domingo, 27 de agosto de 2017

HOY ES SANTA MÓNICA DE TAGASTE. PATRONA DE LAS MUJERES CASADAS.



Madre de San Agustín de Hipona.

Mónica significa: "dedicada a la oración y a la vida espiritual".
Patrona de las mujeres casadas y modelo de las madres cristianas.

Nació en Tagaste (África) el año 331, de familia cristiana. Muy joven, fue dada en matrimonio a un hombre llamado Patricio, del que tuvo varios hijos, entre ellos San Agustín, cuya conversión le costó muchas lágrimas y oraciones. Fue un modelo de madres; alimentó su fe con la oración y la embelleció con sus virtudes. Murió en Ostia el año 387.
 

LA IGLESIA venera a Santa Mónica, esposa y viuda. Su hijo fue San Agustín, doctor de la Iglesia. Su ejemplo y oraciones por su hijo fueron decisivas. El mismo San Agustín escribe en sus Confesiones: "Ella me engendró sea con su carne para que viniera a la luz del tiempo, sea con su corazón, para que naciera a la luz de la eternidad"  Por su parte, San Agustín es la principal fuente sobre la vida de Santa Mónica, en especial sus Confesiones, lib. IX.

Mónica nació en Africa del Norte, probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, en el año 332.




Sus padres, que eran cristianos, confiaron la educación de la niña a una institutriz muy estricta. No les permitía beber agua entre comidas para así enseñarles a dominar sus deseos. Mas tarde Mónica hizo caso omiso de aquel entrenamiento y cuando debía traer vino de la bodega tomaba a escondidas. Cierto día un esclavo que la había visto beber y con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó "borracha". La joven sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.

Cuando llegó a la edad de contraer matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste, llamado Patricio. Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de temperamento muy violento y vida disoluta. Mónica le perdonó muchas cosas y lo soportó con la paciencia de un carácter fuerte y bien disciplinado. Por su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa y su liberalidad para con los pobres, la respetó y, ni en sus peores explosiones de cólera, levantó la mano contra ella.

Mónica explicó su sabiduría sobre la convivencia en el hogar: "Es que cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando el grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan dos, y yo no acepto la pelea, pues… no peleamos". Esta fórmula se ha hecho célebre en el mundo y ha servido a millones de mujeres para mantener la paz en casa.



Mónica recomendaba a otras mujeres casadas, que se quejaban de la conducta de sus maridos, que cuidasen de dominar la lengua por ser esta causante en gran parte de los problemas en la casa.  Mónica, por su parte, con su ejemplo y oraciones, logró convertir al cristianismo, no sólo a su esposo, sino también a su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia constante en el hogar de su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió santamente en 371, al año siguiente de su bautismo.

Tres de sus hijos habían sobrevivido, Agustín, Navigio, y una hija cuyo nombre ignoramos.  Agustín era extraordinariamente inteligente, por lo que habían decidido darle la mejor educación posible. Pero el carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven haba hecho sufrir mucho a su madre. Agustín había sido catecúmeno en la adolescencia y, durante una enfermedad que le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente la salud, propuso el cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre, Agustín tenía diecisiete años y estudiaba retórica en Cartago. Dos años más tarde, Mónica tuvo la enorme pena de saber que su hijo llevaba una vida disoluta y había abrazado la herejía maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró las puertas de su casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del joven. Pero una consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la caída de Agustín, cuando se le acercó un personaje resplandeciente y le preguntó la causa de su pena. Después de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas y añadió: "Tu hijo está contigo". Mónica volvió los ojos hacia el sitio que le señalaba y vio a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a Agustín el sueño, el joven respondió con desenvoltura que Mónica no tenía más que renunciar al cristianismo para estar con él; pero la santa respondió al punto: "No se me dijo que yo estaba contigo, sino que tú estabas conmigo".




Esta hábil respuesta impresionó mucho a Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración del cielo. La escena que acabamos de narrar, tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir, casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo, Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: "Vuestro hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de Dios". Como Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas palabras: "Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento.

Cuando tenía veintinueve años, el joven decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso al plan, pues temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba dispuesta a acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que iba a embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió a una vil estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo, dejó a su madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más tarde, escribió en las "Confesiones": "Me atreví a engañarla, precisamente cuando ella lloraba y oraba por mí". Muy afligida por la conducta de su hijo, Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al llegar a esa ciudad, se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En Milán conoció Agustín al gran obispo San Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.

En San Ambrosio, por quien sentía la gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero padre. Siguió fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que estaba acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de los mártires; había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo hacía antes en Africa; pero en cuanto supo que San Ambrosio lo haba prohibido porque daba lugar a algunos excesos y recordaba las "parentalia" paganas, renunció a las costumbres. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente de no haberse tratado de San Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del sábado, como se acostumbraba en Africa y en Roma. Viendo que la práctica de Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a San Ambrosio lo que debía hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico: "Cuando estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados cuando estoy en Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la iglesia del sitio en que te halles". Por su parte, San Ambrosio tenía a Mónica en gran estima y no se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán que en Tagaste, Mónica se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina madre, Justina, empezó a perseguir a San Ambrosio, Mónica fue una de las que hicieron largas vigilias por la paz del obispo y se mostró pronta a morir por él.




Finalmente, en agosto del año 386, llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa conversión al catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de arreglarle un matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba permanecer célibe toda su vida. Durante las vacaciones de la época de la cosecha, se retiró con su madre y algunos amigos a la casa de verano de uno de ellos, que se llamaba Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escrita en sus "confesiones" algunas de las conversaciones espirituales y filosóficas en que pasó el tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria penetración y buen juicio y un conocimiento poco común de la Sagrada Escritura. En la Pascua del año 387, San Ambrosio bautizó a San Agustín y a varios de sus amigos. El grupo decidió partir al Africa y con ese propósito, los catecúmenos se trasladaron a Ostia, a esperar un barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida de Mónica tocaba a su fin, aunque sólo ella lo sabía. Poco antes de su última enfermedad, había dicho a Agustín: "Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cual es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio". 

En Ostia se registran los últimos coloquios entre madre e hijo, de los que podemos deducir la gran nobleza de alma de esta incomparable mujer, de no común inteligencia ya que podía intercambiar pensamientos tan elevados con Agustín: "Sucedió, escribe en el capítulo noveno de las Confesiones, que ella y yo nos encontramos solos, apoyados en la ventana, que daba hacia el jardín interno de la casa en donde nos hospedábamos, en Ostia. Hablábamos entre nosotros, con infinita dulzura, olvidando el pasado y lanzándonos hacia el futuro, y buscábamos juntos, en presencia de la verdad, cual sería la eterna vida de los santos, vida que ni ojo vio ni oído oyó, y que nunca penetró en el corazón del hombre".




Lo último que pidió a sus dos hijos fue que no se olvidaran de rezar por el descanso de su alma.

Mónica había querido que la enterrasen junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo de la felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba pena pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: "No hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios no encuentre mi cuerpo para resucitarlo". Cinco días más tarde, cayó gravemente enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Era el año 387. Agustín le cerró los ojos y contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues consideraba como una ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero, en cuanto se halló solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre, lloró amargamente. 

El santo escribió: "Si alguien me critica por haber llorado menos de una hora a la madre que lloró muchos años para obtener que yo me consagre a Ti, Señor, no permitas que se burle de mí; y, si es un hombre caritativo, haz que me ayude a llorar mis pecados en Tu presencia". En las "Confesiones", Agustín pide a los lectores que rueguen por Mónica y Patricio. Pero en realidad, son los fieles los que se han encomendado, desde hace muchos siglos, a las oraciones de Mónica, patrona de las mujeres casadas y modelo de las madres cristianas.

Se cree que las reliquias de la santa se conservan en la iglesia de S. Agostino.




Oremos 



Dios de bondad, consolador de los que lloran, tú que, lleno de compasión, acogiste las lágrimas que Santa Mónica derramaba pidiendo la conversión de su hijo Agustín, concédenos, por la intercesión de ambos, el arrepentimiento sincero de nuestros pecados y la gracia de tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

















Bibliografía
Butler, Vidas de los Santos.
Sálesman, Eliecer, Vidas de Santos  # 3



«¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (…). Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Evangelio Dominical)





Hoy, la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo abre la última etapa del ministerio público de Jesús preparándonos al acontecimiento supremo de su muerte y resurrección. Después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús decide retirarse por un tiempo con sus apóstoles para intensificar su formación. En ellos empieza hacerse visible la Iglesia, semilla del Reino de Dios en el mundo.

Hace dos domingos, al contemplar como Pedro andaba sobre las aguas y se hundía en ellas, escuchábamos la reprensión de Jesús: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» (Mt 14,31). Hoy, la reconvención se troca en elogio: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás» (Mt 16,17). Pedro es dichoso porque ha abierto su corazón a la revelación divina y ha reconocido en Jesucristo al Hijo de Dios Salvador. A lo largo de la historia se nos plantean las mismas preguntas: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (…). Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,13.15). También nosotros, en un momento u otro, hemos tenido que responder quién es Jesús para mí y qué reconozco en Él; de una fe recibida y transmitida por unos testigos (padres, catequistas, sacerdotes, maestros, amigos…) hemos pasado a una fe personalizada en Jesucristo, de la que también nos hemos convertido en testigos, ya que en eso consiste el núcleo esencial de la fe cristiana.



Solamente desde la fe y la comunión con Jesucristo venceremos el poder del mal. El Reino de la muerte se manifiesta entre nosotros, nos causa sufrimiento y nos plantea muchos interrogantes; sin embargo, también el Reino de Dios se hace presente en medio de nosotros y desvela la esperanza; y la Iglesia, sacramento del Reino de Dios en el mundo, cimentada en la roca de la fe confesada por Pedro, nos hace nacer a la esperanza y a la alegría de la vida eterna. Mientras haya humanidad en el mundo, será preciso dar esperanza, y mientras sea preciso dar esperanza, será necesaria la misión de la Iglesia; por eso, el poder del infierno no la derrotará, ya que Cristo, presente en su pueblo, así nos lo garantiza.


Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,13-20):


                           


En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.»
Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.


Palabra del Señor




COMENTARIO


                                            



El Evangelio de hoy nos habla de San Pedro, el primer Papa, precisamente en el momento en que Jesús le anunció la función que tendría dentro de la Iglesia.  Además nos informa de cómo Cristo gobernaría esa Iglesia fundada por El, a través de San Pedro y de todos los Papas que le sucedieran.

“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, fueron las palabras de Jesús al que antes se llamaba Simón y que ahora llama “piedra” -o más bien “roca”.  El Apóstol San Pedro es, entonces, la “roca” sobre la cual Cristo funda su Iglesia.

¿Cómo fue este nombramiento?  Sucedió que un día Jesús interroga sus discípulos sobre quién creía la gente que era El, pero más que todo le interesaba saber quién creían ellos que era El.  Enseguida, Simón (Pedro) salta -de primero, como siempre- y sin titubeos, ni disimulos, responde con claridad:  “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 13-20).

Hay que ubicarse en ese momento para podernos percatar lo que significaba esta declaración de Pedro.   Jesús había comenzado a manifestar su gran poder a través de milagros que los Apóstoles habían presenciado: agua cambiada en vino, muchas curaciones, multiplicación de panes y peces, calma de tempestades, etc. 

                                                   
 

Es raro, pero en ningún momento Jesús les había dicho quién era El.  Y ahora les pide que sean ellos quienes lo identifiquen.  No había sucedido aún la Transfiguración.  De allí el impacto de la declaración de Pedro.

Por eso es que el Señor se apresura a decirle:  “Dichoso tú, Simón, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los Cielos”.  Los sabios de Israel no captaron lo que Pedro y los Apóstoles sí pudieron captar.  Ellos no eran de los sabios y racionales, sino de los sencillos y humildes a quienes el Padre revela sus misterios.  Por eso les muestra Quién es su Hijo.  Es la mayor muestra de esa oración de Jesús al Padre Celestial: “Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las revelaste a los sencillos”.  (Mt. 11, 25)

No es que no se pueda razonar.  Pero para razonar hay que estar en una búsqueda sincera de la Verdad, no en una búsqueda de argumentos para contradecir la “verdadera” Verdad y poder seguir en lo que ahora ha dado por llamarse “la propia verdad”, que suele ser un error.  Además, es que los razonamientos estériles no llevan a ningún lado: más bien pueden cegar y ser obstáculos para llegar a la Verdad.  Hace falta la sencillez, la humildad, la niñez espiritual, para conocer los secretos de Dios y para darnos cuenta de dónde está Dios.

                                                


Una fe viva, fervorosa, perseverante, inconmovible sólo viene de Dios y sólo la reciben los que se abren a este don.  Y la llave que abre nuestro corazón y nuestra mente a las cosas de Dios es la humildad.
Por eso en el Salmo 137,  rezamos y recordamos que somos obra de Dios.  Entonces, ¿de qué engreírnos?  En efecto: Se complace el Señor en los humildes y rechaza al engreído.

Continuemos con el relato, pero sigamos ubicados en el momento.  Para entonces sonaba demasiado espectacular la frase de Jesús:  “sobre esta Roca edificaré mi Iglesia”.  Al lado de Jesús sólo estaban los Apóstoles y otros cuantos seguidores.  Ninguno pudo medir el alcance de las palabras del Señor.  Pero el Señor sí:  habla de SU Iglesia como cosa que El iba a construir:  será una obra divina y no humana.  Como humanas son todas las otras iglesias y religiones fundadas por hombres que no son Dios.  Y promete, además, que nadie -ni siquiera el Demonio- podrá destruir su obra.  Y mira que han tratado de destruirla –desde dentro y desde fuera.  Pero sigue bien en pie, a pesar de todo…

Jesús le entrega a San Pedro las llaves del Reino de los Cielos.  ¿Qué significa esto de las llaves?  En lenguaje bíblico, las llaves indican poder. 
                                            



Este significado de las llaves como símbolo de poder es evidente en la Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 22, 19-23).  Estanos presenta a Eleacín, mayordomo del palacio real.  Allí se habla de “traspaso de poderes”  en el palacio.  “Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro.  Lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá”.  Este hecho del Antiguo Testamento es una prefiguración del traspaso de poderes de Jesús a San Pedro, el primer Papa.  Por eso la Iglesia sabiamente coloca esta lectura el mismo día en que leemos cómo Jesús da las llaves de su Reino a Pedro.

Y vemos aquí el gran poder que el Señor dio al Mayordomo Eleacín.  Sin embargo, el poder conferido a Pedro -y a todos los sucesores de San Pedro en el Papado- es inmensamente mayor que el poder en el palacio de David.

Fijémonos que Jesús les da “las llaves del Reino de los Cielos”.  ¿Podemos imaginarnos lo que es esto?  La siguiente promesa del Señor nos da un indicio:  “Lo que ates en la tierra, quedará atado en el Cielo”,  que equivale a decir:  lo que decidas en la tierra, será decidido así en el Cielo.  Las decisiones que tomes, serán ratificadas por Mí. 

                                          


A San Pedro y a todos los Papas que han venido después de él se les dan las llaves, no de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, que es el Reino que Jesús a venido a establecer con su Iglesia.  Y en ésta Pedro tiene el poder de decidir aquí lo que Dios ratificará allá.

Aprobación previa de parte de Dios en el Cielo a lo que decidan los Papas en la tierra sobre la Iglesia de Cristo.

¡Qué estilo de gerencia es la  gerencia divina!  No podía ser de otra manera: tal peso sobre Pedro y sobre todos los Papas después de él, tenía que contar con una asistencia especial.

Así ha querido Jesús edificar su Iglesia: con la presencia constante hasta el final de su Espíritu Santo, y dándole a Pedro -y a todos sus sucesores, los Papas- el inmenso poder de decidir aquí en la tierra lo que Dios decidirá en el Cielo.

                                                        


En un mundo tan racional como el nuestro, esto puede parecer bien difícil de comprender y de aceptar.  Pero así es. Cristo fundó su Iglesia y la puso a funcionar de esa manera.  Y prometió estar con ella hasta el final.  “Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mt. 28, 20).

Así son los designios de Dios: misteriosos, incomprensibles para los que no nos vemos en nuestra verdadera dimensión:  que  nada somos ante Dios.   Pero ... si todo nos viene de El  ¿qué podemos nosotros reclamar o proponer?  ¿de qué nos atrevemos a dudar?

De allí que San Pablo exclame en la Segunda Lectura: “¡Qué impenetrables son los designios de Dios y qué incomprensibles sus caminos!”    Pero ... ¿quién ha podido darle algo a Dios que Dios no le haya dado antes?   En efecto, continúa San Pablo:  “Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por El y todo está orientado hacia El” (Rom. 11, 33-36).

                                                



         La Iglesia Católica es la única Iglesia fundada por Dios mismo, pues viene de Jesucristo hasta nuestros días: viene directamente desde San Pedro, como el primer Papa, hasta nuestro Papa actual.  Y para dirigirla, Dios estableció este estilo de gerencia: lo que decidas en la tierra, será decidido en el Cielo.











Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org 



domingo, 20 de agosto de 2017

«Señor; (...) también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos» (Evangelio Dominical)



 Hoy contemplamos la escena de la cananea: una mujer pagana, no israelita, que tenía la hija muy enferma, endemoniada, y oyó hablar de Jesús. Sale a su encuentro y con gritos le dice: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo» (Mt 15,22). No le pide nada, solamente le expone el mal que sufre su hija, confiando en que Jesús ya actuará.

Jesús “se hace el sordo”. ¿Por qué? Quizá porque había descubierto la fe de aquella mujer y deseaba acrecentarla. Ella continúa suplicando, de tal manera que los discípulos piden a Jesús que la despache. La fe de esta mujer se manifiesta, sobre todo, en su humilde insistencia, remarcada por las palabras de los discípulos: «Atiéndela, que viene detrás gritando» (Mt 15,23).

La mujer sigue rogando; no se cansa. El silencio de Jesús se explica porque solamente ha venido para la casa de Israel. Sin embargo, después de la resurrección, dirá a sus discípulos: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).




Este silencio de Dios, a veces, nos atormenta. ¿Cuántas veces nos hemos quejado de este silencio? Pero la cananea se postra, se pone de rodillas. Es la postura de adoración. Él le responde que no está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los perros. Ella le contesta: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos» (Mt 15,26-27).

Esta mujer es muy espabilada. No se enfada, no le contesta mal, sino que le da la razón: «Tienes razón, Señor». Pero consigue ponerle de su lado. Parece como si le dijera: —Soy como un perro, pero el perro está bajo la protección de su amo.

La cananea nos ofrece una gran lección: da la razón al Señor, que siempre la tiene. —No quieras tener la razón cuando te presentas ante el Señor. No te quejes nunca y, si te quejas, acaba diciendo: «Señor, que se haga tu voluntad».




Lectura del santo evangelio según san Mateo (15,21-28):




En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.

Palabra del Señor



COMENTARIO.




 El Evangelio de hoy nos habla de la fe.  Nos trae el relato de una mujer, famosa por su fe, tanto que se habla de “la fe de la cananea”.  (Mt. 15, 21-28)

A veces Dios no nos responde.  A veces pareciera que se nos escondiera o que no prestara atención a nuestras solicitudes.  Es lo que le sucedió a esta mujer en tiempos de Jesús.  El Evangelio especifica que la mujer era “cananea” para significar que no era judía, sino pagana.

Impresiona, por tanto, que esta no-judía llame a Jesús “hijo de David”, con lo que está reconociéndolo como el Mesías que los judíos esperaban.  Impresiona, también que, siendo pagana, le pida a Jesús que le sane a su hija que está “terriblemente atormentada por un demonio”.


A veces Dios nos coloca en una posición de impotencia tal que no nos queda más remedio que clamar a Él, seamos cristianos o paganos, creyentes o no creyentes, religiosos o a-religiosos, católicos practicantes o católicos fríos.  Es lo que posiblemente le sucedió a esta madre que, siendo pagana, pero abrumada por la situación de su hija, no le queda más remedio que acudir al Mesías de los judíos.

El desarrollo del relato evangélico nos muestra que la cananea como que intuía que Jesús era Mesías no sólo de los judíos, sino de todos, porque a pesar de no ser judía, se atreve a pedir a Jesús que cure a su hija.

Y Jesús se hace el que no escucha.  Así es Dios a veces: simula no escucharnos.  Y ¿por qué?  O, más bien ¿para qué? ... Para reforzar nuestra fe.  Se habla de “poner a prueba” nuestra fe.  Pero no se trata de una prueba como un examen o un test, sino más bien como un ejercicio que fortalece la fe.




 Ese aparente silencio divino es más bien como la calistenia del atleta para fortalecerse en su especialidad.  Podemos decir que Dios refuerza nuestra fe.  Cuando el Señor parece esconderse o parece no hacernos caso puede ser que esté tratando de fortalecer nuestra fe débil.

Sin embargo, Jesús insiste en ejercitar aún más la fe de su interlocutora.  No le parece suficiente el silencio inicial, sino que, al recibir la petición de la mujer, le responde que no le toca atender a los que no sean judíos, pues “ha sido enviado sólo para las ovejas descarriadas de la casa de Israel”. 

La mujer no acepta esta respuesta de Jesús, sino que se postra ante Él y le suplica: “¡Señor, ayúdame!”.




Igual que el entrenador exige al atleta templar más sus músculos y aumentar su resistencia para estar mejor preparado, sigue el Señor forzando la fe de la cananea.  Le responde: “No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos”, queriendo significar que para ese momento no debía ocuparse de los paganos sino de los judíos.

La mujer no ceja.  Definitivamente, no acepta un “no” como respuesta de Jesús.  Iluminada por el Espíritu Santo, le responde a Jesús con un argumento irrebatible: “hasta los perritos se comen las migajas de la mesa de sus amos”.

La fe de la mujer había sido reforzada con los aparentes desplantes del Señor.  Y ahora la fe de la mujer queda recompensada, pues obtiene de Jesús lo que pide.  Nos dice el Evangelio que “en aquel mismo instante quedó curada su hija”.





“¡Qué grande es tu fe!”, le dice el Señor a la mujer.  Y ... ¡qué gentil es el Señor!  Nos da crédito por lo que no viene de nosotros sino de El.  ¡Si la fe es un regalo que El mismo nos da! 

Ahora bien, como todo regalo, es necesario que lo recibamos.  Es necesario aceptar ese regalo maravilloso que Dios nos da constantemente.  Y, además, aceptar todos los entrenamientos que Dios hace a nuestra fe, para que ésta vaya fortaleciéndose y un día sea recompensada con el regalo definitivo que Dios quiere darnos:  la Vida Eterna.

Esta oración persistente de la mujer cananea nos recuerda la necesidad de orar, orar incesantemente, sin desfallecer.

 Recordemos, además, que a Dios se le pide, no se le exige.  Orar con humildad, como esta mujer, que no exigió, sino pidió.  Orar, con humildad, confiando plenamente en Dios, en que nos dará lo que nos conviene para nuestra salvación, y sólo eso, no la satisfacción de caprichos.  Y orar, pidiendo a Dios las cosas buenas, lo que nos conviene y siempre atenido todo a su Voluntad, no a nuestros deseos.




Hay otro tema en la Liturgia de este Domingo:  la salvación es para todos, judíos y no judíos.  Las respuestas de Jesús a la mujer cananea parecieran indicar lo contrario.

Lo cierto es que Dios eligió al pueblo de Israel para asignarle un papel primordial en la historia de la salvación.  Los israelitas serían los primeros en recibir el llamado a la salvación.  Pero luego la salvación se extendería a todo pueblo, raza y nación.  La elección de Israel no significa, entonces, el rechazo a otros pueblos.

Queda esto claro en la Primera Lectura (Is. 56, 1.6-7), en la que Dios, por boca del Profeta Isaías, asegura que cualquier extranjero (no israelita) que crea en Él, que lo sirva y lo ame, que le rinda culto y que cumpla su alianza, “los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración... porque mi casa será casa de oración para todos los pueblos”.

Todo el que crea en Dios será reunido en su Casa.  La Casa de Dios será morada para todos los que quieran creer en Dios y hacer su Voluntad.




 La Segunda Lectura (Rm. 11, 13-15.29-32) de San Pablo, “el Apóstol de los Gentiles”, nos habla también de la salvación universal.  San Pablo se dirige especialmente a los no-judíos, lamentándose de los judíos, los de su raza, que han rechazado a Cristo
.
Y nosotros ... ¡cuántas veces no hemos rechazado a Cristo!  ¡Cuánto tiempo estuvimos rechazándolo y dándole la espalda!  ¡Cuántas veces nos hemos comportado como paganos!  ¡Cuántas veces al más mínimo silencio de Dios nos empecinamos más en nuestro mal! 
¡Cuántas veces, porque Dios no nos complace nuestro capricho o nos hace esperar un rato, le protestamos y nos alejamos de El!  ¡Qué diferente nuestra fe a la de la mujer cananea del Evangelio!

Pablo concluye este trozo de su carta así: “Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia”.

El pecado es un mal y es causa de condenación para los que no desean arrepentirse y que terminan por no arrepentirse.




Pero, si reconocemos a tiempo nuestra rebeldía para con Dios, se manifiesta su perdón, su misericordia infinita.  Y si perseveramos hasta el final, obtenemos la salvación, que vino Cristo a traer y que prometió a todos los que aman a Dios.   Es decir, a todos los que -como nos dice Isaías en la Primera Lectura- crean en Él, lo sirvan y lo amen, le rindan culto y cumplan su alianza:   a todos los que hagan su Voluntad.

De allí que cantemos en el Salmo 66 las alabanzas del Señor, para que “conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora”.










Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org


domingo, 6 de agosto de 2017

«Este es mi Hijo amado» (Evangelio Dominical)




Hoy, el Evangelio nos habla de la Transfiguración de Jesucristo en el monte Tabor. Jesús, después de la confesión de Pedro, empezó a mostrar la necesidad de que el Hijo del hombre fuera condenado a muerte, y anunció también su resurrección al tercer día. En este contexto debemos situar el episodio de la Transfiguración de Jesús. Atanasio el Sinaíta escribe que «Él se había revestido con nuestra miserable túnica de piel, hoy se ha puesto el vestido divino, y la luz le ha envuelto como un manto». El mensaje que Jesús transfigurado nos trae son las palabras del Padre: «Éste es mi Hijo amado; escuchadle» (Mc 9,7). Escuchar significa hacer su voluntad, contemplar su persona, imitarlo, poner en práctica sus consejos, tomar nuestra cruz y seguirlo.

Con el fin de evitar equívocos y malas interpretaciones, Jesús «les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos» (Mc 9,9). Los tres apóstoles contemplan a Jesús transfigurado, signo de su divinidad, pero el Salvador no quiere que lo difundan hasta después de su resurrección, entonces se podrá comprender el alcance de este episodio. Cristo nos habla en el Evangelio y en nuestra oración; podemos repetir entonces las palabras de Pedro: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí!» (Mc 9,5), sobre todo después de ir a comulgar.




El prefacio de la misa de hoy nos ofrece un bello resumen de la Transfiguración de Jesús. Dice así: «Porque Cristo, Señor, habiendo anunciado su muerte a los discípulos, reveló su gloria en la montaña sagrada y, teniendo también la Ley y los profetas como testigos, les hizo comprender que la pasión es necesaria para llegar a la gloria de la resurrección». Una lección que los cristianos no debemos olvidar nunca.




Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):


                                                


En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»


Palabra del Señor





COMENTARIO.


                                                     



La Transfiguración de Jesús ante tres de sus discípulos está íntimamente ligada a la “parusía” o segunda venida de Cristo.  En efecto, es lo que nos dice la oración colecta de la Misa de esta gran fiesta: “nos dejaste entrever la gloria que nos espera como hijos tuyos; concédenos seguir el Evangelio de Cristo, para compartir la herencia de tu reino”.

Jesús se mostró con el esplendor de su divinidad en el Monte Tabor a Pedro, Santiago y Juan.  Y tal fue el agrado de éstos al ser testigos de la gloria del Señor, que el mejor testimonio lo da San Pedro: “Maestro ¡qué a gusto se está aquí!  Hagamos tres tiendas “.    Era ¡tal bello! lo que veían; era ¡tan agradable! lo que sentían, que querían quedarse allí, extasiados en la presencia divinizada del Maestro.

Esa gloria que nos refiere el Evangelio sobre este episodio es la gloria que veremos y que viviremos cuando ese mismo Jesús vuelva con todo el esplendor y el poder de su divinidad en la parusía.  Y esa gloria será nuestra si aquí en la tierra nos hemos ocupado de buscar y de cumplir la Voluntad de Dios.

Quien responde la proposición de San Pedro en el Tabor es el Padre.  Nos cuenta el Evangelio (Mc. 9, 2-10) que “se formó, entonces, una nube que los cubrió con su sombra y de esta nube salió una voz que decía: ‘Este es mi Hijo amado; escúchenlo’”. 

                                                    


San Pedro hace referencia personal de esta experiencia de la Transfiguración en una de sus cartas (2 Pe 1, 16-19).   Y la menciona precisamente para dar fuerza a su anuncio de la segunda venida de Cristo: “Cuando les anunciamos la venida gloriosa y llena de poder de nuestro Señor Jesucristo, no lo hicimos fundados en fábulas hechas con astucia, sino por haberlo visto con nuestros propios ojos en toda su grandeza”.   También nos dice cuánto le impresionó “la sublime voz del Padre”.  Nos dice: “nosotros escuchamos esa voz venida del Cielo”.
Y ¿cuál fue la respuesta de esa Voz?  Ante la petición de quedarse en la admiración y el gozo de la divinidad de Cristo, el Padre nos pide “escuchar” a su Hijo.  Y ¿qué nos dice el Hijo?  Resumido el Evangelio, el mensaje de Cristo se centra en el seguimiento de la Voluntad del Padre.

San Pedro, entonces, compara la gloria que veremos en segunda venida de Cristo con la gloria que él vio y gozó en la Transfiguración.  Ahora bien, ¿por qué es importante destacar esto?  Por el engaño con que vendrán los que quieran hacerse pasar por “cristos”. 

                                                 


He aquí lo que Jesús nos anunció al respecto: “Se presentarán falsos cristos y falsos profetas, que harán cosas maravillosas y prodigios capaces de engañar a los mismos elegidos de Dios.  ¡Miren que se los he advertido de antemano! ...  Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, será como el relámpago que parte del oriente y brilla hasta el poniente” (Mt. 24, 23-28).

Los falsos cristos y falsos profetas no podrán venir como vendrá Jesucristo en la parusía, pues jamás podrán lucir la gloria de la Transfiguración, que vieron los Apóstoles en el Monte Tabor.  Podrán realizar grandes prodigios y engañarán a muchos de los que “no quisieron creer en la Verdad y prefirieron quedarse en la maldad” (2 Tes. 2, 11).   Pero ni los falsos “cristos” ni el mismo “anti-cristo” podrá mostrar el fulgor y el poder de la divinidad que Cristo, el verdadero Mesías, nos mostrará cuando, como rezamos en el Credo, “venga con gloria para juzgar a vivos y muertos”.

San Pedro, al hablarnos de la parusía en esta segunda carta, también apoya su testimonio “en la firmísima palabra de los profetas”.    Sin duda se refiere San Pedro sobre todo al Profeta Daniel, (Dn. 7, 9-10. 13-14), que nos habla así de la segunda venida de Cristo: “Vi a alguien semejante a un hijo de hombre, que venía entre las nubes del cielo ... Y todos los pueblos y naciones de todas las lenguas le servían.  Su poder nunca se acabará, porque es un poder eterno, y su reino jamás será destruido”. 

                                                   



Y a los que cumplamos la Voluntad de Dios aquí en la tierra también nos espera la gloria de la Transfiguración en ése, su Reino, que no tendrá fin.

Con motivo de lo que sucedió en la Transfiguración, es bueno recordar lo que en Teología llamamos la Unión Hipostática, término que describe la perfecta unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús.

De acuerdo a esta verdad, el alma de Jesús gozaba de la Visión Beatífica, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo.  (Es lo que sucederá a todos los salvados después de la resurrección al final de los tiempos).

Sin embargo, este efecto de la glorificación del cuerpo no se manifestó en Jesús, porque quiso durante su vida en la tierra, asemejarse a nosotros lo más posible.  Por eso se revistió de nuestra carne mortal y pecadora (cf. Rm. 3, 8).  Se asemejó en todo, menos en el pecado.

Pero en la Transfiguración quiso también mostrar a tres de ellos algo su divinidad.  Quiso el Señor con su Transfiguración en el Monte Tabor animarlos, fortalecerlos y prepararlos para lo que luego iba a suceder en el Monte Calvario, pues la Transfiguración tiene lugar unos pocos días después del anuncio que Cristo le había hecho de su Pasión y Muerte a los Apóstoles.  Así, esta vivencia de su gloria les fortalecería la fe, pues habían quedado muy turbados al conocer que el Señor sería entregado a las autoridades y que debería sufrir mucho, para luego morir y resucitar.

                                                  


Con esto Jesucristo quiere decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor, tal como les dijo en el anuncio previo a su Transfiguración sobre su Pasión y Muerte: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.  Pues el que quiera asegurar su propia vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mt. 16, 24-25).

En efecto, en el Tabor, Pedro, Santiago y Juan, pudieron contemplar cómo el alma de Jesús dejó trasparentar a su cuerpo un “algo” de su gloria infinita.

Los tres quedaron extasiados.  Y eso que Jesús sólo les había dejado ver algo de su gloria, pues ninguna creatura humana habría podido soportar la visión completa de su divinidad, según sabemos por lo dicho por Yavé a Moisés (cf. Ex. 33, 20).

La gloria es el fruto de la gracia.  Así, la gracia que Jesús posee en medida infinita, le proporciona una gloria infinita que le transfigura totalmente.  Fue lo que quiso mostrarnos en el Tabor.
                                           


Guardando las distancias, algo semejante sucede en nosotros cuando verdaderamente estamos en gracia.  La gracia nos va transformando. Pudiéramos decir que nos va transfigurando, hasta que un día nos introduzca en la Visión Beatífica de Dios.


Si esto es así, apliquemos lo mismo a lo contrario.  ¿Qué efecto tiene el pecado en nuestra alma?  Nos desfigura, nos oscurece.  Y nos daña de tal manera que, si nos descuidamos, nos puede desfigurar tanto, que podría llevarnos a la condenación eterna.

Ahora bien, Tabor y Calvario van juntos.  No hay gloria sin sufrimiento.  No hay resurrección sin cruz. 

A San Pedro le gustó mucho la visión de la Transfiguración y quería quedarse allí.  “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!” (Mt. 17, 4.)  Pero ese anhelo fue interrumpido por la misma voz del Padre: “Este es mi Hijo amado en Quien tengo puestas mis complacencias.  Escúchenlo” (Mt. 17, 5).

Cuando Pedro pide quedarse disfrutando en el Tabor, gozando de esa pequeña manifestación de la divinidad, Dios mismo le responde, diciéndole que escuche y siga a su Hijo.  No pasó mucho tiempo para que San Pedro y los demás supieran que seguir a Jesús significa subir también al Calvario.

Si en el Cielo la felicidad completa y eterna será la consecuencia de la posesión de Dios, aquí en la tierra los momentos de felicidad espiritual son sólo impulsos para entregarnos con mayor generosidad a Dios y a su servicio.

Después de la Transfiguración, los tres discípulos levantaron los ojos y vieron sólo a Jesús.  Sólo Jesús, sólo Dios basta.  

                                                        



No importa que nos falte todo, que se deshaga todo, que se interrumpa todo, que no tengamos consuelos espirituales, ni muchos momentos felices, o –al contrario- que tengamos muchos momentos de sufrimiento.   No importa la situación, no importa la circunstancia.  Puede ser en el Tabor o en el Calvario.  Sólo Dios basta.

Recordemos el poema teresiano:

Nada te turbe.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta
Sólo Dios basta.