domingo, 18 de agosto de 2019

«¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra?» (Evangelio Dominical)






Hoy -de labios de Jesús- escuchamos afirmaciones estremecedoras: «He venido a encender fuego en el mundo» (Lc 12,49); «¿creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues os digo que no, sino división» (Lc 12,51). Y es que la verdad divide frente a la mentira; la caridad ante el egoísmo, la justicia frente a la injusticia…

En el mundo -y en nuestro interior- hay mezcla de bien y de mal; y hemos de tomar partido, optar, siendo conscientes de que la fidelidad es "incómoda". Parece más fácil contemporizar, pero a la vez es menos evangélico.

Nos tienta hacer un "evangelio" y un "Jesús" a nuestra medida, según nuestros gustos y pasiones. Hemos de convencernos de que la vida cristiana no puede ser una pura rutina, un "ir tirando", sin un constante afán de mejorar y de perfección. Benedicto XVI ha afirmado que «Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, es una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos».


                        




El modelo supremo es Jesús (hemos de "tener la mirada puesta en Él", especialmente en las dificultades y persecuciones). Él aceptó voluntariamente el suplicio de la Cruz para reparar nuestra libertad y recuperar nuestra felicidad: «La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada» (Benedicto XVI). Si tenemos presente a Jesús, no nos dejaremos abatir. Su sacrificio representa lo contrario de la tibieza espiritual en la que frecuentemente nos instalamos nosotros.

La fidelidad exige valentía y lucha ascética. El pecado y el mal constantemente nos tientan: por eso se impone la lucha, el esfuerzo valiente, la participación en la Pasión de Cristo. El odio al pecado no es cosa pacífica. El reino del cielo exige esfuerzo, lucha y violencia con nosotros mismos, y quienes hacen este esfuerzo son quienes lo conquistan (cf. Mt 11,12).



jueves, 15 de agosto de 2019

Solemnidad de la Asunción de Santa María Virgen llena de Gloria!!





«Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador»

Hoy celebramos la solemnidad de la Asunción de Santa María en cuerpo y alma a los cielos. «Hoy —dice san Bernardo— sube al cielo la Virgen llena de gloria, y colma de gozo a los ciudadanos celestes». Y añadirá estas preciosas palabras: «¡Qué regalo más hermoso envía hoy nuestra tierra al cielo! Con este gesto maravilloso de amistad —que es dar y recibir— se funden lo humano y lo divino, lo terreno y lo celeste, lo humilde y lo sublime. El fruto más granado de la tierra está allí, de donde proceden los mejores regalos y los dones de más valor. Encumbrada a las alturas, la Virgen Santa prodigará sus dones a los hombres».

El primer don que te prodiga es la Palabra, que Ella supo guardar con tanta fidelidad en el corazón, y hacerla fructificar desde su profundo silencio acogedor. Con esta Palabra en su espacio interior, engendrando la Vida para los hombres en su vientre, «se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39-40). La presencia de María expande la alegría: «Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44), exclama Isabel.

                                 




Sobre todo, nos hace el don de su alabanza, su misma alegría hecha canto, su Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador...» (Lc 1,46-47). ¡Qué regalo más hermoso nos devuelve hoy el cielo con el canto de María, hecho Palabra de Dios! En este canto hallamos los indicios para aprender cómo se funden lo humano y lo divino, lo terreno y lo celeste, y llegar a responder como Ella al regalo que nos hace Dios en su Hijo, a través de su Santa Madre: para ser un regalo de Dios para el mundo, y mañana un regalo de nuestra humanidad a Dios, siguiendo el ejemplo de María, que nos precede en esta glorificación a la que estamos destinados.




La Fiesta de la Asunción de la Virgen María


                      




La fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María, se celebra en toda la Iglesia el 15 de agosto. Esta fiesta tiene un doble objetivo: La feliz partida de María de esta vida y la asunción de su cuerpo al cielo.
“En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios”. Homilía de Benedicto XVI (2010)




Oda a la Asunción de la Virgen María






Al cielo vais, Señora,
y allá os reciben con alegre canto.

¡Oh quién pudiera ahora
asirse a vuestro manto
para subir con vos al monte santo!

De ángeles sois llevada
de quien servida sois desde la cuna,
de estrellas coronada:

¡Tal Reina habrá ninguna,
pues os calza los pies la blanca luna!
Volved los blancos ojos,
ave preciosa, sola humilde y nueva,
a este valle de abrojos,
que tales flores lleva,
do suspirando están los hijos de Eva.

Que, si con clara vista,
miráis las tristes almas desde el suelo,
con propiedad no vista,
las subiréis de un vuelo,
como piedra de imán al cielo, al cielo.

Amén

domingo, 11 de agosto de 2019

«También vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre» (Evangelio Dominical)


                 



Hoy, el Evangelio nos recuerda y nos exige que estemos en actitud de vigilia «porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre» (Lc 12,40). Hay que vigilar siempre, debemos vivir en tensión, “desinstalados”, somos peregrinos en un mundo que pasa, nuestra verdadera patria la tenemos en el cielo. Hacia allí se dirige nuestra vida; queramos o no, nuestra existencia terrenal es proyecto de cara al encuentro definitivo con el Señor, y en este encuentro «a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más» (Lc 12,48). ¿No es, acaso, éste el momento culminante de nuestra vida? ¡Vivamos la vida de manera inteligente, démonos cuenta de cuál es el verdadero tesoro! No vayamos tras los tesoros de este mundo, como tanta gente hace. ¡No tengamos su mentalidad!


                           



 Según la mentalidad del mundo: ¡tanto tienes, tanto vales! Las personas son valoradas por el dinero que poseen, por su clase y categoría social, por su prestigio, por su poder. ¡Todo eso, a los ojos de Dios, no vale nada! Supón que hoy te descubren una enfermedad incurable, y que te dan como máximo un mes de vida,... ¿qué harás con tu dinero?, ¿de qué te servirán tu poder, tu prestigio, tu clase social? ¡No te servirá para nada! ¿Te das cuenta de que todo eso que el mundo tanto valora, en el momento de la verdad, no vale nada? Y, entonces, echas una mirada hacia atrás, a tu entorno, y los valores cambian totalmente: la relación con las personas que te rodean, el amor, aquella mirada de paz y de comprensión, pasan a ser verdaderos valores, auténticos tesoros que tú —tras los dioses de este mundo— siempre habías menospreciado.


¡Ten la inteligencia evangélica para discernir cuál es el verdadero tesoro! Que las riquezas de tu corazón no sean los dioses de este mundo, sino el amor, la verdadera paz, la sabiduría y todos los dones que Dios concede a sus hijos predilectos.



Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,32-48):



                                 




En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.
Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.
Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.
Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo.
Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, velaría y no le dejaría abrir un boquete en casa.
Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre».
Pedro le dijo:
«Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?».
Y el Señor dijo:
«¿Quién es el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para que reparta la ración de alimento a sus horas?
Bienaventurado aquel criado a quien su señor, al llegar, lo encuentre portándose así. En verdad os digo que lo pondrá al frente de todos sus bienes.
Pero si aquel criado dijere para sus adentros: “Mi señor tarda en llegar”, y empieza a pegarles a los criados y criadas, a comer y beber y emborracharse, vendrá el señor de ese criado el día que no espera y a la hora que no sabe y lo castigará con rigor, y le hará compartir la suerte de los que no son fieles.
El criado que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepara ni obra de acuerdo con su voluntad, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos.
Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá».

Palabra del Señor






COMENTARIO


                           




La Fe es un don de Dios.  Es cierto.  La Fe es una virtud.  También es cierto.  La Fe es un acto de la voluntad.  Cierto también.  Pero la Fe es, además, de acuerdo a las Lecturas de hoy, una actitud muy inteligente, porque por medio de la Fe recibimos por adelantado lo que esperamos poseer.  ¿Que ...  cómo es esto?

Nos dice la Segunda Lectura: “La fe es la forma de poseer, ya desde ahora, lo que se espera y de conocer las realidades que no se ven” (Hb. 11, 1-2.8-19).    Y ¿qué es lo que esperamos?  Nada menos que el Reino de Dios.  Y eso tendremos ... si creemos ... y si actuamos de acuerdo a esa Fe.  Jesús mismo nos lo ha prometido al comienzo del Evangelio de hoy: “No temas, rebañito mío, porque mi Padre ha tenido a bien darte el Reino” (Lc. 12, 32-48).

En las Lecturas de este domingo vemos, entonces, la conexión entre la Fe y la Esperanza.  Esperamos porque creemos, ya que lo que esperamos no lo vemos ... al menos no claramente.  Por la Fe creemos, entonces, en lo que no se ve.  Creemos en lo que, sin comprobar, aceptamos como verdad.  Creemos, además, en lo que esperamos recibir en la Vida que nos espera después de esta vida, aunque no lo veamos y aunque no lo podamos comprobar.

Es decir, por la Fe podemos comenzar a gustar desde aquí lo que vamos a recibir Allá.  Podemos comenzar a recibir por adelantado lo que luego tendremos en forma perfecta.  Podemos comenzar a disfrutar en forma velada lo que se llama la “Visión Beatífica”, el ver a Dios “cara a cara” (1 Cor. 13, 12), “tal cual es” (1 Jn. 3, 2).  De allí que la Iglesia Católica se atreva a decirnos en el Catecismo: “La Fe es, pues, ya el comienzo de la Vida Eterna” (CIC # 163).

“Ahora, sin embargo, caminamos en la Fe, sin ver todavía” (2 Cor. 5, 7), y conocemos a Dios “como en un espejo y en forma opaca, imperfecta, pero luego será cara a cara.  Ahora solamente conozco en parte, pero entonces le conoceré a El como El me conoce a Mí” (1 Cor. 13, 12-13).  (cf. CIC #164)

                              




Hay que vivir en Fe, aunque por ahora no podamos ver claramente, sino en forma opaca, imperfecta.  A veces la Fe puede hacerse muy oscura.  Puede ser puesta a prueba.  Las circunstancias de nuestra vida pueden tornarse difíciles y entonces lo que creemos por Fe y lo que esperamos por Esperanza, podría opacarse, podría hasta esconderse.  Es el momento, entonces, de afianzar nuestra Fe.

De allí que mucha gente exclame ante ciertas situaciones: ¿Cómo se puede vivir sin Fe?  ¿Cómo hubiera hecho si no tuviera Fe?

Sabemos que la Fe es un regalo de Dios.  Y eso significa que tenemos toda su ayuda para que creamos en lo que esperamos y para que nuestra Fe no desfallezca nunca, aún en medio de las más complicadas situaciones.

Entonces nos toca imitar la Fe de la Santísima Virgen María que tuvo Fe en el momento increíble, pero gozoso, de la Anunciación.  Y esa Fe suya no desfalleció jamás, ni siquiera en los momentos más dolorosos del sufrimiento de su Hijo, ni en el momento de su ausencia cuando lo colocó en el sepulcro.

Nuestra Fe tiene que ser como la de la Virgen.  La Fe no puede ser una actitud momentánea.  La Fe no puede ir en marcha y contra-marcha.  La Fe tiene que ir acompañada de la perseverancia ... hasta el final.  Bien lo dice Jesucristo en el Evangelio de hoy: “Estén listos con la túnica puesta y las lámparas encendidas ... También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen vendrá el Hijo del hombre” (Lc. 12, 32-48).

                                    




Es seria esta advertencia del Señor:  a la hora que menos pensemos vendrá Jesucristo, bien porque nos llegue el día de nuestra muerte, bien porque El mismo venga en gloria a juzgar a vivos y muertos.  Y tenemos que estar preparados.  Tenemos que vivir cada día de nuestra vida en la tierra como si fuera el último día de nuestra vida.  Es la recomendación de ese gran Santo de la Iglesia, San Francisco de Sales.

En el Evangelio, además de las advertencias mencionadas, el Señor nos propone una parábola relativa a ese requerimiento de perseverancia y de preparación constante que debemos tener.  Nos habla de dos administradores: 

uno honesto y diligente, y otro descuidado y desleal.  Nos dice que será dichoso aquél a quien el jefe lo encuentre cumpliendo su deber.  Pero el otro, el incumplido, parrandero e irresponsable, “recibirá muchos azotes”, porque, conociendo la voluntad de su amo, no la cumplió.

Y luego Jesucristo hace la salvedad con respecto de aquéllos que, sin conocer la voluntad de su amo hacen algo digno de castigo.  Y nos informa que ésos también recibirán azotes, pero serán pocos.  ¿Qué significa esto?

Jesús está refiriéndose al conocimiento que podemos tener los seres humanos sobre lo que es bueno y lo que es malo.  Los que no saben lo que es la Voluntad de Dios, lo que es la Ley de Dios ¿por qué serán castigados también?  Nos dice que recibirán poco castigo, pero también serán castigados.

Veamos ... Todo hombre o mujer sabe por su conciencia lo que es bueno y lo que es malo.  De hecho, lo que llamamos “conciencia” es la conexión que hay entre la Ley de Dios y nuestros actos.  Y esa Ley de Dios está inscrita en el corazón de cada uno de nosotros.  Es lo que se llama “Ley Natural”.  La “conciencia” es, entonces, la aplicación de esa “Ley Natural” -que Dios ha inscrito en cada corazón humano- a los pensamientos, palabras y obras que realizamos los seres humanos.

                        




Ahora bien, el hecho de que tengamos una “conciencia”, no hace que esa conciencia sea necesariamente correcta.  ¡Es un error pensar así!  Podemos tener una conciencia correcta o podemos tener una conciencia equivocada.

La conciencia equivocada es aquélla que, por ejemplo, considera que es permitido robar o fornicar.  Como la conciencia nuestra se va formando por demasiadas informaciones contrapuestas -desde una propaganda en televisión inmoral o una noticia mal interpretada, hasta una Encíclica del Papa- es fácil ver cómo nuestra conciencia es capaz de errar.   Todo esto para decir que nuestra conciencia no siempre es infalible.

El caso que menciona Jesús en el Evangelio de hoy podría ser el de una conciencia, que, sin llegar a ser totalmente errónea, podría ser catalogada como una conciencia “laxa”.  Este tipo de conciencia es aquélla que es permisiva, que juzga como no tan ilícito lo ilícito, o como leve lo que es grave.

Y ¿cómo puede llegarse a esto?  Pues la persona comienza por permitirse faltas no muy graves, con lo cual va haciendo que su conciencia se haga algo insensible a ciertos pecados.  También puede ser que lleve una vida muy mundana, frívola y sensual, o que haya descuidado la oración y los Sacramentos.  La lujuria, por ejemplo, es un gran oscurecedor de la recta conciencia.

De allí que toda persona tenga la obligación de formarse una conciencia recta que esté de acuerdo a la verdad y a la Ley Divina, y no dejar que su conciencia se haga “laxa” o se desvíe completamente hacia el error.

¿Cómo lograr esto?  Haciendo todo lo contrario a lo que son causas de una conciencia “laxa”: evitar la mundaneidad, la frivolidad, la sensualidad.  Evitar la lujuria.  Orar con perseverancia y llevar una vida sacramental frecuente.  Como mínimo la Misa de los domingos, pero no limitarnos a ese requerimiento.


                                               



Concluye Jesús diciéndonos en este Evangelio que “al que mucho se le da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”.

Esto es muy justo y muy lógico, y no hay que tener temor a las exigencias que nos vienen con las muchas gracias que nos da el Señor cuando comenzamos a ponerlo a El en el primer lugar, cuando comenzamos a “acumular tesoros que no se acaban para el Cielo, allá donde no llega el ladrón, ni carcome la polilla”.

Cuando verdaderamente nos dedicamos a las cosas de Dios, a los “tesoros para el Cielo”, Dios nos regala muchas más cosas.  Y, ciertamente, nos exigirá según todas esas cosas que nos ha dado.  Pero ... ¿qué importa que nos exija?  Es como el alumno, bien preparado en una materia, a quien no le importa que lo interroguen en cosas difíciles, pues está bien preparado.

La Primera Lectura del Libro de la Sabiduría (Sb. 18, 6-9) nos habla también de la Fe.  Nos presenta la noche de la liberación del pueblo elegido, cautivo en Egipto.

Los egipcios no creyeron la palabra de Dios y, tal como había anunciado Yavé a través de Moisés, vieron morir a todos sus primogénitos.  En cambio, los hebreos, que sí creyeron en Dios, fueron preservados de esta amenaza y pudieron salir en libertad hacia el desierto, donde Yavé los guiaba para establecer su alianza con ellos, el pueblo elegido.

                               




Sabemos que no siempre ese pueblo suyo le creyó y le fue fiel a Dios, pero toda la historia de Israel en el desierto es una historia basada en la fe o falta de fe de ese pueblo en Yavé, su Dios.

En la Segunda Lectura se desarrolla el tema de la Fe en varios momentos del pueblo elegido:  desde Abraham hasta Isaac, hijo de éste.  Y este recuento nos debe llevar a que, en los momentos de dudas y de exigencias, imitemos esa fe de Abraham.

No en vano Abraham es considerado nuestro padre en la Fe, porque creyó “esperando contra toda esperanza” (Rom. 4, 18) y, en confianza absoluta en Dios, “sin saber a donde iba, partió hacia la tierra que habría de recibir como herencia”.

Y cuando Dios lo puso a prueba, se dispuso a sacrificar a Isaac, su hijo único, con el cual se debía cumplir la promesa que Dios mismo le había hecho: una inmensísima descendencia que llevaría su nombre y que sería tan grande como las estrellas del cielo.

A Abraham no le importó lo que Dios le estaba pidiendo:  simplemente confió en que, si Dios se lo pedía, El sabría lo que iba a hacer.

                  



 Así debe ser nuestra fe:  confiada, tan confiada como la de Abraham, quien confiaba hasta en que Dios podía cambiar su plan, podía revertir su promesa.

Con el Salmo 32 celebramos lo que Dios hace con su pueblo escogido, con nosotros, su Iglesia, con cada uno de nosotros.  Somos dichosos porque El nos eligió.  Y confiamos en que cuida a los que confían en su bondad ... aunque haya épocas de hambre.  No importa.  El Señor nos salva de la muerte, pues en El está nuestra esperanza.  Si confiamos en El, nada importa.   




















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org


domingo, 4 de agosto de 2019

«La vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Evangelio Dominical)



                                    



Hoy, Jesús nos sitúa cara a cara con aquello que es fundamental para nuestra vida cristiana, nuestra vida de relación con Dios: hacerse rico delante de Él. Es decir, llenar nuestras manos y nuestro corazón con todo tipo de bienes sobrenaturales, espirituales, de gracia, y no de cosas materiales.

Por eso, a la luz del Evangelio de hoy, nos podemos preguntar: ¿de qué llenamos nuestro corazón? El hombre de la parábola lo tenía claro: «Descansa, come, bebe, banquetea» (Lc 12,19). Pero esto no es lo que Dios espera de un buen hijo suyo. El Señor no ha puesto nuestra felicidad en herencias, buenas comidas, coches último modelo, vacaciones a los lugares más exóticos, fincas, el sofá, la cerveza o el dinero. Todas estas cosas pueden ser buenas, pero en sí mismas no pueden saciar las ansias de plenitud de nuestra alma, y, por tanto, hay que usarlas bien, como medios que son.

Es la experiencia de san Ignacio de Loyola, cuya celebración tenemos tan cercana. Así lo reconocía en su propia autobiografía: «Cuando pensaba en cosas mundanas, se deleitaba, pero, cuando, ya aburrido lo dejaba, se sentía triste y seco; en cambio, cuando pensaba en las penitencias que observaba en los hombres santos, ahí sentía consuelo, no solamente entonces, sino que incluso después se sentía contento y alegre». También puede ser la experiencia de cada uno de nosotros.

                    



Y es que las cosas materiales, terrenales, son caducas y pasan; por contraste, las cosas espirituales son eternas, inmortales, duran para siempre, y son las únicas que pueden llenar nuestro corazón y dar sentido pleno a nuestra vida humana y cristiana.

Jesús lo dice muy claro: «¡Necio!» (Lc 12,20), así califica al que sólo tiene metas materiales, terrenales, egoístas. Que en cualquier momento de nuestra existencia nos podamos presentar ante Dios con las manos y el corazón llenos de esfuerzo por buscar al Señor y aquello que a Él le gusta, que es lo único que nos llevará al Cielo.





Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,13-21):

                                   



EN aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús:
«Maestro, dije a mi hermano que reparta conmigo la herencia».
Él le dijo:
«Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?».
Y les dijo:
«Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola:
«Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose:
“¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo:
“Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.
Pero Dios le dijo:
“Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”.
Así es el que atesora para SÍ y no es rico ante Dios».

Palabra del Señor





COMENTARIO

                       



Las Lecturas de este Domingo nos hablan sobre los bienes materiales y los bienes espirituales.  Nos advierten acerca del peligro de la avaricia, la cual es un pecado y un vicio relacionado con el apego a los bienes materiales y con el deseo de tener mucho.

La Primera Lectura del Libro del Eclesiastés (Qo. 1, 2; 2, 21-23) nos insinúa la poca importancia que tienen los bienes materiales y los afanes de este mundo.

La Segunda Lectura de San Pablo (Col. 3, 1-5. 9-11) nos invita muy claramente a ocuparnos “de los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios”.  Es decir, nos habla San Pablo de los bienes del Cielo, de los bienes que tienen relación con nuestra vida espiritual, de los bienes que tenemos que buscar para llegar a nuestra meta, que es el Cielo.  Menciona también San Pablo la “avaricia”, “como una forma de idolatría”.

Idolatría es la adoración y el culto a dioses falsos.  ¿Por qué, entonces, habla de la avaricia como idolatría?  Porque el deseo excesivo de bienes materiales, la satisfacción de necesidades inventadas o de lujos innecesarios terminan por convertir al dinero en un dios falso, en una cosa a la que se le rinde culto, porque se le pone por encima de todas las demás cosas, por encima de los bienes espirituales, por encima de Dios.

                                       



 El Evangelio (Lc. 12, 13-21) también nos habla de la avaricia: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.

Pero ... ¡qué difícil es no estar apegado a los bienes de aquí abajo, a los bienes de la tierra:  dinero, propiedades, comodidades, lujos, gustos, placeres, seres queridos, etc.!  Y si nos fijamos bien en la Palabra de Dios, el Señor nos pide apegarnos solamente a los bienes de allá arriba y desprendernos totalmente de lo que solemos llamar “las cosas de este mundo”.

Si nos fijamos bien en lo que hemos rezado en el Salmo de hoy (Sal. 89), podemos darnos cuenta de la poca importancia que tienen las cosas de esta vida.  El Salmo nos hace reflexionar también sobre lo efímero de esta vida; es decir sobre lo breve que es esta vida comparada con la eternidad: “Nuestra vida es tan breve como un sueño ... Mil años son para Ti como un día ... Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”.

Y es verdad!  Es una insensatez darle tanta importancia a esta vida y a las cosas de esta vida.  ¡Esta vida es nada ... comparada con la otra Vida!  ¡Es brevísima si la comparamos con la eternidad!  ¡Es poco importante si la comparamos con lo que nos espera después!

                                   



 Recordemos aquí, entonces, el fin para el cual hemos sido creados...  ¿Cuál es nuestra meta? ...  Hemos sido creados por Dios para una felicidad perfecta.  Y ese anhelo de felicidad es bueno, pues ha sido puesto por Dios en el corazón del hombre.

Sin embargo, esa felicidad perfecta sólo será posible tenerla en la otra vida, en la Vida que comienza después de esta vida terrena, cuando se inicia para los seres humanos la Vida Eterna, la vida que no tiene fin. Es un error pensar que ese anhelo de felicidad se satisface con bienes materiales.

Cuando el ser humano busca equivocadamente esa felicidad en los bienes de este mundo -y muy especialmente, en los bienes materiales y en el dinero que los obtiene- pierde de vista los verdaderos bienes; es decir, los bienes de allá arriba.  Entonces corre el riesgo de quedarse con los bienes de aquí abajo y de perder los verdaderos bienes, que son los que recibiremos en la otra Vida.

Se nos olvida aquel consejo de Jesús: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás se les dará por añadidura” (Mt. 6, 33).

                                       



Y el Señor, además de este consejo, nos hace varias veces graves advertencias sobre el apego a las cosas del mundo: “No acumulen tesoros en la tierra ... Reúnan riquezas celestiales que no se acaban ... porque donde están tus riquezas, ahí también estará tu corazón”. (Mt. 6, 19-21 y Lc. 12, 33-34).

Esta advertencia de Jesucristo es muy importante.  En ella nos pide “ahorrar” para el Cielo, nos pide “ahorrar” bienes celestiales.  Y nos pide, además, considerar estos bienes celestiales como la verdadera riqueza.

Si seguimos considerando verdadera riqueza los bienes de aquí abajo, nuestro corazón quedará atrapado por esos bienes perecederos que se acaban: nuestro corazón quedará atrapado en el pecado de la avaricia.

Y ¿qué sucede con los bienes acumulados aquí?  ¿Acaso nos los podemos llevar para el viaje a la eternidad?  ¿Qué sucede con las riquezas acumuladas aquí abajo?  ¿Las podemos llevar con nosotros?  Bien sabemos que no... Definitivamente, no.

Se cuenta de un señor muy, muy avaro... ¡tan avaro! que quiso que lo enterraran con el dinero que había acumulado en una cuenta muy sustanciosa que tenía.  Y tanta era su avaricia que le hizo prometer a la esposa que lo enterraría con el dinero que estaba en esa cuenta.

Muere el señor y la esposa le hizo saber de su promesa al hijo mayor.  Este -muy sagazmente- resolvió el problema: No te preocupes, mamá, yo le voy a hacer un cheque por la cantidad que hay en la cuenta, y se lo ponemos en la urna”... En qué Banco iría a cobrar este cheque el avaro fallecido (???).

Y esto -que parece un cuento- puede llegar a suceder, porque no sabemos a dónde nos puede llevar la avaricia.  La avaricia -recordemos- es una forma de idolatría, de rendir culto al dios “dinero”.  Y si no nos lleva a extremos como el del avaro enterrado con su cheque, sí nos aleja de las cosas de Dios, sí nos aleja de los bienes espirituales, sí nos aleja de lo único que es importante para llegar a nuestra meta que es el Cielo.

                                         



El Señor nos advierte acerca de la avaricia, acerca de ese apego a los bienes de este mundo.  Y lo hace en tono bastante grave, y en varias ocasiones.

Fijémonos, concretamente, en el Evangelio de hoy:  Nos dice así el Señor: “eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.

Y cuenta la parábola de un hombre acumulador de riquezas que se siente muy satisfecho de todo lo acumulado.  “Pero Dios le dijo: ¡Insensato!  Esta misma noche vas a morir.  ¿Para quién serán todos tus bienes?   Y la advertencia final del Señor en este Evangelio es la siguiente: “Esto mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.

Recordemos, nuevamente, lo que nos dice San Pablo en su Carta de hoy: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.  Pongan todo el corazón en los bienes del Cielo, no en los de la tierra”

                                    



Y ¿cuáles son esos bienes del Cielo? ... Se trata de todas las obras buenas a las que nos invita el Señor a través de su Palabra.  Una de ellas es el ejercicio de la Caridad, que es la virtud que nos lleva a amar a Dios sobre todas las cosas y a amar a los demás como Dios nos pide amarlos.

En la práctica de la Caridad podemos resumir los bienes de allá arriba, porque al final -antes de llegar a la Vida Eterna- seremos juzgados en el Amor...

¿Hemos amado a Dios -verdaderamente- sobre todas las cosas?  ¿Hemos amado a Dios por encima de cualquier otro bien terrenal?

Es decir: ¿Hemos puesto a Dios primero que todo (¿primero que el dinero?) ...  y, también, primero que a todos? ...


                       



Pero, además, ¿ese Amor a Dios lo hemos traducido en amor a los demás; es decir, en buscar el bien del otro, primero y antes que mi propio bien?  ...

Todo esto, y aún más, es acumular riquezas para el Cielo.

Las advertencias del Señor sobre los bienes del Cielo y los bienes de la tierra nos deben llevar a examinarnos sobre cómo están nuestros “ahorros” para el Cielo ... ¿Estamos ahorrando sólo para este mundo... o estamos ahorrando principalmente para el Cielo?



















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org