domingo, 19 de septiembre de 2021

«El Hijo del hombre será entregado (...); le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará»(Evangelio Dominical)

 



Hoy, nos cuenta el Evangelio que Jesús marchaba con sus discípulos, sorteando poblaciones, por una gran llanura. Para conocerse, nada mejor que caminar y viajar en compañía. Surge entonces con facilidad la confidencia. Y la confidencia es confianza. Y la confianza es comunicar amor. El amor deslumbra y asombra al descubrirnos el misterio que se alberga en lo más íntimo del corazón humano. Con emoción, el Maestro habla a sus discípulos del misterio que roe su interior. Unas veces es ilusión; otras, al pensarlo, siente miedo; la mayoría de las veces sabe que no le entenderán. Pero ellos son sus amigos, todo lo que recibió del Padre debe comunicárselo y hasta ahora así ha venido haciéndolo. No le entienden pero sintonizan con la emoción con que les habla, que es aprecio, prueba de que ellos cuentan con Él, aunque sean tan poca cosa, para lograr que sus proyectos tengan éxito. Será entregado, lo matarán, pero resucitará a los tres días (cf. Mc 9,31).

Muerte y resurrección. Para unos serán conceptos enigmáticos; para otros, axiomas inaceptables. Él ha venido a revelarlo, a gritar que ha llegado la suerte gozosa para el género humano, aunque para que así sea le tocará a Él, el amigo, el hermano mayor, el Hijo del Padre, pasar por crueles sufrimientos. Pero, ¡Oh triste paradoja!: mientras vive esta tragedia interior, ellos discuten sobre quien subirá más alto en el podio de los campeones, cuando llegue el final de la carrera hacia su Reino. ¿Obramos nosotros de manera diferente? Quien esté libre de ambición, que tire la primera piedra.


         




Jesús proclama nuevos valores. Lo importante no es triunfar, sino servir; así lo demostrará el día culminante de su quehacer evangelizador lavándoles los pies. La grandeza no está en la erudición del sabio, sino en la ingenuidad del niño. «Aun cuando supieras de memoria la Biblia entera y las sentencias de todos los filósofos, ¿de qué te serviría todo eso sin caridad y gracia de Dios?» (Tomás de Kempis). Saludando al sabio satisfacemos nuestra vanidad, abrazando al pequeñuelo estrujamos a Dios y de Él nos contagiamos, divinizándonos.

 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,30-37):

 


En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.» Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»

Palabra del Señor

 

 

COMENTARIO

 

 




En el Evangelio de hoy (Mc. 9, 30-37) vemos cómo Jesús seguía tratando de explicar a sus discípulos su pasión y muerte, la cual era ya inminente.  Nos cuenta el Evangelista que iba Jesús atravesando Galilea con ellos, pero que no quería que nadie lo supiera pues iba enseñándoles justamente sobre lo que iba a ocurrir pocos días después.

 

Por cierto, el Señor cada vez que hablaba de su muerte, también hablaba de su resurrección.  Pero los discípulos no querían entender.  Probablemente se quedaban con el anuncio de la primera parte -e igual que nosotros hacemos- atemorizados por el sufrimiento y la muerte, ni se daban cuenta del triunfo final: la resurrección.

 

De tal forma huían los Apóstoles del tema que Jesús quería tratar con ellos que, según nos cuenta este Evangelio, se pusieron a hablar -sin que Jesús les oyera- sobre quién de ellos era el más importante.

 

¡Cuán lejos puede llevarnos esa mentalidad de mundo que nos hace huir de la cruz que Jesús nos ofrece!


 

 


 

Miremos a los Apóstoles, los más allegados al Señor: ante un asunto tan serio y delicado, tan necesario de comprender y de aceptar, ellos usan la evasión y llegan al extremo de cambiar el tema por discutir sobre quién sería el primero, cuando ya Jesús no estuviera.

 

Caminando al lado de Jesús, a Quien ya no tendrían con ellos por mucho más tiempo, hacen todo lo contrario a lo que Él les enseñó: dan entrada al orgullo, a las rivalidades y las envidias.  Con esos pensamientos y ocultas conversaciones, hubieran podido llegar a cualquier desorden y a toda clase de obras malas.

 

Es precisamente lo que nos advierte el Apóstol Santiago en la Segunda Lectura (St. 3, 16 - 4, 3), la cual vale la pena detallar, porque con frecuencia caemos en estos desórdenes de que nos habla Santiago.

 

Comienza por precavernos acerca de las “envidias y rivalidades”, porque éstas son señal “de desorden y de toda clase de obras malas”.  Y… ¿nos damos cuenta de que, como la envidia es un pecado medio escondido nos sentimos con derecho a acunar en nuestro corazón tales sentimientos, sin darnos cuenta de lo que nos alerta el Apóstol: esos “desórdenes y obras malas” que son consecuencia de las rivalidades y de la envidia?

 

El que acune en su corazón lo que nos vende el Demonio, termina siendo instrumento del Mal, del mismo Demonio.  El Apóstol Santiago lo sabe, lo ha visto y nos alerta de las consecuencias de la envidia.  “Ustedes codician lo que no pueden tener y acaban asesinando.  Ambicionan algo que no pueden alcanzar, y entonces combaten y hacen la guerra”.

   

     


 

Y ¿dónde comenzaron esos conflictos?  Bien lo dice Santiago: “las malas pasiones que siempre están en guerra dentro de ustedes”.  Así comienza todo: en nuestro interior.

 

En cambio –nos dice Santiago- “los que tienen la Sabiduría que viene de Dios son puros, ante todo”.  Vale la pena destacar la Sabiduría que viene de Dios y la pureza de corazón.

 

¿Qué es tener la Sabiduría Divina?  Es tener el pensar de Dios, la forma de ver las cosas que tiene Dios, la manera de analizar las circunstancias de nuestra vida según Dios.  Es ver las cosas como Dios las ve, no con nuestra miopía espiritual, tan contaminada por el mundo y tan de acuerdo a nuestros pensamientos humanos que suelen estar tan desviados de la visión eterna.  Y que, por supuesto, están tan desviados de las paradojas que nos propone el Evangelio de hoy y el del domingo anterior:

 

Tomar nuestra cruz de cada día.  Perder la vida para ganar la Vida.  Ser último para llegar a ser primero.  Ser pequeños, sencillos y confiados como son los niños.

 

Los Sabios, según Dios –no según el mundo- son también “puros”.  Y ¿qué es pureza de corazón?  Es no anidar en nuestro corazón pensamientos y sentimientos contrarios a la Sabiduría Divina. Es tener rectitud de intención: lo que hago lo hago porque así debe ser, porque así Dios lo quiere… no por ser popular y aceptado, no por ser reconocido y quedar bien.  Es también tener lo que se ha dado por llamar “honestidad mental”.

 

                    

 

Los que así se comportan son, entonces, “amantes de la paz, comprensivos, dóciles, están llenos de misericordia y buenos frutos, son imparciales y sinceros”.

 

Volviendo al Evangelio: porque la envidia, las rivalidades y los deseos de primacía son tan peligrosos, Jesús tiene que detener de inmediato la inconveniente discusión que traían los Apóstoles por el camino.

 

Y lo hace, valiéndose el Señor de su Omnisciencia, mediante la cual Dios conoce nuestros más íntimos pensamientos y sentimientos, además de nuestras más escondidas palabras.  Es así como, haciéndose el inocente, le pregunta a los discípulos: “¿De qué discutían por el camino?”.   Por supuesto, se quedaron atónitos sin poder responder.  Luego de este silencio, llamó a los doce Apóstoles y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos”.

 

Es lo que precisamente el Señor les venía anunciando de su pasión y muerte.  Él, Dios mismo, el Ser Supremo, el verdaderamente más importante y primero de todos, se rebajaría a la condición de servidor de todos, para darnos el mayor servicio que nadie podía darnos: dar su vida misma, con un sufrimiento indescriptible, por el rescate de cada uno de nosotros.

 

 



Ahora bien, ¿por qué matan a Jesús, sin realmente tener culpa?  Muchas son las explicaciones y motivos que pueden aludirse, basándonos en la Biblia.  Una de estas explicaciones la trae el Libro de la Sabiduría (Sb. 2, 12.17-20), que leemos en la Primera Lectura:

 

“Los malvados dijeron entre sí: ‘Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los principios en que fuimos educados... Sometámoslo a la humillación y a la tortura ...  Condenémosle a una muerte ignominiosa’”.

 

La conducta del Justo (Jesucristo, Hijo de Dios) y de todos los que tratan de ser justos (santos), siempre resulta una amenaza para los que no desean ser justos.  La conducta de los buenos es como el espejo de la maldad de los malos.  Estos reaccionan maniobrando contra los buenos, calumniando o criticando, para tratar de quitarlos del medio.

 

El Salmo 53 es especialmente elocuente y de gran consuelo y fortaleza: “El Señor es Quien me ayuda”, repetimos en el responsorio.  Al ser atacados, perseguidos, al recibir cualquier trato injusto, debemos saber que es Dios mismo Quien está a nuestro lado para defendernos… aunque no lo veamos y a veces ni nos demos cuenta de su presencia que nos acompaña y fortalece, aunque nos parezca que no está y que nos hacen trizas y parecen ganar la lucha.  Recordemos que la lucha tiene un final, el mismo de la Pasión de Cristo: es la gloria de nuestra resurrección.

 

Otras estrofas del Salmo 53 nos dicen: “Gente violenta y arrogante contra mí se ha levantado.  Andan queriendo matarme.”  Pero… “El Señor es Quien me ayuda… Él es Quien me mantiene vivo”

 

              


 

Esto fue así muy especialmente para Jesús, pero lo es también para todo el que trata de seguirlo a Él.  De allí que Él nos recuerde: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga” (Mc. 8, 34).

 

Los Apóstoles terminaron entendiendo lo que antes no entendían, al punto que dieron su vida por Cristo y por el Evangelio.  Y nosotros... ¿ya hemos comprendido estas palabras?

 

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org


domingo, 12 de septiembre de 2021

«Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» (Evangelio Dominical)



Hoy día nos encontramos con situaciones similares a la descrita en este pasaje evangélico. Si, ahora mismo, Dios nos preguntara «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27), tendríamos que informarle acerca de todo tipo de respuestas, incluso pintorescas. Bastaría con echar una ojeada a lo que se ventila y airea en los más variados medios de comunicación. Sólo que… ya han pasado más de veinte siglos de “tiempo de la Iglesia”. Después de tantos años, nos dolemos y —con santa Faustina— nos quejamos ante Jesús: «¿Por qué es tan pequeño el número de los que Te conocen?».

Jesús, en aquella ocasión de la confesión de fe hecha por Simón Pedro, «les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él» (Mc 8,30). Su condición mesiánica debía ser transmitida al pueblo judío con una pedagogía progresiva. Más tarde llegaría el momento cumbre en que Jesucristo declararía —de una vez para siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy» (Lc 22,70). Desde entonces, ya no hay excusa para no declararle ni reconocerle como el Hijo de Dios venido al mundo por nuestra salvación. Más aun: todos los bautizados tenemos ese gozoso deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por todo el mundo y a toda criatura (cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación de la Buena Nueva es tanto más urgente si tenemos en cuenta que acerca de Él se siguen profiriendo todo tipo de opiniones equivocadas, incluso blasfemas.






Pero el anuncio de su mesianidad y del advenimiento de su Reino pasa por la Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo nos recuerda que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (n. 769). He aquí, pues, el camino para seguir a Cristo y darlo a conocer: «Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» (Mc 8,34).

 

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos (8,27-35):





En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»

Palabra del Señor



 

COMENTARIO

 

     



La Santa Madre Iglesia lleva unos años de purificación y penitencia por los pecados de sus ministros. No nos ha venido mal, al contrario. Estamos aprendiendo a no poner la fe en los hombres sino únicamente en Jesús. Desgraciadamente el lado humano, demasiado humano de la Iglesia es la que impide muchas veces acercarnos a Jesús. Queremos, sin embargo, a la Iglesia porque es nuestra Madre y la acogemos tal y como es: al mismo tiempo santa y pecadora.  Es a través de ella como hemos llegado al encuentro con Jesús. Sólo Jesús, tiene la capacidad de transformar la vida del creyente, cuando éste se toma en serio el seguimiento de Jesús. Creer en Jesús no es simplemente repetir fórmulas dogmáticas impecables sino que es una adhesión total a su persona, estando dispuestos a compartir su vida y destino.

 

La Iglesia debe huir de todo triunfalismo mesiánico y aceptar de corazón la realidad del Crucificado (Mc 8,27-35). Eso no le hizo ninguna gracia a Pedro ni tampoco nos gusta a nosotros que, como nuestros contemporáneos, queremos un cristianismo vistoso y atractivo, que cada uno define a la carta. Jesús vio ya al peligro de convertirse en un Mesías populachero que atraía las multitudes y las hubiera podido manipular según sus intereses. Desde el principio, sin embargo, interpretó su destino a través de la figura enigmática del Servidor de Dios que aparece en el libro del profeta Isaías (50,5-10).


             


Fueron los profetas los que denunciaron las falsas salvaciones que los hombres buscan a través de las políticas de alianzas, de poder, de imperialismo. Jesús, en su tiempo, tuvo también que confrontarse con las autoridades políticas y religiosas que mantenían al pueblo en la miseria. Como todo profeta, huyó de soluciones simplistas de tipo revolucionario y confió que Dios traería su Reino. Tan sólo Dios es capaz de cambiar de raíz la situación del hombre y de los pueblos.

 

Esta fe en la intervención de Dios no nos lleva a cruzarnos de brazos. La fe, sin obras, está muerta por dentro, nos recuerda con gran realismo el apóstol Santiago (Sant 2,14-18). La fe cristiana a lo largo de la historia ha sabido dar respuesta a los interrogantes humanos y soluciones a los problemas concretos. Ha desplegado el dinamismo de la caridad al servicio de los hombres, sobre todo de los más necesitados. Hoy día parece que el estado ha ocupado el lugar que tenía la Iglesia y ésta se siente incómoda sin encontrar su puesto en la sociedad. Debemos alegrarnos de que los estados modernos se hayan hecho responsables de muchas de las necesidades de los ciudadanos. La crisis actual, sin embargo, sigue mostrando que quedan muchos campos a los que no llega el estado. De hecho cada día vemos surgir nuevas necesidades que interpelan nuestra fe.  Hay que exigirle al estado que, en vez de hacerle la concurrencia a lo que ya funciona en la sociedad civil, se preocupe de los problemas que todavía no somos capaces de resolver los grupos sociales.

              



La cultura del éxito  de nuestro tiempo no logra, sin embargo, eliminar la figura del Crucificado. A pesar de todos los esfuerzos por transformar el mundo, los crucificados siguen estando presentes ante nuestros ojos. Pueden ir con su cruz a cuestas o sin carné en una patera. El Crucificado murió precisamente para que no hubiera más crucificados. Por eso el creyente que se ha adherido a Cristo, experimenta en sí la fuerza del Resucitado que tiene poder para cambiar nuestro mundo. Pero para ello tenemos que movilizarnos y estar dispuestos a dar la vida, porque “el que pierda la vida por el Evangelio, la salvará”.  Ahora que estamos celebrando la eucaristía, renovemos nuestra adhesión al Señor muerto y resucitado y salgamos decididos a infundir vida en nuestro mundo.

 













Fuentes. 

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Padre, Lorenzo Amigo