoles decidieron delegar en “siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría”, para que les ayudaran en el servicio a las comunidades cristianas que se iban formando, de manera que ellos pudieran dedicarse mejor “a la oración y al servicio de la palabra”.
Y respecto de esos “Ministerios” o funciones de servicio dentro de la Iglesia, el Concilio Vaticano II nos indica que, no sólo los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas tienen funciones, sino que también los Laicos pueden y deben realizar funciones de servicio en la Iglesia.  Y este derecho le viene a los Seglares del simple hecho de ser bautizados, pues el  Sacramento del Bautismo los hace “participar en el Sacerdocio regio de Cristo” (LG 26). 



  Y el Concilio basa esa solemne declaración en la Segunda Lectura que hemos leído hoy, tomada de la Primera Carta del Apóstol San Pedro (1 Pe. 2, 4-9).   En efecto, en su Documento sobre el Apostolado Seglar (AA 3) el Concilio explica lo que significa hoy para nosotros esta Segunda Lectura: 

1.      El Apostolado y el servicio de los Seglares dentro de la Iglesia es un derecho y es un deber. 

2.      Por el Bautismo los Laicos forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, y por la Confirmación son fortalecidos por el Espíritu Santo y enviados por el Señor a realizar la Evangelización, así como a ejercer funciones de servicio dentro de la misma Iglesia. 

Nótese que el Concilio nos habla de derecho y de deber.  O sea que la misión de evangelizar que tienen los laicos es obligatoria, no es optativa.

Y, especialmente ahora esa obligación es más apremiante.  ¿Por qué?  Porque desde Juan Pablo II se está llamando a todos, Sacerdotes y Laicos, a realizar la Nueva Evangelización. 

Y ¿por qué hace falta una Nueva Evangelización?  No tenemos más que mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta que la Fe y la pertenencia real a la Iglesia está en niveles críticos.    
Y niveles críticos significa que la gente no parece estar siguiendo el camino que Jesús nos dejó señalado, el camino para llegar al Padre, para llegar al Cielo donde cada uno tiene un sitio preparado por el mismo Jesús.

La gente está a riesgo de no llegar a la meta señalada.  Y esto que es tan crucial, no parece ser importante para casi nadie.  ¿Sabe la gente para qué fue creada, hacia dónde va, qué sucede después de esta vida, qué opciones hay al morir?

No hay negocio más importante, no hay meta más crucial que la Vida Eterna.  ¿Quién lo sabe?  ¿Quién se da cuenta?  ¿Quién actúa de acuerdo a esto?

Por ello, hay que evangelizar.  Y ¿qué es evangelizar?  Es llevarle la Buena Nueva de salvación a toda persona que quiera escucharla:   Dios nos envió a su Hijo Único para salvarnos, para abrirnos las puertas del Cielo. Esa es nuestra meta.  Hacia allí debemos dirigirnos.  En eso consiste la Nueva Evangelización, que es deber de todos, y es urgente.





Volviendo a lo que nos dice  San Pedro en esta Carta: Cristo es la piedra fundamental -la piedra angular.  Pero todos nosotros, Sacerdotes y Laicos, “somos piedras vivas, que vamos entrando a formar parte en la edificación del templo espiritual, para formar un sacerdocio santo”.   Por eso el Concilio, basándose en esta Carta, declara que los Seglares “son consagrados como sacerdocio real y nación santa”.

   Sin embargo, a pesar de toda la grandeza y significación que tiene el hecho de que los Seglares participen del Sacerdocio de Cristo, hay que tener en cuenta que hay una distancia considerable entre la función de un Sacerdote consagrado por el Sacramento del Orden Sacerdotal y la función evangelizadora de un laico -inclusive si éste es un Ministro Laico instituido para ejercer algún tipo de función dentro de la Iglesia.

Pero es así como, a través de unos y otros Ministerios dentro de su Iglesia - los Ministerios Sacerdotales y los Ministerios Laicales y los laicos evangelizadores-  “el Señor  -como hemos repetido en el Salmo (32)- “cuida de los que le temen”, cuida de cada uno de nosotros.