domingo, 23 de octubre de 2016

«¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí...» (Evangelio dominical)

                                                 


Hoy leemos con atención y novedad el Evangelio de san Lucas. Una parábola dirigida a nuestros corazones. Unas palabras de vida para desvelar nuestra autenticidad humana y cristiana, que se fundamenta en la humildad de sabernos pecadores («¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»: Lc 18,13), y en la misericordia y bondad de nuestro Dios («Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»: Lc 18,14).

La autenticidad es, ¡hoy más que nunca!, una necesidad para descubrirnos a nosotros mismos y resaltar la realidad liberadora de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Es la actitud adecuada para que la Verdad de nuestra fe llegue, con toda su fuerza, al hombre y a la mujer de ahora. Tres ejes vertebran a esta autenticidad evangélica: la firmeza, el amor y la sensatez (cf. 2Tim 1,7).
                                                     

La firmeza, para conocer la Palabra de Dios y mantenerla en nuestras vidas, a pesar de las dificultades. Especialmente en nuestros días, hay que poner atención en este punto, porque hay mucho auto-engaño en el ambiente que nos rodea. San Vicente de Lerins nos advertía: «Apenas comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude».

El amor, para mirar con ojos de ternura —es decir, con la mirada de Dios— a la persona o al acontecimiento que tenemos delante. San Juan Pablo II nos anima a «promover una espiritualidad de la comunión», que —entre otras cosas— significa «una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado».

Y, finalmente, sensatez, para transmitir esta Verdad con el lenguaje de hoy, encarnando realmente la Palabra de Dios en nuestra vida: «Creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso» (San Juan Crisóstomo).



Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):
                                   

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

Palabra del Señor




COMENTARIO.

                                              


Las Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la oración.  Esta vez, de una oración humilde.  Y al decir humilde, decimos “veraz”; es decir, en verdad... pues -como decía Santa Teresa de Jesús-  “la humildad no es más que andar en verdad”

¿Y cuál es nuestra verdad?  Que no somos nada...  Aunque creamos lo contrario, realmente no somos nada ante Dios.  Pensemos solamente de quién dependemos para estar vivos o estar muertos.  ¿En manos de Quién están los latidos de nuestro corazón?  ¿En manos nuestras o en manos de Dios?
                                                       


Hay que reflexionar en estas cosas para poder darnos cuenta de nuestra realidad, para poder “andar en verdad”.  Porque a veces nos pasa como al Fariseo del Evangelio (Lc. 18, 9-14),  que no se daba cuenta cómo era realmente y se atrevía a presentarse ante Dios como perfecto.

El  mensaje del Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista.  No se limita a indicarnos que debemos presentarnos ante Dios como somos; es decir, pecadores... pues todos somos pecadores... todos sin excepción.
                                                  


La exigencia de humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante Dios, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios.  Y nuestra realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que El no nos haya dado, que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros.   Esa “realidad” es nuestra “verdad”.

Comencemos hablando del primer aspecto de la humildad al orar: el reconocer nuestros pecados ante Dios.   A Dios no le gusta que pequemos, pero debemos recordar que cuando hemos pecado, El está continuamente esperando que reconozcamos nuestros pecados y que nos arrepintamos, para luego confesarlos al Sacerdote.

Recordemos que hay otro pasaje del Evangelio que nos dice que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierta que por 99 que no pecan (Lc. 15, 4-7).   Así es el Señor con el pecador que reconoce su falta ... sea cual fuere.  Pues puede ser una falta grave o una falta menos grave.  O bien un defecto que hay que corregir.
                                           


Pero si tomamos la posición del Fariseo del Evangelio, y ante Dios nos creemos una gran cosa: muy cumplidos con nuestras obligaciones religiosas, muy sacrificados, etc., etc., y pasamos por alto aquel defecto que hace daño a los demás, o aquel engreimiento que nos hace creernos muy buenos, o aquella envidia que nos hace inconformes, o aquel resentimiento que nos carcome, o aquel escondido reclamo a Dios que impide el flujo de la gracia divina, nuestra oración podría ser como la del Fariseo.

Podríamos, entonces, correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando de ese pecado que tanto Dios aborrece:  la soberbia, el orgullo.

La verdad es que la virtud de la humildad es despreciada en este tiempo.  En nuestros ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al soberbio” (Salmo 137).
                                           


Por eso dice el Señor al final del Evangelio: el que se humilla (es decir aquél que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado de su bajeza).  Y lo contrario sucede al que se enaltece.  Dice el Señor que será humillado, será rebajado.

Pero decíamos que este texto lo podemos aplicar también a la humildad en un sentido más amplio.  Si nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos comportamos como si fuéramos independientes de Dios.  Y muchos podemos caer en esa tentación de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que dependemos totalmente de Dios... aún para que nuestro corazón palpite.

Entonces... ¿cómo podemos ufanarnos de auto-suficientes, de auto-estimables, de auto-capacitados? 

Nuestra oración debiera más bien ser como la de San Agustín: “Concédeme, Señor, conocer quién soy yo y Quien eres Tú”.  Pedir esa gracia de ver nuestra realidad, es desear “andar en verdad”.
                                                 

Y al comenzar a “andar en verdad” podremos darnos cuenta que nada somos sin Dios, que nada podemos sin El, que nada tenemos sin El.  Así podremos darnos cuenta que es un engaño creernos auto-suficientes e independientes de Dios, auto-estimables y auto-capacitados.

Y como criaturas dependientes de El, debemos estar atenidos a sus leyes, a sus planes, a sus deseos, a sus modos de ver las cosas.  En una palabra, debemos reconocernos dependientes de Dios.

Podremos darnos cuenta que nuestra oración no puede ser un pliego de peticiones con los planes que nosotros nos hemos hecho solicitando a Dios su colaboración para con esos planes y deseos.   Podremos darnos cuenta que nuestra oración debe ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los nuestros.
                                         


Sobra agregar que los planes y deseos de Dios son muchísimo mejores que los nuestros.  “Así como distan el Cielo de la tierra, así distan mis caminos de vuestros caminos, mis planes de vuestros planes”  (Is. 55, 3).

Reconociéndonos dependientes de Dios, nuestra oración será una oración humilde y, por ser humilde, será también veraz.

Podrá darse en nosotros lo que dice la Primera Lectura (Eclo. o Sir. 35, 15-17; 20-22): “Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído ... La oración del humilde atraviesa las nubes”.  Es decir quien se reconoce servidor de Dios, dependiente de Dios y no dueño de sí mismo, quien sabe que Dios es su Dueño,  ése es oído.
                                        


En la Segunda Lectura (2 Tim. 4, 6-8; 16-18)  San Pablo nos habla de haber “luchado bien el combate, correr hasta la meta y perseverar en la fe”,  y así recibir “la corona merecida, con la que el Señor nos premiará en el día de su advenimiento”.  Condición indispensable para luchar ese combate, para correr hasta esa meta, perseverando en la fe hasta el final, es -sin duda- la oración.  Pero una oración humilde, entregada, confiada, sumisa a la Voluntad de Dios.

Reflexionemos, entonces:  ¿Nos reconocemos lo que somos ante Dios:  creaturas dependientes de su Creador?  ¿Somos capaces de ver nuestros pecados y de presentarnos ante Dios como somos: pecadores? ¿Es nuestra oración humilde, veraz?  ¿Oramos con humildad, entrega y confianza en Dios? ¿Reconocemos que nada somos ante El?

Entonces, ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debiera una de adoración.  Y… ¿qué es adorar a Dios?
                                               


Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño.  Es reconocerme en verdad lo que soy: hechura de Dios, posesión de Dios.  Dios es mi Dueño, yo le pertenezco.  Adorar, entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de El y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarme a El y a su Voluntad.
        










Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 16 de octubre de 2016

«Es preciso orar siempre sin desfallecer» (Evangelio Dominical)

                                  

Hoy, Jesús nos recuerda que «es preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). Enseña con sus obras y con las palabras. San Lucas se nos presenta como el evangelista de la oración de Jesús. Efectivamente, en algunas de las escenas de la vida del Señor, que los autores inspirados de la Escritura Santa nos transmiten, es únicamente Lucas quien nos lo muestra rezando.

En el Bautismo en el Jordán, en la elección de los Doce y en la Transfiguración. Cuando un discípulo le pidió «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1), de sus labios salió el Padrenuestro. Cuando anuncia las negaciones a Pedro: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22,32). En la crucifixión: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Cuando muere en la Cruz: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu», del Salmo 31. El Señor mismo es modelo de la oración de petición, especialmente en Getsemaní, según la descripción de todos los evangelistas.
                                                      

—Puedo ir concretando cómo elevaré el corazón a Dios en las distintas actividades, porque no es lo mismo hacer un trabajo intelectual que manual; estar en la iglesia que en el campo de deportes o en casa; conducir por la ciudad que por la autopista; no es lo mismo la oración de petición que el agradecimiento; o la adoración que pedir perdón; de buena mañana que cuando llevamos todo el cansancio del día. San Josemaría Escrivá nos da una receta para la oración de petición: «Más consigue aquel que importuna más de cerca... Por tanto, acércate a Dios: esfuérzate por ser santo».

Santa María es modelo de oración, también de petición. En Caná de Galilea es capaz de avanzar la hora de Jesús, la hora de los milagros, con su petición, llena de amor por aquellos esposos y llena de confianza en su Hijo.



Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,1-8):

                                       
 
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario." Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara."» 

Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
Palabra del Señor




COMENTARIO

                                                      


Las Lecturas de hoy nos hablan de la perseverancia en la oración.  Vemos a Moisés en la Primera Lectura (Ex. 17, 8-13)  con las manos en alto en señal de súplica al Señor.  Mientras Moisés oraba el ejército de Israel vencía; si las bajaba, sucedía lo contrario.  Llegó un momento que ya Moisés no pudo sostener sus brazos y tuvo que ser ayudado.

El Evangelio (Lc. 18, 1-8)  nos habla de una parábola del Señor, en la cual nos presenta un Juez injusto que no quiere saber nada de una pobre viuda que lo busca para que le haga justicia contra su adversario.  Y el inhumano Juez termina por acceder a las insistentes y perseverantes peticiones de la pobre mujer.

Jesús usa este ejemplo para darnos a entender que Dios, que no es como el Juez inhumano e injusto, sino que es infinitamente Bueno y Justo, escuchará nuestras oraciones constantes, insistentes  y perseverantes.                                                 


Sin embargo, recordemos que debemos saber qué pedir y cómo pedir a Dios.  Hace poco las Lecturas nos hablaban de que si pedíamos Dios nos daba: Pidan y se les dará”.  Pero debemos recordar lo que decía ese texto al final: “Dios dará cosas buenas a los que se las pidan” (Mt. 7, 11). 

¿Qué significa esto de “cosas buenas”?  Significa que debemos saber pedir lo que Dios nos quiere dar.  Y estar confiados en que es Dios Quien sabe qué nos conviene.  Esas“cosas buenas” son las cosas que nos convienen. 

¿Por qué parece que Dios a veces no responde nuestras oraciones?  Porque la mayoría de las veces pedimos lo que no nos conviene.  Pero, si nosotros no sabemos pedir cosas buenas, El sí sabe dárnoslas.  Por eso la oración debe ser confiada en lo que Dios decida, y a la vez perseverante.  A lo mejor Dios no nos da lo que le estamos pidiendo, porque no nos conviene, pero nos dará lo que sí nos conviene.  Y la oración no debe dejarse porque no recibamos lo que estemos pidiendo, pues debemos estar seguros de que Dios nos da todo lo que necesitamos.
                                                           


Sin embargo, no podemos dejar de notar la pregunta de Cristo al final de este trozo del Evangelio. ¿Qué significa esa frase sobre si habrá Fe sobre la tierra cuando vuelva a venir Jesucristo?

Esta frase sobre la Fe y Segunda Venida de Jesucristo “pareciera” estar como agregada, como fuera de contexto.  Pero no es así.  Notemos que habla el Señor sobre “sus elegidos, que claman a El día y noche”.

Si nos fijamos bien,  no hubo cambio de tema, pues a la parábola sobre la perseverancia en la oración, sigue el comentario de que Dios hará justicia a “sus elegidos, que claman a El día y noche”.  De hecho, el tema que estaba tratando Jesús antes de comenzar a hablar de la necesidad de oración constante era precisamente el de su próxima venida en gloria(cf. Lc. 17, 23-37).
                                                       


Esa oración perseverante y continua que Jesús nos pide es la oración para poder mantenernos fieles y con Fe hasta el final... hasta el final de nuestra vida o hasta el final del tiempo.

Sin embargo, el cuestionamiento del Señor nos da indicios de que no habrá mucha Fe para ese momento final.  Es más, en el recuento que da San Mateo de este discurso escatológico nos dice el Señor que si el tiempo final no se acortara, “nadie se salvaría, pero Dios acortará esos días en consideración de sus elegidos” (Mt. 24, 22).

¿Qué nos indica esta advertencia?  Que la Fe va a estar muy atacada por los falsos cristos y los falsos profetas que también nos anuncia Jesús.  Que muchos estamos a riesgo de dejar enfriar nuestra Fe, debido a la confusión y a la oscuridad (cf. Mt. 24, 23-29). 

Es una advertencia grave del Señor, que nos indica que debemos estar siempre listos para ese día de la venida en gloria del Señor -o para el día de nuestro paso a la otra vida a través de nuestra muerte.   Es una advertencia para que roguemos perseverantemente porque seamos salvados, en ese día en que el Señor vendrá con gran poder y gloria para juzgar a vivos y muertos. 

Sabemos que por parte de Dios la salvación está asegurada, pues Jesucristo ya nos salvó a todos con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección.  Pero de parte de nosotros se requiere que mantengamos nuestra Fe y que la mantengamos hasta el final.

De allí que Jesús nos dé el remedio para fortalecer nuestra Fe y para que esa Fe permanezca hasta el final: la oración, la oración perseverante y continua:  orar sin desfallecer para que nuestra Fe no desfallezca.

Pero, sin duda, la pregunta del Señor“¿creen ustedes que habrá Fe sobre la tierra cuando venga el Hijo del hombre?” nos invita una seria reflexión... Cabe preguntarnos, entonces, ¿cómo está nuestra Fe? 
                                                        


¿Es una Fe que nos lleva a la esperanza de la Resurrección y la Vida Eterna?  ¿O es una Fe que está esperando en el nefasto e irrealizable mito de la re-encarnación?  

¿Es una Fe segura o es una fe que coquetea con las últimas novelerías escritas justamente para que nuestra Fe se vaya debilitando?

Por ejemplo… ¿le hemos dado algún crédito a los escritos de los ateos actuales que están llenando las librerías con sus libros blasfemos, en los que tratan a los cristianos como si fuéramos tontos?    
                                            


¿Es una Fe que confía en Dios o que confía en las fuerzas humanas?

¿Es una Fe que nos hace sentir muy importantes e independientes de Dios o es una Fe que nos lleva a depender de nuestro Creador, nuestro Padre, nuestro Dios?

¿De verdad tenemos la clase de Fe que el Señor espera encontrar cuando vuelva?

Y si para tener esa Fe que requerimos para el final, la receta es la oración, cabe preguntarnos también: ¿Cómo es nuestra oración? 
                                    


¿Es frecuente, perseverante, constante, sin desfallecer, como la pide el Señor para que nuestra Fe no decaiga? 
¿Cómo oramos?  ¿Cuánto oramos? 
¿Está nuestra oración a la medida de las circunstancias?

Porque... pensándolo bien... considerando como están las cosas en el mundo, “¿creen ustedes que habrá Fe sobre la tierra cuando venga el Hijo del hombre?”

El Salmo 120 es un himno al poder de Dios y a la confianza que debemos tener en El.   Cantamos al Señor, que es Todopoderoso, pues, entre otras cosas, “hizo el Cielo y la tierra”.   Y confiamos en El, pues “está siempre a nuestro lado... guardándonos en todos los peligros ... ahora y para siempre”
                                                      


La Segunda Lectura (2 Tim. 3,14 - 4,2) nos pide también firmeza en la Fe(“permanece firme en lo que has aprendido”),seguridad en la Sabiduría que encontramos viviendo la Palabra de Dios.  Y además nos habla de la necesidad de la Fe para la salvación (“la Sagrada Escritura, la cual puede darte la Sabiduría que, por la Fe en Cristo Jesús conduce a la salvación”).

Pero, adicionalmente, nos habla de la obligación que tenemos de comunicar esa Fe contenida en la Palabra de Dios.  Y esa obligación deriva de la necesidad que hay de anunciarla en atención -precisamente- a la Segunda Venida de Cristo: “En presencia de Dios y de Cristo Jesús, te pido encarecidamente que, por su advenimiento y por su Reino, anuncies la Palabra”.                                                     

De allí la importancia de leer la Palabra de Dios, de meditarla,  de orar con la Palabra de Dios y, encontrando en ella la Sabiduría, poderla vivir nosotros y mostrarla a los demás con nuestro ejemplo y con nuestro testimonio“a tiempo y a destiempo, convenciendo, reprendiendo y exhortando con toda paciencia y sabiduría”. 

En resumidas cuentas, las lecturas de hoy nos invitan a orar, a orar con perseverancia para pedir para nosotros y para todos la Fe que Jesucristo quiere encontrar cuando vuelva.    













Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org





sábado, 15 de octubre de 2016

Hoy celebramos a… Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia!!



Hoy celebramos la fiesta de santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia, la cual, nacida en Ávila, ciudad de España, y agregada a la Orden Carmelitana, llegó a ser madre y maestra de una observancia más estrecha; en su corazón concibió un plan de crecimiento espiritual bajo la forma de una ascensión por grados del alma hacia Dios, pero a causa de la reforma de su Orden hubo de sufrir dificultades, que superó con ánimo esforzado. Compuso libros, en los que muestra una sólida doctrina y el fruto de su experiencia.

"Sólo amor es el que da valor a todas las cosas. " (Teresa de Jesús)

Santa Teresa es, sin duda, una de las mujeres más grandes y admirables de la historia y fue considerada doctora de la Iglesia por el pueblo cristiano aun antes de que ese título fuera reconocido oficialmente en 1970 por Pablo VI. Sus padres eran Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz Dávila y Ahumada. La santa habla de ellos con gran cariño. Alonso Sánchez tuvo tres hijos de su primer matrimonio, y Beatriz de Ahumada le dio otros nueve. Al referirse a sus hermanos y medios hermanos, santa Teresa escribe: «por la gracia de Dios, todos se asemejan en la virtud a mis padres, excepto yo». Teresa nació en la ciudad castellana de Ávila, el 28 de marzo de 1515. A los siete años, tenía ya gran predilección por la lectura de las vidas de santos. Su hermano Rodrigo era casi de su misma edad de suerte que acostumbraban jugar juntos. Los dos niños, muy impresionados por el pensamiento de la eternidad, admiraban las victorias de los santos al conquistar la gloria eterna y repetían incansablemente: «Gozarán de Dios para siempre, para siempre, para siempre...» Teresa y su hermano consideraban que los mártires habían comprado la gloria a un precio muy bajo y resolvieron partir al país de los moros con la esperanza de morir por la fe. Así pues, partieron de su casa a escondidas, rogando a Dios que les permitiese dar la vida por Cristo; pero en Adaja se toparon con uno de su tíos, quien los devolvió a los brazos de su afligida madre. Cuando ésta los reprendió, Rodrigo echó la culpa a su hermana.

En vista del fracaso de sus proyectos, Teresa y Rodrigo decidieron vivir como ermitaños en su propia casa y empezaron a construir una celda en el jardín, aunque nunca llegaron a terminarla. Teresa amaba desde entonces la soledad. En su habitación tenía un cuadro que representaba al Salvador que hablaba con la Samaritana y solía repetir frente a esa imagen: «Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed». La madre de Teresa murió cuando ésta tenía catorce años. «En cuanto empecé a caer en la cuenta de la pérdida que había sufrido, comencé a entristecerme sobremanera; entonces me dirigí a una imagen de Nuestra Señora y le rogué con muchas lágrimas que me tomase por hija suya». Por aquella época, Teresa y Rodrigo empezaron a leer novelas de caballerías y aun trataron de escribir una. La santa confiesa en su «Autobiografía»: «Esos libros no dejaron de enfriar mis buenos deseos y me hicieron caer insensiblemente en otras faltas. Las novelas de caballerías me gustaban tanto, que no estaba yo contenta cuando no tenía una entre las manos. Poco a poco empecé a interesarme por la moda, a tomar gusto en vestirme bien, a preocuparme mucho del cuidado de mis manos, a usar perfumes y a emplear todas las vanidades que el mundo aconsejaba a las personas de mi condición». El cambio que paulatinamente se operaba en Teresa, no dejó de preocupar a su padre, quien la envió, a los quince años de edad a educarse en el convento de las agustinas de Ávila, en el que solían estudiar las jóvenes de su clase.



Un año y medio más tarde, Teresa cayó enferma, y su padre la llevó a casa. La joven empezó a reflexionar seriamente sobre la vida religiosa, que le atraía y le repugnaba a la vez. La obra que le permitió llegar a una decisión fue la colección de «Cartas» de San Jerónimo, cuyo fervoroso realismo encontró eco en el alma de Teresa. La joven dijo a su padre que quería hacerse religiosa, pero éste le respondió que tendría que esperar a que él muriese para ingresar en el convento. La santa, temiendo flaquear en su propósito, fue a ocultas a visitar a su amiga íntima, Juana Suárez, que era religiosa en el convento carmelita de la Encarnación, en Ávila, con la intención de no volver, si Juana le aconsejaba quedarse, a pesar de la pena que le causaba contrariar la voluntad de su padre. «Recuerdo ... que, al abandonar mi casa, pensaba que la tortura de la agonía y de la muerte no podía ser peor a la que experimentaba yo en aquel momento ... El amor de Dios no era suficiente para ahogar en mí el amor que profesaba a mi padre y a mis amigos».

La santa determinó quedarse en el convento de la Encarnación. Tenía entonces veinte años. Su padre, al verla tan resuelta, cesó de oponerse a su vocación. Un año más tarde, Teresa hizo la profesión. Poco después, se agravó un mal. que había comenzado a molestarla desde antes de profesar, y su padre la sacó del convento. La hermana Juana Suárez fue a hacer compañía a Teresa, quien se puso en manos de los médicos; desgraciadamente, el tratamiento no hizo sino empeorar la enfermedad, probablemente una fiebre palúdica. Los médicos terminaron por darse por vencidos, y el estado de la enferma se agravó. Teresa consiguió soportar aquella tribulación, gracias a que su tío Pedro, que era muy piadoso, le había regalado un librito del P. Francisco de Osuna, titulado: «El tercer alfabeto espiritual». Teresa siguió las instrucciones de la obrita y empezó a practicar la oración mental, aunque no hizo en ella muchos progresos por falta de un director espiritual experimentado. Finalmente, al cabo de tres años, Teresa recobró la salud.

Su prudencia y caridad, a las que añadía un gran encanto personal, le ganaron la estima de todos los que la rodeaban. Por otra parte, una especie de instinto innato de agradecimiento movía a la joven religiosa a corresponder a todas las amabilidades. Según la reprobable costumbre de los conventos españoles de la época, las religiosas podían recibir a cuantos visitantes querían, y Teresa pasaba gran parte de su tiempo charlando en el recibidor del convento. Eso la llevó a descuidar la oración mental y el demonio contribuyó, al inculcarle la íntima convicción, bajo capa de humildad, de que su vida disipada la hacía indigna de conversar familiarmente con Dios. 


Además, la santa se decía para tranquilizarse, que no había ningún peligro de pecado en hacer lo mismo que tantas otras religiosas mejores que ella y justificaba su descuido de la oración mental, diciéndose que sus enfermedades le impedían meditar. Sin embargo, añade la santa, «el pretexto de mi debilidad corporal no era suficiente para justificar el abandono de un bien tan grande, en el que el amor y la costumbre son más importantes que las fuerzas. En medio de las peores enfermedades puede hacerse la mejor oración, y es un error pensar que sólo se puede orar en la soledad». Poco después de la muerte de su padre, el confesor de Teresa le hizo ver el peligro en que se hallaba su alma y le aconsejó que volviese a la práctica de la oración. La santa no la abandonó jamás, desde entonces. Sin embargo, no se decidía aún a entregarse totalmente a Dios ni a renunciar del todo a las horas que pasaba en el recibidor y al intercambio de regalillos. Es curioso notar que, en todos esos años de indecisión en el servicio de Dios, santa Teresa no se cansaba jamás de oír sermones «por malos que fuesen»; pero el tiempo que empleaba en la oración «se le iba en desear que los minutos pasasen pronto y que la campana anunciase el fin de la meditación, en vez de reflexionar en las cosas santas». Convencida cada vez más de su indignidad, Teresa invocaba con frecuencia a los dos grandes santos penitentes, María Magdalena y Agustín, con quienes están asociados dos hechos que fueron decisivos en la vida de la santa. El primero, fue la lectura de las «Confesiones». El segundo fue un llamamiento a la penitencia que la santa experimentó ante una imagen de la Pasión del Señor: «Sentí que santa María Magdalena acudía en mi ayuda ... y desde entonces he progresado mucho en la vida espiritual».


Una vez que Teresa se retiró de las conversaciones del recibidor y de otras ocasiones de disipación y de faltas (que ella exageraba sin duda), Dios empezó a favorecerla frecuentemente con la oración de quietud y de unión. La oración de unión ocupó un largo período de su vida, con el gozo y el amor que le son característicos, y Dios empezó a visitarla con visiones y comunicaciones interiores. Ello la inquietó, porque había oído hablar con frecuencia de ciertas mujeres a las que el demonio había engañado miserablemente con visiones imaginarias. Aunque estaba persuadida de que sus visiones procedían de Dios, su perplejidad la llevó a consultar el asunto con varias personas; desgraciadamente no todas esas personas guardaron el secreto al que estaban obligadas, y la noticia de las visiones de Teresa empezó a divulgarse para gran confusión suya. Una de las personas a las que consultó Teresa fue Francisco de Salcedo, un hombre casado que era un modelo de virtud. Éste la presentó al doctor Daza, sabio y virtuoso sacerdote, quien dictaminó que Teresa era víctima de los engaños del demonio, ya que era imposible que Dios concediese favores tan extraordinarios a una religiosa tan imperfecta como ella pretendía ser. Teresa quedó alarmada e insatisfecha. Francisco de Salcedo, a quien la propia santa afirma que debía su salvación, la animó en sus momentos de desaliento y le aconsejó que acudiese a uno de los padres de la recién fundada Compañía de Jesús. La santa hizo una confesión general con un jesuita, a quien expuso su manera de orar y los favores que había recibido. El jesuita le aseguró que se trataba de gracias de Dios, pero la exhortó a no descuidar el verdadero fundamento de la vida interior. Aunque el confesor de Teresa estaba convencido de que sus visiones procedían de Dios, le ordenó que tratase de resistir durante dos meses a esas gracias. La resistencia de la santa fue en vano.

Otro jesuita, el P. Baltasar Álvarez, le aconsejó que pidiese a Dios ayuda para hacer siempre lo que fuese más agradable a sus ojos y que, con ese fin, recitase diariamente el «Veni Creator Spiritus». Así lo hizo Teresa. Un día, precisamente cuando repetía el himno, fue arrebatada en éxtasis y oyó en el interior de su alma estas palabras: «No quiero que converses con los hombres sino con los ángeles». La santa, que tuvo en su vida posterior repetidas experiencias de palabras divinas afirma que son más claras y distintas que las humanas; dice también que las primeras son operativas, ya que producen en el alma una fuerte tendencia a la virtud y la dejan llena de gozo y de paz, convencida de la verdad de lo que ha escuchado. En la época en que el P. Álvarez fue su director, Teresa sufrió graves persecuciones, que duraron tres años; además, durante dos años, atravesó por un período de intensa desolación espiritual, aliviado por momentos de luz y consuelo extraordinarios. La santa quería que los favores que Dios le concedía permaneciesen secretos, pero las personas que la rodeaban estaban perfectamente al tanto y, en más de una ocasión, la acusaron de hipocresía y presunción. El P. Álvarez era un hombre bueno y timorato, que no tuvo el valor suficiente para salir en defensa de su dirigida, aunque siguió confesándola. En 1557, san Pedro de Alcántara pasó por Ávila y, naturalmente, fue a visitar a la famosa carmelita. El santo declaró que le parecía evidente que el Espíritu de Dios guiaba a Teresa, pero predijo que las persecuciones y sufrimientos seguirían lloviendo sobre ella. Las pruebas que Dios le enviaba purificaron el alma de la santa, y los favores extraordinarios le enseñaron a ser humilde y fuerte, la despegaron de las cosas del mundo y la encendieron en el deseo de poseer a Dios. En algunos de sus éxtasis, de los que nos dejó la santa una descripción detallada, se elevaba varios palmos sobre el suelo. A este propósito, comenta Teresa: Dios «no parece contentarse con arrebatar el alma a Sí, sino que levanta también este cuerpo mortal, manchado con el barro asqueroso de nuestros pecados». En esos éxtasis se manifestaban la grandeza y bondad de Dios, el exceso de su amor y la dulzura de su servicio en forma sensible, y el alma de Teresa lo comprendía con claridad, aunque era incapaz de expresarlo. El deseo del cielo que dejaban las visiones en su alma era inefable. «Desde entonces, dejé de tener miedo a la muerte, cosa que antes me atormentaba mucho». Las experiencias místicas de la santa llegaron a las alturas de los esponsales espirituales, el matrimonio místico y la transverberación.

Santa Teresa nos dejó el siguiente relato sobre el fenómeno de la transverberación: «Ví a mi lado a un ángel que se hallaba a mi izquierda, en forma humana. Confieso que no estoy acostumbrada a ver tales cosas, excepto en muy raras ocasiones. Aunque con frecuencia me acontece ver a los ángeles, se trata de visiones intelectuales, como las que he referido más arriba ... El ángel era de corta estatura y muy hermoso; su rostro estaba encendido como si fuese uno de los ángeles más altos que son todo fuego. Debía ser uno de los que llamamos querubines ... Llevaba en la mano una larga espada de oro, cuya punta parecía un ascua encendida. Me parecía que por momentos hundía la espada en mi corazón y me traspasaba las entrañas y, cuando sacaba la espada, me parecía que las entrañas se me escapaban con ella y me sentía arder en el más grande amor de Dios. El dolor era tan intenso, que me hacía gemir, pero al mismo tiempo, la dulcedumbre de aquella pena excesiva era tan extraordinaria, que no hubiese yo querido verme libre de ella». El anhelo de Teresa de morir pronto para unirse con Dios, estaba templado por el deseo que la inflamaba de sufrir por su amor. A este propósito escribió: «La única razón que encuentro para vivir, es sufrir, y eso es lo único que pido para mí». Según reveló la autopsia en el cadáver de la santa, había en su corazón la cicatriz de una herida larga y profunda («Estoy convencido de que santa Teresa murió en un trasporte de amor ... En cuanto a la herida de la arteria coronaria ... hay que reconocer que, aunque haya sido causada por el arranque de amor sobrenatural descrito por san Juan de la Cruz, los síntomas de fatiga ... , sobre los que existen varios testimonios, prueban que la santa tenía nn predisposición a la dilatación y la ruptura del miocardio.» Dr. Juan L'hermitte, en Etudes Carmelites, 1936, vol. II, p. 242.). El año siguiente (1560), para corresponder a esa gracia, la santa hizo el voto de hacer siempre lo que le pareciese más perfecto y agradable a Dios. Un voto de esa naturaleza está tan por encima de las fuerzas naturales, que sólo el esforzarse por cumplirlo puede justificarlo. Santa Teresa cumplió perfectamente su voto.

El relato que la santa nos dejó en su «Autobiografía» sobre sus visiones y experiencias espirituales, tiene el tono de la verdad. Es imposible leerlo sin quedar convencido de la sinceridad de su autora, que en todos sus escritos da muestras de una extraordinaria sencillez de estilo y de una preocupación constante por no exagerar los hechos. La Iglesia califica de «celestial» la doctrina de santa Teresa, en la oración del día de su fiesta. Las obras de la «mística Doctora» ponen al descubierto los rincones más recónditos del alma humana. La santa explica con una claridad casi increíble las experiencias más inefables. Y debe hacerse notar que Teresa era una mujer relativamente inculta, que escribió sus experiencias en la común lengua castellana de los habitantes de Ávila, que ella había aprendido «en el regazo de su madre»; una mujer que escribió sin valerse de otros libros, sin haber estudiado previamente las obras místicas y sin tener ganas de escribir, porque ello le impedía dedicarse a hilar; una mujer, en fin, que sometió sin reservas sus escritos al juicio de su confesor y sobre todo, al juicio de la Iglesia. La santa empezó a escribir su autobiografía por mandato de su confesor: «La obediencia se prueha de diferentes maneras». Por otra parte, el mejor comentario de las obras de la santa es la paciencia con que sobrellevó las enfermedades, las acusaciones y los desengaños; la confianza absoluta con que acudía en todas las tormentas y dificultades al Redentor crucificado y el invencible valor que demostró en todas las penas y persecuciones. Los escritos de santa Teresa subrayan sobre todo el espíritu de oración, la manera de practicarlo y los frutos que produce. Como la santa escribió precisamente en la época en que estaba consagrada a la difícil tarea de fundar conventos de carmelitas reformadas, sus obras, prescindiendo de su naturaleza y contenido, dan testimonio de su vigor, industriosidad y capacidad de recogimiento. Santa Teresa escribió el «Camino de Perfección» para dirigir a sus religiosas, y el libro de las «Fundaciones» para edificarlas y alentarlas. En cuanto al «Castillo Interior», puede considerarse que lo escribió para la instrucción de todos los cristianos, y en esa obra se muestra la santa como verdadera doctora de la vida espiritual.

Las carmelitas, como la mayoría de las religiosas, habían decaído mucho del primer fervor, a principios del siglo XVI. Ya hemos visto que los recibidores de los conventos de Ávila eran una especie de centro de reunión de las damas y caballeros de la ciudad. Por otra parte, las religiosas podían salir de la clausura con el menor pretexto, de suerte que el convento era el sitio ideal para quien deseaba una vida fácil y sin problemas. Las comunidades eran sumamente numerosas, lo cual era a la vez causa y efecto de la relajación. Por ejemplo, en el convento de Ávila había 140 religiosas. Santa Teresa comentaba más tarde: «La experiencia me ha enseñado lo que es una casa llena de mujeres. ¡Dios nos guarde de ese mal!» Ya que tal estado de cosas se aceptaba como normal, las religiosas no caían generalmente en la cuenta de que su modo de vida se apartaba mucho del espíritu de sus fundadores. Así, cuando una sobrina de santa Teresa, que era también religiosa en el convento de la Encarnación de Ávila, le sugirió la idea de fundar una comunidad reducida, la santa la consideró como una especie de revelación del cielo, no como una idea ordinaria. Teresa, que llevaba ya veinticinco años en el convento, resolvió poner en práctica la idea y fundar un convento reformado. Doña Guiomar de Ulloa, que era una viuda muy rica, le ofreció ayuda generosa para la empresa. San Pedro de Alcántara, san Luis Beltrán y el obispo de Ávila, aprobaron el proyecto, y el P. Gregorio Fernández, provincial de las carmelitas, autorizó a Teresa a ponerlo en práctica. Sin embargo, el revuelo que provocó la ejecución del proyecto, obligó al provincial a retirar el permiso y santa Teresa fue objeto de las críticas de sus propias hermanas, de los nobles, de los magistrados y de todo el pueblo. A pesar de eso, el P. Ibáñez, dominico, alentó a la santa a proseguir la empresa con la ayuda de Doña Guiomar. Doña Juana de Ahumada, hermana de santa Teresa, emprendió con su esposo la construcción de un convento en Ávila en 1561, pero haciendo creer a todos que se trataba de una casa en la que pensaban habitar. En el curso de la construcción, una pared del futuro convento se derrumbó y cubrió bajo los escombros al pequeño Gonzalo, hijo de doña Juana, que se hallaba allí jugando. Santa Teresa tomó en brazos al niño, que no daba ya señales de vida, y se puso en oración; algunos minutos más tarde, el niño estaba perfectamente sano, según consta en el proceso de canonización. En lo sucesivo, Gonzalo solía repetir a su tía que estaba obligada a pedir por su salvación, puesto que a sus oraciones debía el verse privado del cielo.

Por entonces, llegó de Roma un breve que autorizaba la fundación del nuevo convento. San Pedro de Alcántara, don Francisco de Salcedo y el Dr. Daza, consiguieron ganar al obispo a la causa, y la nueva casa se inauguró bajo sus auspicios el día de San Bartolomé de 1562. Durante la misa que se celebró en la capilla con tal ocasión, tornaron el velo la sobrina de la santa y otras tres novicias. La inauguración causó gran revuelo en Ávila. Esa misma tarde, la superiora del convento de la Encarnación mandó llamar a Teresa y la santa acudió con cierto temor, «pensando que iban a encarcelarme». Naturalmente tuvo que explicar su conducta a su superiora y al P. Ángel de Salazar, provincial de la orden. Aunque la santa reconoce que no faltaba razón a sus superiores para estar disgustados, el P. Salazar le prometió que podría retornar al convento de San José en cuanto se calmase la excitación del pueblo. La fundación no era bien vista en Ávila, porque las gentes desconfiaban de las novedades y temían que un convento sin fondos suficientes se convirtiese en una carga demasiado pesada para la ciudad. El alcalde y los magistrados hubiesen acabado por mandar demoler el convento, si no los hubiese disuadido de ello el dominico Báñez. Por su parte, Santa Teresa no perdió la paz en medio de las persecuciones y siguió encomendando a Dios el asunto; el Señor se le apareció y la reconfortó. Entre tanto, Francisco de Salcedo y otros partidarios de la fundación enviaron a la corte a un sacerdote para que defendiese la causa ante el rey, y los dos dominicos, Báñez e Ibáñez, calmaron al obispo y al provincial. Poco a poco fue desvaneciéndose la tempestad y, cuatro meses más tarde, el P. Salazar dio permiso a santa Teresa de volver al convento de San José, con otras cuatro religiosas de la Encarnación. La santa estableció la más estricta clausura y el silencio casi perpetuo. El convento carecía de rentas y reinaba en él la mayor pobreza; las religiosas vestían toscos hábitos, usaban sandalias en vez de zapatos (por ello se les llamó «descalzas») y estaban obligadas a la perpetua abstinencia de carne. Santa Teresa no admitió al principio más que a trece religiosas, pero más tarde, en los conventos que no vivían sólo de limosnas sino que poseían rentas, aceptó que hubiese veintiuna. En 1567, el superior general de los carmelitas, Juan Bautista Rubio (Bossi), visitó el convento de Ávila y quedó encantado de la superiora y de su sabio gobierno; concedió a santa Teresa plenos poderes para fundar otros conventos del mismo tipo (a pesar de que el de San José había sido fundado sin que él lo supiese) y aun la autorizó a fundar dos conventos de frailes reformados («carmelitas contemplativos»), en Castilla. Santa Teresa pasó cinco años con sus trece religiosas en el convento de San José, precediendo a sus hijas no sólo en la oración, sino también en los trabajos humildes, como la limpieza de la casa y el hilado. Acerca de esa época escribió: «Creo que fueron los años más tranquilos y apacibles de mi vida, pues disfruté entonces de la paz que tanto había deseado mi alma ... Su Divina Majestad nos enviaba lo necesario para vivir sin que tuviésemos necesidad de pedirlo, y en las raras ocasiones en que nos veíamos en necesidad, el gozo de nuestras almas era todavía mayor».

La santa no se contenta con generalidades, sino que desciende a ejemplos menudos, como el de la religiosa que plantó horizontalmente un pepino por obediencia y la cañería que llevó al convento el agua de un pozo que, según los plomeros, era demasiado bajo. En agosto de 1567, santa Teresa se trasladó a Medina del Campo, donde fundó el segundo convento, a pesar de las múltiples dificultades que surgieron. La condesa de la Cerda quería que fundase otro convento en Malagón, y Santa Teresa le hizo en Madrid una visita que ella misma califica de «muy aburrida». Una vez que dejó establecido el convento de Malagón, fue a fundar otro en Valladolid. La siguiente fundación tuvo lugar en Toledo; fue esa empresa especialmente difícil, porque la santa sólo tenía cinco ducados al comenzar; pero, según escribía, «Teresa y cinco ducados no son nada; pero Dios, Teresa y cinco ducados bastan y sobran». Una joven de Toledo, que gozaba de gran fama de virtud, pidió ser admitida en el convento y dijo a la fundadora que traería consigo su Biblia. Teresa exclamó: «¿Vuestra Biblia? ¡Dios nos guarde! No entréis en nuestro convento, porque nosotras somos unas pobres mujeres que sólo sabemos hilar y hacer lo que se nos dice».

La santa había encontrado en Medina del Campo a dos frailes carmelitas que estaban dispuestos a abrazar la reforma: uno era Antonio de Jesús de Heredia, superior del convento de dicha ciudad y el otro, Juan de Yepes, más conocido con el nombre de san Juan de la Cruz. Aprovechando la primera oportunidad que se le ofreció, santa Teresa fundó un convento de frailes en el pueblecito de Duruelo en 1568; a éste siguió, en 1569, el convento de Pastrana. En ambos reinaba la mayor pobreza y austeridad. Santa Teresa dejó el resto de las fundaciones de conventos de frailes a cargo de san Juan de la Cruz. La santa fundó también en Pastrana un convento de carmelitas descalzas. Cuando murió Don Ruy Gómez de Silva, quien había ayudado a Teresa en la fundación de los conventos de Pastrana, su mujer quiso hacerse carmelita, pero exigiendo numerosas dispensas de la regla y conservando el tren de vida de una princesa. Teresa, viendo que era imposible reducirla a la humildad propia de su profesión, ordenó a sus religiosas que se trasladasen a Segovia y dejasen a la princesa su casa de Pastrana. En 1570 la santa, con otra religiosa, tomó posesión en Salamanca de una casa que hasta entonces había estado ocupada por ciertos estudiantes «que se preocupaban muy poco de la limpieza». Era un edificio grande, complicado y ruinoso, de suerte que al caer la noche la compañera de la santa empezó a ponerse muy nerviosa. Cuando se hallaban ya acostadas en sendos montones de paja («lo primero que llevaba yo a un nuevo monasterio era un poco de paja para que nos sirviese de lecho»), Teresa preguntó a su compañera en qué pensaba. La religiosa respondió: «Estaba yo pensando qué haría su reverencia si muriese yo en este momento y su reverencia quedase sola con un cadáver». La santa confiesa que la idea la sobresaltó, porque, aunque no tenía miedo de los cadáveres, la vista de ellos le producía siempre «un dolor en el corazón». Sin embargo, respondió simplemente: «Cuando eso suceda, ya tendré tiempo de pensar lo que haré, por eI momento lo mejor es dormir». En julio de ese año, mientras se hallaba haciendo oración, tuvo una visión del martirio de los beatos jesuitas Juan Acevedo y sus compañeros, entre los que se contaba su pariente Francisco Pérez Godoy. La visión fue tan clara, que Teresa tenía la impresión de haber presenciado directamente la escena, e inmediatamente la describió detalladamente al P. Álvarez, quien un mes más tarde, cuando las nuevas del martirio llegaron a España, pudo comprobar la exactitud de la visión de la santa.

Por entonces, san Pío V nombró a varios visitadores apostólicos para que hiciesen una investigación sobre la relajación de las diversas órdenes religiosas, con miras a la reforma. El visitador de los carmelitas de Castilla fue un dominico muy conocido, el P. Pedro Fernández. Naturalmente, el efecto que le produjo el convento de la Encarnación de Ávila fue muy malo, e inmediatamente mandó llamar a santa Teresa para nombrarla superiora del mismo. La tarea era particularmente desagradable para la santa, tanto porque tenía que separarse de sus hijas, como por la dificultad de dirigir una comunidad que, desde el principio, había visto con recelo sus actividades de reformadora. Al principio, las religiosas se negaron a obedecer a la nueva superiora, cuya sola presencia producía ataques de histeria en algunas. La santa comenzó por explicarles que su misión no consistía en instruirlas y guiarlas con el látigo en la mano, sino en servirlas y aprender de ellas: «Madres y hermanas mías, el Señor me ha enviado aquí por la voz de la obediencia a desempeñar un oficio en el que yo jamás había pensado y para el que me siento muy mal preparada ... Mi única intención es serviros ... No temáis mi gobierno. Aunque he vivido largo tiempo entre las carmelitas descalzas y he sido su superiora, sé también, por la misericordia del Señor, cómo gobernar a las carmelitas calzadas». De esta manera se ganó la simpatía y el afecto de la comunidad y le fue menos difícil restablecer la disciplina entre las carmelitas calzadas, de acuerdo con sus constituciones. Poco a poco prohibió completamente las visitas demasiado frecuentes (lo cual molestó mucho a ciertos caballeros de Ávila), puso en orden las finanzas del convento e introdujo el verdadero espíritu del claustro. En resumen, fue aquella una realización característicamente teresiana. En Veas, a donde había ido a fundar un convento, la santa conoció al P. Jerónimo Gracián, quien la convenció fácilmente para que extendiese su campo de acción hasta Sevilla. El P. Gracián era un fraile de la reforma carmelita que acababa precisamente de predicar la cuaresma en Sevilla. Fuera de la fundación del convento de San José de Ávila, ninguna otra fue más difícil que la del de Sevilla; entre otras dificultades una novicia que había sido despedida, denunció a las carmelitas descalzas ante la Inquisición como «iluminadas» y otras cosas peores.

Los carmelitas de Italia veían con malos ojos el progreso de la reforma en España, lo mismo que los carmelitas no reformados de España, pues comprendían que un día u otro se verían obligados a reformarse. El P. Rubio, superior general de la Orden, quien hasta entonces había favorecido a santa Teresa, se pasó al lado de sus enemigos y reunió en Plasencia un capítulo general que aprobó una serie de decretos contra la reforma. El nuevo nuncio apostólico, Felipe de Sega, destituyó al P. Gracián de su cargo de visitador de los carmelitas descalzos y encarceló a san Juan de la Cruz en un monasterio; por otra parte, ordenó a santa Teresa que se retirase al convento que ella eligiera y que se abstuviese de fundar otros nuevos. La santa, al mismo tiempo que encomendaba el asunto a Dios, decidió valerse de los amigos que tenía en el mundo y consiguió que el propio Felipe II interviniese en su favor. En efecto, el monarca convocó al nuncio y le reprendió severamente por haberse opuesto a la reforma del Carmelo; además, en 1580, obtuvo de Roma una orden que eximía a los carmelitas descalzos de la jurisdicción del provincial de los calzados. El P. Gracián fue elegido provincial de los carmelitas descalzos. «Esa separación fue uno de los mayores gozos y consolaciones de mi vida, pues en aquellos veinticinco años nuestra orden había sufrido más persecuciones y pruebas de las que yo podría escribir en un libro. Ahora estábamos por fin en paz, calzados y descalzos, y nada iba a distraernos del servicio de Dios».


Indudablemente santa Teresa era una mujer excepcionalmente dotada. Su bondad natural, su ternura de corazón y su imaginación chispeante de gracia, equilibradas por una extraordinaria madurez de juicio y una profunda intuición psicológica, le ganaban generalmente el cariño y el respeto de todos. Razón tenía el poeta Crashaw al referirse a santa Teresa bajo los símbolos aparentemente opuestos de «el águila» y «la paloma». Cuando le parecía necesario, la santa sabía hacer frente a las más altas autoridades civiles o eclesiásticas, y los ataques del mundo no le hacían doblar la cabeza. Las palabras que dirigió al P. Salazar: «Guardaos de oponeros al Espíritu Santo», no fueron un reto de histérica; y no fue un abuso de autoridad lo que la movió a tratar con dureza implacable a una superiora que se había incapacitado a fuerza de hacer penitencia. Pero el águila no mataba a la paloma, como puede verse por la carta que escribió a un sobrino suyo que llevaba una vida alegre y disipada: «Bendito sea Dios porque os ha guiado en la elección de una mujer tan buena y ha hecho que os caséis pronto, pues habíais empezado a disiparos desde tan joven, que temíamos mucho por vos. Esto os mostrará el amor que os profeso». La santa tomó a su cargo a la hija ilegítima y a la hermana del joven, la cual tenía entonces siete años: «Las religiosas deberíamos tener siempre con nosotras a una niña de esa edad». El ingenio y la franqueza de Teresa jamás sobrepasaban la medida, ni siquiera cuando los empleaba como un arma. En cierta ocasión en que un caballero indiscreto alabó la belleza de su pies descalzos, Teresa se echó a reír y le dijo que los mirase bien porque jamás volvería a verlos. Los famosos dichos «Bien sabéis lo que es una comunidad de mujeres» e «Hijas mías, estas son tonterías de mujeres», prueban el realismo con que la santa consideraba a sus súbditas. Criticando un escrito de su buen amigo Francisco de Salcedo, Teresa le escribía: «El señor Salcedo repite constantemente: `Como dice San Pablo', `Como dice el Espíritu Santo', y termina declarando que su obra es una serie de necedades. Me parece que voy a denunciarle a la Inquisición». La intuición de santa Teresa se manifestaba sobre todo en la elección de las novicias de las nuevas fundaciones. Lo primero que exigía, aun antes que la piedad, era que fuesen inteligentes, es decir, equilibradas y maduras, porque sabía que es más fácil adquirir la piedad que la madurez de juicio. «Una persona inteligente es sencilla y sumisa, porque ve sus faltas y comprende que tiene necesidad de un guía. Una persona tonta y estrecha es incapaz de ver sus faltas, aunque se las pongan delante de los ojos; y como está satisfecha de sí misma, jamás se mejora». «Aunque el Señor diese a esta joven los dones de la devoción y la contemplación, jamás llegará a ser inteligente, de suerte que será siempre una carga para la comunidad. ¡Que Dios nos guarde de las monjas tontas!» Imposible ser más realista que santa Teresa.

En 1580, cuando se llevó a cabo la separación de las dos ramas del Carmelo, santa Teresa tenía ya sesenta y cinco años y su salud estaba muy debilitada. En los dos últimos años de su vida fundó otros dos conventos, lo cual hacía un total de diecisiete. Las fundaciones de la santa no eran simplemente un refugio de las almas contemplativas, sino también una especie de reparación ds los destrozos llevados a cabo en los monasterios por el protestantismo, principalmente en Inglaterra y Alemania. Dios tenía reservada para los últimos años de vida de su sierva, la prueba cruel de que interviniera en el proceso legal del testamento de su hermano Lorenzo, cuya hija era superiora en el convento de Valladolid. Como uno de los abogados tratase con rudeza a la santa, ésta replicó: «Quiera Dios trataros con la cortesía con que vos me tratáis a mí». Sin embargo, Teresa se quedó sin palabra cuando su sobrina, que hasta entonces había sido una excelente religiosa, la puso a la puerta del convento de Valladolid, que ella misma había fundado. Poco después, la santa escribía a la madre María de San José: «Os suplico, a vos y a vuestras religiosas, que no pidáis a Dios que me alargue la vida. Al contrario, pedidle que me lleve pronto al eterno descanso, pues ya no puedo seros de ninguna utilidad». En la fundación del convento de Burgos, que fue la última, las dificultades no escasearon. En julio de 1582, cuando el convento estaba ya en marcha, santa Teresa tenía la intención de retornar a Ávila, pero se vio obligada a modificar sus planes para ir a Alba de Tormes a visitar a la duquesa María Henríquez. La beata Ana de San Bartolomé refiere que el viaje no estuvo bien proyectado y que santa Teresa se hallaba ya tan débil, que se desmayó en el camino. Una noche sólo pudieron comer unos cuantos higos. Al llegar a Alba de Tormes, la santa tuvo que acostarse inmediatamente. Tres días más tarde, dijo a la beata Ana: «Por fin, hija mía, ha llegado la hora de mi muerte». El P. Antonio de Heredia le dio los últimos sacramentos y le preguntó dónde quería que la sepultasen. Teresa replicó sencillamente: «¿Tengo que decidirlo yo? ¿Me van a negar aquí un agujero para mi cuerpo?» Cuando el P. de Heredia le llevó el viático, la santa consiguió erguirse en el lecho, y exclamó: «¡Oh, Señor, por fin ha llegado la hora de vernos cara a cara!» Santa Teresa de Jesús, visiblemente trasportada por lo que el Señor le mostraba, murió en brazos de la beata Ana a las 9 de la noche del 4 de octubre de 1582. Precisamente al día siguiente, entró en vigor la reforma gregoriana del calendario, que suprimió diez días, de suerte que la fiesta de la santa fue fijada, más tarde, el 15 de octubre. Teresa fue sepultada en Alba de Tormes, donde reposan todavía sus reliquias. Su canonización tuvo lugar en 1622, y en 1970, como ya dijimos, fue proclamada Doctora de la Iglesia.



ORACIÓN.




Oh, Santa Teresa, Virgen seráfica, querida esposa de Tu Señor Crucificado, tú, quien en la tierra ardió con un amor tan intenso hacia tu Dios y mi Dios, y ahora iluminas como una llama resplandeciente en el paraíso, obtén para mi también, te lo ruego, un destello de ese mismo fuego ardiente y santo que me ayude a olvidar el mundo, las cosas creadas, aún a mí mismo, porque tu ardiente deseo era verle adorado por todos los hombres.Concédeme que todos mis pensamientos, deseos y afectos sean dirigidos siempre a hacer la voluntad de Dios, la Bondad suprema, aun estando en gozo o en dolor, porque Él es digno de ser amado y obedecido por siempre. Obtén para mí esta gracia, tú que eres tan poderosa con Dios: que yo me llene de fuego, como tú, con el santo amor de Dios. Amén. (Oración a Santa Teresa de Jesús de San Alfonso María de Ligori



Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI