domingo, 30 de agosto de 2020

«El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Evangelio Dominical)

 



Hoy, consideramos que ver a Jesús y seguirle requiere tener una obediencia madura que nos permita escuchar y ser responsables (capaces-de-responder). Y esto sólo es posible en las personas que verdaderamente se han liberado de los caprichos infantiles y de las pasiones: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24). Escuchar y responder a la llamada de Dios en nuestras vidas cotidianas significa ser capaces de olvidarnos de nosotros mismos y de servir a los demás. Sólo el amor hace factible este “riesgo” (cf. Heb 5:8-9).

Buda dice que «para vivir una vida pura de entrega uno no debe reputar nada como propio en medio de la abundancia». Un ejemplo es la vida familiar donde los padres se entregan total y generosamente al bienestar de la familia, quizás hasta el punto de olvidarse de sí mismos. Ellos procuran actuar así para que sus hijos estén bien preparados para que tengan mejor futuro. Si es así, además, la familia será una y unida.

Tenemos cientos de conmovedores ejemplos de profesores, médicos, agentes sociales, personas consagradas y santos. El Papa Francisco nos empuja a “ver” a Jesús en nuestra vida corriente, pues «aunque la vida de una persona se mueva en un terreno lleno de espinas y malezas, hay siempre espacio en el cual la buena semilla puede crecer. ¡Tenéis que confiar en Dios!».

Un grano de trigo puede liberar toda su vitalidad sólo cuando se rompe y muere, como Jesús el cual muriendo mostró todo su amor dando la vida. El ejemplo del grano de trigo es la vida misma de Jesús y de cada discípulo que le sirve, que da testimonio de Él y que tiene vida en Él: «El que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25). ¡Amén!

 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,21-27):


                               


 


 En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.

Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»
Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Palabra del Señor

 



COMENTARIO

 




Desde el momento que los Apóstoles reconocieron a Jesús como el Mesías esperado por el pueblo de Israel por ¡tantos siglos! y enseguida de dejar fundada su Iglesia, El comenzó a anunciarles que debía ir a Jerusalén, donde tendría que sufrir mucho de manos de las autoridades judías.  Les dijo además que terminaría siendo condenado a muerte, pero que resucitaría al tercer día.

 

En el primero de estos anuncios del Señor, Pedro, haciendo gala de su impulsividad característica, llama a Jesús aparte y le protesta, diciéndole: “Dios te libre, Señor.  Eso no te puede suceder a Ti” (Mt. 16, 21-27).  La respuesta de Jesús a Pedro es sumamente dura: “Retrocede, Satanás (Apártate de Mí, Satanás) y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”.

 

Sorprende esta respuesta del Señor aún más, porque pocos momentos antes Pedro había sido nombrado jefe de la Iglesia y Jesús lo había felicitado por haberlo reconocido como el Mesías.  Cristo le hizo ver que esa verdad que Pedro había reconocido y confesado no le venía de ningún hombre, sino que se la había revelado Dios Padre.  Pero en este episodio de hoy, Jesús llama a Pedro “Satanás” y lo acusa de tener el modo de pensar de los hombres.  Totalmente lo contrario a lo anterior.  ¿Qué ha sucedido?

 

Efectivamente, Pedro piensa en esto como los hombres y no como Dios.  El pensamiento de Dios es muy distinto al pensamiento del mundo.  ¡Cómo nos equivocamos los seres humanos cuando pretendemos que Dios se adapte a nuestro modo de ver las cosas, en vez de nosotros adaptarnos al modo de pensar de Dios!

 

San Pedro, en este episodio del Evangelio de hoy, utiliza los criterios del mundo y no los de Dios, por lo que se equivoca pensando que el Mesías, el Hijo de Dios, no podía ser perseguido y ajusticiado.  Y con esto expresa algo que es muy lógico para el pensar de los hombres, pero no para Dios: si alguien es tan importante como el Mesías esperado, éste tiene que ser una persona de éxito y de victoria; no puede morir perseguido y fracasado.  ¡Lo que Jesús está anunciando, sencillamente no puede ser!

 


             


                  

Además San Pedro está rechazando el sufrimiento para Jesús.  Así nos sucede a nosotros: no queremos sufrimiento ni para nosotros, ni para nuestros seres queridos.  Pero resulta que en el plan de Dios, el sufrimiento bien llevado trae muchos beneficios.  Y todo sufrimiento -aceptado en amor a Dios- tiene un valor ¡tan grande! que ese valor sirve de redención para quien sufre y, además, para muchos otros.

 

En la Segunda Lectura (Rom. 12, 1-2), San Pablo nos exhorta justamente a esto, a que nos ofrezcamos como “ofrenda viva, santa y agradable a Dios”.   Y va más lejos aún:  nos dice que en esa ofrenda de nosotros mismos a Dios consiste el verdadero culto.  El culto no es principalmente pedir a Dios, agradecer a Dios, alabar a Dios ... aunque es cierto que con todo esto le rendimos culto.  El culto consiste principalmente en ofrendar nuestro ser, nuestra vida, todo lo que somos y tenemos a Dios.   En eso consiste ADORAR A DIOS.  Así –adorando a Dios- es como seremos santos y agradables a El.  Eso es lo que nos dice San Pablo.

 

¡Claro!  Tener esta postura y esta convicción ante el sufrimiento no es fácil, no es lo natural.  Para ello hay que hacer lo que nos dice San Pablo:  “adquirir una nueva manera de pensar.  No se dejen transformar por los criterios de este mundo”.  Y esto significa remar contra la corriente, porque la corriente del mundo nos dice todo lo contrario.  Si nos dejamos llevar por la corriente del mundo, corremos el riesgo de ser corregidos como Pedro en el Evangelio de hoy:  “Retrocede, Satanás … porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”.

 

En la Primera Lectura (Jer. 20, 7-9) oímos la queja del Profeta Jeremías, quien nos hace ver la burla y la persecución de que es objeto un hombre, elegido de Dios para llevar su palabra a los demás.  Nos hace ver también el deseo que tiene el Profeta de abandonar su misión, de no hacer la Voluntad de Dios.

 

Pero Dios, que es infinitamente misericordioso, “seduce” a Jeremías para que continúe su ingrata misión de anunciar violencia y destrucción, y cumpla así la Voluntad Divina.  Hay que dejarse “seducir” por el Señor para cumplir su Voluntad a costa de lo que sea: sufrimientos, persecuciones, burlas, etc.

 

¡Qué difícil es comprender y aceptar así el misterio del sufrimiento humano!  Especialmente si día tras día nos están proponiendo que no hay que sufrir. Pero eso no es lo que Cristo nos propone ni con su ejemplo, ni con su Palabra.


                                      



Efectivamente, en este pasaje evangélico Cristo anuncia su propia Pasión y Muerte. Pero no se detiene allí, sino que enseguida de recriminar a Pedro, hace un anuncio aún más impresionante:  no sólo va a tener que sufrir El, sino que cada uno de nosotros, si queremos seguirlo deberemos también sufrir con El.

 

“El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga.  Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por Mí, la encontrará”.

 

Esto es el Evangelio.  Pero ... ¡Qué distinto pensamos nosotros!  ¡Qué distinto a los que se nos propone cuando se presentan los sufrimientos!  Hoy en día hay hasta una secta que parece muy evangélica y muy cristiana, y su lema consiste en dejar de sufrir.

 

Ya San Pablo nos había prevenido, porque las sectas han existido siempre y les gusta crecer al lado del Cristianismo.  Como lo hacen hoy ... y con mucha fuerza, virulencia y engaño.  Así nos dice el Apóstol:

 

“Cualquiera puede llegar predicando otro Jesús, no como se lo predicamos ... con un evangelio diferente al que han aceptado ... Pero, aunque viniéramos nosotros o viniera algún ángel del cielo para anunciarles el Evangelio de otra manera que lo hemos anunciado, ¡sea maldito!  Ya se lo dijimos antes, pero ahora lo repito:  si alguien viene con un evangelio que no es lo que ustedes han recibido, ¡sea maldito!” (2 Cor. 11, 4 y Gal.1, 8-9).

 

Entonces, a pesar de lo que nos traten de vender, a pesar de lo que nos pueda parecer, para seguir a Cristo hay que perder la vida, hay que saber hacerse ofrenda viva, santa y agradable a Dios, como nos exhorta San Pablo;  hay que renunciar a lo que pareciera que es la vida, a lo que el mundo nos presenta como si fuera lo más importante en la vida.

 

Hay que renunciar a muchas cosas, pero la mayor y más importante renuncia y ofrenda que debemos hacer es la de nuestro propio yo:  renunciar a criterios propios, para asumir los de Dios; renunciar a la voluntad propia, para asumir la Voluntad de Dios.

 

¿Cuál es la Voluntad de Dios?  ¿Cómo conocer la Voluntad de Dios?  Esto es algo que siempre nos preguntamos.  Hoy San Pablo nos da una de las formas para conocer la Voluntad Divina, cuando nos dice en la Segunda Lectura:

 

                               



“No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme internamente, para que sepan distinguir cuál es la Voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.

 

Quiere decir esto que para conocer la Voluntad de Dios hay que desprenderse de los criterios del mundo, hay que desprenderse del “yo”, hay que desprenderse de las formas de ser, de pensar y de actuar comunes y corrientes, propias del montón (de la mayoría), y dejarse tomar por las formas de ser, pensar y actuar de Dios.

 

Con esto ya no estaremos en la “mayoría”;  estaremos en la “minoría” -es cierto- pero estaremos en Dios y le daremos el culto que El desea y se merece.  Más aún, obtendremos la Verdadera Vida, aunque perdamos la “vida” que engañosamente el mundo nos ofrece como ¡tan importante!, como si fuera la verdadera vida.

 

Para seguir a Cristo hay que perder la vida:  hay que renunciar a lo que pareciera que es la vida, a lo que el mundo nos presenta como si fuera lo más importante en la vida:

 

Placer, poder, riqueza, éxito, lujos, comodidades, apegos, satisfacciones ... todas estas cosas, aún lícitas, forman parte de esa “vida” a la que hay que renunciar para abrazar la cruz que Jesús nos presente.

 

Si nos disponemos a perder todo eso, si nos disponemos a renunciar a nosotros mismos, convirtiéndonos en ofrendas vivas, santas y agradables a Dios, obtendremos la Verdadera Vida;  es decir, la que nos espera después de esta vida aquí en la tierra.






Si por el contrario, nos parecen esos criterios de mundo ¡tan importantes! que no los podemos dejar; si creemos que no podemos desprendernos de nuestras formas de pensar, de ser y de actuar de mundo, y equivocadamente tratamos de salvarlas como si fueran lo único en la vida, podemos correr el riesgo de perderlo todo:  lo de aquí y lo de allá, la vida y la Vida.

 

Y ... ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su Vida?  (Mt. 16, 26).

 

Con el Salmo 62 hemos ratificado nuestra entrega a Dios.  A Ti, Señor, se adhiere mi alma, pues mejor es tu Amor que la existencia.   Mejor eres Tú, Señor, que la vida que tengo que perder para tenerte a Ti.  Por eso mi alma está sedienta de Ti, todo mi ser te añora, como el suelo reseco añora el agua.

 















domingo, 16 de agosto de 2020

«Señor; (...) también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos» (Evangelio Dominical)

 


 

Hoy contemplamos la escena de la cananea: una mujer pagana, no israelita, que tenía la hija muy enferma, endemoniada, y oyó hablar de Jesús. Sale a su encuentro y con gritos le dice: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo» (Mt 15,22). No le pide nada, solamente le expone el mal que sufre su hija, confiando en que Jesús ya actuará.

Jesús “se hace el sordo”. ¿Por qué? Quizá porque había descubierto la fe de aquella mujer y deseaba acrecentarla. Ella continúa suplicando, de tal manera que los discípulos piden a Jesús que la despache. La fe de esta mujer se manifiesta, sobre todo, en su humilde insistencia, remarcada por las palabras de los discípulos: «Atiéndela, que viene detrás gritando» (Mt 15,23).

La mujer sigue rogando; no se cansa. El silencio de Jesús se explica porque solamente ha venido para la casa de Israel. Sin embargo, después de la resurrección, dirá a sus discípulos: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).

Este silencio de Dios, a veces, nos atormenta. ¿Cuántas veces nos hemos quejado de este silencio? Pero la cananea se postra, se pone de rodillas. Es la postura de adoración. Él le responde que no está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los perros. Ella le contesta: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos» (Mt 15,26-27).

Esta mujer es muy espabilada. No se enfada, no le contesta mal, sino que le da la razón: «Tienes razón, Señor». Pero consigue ponerle de su lado. Parece como si le dijera: —Soy como un perro, pero el perro está bajo la protección de su amo.

La cananea nos ofrece una gran lección: da la razón al Señor, que siempre la tiene. —No quieras tener la razón cuando te presentas ante el Señor. No te quejes nunca y, si te quejas, acaba diciendo: «Señor, que se haga tu voluntad».

 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Mateo (15,21-28):






En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.

Palabra del Señor

 

 

COMENTARIO

 




El Evangelio de hoy nos habla de la fe.  Nos trae el relato de una mujer, famosa por su fe, tanto que se habla de “la fe de la cananea”.  (Mt. 15, 21-28)

 

A veces Dios no nos responde.  A veces pareciera que se nos escondiera o que no prestara atención a nuestras solicitudes.  Es lo que le sucedió a esta mujer en tiempos de Jesús.  El Evangelio especifica que la mujer era “cananea” para significar que no era judía, sino pagana.

 

Impresiona, por tanto, que esta no-judía llame a Jesús “hijo de David”, con lo que está reconociéndolo como el Mesías que los judíos esperaban.  Impresiona, también que, siendo pagana, le pida a Jesús que le sane a su hija que está “terriblemente atormentada por un demonio”.

 

A veces Dios nos coloca en una posición de impotencia tal que no nos queda más remedio que clamar a Él, seamos cristianos o paganos, creyentes o no creyentes, religiosos o a-religiosos, católicos practicantes o católicos fríos.  Es lo que posiblemente le sucedió a esta madre que, siendo pagana, pero abrumada por la situación de su hija, no le queda más remedio que acudir al Mesías de los judíos.

 

El desarrollo del relato evangélico nos muestra que la cananea como que intuía que Jesús era Mesías no sólo de los judíos, sino de todos, porque a pesar de no ser judía, se atreve a pedir a Jesús que cure a su hija.

 

Y Jesús se hace el que no escucha.  Así es Dios a veces:  simula no escucharnos.  Y ¿por qué?  O, más bien ¿para qué? ... Para reforzar nuestra fe.  Se habla de “poner a prueba” nuestra fe.  Pero no se trata de una prueba como un examen o un test, sino más bien como un ejercicio que fortalece la fe.

 

Ese aparente silencio divino es más bien como la calistenia del atleta para fortalecerse en su especialidad.  Podemos decir que Dios refuerza nuestra fe.  Cuando el Señor parece esconderse o parece no hacernos caso puede ser que esté tratando de fortalecer nuestra fe débil.


                               


Pero … ¡cuántas veces al más mínimo silencio de Dios nos empecinamos más en nuestro mal!  ¡Cuántas veces, porque Dios no nos complace nuestro capricho o nos hace esperar un rato, le protestamos y nos alejamos de Él!  ¡Qué diferente esa fe a la de la mujer cananea del Evangelio!

 

Jesús, entonces, insiste en ejercitar aún más la fe de su interlocutora.  No le parece suficiente el silencio inicial, sino que al recibir la petición de la mujer, le responde que no le toca atender a los que no sean judíos, pues “ha sido enviado sólo para las ovejas descarriadas de la casa de Israel”.

 

La mujer no acepta esta respuesta de Jesús, sino que se postra ante Él y le suplica:  “¡Señor, ayúdame!”. 

 

Igual que el entrenador exige al atleta templar más sus músculos y aumentar su resistencia para estar mejor preparado, sigue el Señor forzando la fe de la cananea.  Le responde:  “No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos”,  queriendo significar que para ese momento no debía ocuparse de los paganos sino de los judíos.

 

La mujer no ceja.  Definitivamente, no acepta un “no” como respuesta de Jesús.  Iluminada por el Espíritu Santo, le responde a Jesús con un argumento irrebatible:  “hasta los perritos se comen las migajas de  la mesa de sus amos”.

 

La fe de la mujer había sido reforzada con los aparentes desplantes del Señor.  Y ahora la fe de la mujer queda recompensada, pues obtiene de Jesús lo que pide.  Nos dice el Evangelio que “en aquel mismo instante quedó curada su hija”.

 

“¡Qué grande es tu fe!”, le dice el Señor a la mujer.  Y ... ¡qué gentil es el Señor!  Nos da crédito por lo que no viene de nosotros sino de Él.  ¡Es que la fe es un regalo que Él mismo nos da!

 


                                         



Ahora bien, como todo regalo, es necesario que lo recibamos.  Es necesario aceptar ese regalo maravilloso que Dios nos da constantemente.  Y, además, aceptar todos los entrenamientos que Dios hace a nuestra fe, para que ésta vaya fortaleciéndose y un día sea recompensada con el regalo definitivo que Dios quiere darnos: la Vida Eterna.

 

Esta oración persistente de la mujer cananea nos recuerda la necesidad de orar, orar incesantemente, sin desfallecer.  Recordemos, además, que a Dios se le pide, no se le exige.  Orar con humildad, como esta mujer, que no exigió, sino pidió.  Orar, con humildad, confiando plenamente en Dios, en que nos dará lo que nos conviene para nuestra salvación, y sólo eso, no la satisfacción de caprichos.  Y orar, pidiendo a Dios las cosas buenas, lo que nos conviene y siempre atenido todo a su Voluntad, no a nuestros deseos.

 

Hay una oración de la Liturgia de la Misa correspondiente a la fiesta de San Alberto de Jerusalén, Obispo, autor de la Regla de los Carmelitas:  Señor, concédenos lo que te pedimos, porque te pedimos lo que quieres concedernos.  Que esta oración sea nuestra guía al pedir al Señor.

 

Hay otro tema en la Liturgia de este Domingo:  la salvación es para todos, judíos y no judíos.  Las respuestas de Jesús a la mujer cananea parecieran indicar lo contrario.

 

Lo cierto es que Dios eligió al pueblo de Israel para asignarle un papel primordial en la historia de la salvación.  Los israelitas serían los primeros en recibir el llamado a la salvación.  Pero luego la salvación se extendería a todo pueblo, raza y nación.  La elección de Israel no significa, entonces, el rechazo a otros pueblos.

 

Queda esto claro en la Primera Lectura (Is. 56, 1.6-7), en la que Dios, por boca del Profeta Isaías, asegura que cualquier extranjero (no israelita) que crea en Él, que lo sirva y lo ame, que le rinda culto y que cumpla su alianza, “los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración... porque mi casa será casa de oración para todos los pueblos”.

 

Todo el que crea en Dios será reunido en su Casa.  La Casa de Dios será morada para todos los que quieran creer en Dios y hacer su Voluntad.

 

La Segunda Lectura (Rm. 11, 13-15.29-32) de San Pablo, “el Apóstol de los Gentiles”, nos habla también de la salvación universal.  San Pablo se dirige especialmente a los no-judíos, lamentándose de los judíos, los de su raza, que han rechazado a Cristo.

 

Y nosotros ... ¡cuántas veces no hemos rechazado a Cristo!  ¡Cuánto tiempo estuvimos rechazándolo y dándole la espalda!  ¡Cuántas veces nos hemos comportado como paganos!





San Pablo concluye este trozo de su carta así:  “Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia”.

 

El pecado es un mal y es causa de condenación para los que no desean arrepentirse y que terminan por no arrepentirse.

 

Pero, si reconocemos a tiempo nuestra rebeldía para con Dios, se manifiesta su perdón, su misericordia infinita.  Y si perseveramos hasta el final, obtenemos la salvación, que vino Cristo a traer y que prometió a todos los que aman a Dios.   Es decir, a todos los que -como nos dice Isaías en la Primera Lectura- crean en Él, lo sirvan y lo amen, le rindan culto y cumplan su alianza:   a todos los que hagan su Voluntad.

 

De allí que cantemos en el Salmo 66  las alabanza del Señor, para que “conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora”.

 

 

 

 






Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org