domingo, 27 de marzo de 2022

«Padre, pequé contra el cielo y ante ti» (Evangelio Dominical)

 

 

Hoy, domingo Laetare (“Alegraos”), cuarto de Cuaresma, escuchamos nuevamente este fragmento entrañable del Evangelio según san Lucas, en el que Jesús justifica su práctica inaudita de perdonar los pecados y recuperar a los hombres para Dios.

Siempre me he preguntado si la mayoría de la gente entendía bien la expresión “el hijo pródigo” con la cual se designa esta parábola. Yo creo que deberíamos rebautizarla con el nombre de la parábola del “Padre prodigioso”.

Efectivamente, el Padre de la parábola —que se conmueve viendo que vuelve aquel hijo perdido por el pecado— es un icono del Padre del Cielo reflejado en el rostro de Cristo: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15,20). Jesús nos da a entender claramente que todo hombre, incluso el más pecador, es para Dios una realidad muy importante que no quiere perder de ninguna manera; y que Él siempre está dispuesto a concedernos con gozo inefable su perdón (hasta el punto de no ahorrar la vida de su Hijo).





Este domingo tiene un matiz de serena alegría y, por eso, es designado como el domingo “alegraos”, palabra presente en la antífona de entrada de la Misa de hoy: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría». Dios se ha compadecido del hombre perdido y extraviado, y le ha manifestado en Jesucristo —muerto y resucitado— su misericordia.

San Juan Pablo II decía en su encíclica Dives in misericordia que el amor de Dios, en una historia herida por el pecado, se ha convertido en misericordia, compasión. La Pasión de Jesús es la medida de esta misericordia. Así entenderemos que la alegría más grande que damos a Dios es dejarnos perdonar presentando a su misericordia nuestra miseria, nuestro pecado. A las puertas de la Pascua acudimos de buen grado al sacramento de la penitencia, a la fuente de la divina misericordia: daremos a Dios una gran alegría, quedaremos llenos de paz y seremos más misericordiosos con los otros. ¡Nunca es tarde para levantarnos y volver al Padre que nos ama!

 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (15, 1-3.11-32):

 



En aquel tiempo, solían acercaron a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
- «Ese acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola:
- «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna."
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo,se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
"Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. "
Se levantó y vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, "
Pero el padre dijo a sus criados:
"Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
"Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."
El se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
"Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado."
El padre le dijo:
"Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado"».

Palabra del Señor

 

 

COMENTARIO

 

     

 

Las lecturas de este Cuarto Domingo de Cuaresma siguen teniendo como tema la conversión, idea central de toda la Cuaresma.  El Evangelio nos trae la muy favorita parábola del Hijo Pródigo.

 

La Primera Lectura del Libro de Josué (Jos 5, 9-12) nos presenta la celebración de la primera Pascua de los hebreos, acabando de llegar a la Tierra Prometida, despues del recorrido de 40 años por el desierto.  “Todo lo viejo ha pasado.  Ya todo es nuevo” (2Cor 5, 17-21), nos dice San Pablo en la Segunda Lectura.   En efecto, atrás quedó la purificación de los años en el desierto y el maná como alimento diario.  Dios ha perdonado las infidelidades de su pueblo y les ha dado un suelo del que comerán frutos sacados de la tierra.

 

En el Evangelio, también “lo viejo pasa y ya todo es nuevo” al regresar el hijo pródigo a la casa del padre y al ser perdonado por ese padre terrenal de esta bella historia, con el cual Jesús trata de describirnos cómo es Su Padre, nuestro Padre, Dios.

 

Pero... ¡cuántas veces no nos hemos escapado de Dios, huído de Él ... y hasta hecho como el hijo pródigo, el cual tuvo la osadía de pedir su herencia antes de irse de la casa de su padre!  ¡Y qué lección tan bella nos ha dejado Jesús en su Evangelio con esa historia del hijo pródigo para explicarnos cómo es con nosotros nuestro Padre, Papá Dios! (Lc 15, 1-3 y 11-32).

 


Esa parábola, junto con la de la oveja perdida, nos hablan sobre el Amor y la Misericordia de Dios.  La del hijo pródigo tal vez sea una de las parábolas más conocidas del Evangelio.  El hijo que gastó toda una herencia.  Herencia que –por cierto- ni siquiera le correspondía.   Es la historia de cada uno de nosotros cuando hemos desperdiciado las gracias que Dios nuestro Padre nos ha dado, y que ni siquiera merecemos.

 

El hijo, lleno de egocentrismo, de deseos de libertad, sin pedir opinión -mucho menos permiso- y sin importarle cómo se sentiría su padre, se va de la casa con el mayor desparpajo.  Y ya sabemos la historia.  Tenía que sucederle lo que le sucedió: despilfarró todo y llegó a la indigencia total.  Tan grave era su necesidad que quiso comer de la comida de los cerdos, pero no lo dejaban.  No le quedó más remedio que regresar a casa.

 

¡Cuántas veces no hemos hecho nosotros lo mismo con nuestro Padre Dios!

 

Nos hemos ido de su lado, en busca de independencia, sin contar con lo que son sus deseos e instrucciones.  Deseos e instrucciones que son para nuestro bien.  Pero, deseos e instrucciones que solemos pensar son para limitarnos, molestarnos o causarnos inconveni- entes.

 

Peor aún es nuestra falta de agradecimiento para con Dios.  Y nuestra falta de consideración.  ¡Todo los que nos ha dado y nos sigue dando en gracias! Y ¡cómo las despilfarramos!  Además, ¿hemos pensado alguna vez cómo se ha sentido nuestro Padre con nuestra huída de casa?

 

Y no nos digamos -para aplacar nuestra conciencia o para jugar a ser teólogos- que Dios no siente.  No sentirá como nosotros, pero -de hecho- es el mismo Jesús, Dios Hijo, Quien nos cuenta esta historia -inventada por Él para enseñarnos cómo es Su Padre, nuestro Padre.  Y dentro de esa historia inventada y contada por Jesús, Él nos da a conocer algunos detalles del corazón paterno de Dios, entre éstos, el dolor del padre y la nostalgia por la falta de su hijo.

 

 


 

Regresa el hijo a casa y -la verdad sea dicha- que no regresa por amor, sino por pura necesidad.  Y aquí nos da Jesús la escena más conmovedora:  “Estaba todavía lejos cuando el padre lo vio y se enterneció profundamente.  Corrió hacia él y, echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos.”   ¡Cuántas veces no se habría asomado el padre triste al camino para ver si por acaso al hijo se le ocurría regresar!

 

¡Cuántas veces no se asoma nuestro Padre Dios y nos ve descarriados por los caminos de nuestra indiferencia para con Él, de nuestras preferencias por todo lo que nos aleja más de la casa y, triste, se vuelve para otearnos desde lejos en algún otro momento!  (Es lenguaje figurado, pues Dios conoce hasta nuestros más insignificantes movimientos y nuestros más íntimos pensamientos.  Podríamos decir que nos tiene “en pantalla” constantemente).

 

Y lo que esperaba de su padre el hijo que regresa, no sucede.  El hijo temía el rechazo de parte de su padre.  Pero no.  ¡No recibe lo que merece su culpa!  No hay reprensión, ni el más mínimo reclamo:  sólo amor, perdón y ternura.  Lo mismo pasa cuando nosotros, cual “hijos pródigos”, nos levantamos de nuestro error, de nuestras andanzas lejos de casa y decidimos regresar.

 

Por eso hemos cantado en el responsorio del Salmo: Haz la prueba y verás ¡qué bueno es el Señor!

 

¿Qué sucede, entonces, si arrepentidos, pedimos perdón a Dios en el Sacramento de la Confesión?  Dios nos perdona, y nos perdona de tal manera, que ni siquiera nos reclama, ni nos pone a pagar lo que despilfarramos.  Sin tomar en cuenta nada, nos invita a comenzar de nuevo.

 

Todo es amor y ternura para con el hijo que vuelve.  Ropas nuevas que se nos dan con la absolución de nuestras culpas en la Confesión. 
Y celebraciones y fiesta, “porque este hermano tuyo estaba muerto (muerto por el pecado) y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”.

 

 


 

Por cierto San Pablo en la Segunda Lectura (2 Cor 5, 17-21) nos habla del “ministerio de la reconciliación”, clara alusión al Sacramento de la Confesión.  En efecto, el Catecismo de la Iglesia Católica así lo ve, y al referir esta cita de San Pablo, (CIC #1442) nos dice que Cristo “confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico (Obispos y Sacerdotes), que está encargado del ‘ministerio de la reconciliación’ (de que nos habla San Pablo).  El Apóstol es enviado ‘en nombre de Cristo’ y ‘es Dios mismo’ quien, a través de él, exhorta y suplica: ‘Déjense reconciliar con Dios’”.

 

Y termina San Pablo su súplica a todos nosotros de arrepentimiento y confesión de esta manera: “Les suplicamos que no hagan inútil la gracia de Dios que han recibido... Este es el momento favorable, éste es el día de salvación” (2 Cor 5, 1-2).  La Cuaresma es tiempo propicio para convertirnos y “volvernos justos y santos”, como también nos pide San Pablo en esta lectura (2 Cor 5, 21).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org


domingo, 20 de marzo de 2022

«Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (Evangelio Dominical)

 




Hoy, tercer domingo de Cuaresma, la lectura evangélica contiene una llamada de Jesús a la penitencia y a la conversión. O, más bien, una exigencia de cambiar de vida.

“Convertirse” significa, en el lenguaje del Evangelio, mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el Evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, san Juan Bautista resumía su predicación con la misma expresión: «Predicaba un bautismo de conversión» (Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se resume con estas palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).

Esta lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la primera parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada), contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro modo!: lamentamos las dos desgracias —entonces sentidas y lloradas— pero Jesucristo, muy seriamente, nos dice a todos: —Si no cambiáis de vida, «todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,5).





Esto nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad del compromiso cristiano. Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la posibilidad de una muerte, no en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la eterna perdición. Las dos muertes de nuestro texto no son más que figuras de otra muerte, sin comparación con la primera.

Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta. Ninguno queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El “viñador”, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida! Éste es el mensaje de la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos —san Ignacio, por ejemplo, aunque tarde en su vida— por gracia de Dios cambian y nos animan a cambiar.


 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (13,1-9):



En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?" Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas".»

Palabra del Señor

 

 

 

 

COMENTARIO


 

 

El tema de la Liturgia de este Domingo es la llamada a la conversión, tan propia de este tiempo de Cuaresma.

 

En la Primera Lectura (Ex 3, 1-15) vemos el relato del llamado de Dios a Moisés para preparar la salida de Egipto del pueblo de Israel y guiarlo a través del desierto a la Tierra Prometida.

 

Destacan en esta lectura del Libro del Éxodo, entre otras cosas, la identificación de Dios como “Yo-soy “.

 

¿Qué significado tiene este misterioso nombre?  Esta revelación de Dios a Moisés -y a nosotros- nos informa sobre la naturaleza y la esencia misma de Dios.  Nos dice que Dios existe por Sí mismo y existe desde toda la eternidad.  Dios siempre fue, Dios es y Dios siempre será.  Dios no depende de nada ni de nadie, y todos los demás seres deben su existencia a Él y dependen de Él.

 

Esto se llama en Teología “aseidad”, es decir, aquel atributo en virtud del cual Dios existe por Sí mismo y subsiste por Sí mismo y no por otro.   Dios es la “Causa Primera” de todos los demás seres, y Él no tiene causa.  Todos los demás seres proceden de otro; Dios no.  Dios se basta a Sí mismo.

 

La “aseidad” es la fuente de todas las demás perfecciones de Dios.  Entre otras cualidades, Dios es el Ser que subsiste por Sí mismo y que no tiene límites.

 

Es dogma de fe, entonces, que Dios es el “Ser increado”; mientras nosotros somos creados.  Es, además, el “primer Ser”, de donde derivan su existencia todos los demás.  Es, también, el “Ser independiente”, que de nadie depende, mientras nosotros dependemos de Él.  Es el “Ser necesario”, cuya no-existencia es imposible, mientras que nuestra existencia no es necesaria.



Y el significado que esto tiene para nosotros es evidente.  Pero nos comportamos como si fuera todo al revés, como si pudiéramos vivir a espaldas de Dios.  Nos creemos ¡tan grandes! ¡tan poderosos! y ¡tan independientes!  Y ¿qué es lo que somos?  Creaturas dependientes, innecesarias, pequeñísimas y limitadas.  Gran lección de humildad meditar sobre los atributos divinos contenidos en esa misteriosa frase: “Yo soy”.

 

Además, el pensar en que Dios se identifica como “Yo soy” nos mueve también a tener más confianza en Él, sobre todo en el sentido de vivir el presente, sin angustiarnos por el futuro y sin estar afectados por el pasado.

 

Cuando pensamos en el pasado, con sus errores y en lo que pudo ser y no fue, no estamos en Dios, pues Él no se identificó como “Yo era”.  Cuando pensamos en el futuro con sus angustias e incertidumbres, no estamos en Dios, pues Él no se identificó como “Yo seré”.  Cuando vivimos en el presente, dejando a Dios la carga del pasado y las preocupaciones del futuro, sí estamos en Él, pues Él se identificó como “Yo soy”.

 

Dios, entonces, prepara la salida de su pueblo de la opresión de los egipcios para hacerles atravesar el desierto durante 40 años antes de llegar a la Tierra Prometida.  Y ese recorrido por el desierto tiene como fin ir purificando sus costumbres, ir domando su rebeldía, ir desapegando su corazón de los ídolos y de los bienes terrenos.

 

A fin de cuentas, el paso por el desierto no sólo fue para llevar al pueblo de Dios a la Tierra Prometida, sino para enseñarlo a depender solamente de Él.

 

De allí que el paso por el desierto tenga para nosotros también un sentido de conversión, porque si bien Dios nos ama como somos, nos ama demasiado para dejarnos así.  Por eso nos llama a la conversión, especialmente en este tiempo de Cuaresma, y nos hace pasar por las vicisitudes del desierto.

 


Para nosotros el paso por el desierto es una ruta de desapego, de cambio, de conversión profunda, para llegar a la total dependencia de Dios, a la total dependencia de Quien se identificó como “Yo soy”, el Ser Supremo, independiente, infinito, de quien dependemos totalmente... aunque a veces hayamos creído lo contrario.

 

Nos portamos igual que el pueblo de Israel en el desierto, el cual nunca se decidió a una total entrega a Yavé, sino que tuvo sus vaivenes entre la obediencia a la Voluntad Divina y el reto a Dios, entre la confianza en la Providencia Divina y el reclamo a Dios, entre la fidelidad a Dios y la idolatría ...

 

La historia del pueblo de Israel en el desierto es muy parecida a nuestra propia historia personal.

 

Por eso San Pablo en la Segunda Lectura (1 Cor 10, 1-12), refiriendo los favores inmensos que Dios dio a los hebreos en el desierto, nos advierte contra una seguridad un tanto atrevida que solemos tener por el hecho de pertenecer al “nuevo” pueblo de Israel que es la Iglesia de Cristo.

 

Esa pertenencia a la Iglesia Católica, pertenencia que comienza con nuestro Bautismo y que continúa con los demás Sacramentos, no es garantía de salvación.  No basta esa pertenencia “oficial” a la Iglesia, sino que debemos intentar comportarnos de manera diferente a los israelitas en el desierto.

 

Dice San Pablo que todos esos israelitas recibieron las mismas gracias: cruzaron el Mar Rojo, comieron el Maná, bebieron del agua de la Roca, etc.  Pero, sin embargo “la mayoría de ellos desagradaron a Dios y murieron en el desierto”.

 

¿Y nosotros?  ¿Cómo nos comportamos?  ¿No reclamamos a Dios como ellos?  ¿No retamos a Dios como ellos?  ¿No nos vamos tras ídolos que nos inventamos para sustituir a Dios, tal como ellos hicieron?  A lo mejor nuestros ídolos no son “becerros de oro”, pero son ídolos porque son sustitutos de Dios: el dinero, el poder, el racionalismo, el sexo, nosotros mismos, etc.

 


San Pablo es claro: “Todas estas cosas les sucedieron a nuestros antepasados como un ejemplo para nosotros y fueron puestas en las Escrituras como advertencia para los que vivimos los últimos tiempos”.

 

Y nadie puede sentirse seguro.  Ni posición en la Iglesia, ni función dentro del pueblo de Dios, ni servicios prestados, ni la propia santidad, son prendas seguras de salvación, pues San Pablo agrega: “El que crea estar firme, tenga cuidado de no caer”.   El que se crea seguro, ¡cuidado!  ¡Ojo!, no caiga.

 

Así como San Pablo cataloga de “advertencias” las cosas que sucedieron en el desierto, el Señor nos trae otras “advertencias” en el Evangelio de hoy (Lc 13, 1-9).   Y ¿qué son esas “advertencias”?  Son llamados de Dios a la conversión.

 

La verdad es que Dios puede llamarnos a la conversión de muchas maneras.  Una de ellas es en forma de contrariedades que se nos pueden presentar en nuestro camino o de obstáculos que podemos encontrar o de desgracias que pueden ocurrirnos.

 

Sin embargo, tenemos la tendencia a catalogar este tipo de inconvenientes como castigos de Dios.  Pero no es así.  Los que llamamos “castigos”, vistos desde la perspectiva de Dios, pueden más bien ser “regalos”.  O “gracias”, como suelen llamarse en el lenguaje teológico, los regalos de Dios.

 

Jesús mismo nos aclaró esto al menos en dos oportunidades.  Una de ellas nos la presenta el Evangelio.  Y veamos la reacción del Señor al ser informado acerca de una masacre “cuando Pilato había dado muerte en el Templo a unos galileos, mientras estaban ofreciendo sus sacrificios”.

 

Ante la información que le traen, Jesús no toma una posición de defensa nacionalista ante el poderío romano, sino más bien da una enseñanza que va más allá de las consideraciones humanas y políticas.  Y aprovecha la ocasión para mostrar que ese sufrimiento no tiene nada que ver con la condición de los fallecidos.

 

Y más importante aún: para hacer un dramático llamado al arrepentimiento, advirtiendo del riesgo que corremos si no nos convertimos.



¿Piensan ustedes que aquellos galileos, porque les sucedió esto, eran más pecadores que los demás galileos?, les pregunta.  Y Él mismo contesta: “Ciertamente que no”.

 

Como para continuar el tema de la culpabilidad y el castigo, Jesús trae otro ejemplo similar a la discusión.  “Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿piensan que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén?  Ciertamente que no”.

 

Recordemos también que cuando curó al ciego de nacimiento (Jn. 9, 2), los testigos del milagro querían saber la causa de la enfermedad y le preguntaron a Jesús si el ciego era ciego por culpa suya o por culpa de sus padres.  Y la respuesta del Señor fue muy clara: “No es por haber pecado él o sus padres, sino para que se manifieste en él la obra de Dios”.

 

Estas tres situaciones son parecidas a tragedias que sufren los seres humanos en nuestros días: persecuciones, accidentes, enfermedades, guerras, injusticias... Y ¿por qué suceden estas cosas?  Lo contesta el mismo Jesús: lo importante no es el por qué, sino el “para qué”: “para que se manifieste la obra de Dios”.

 

¿Y cuál es la obra de Dios?  Nuestra salvación, nuestra santificación.  Y es importante tener en cuenta que Dios trata de salvarnos a toda costa.

 

A veces lo hace con un milagro, como en el caso del ciego de nacimiento, porque las sanaciones, sin bien van dirigidas al cuerpo, tienen como objetivo principal la sanación del alma del enfermo, así como la conversión de los allegados y de los testigos del milagro.

 

A veces Dios hace su llamado a la santificación a través de serias advertencias, como el caso de los asesinados en el Templo y los aplastados por la torre.

 

Las palabras de Jesús que cierran el comentario sobre estos dos hechos muestran cómo lo que podemos considerar castigos de Dios son más bien llamadas suyas para que cambiemos de vida: son “advertencias”.

 


Así les dijo a los presentes: “Si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante”.  No se refiere Jesús, por supuesto, a la muerte física, sino a la muerte espiritual, que podría llevarnos a la condenación.

 

Todo, menos el pecado, nos viene de Dios.  Las cosas buenas que nos suceden nos vienen de Dios.  Y las cosas que consideramos “malas” realmente no son “malas”, sino “buenas”, pues todo Dios lo dirige hacia nuestro máximo bien que es nuestra salvación eterna.

 

Pero, mientras no seamos capaces de tomar las situaciones de persecuciones, de accidentes o de enfermedades como advertencias para cambiar de vida, para convertirnos, para arrepentirnos de nuestras faltas y pecados, estamos desperdiciando estas llamadas que Dios nos está haciendo para nuestra salvación.

 

Dios nos habla claro: “Si mi pueblo se humilla, rezando y buscando mi rostro, y se vuelven de sus malos caminos, Yo, entonces, los oiré desde los Cielos, perdonaré sus pecados y sanaré su tierra” (2 Crónicas 7, 14).

 

Termina el Evangelio con la parábola de la higuera estéril.  La esterilidad de la higuera se refiere a la esterilidad de nuestra vida cuando no damos frutos espirituales.

 

Dios nos planta (nos crea), nos cuida (nos da todas las gracias que necesitamos). ¿Y nosotros? ¿Damos fruto? ¿O nos parecemos más bien a esas plantas muy frondosas llenas de hojas, pero sin ningún fruto en sus ramas, sólo hojas, hojas provenientes de nuestro egoísmo, hipocresía, falta de rectitud de intención, vanidad, auto-suficiencia, autonomía, racionalismo, orgullo, etc., etc.?

 

Dios espera frutos de santidad en nosotros mismos... y frutos de santidad en los demás, por el servicio que espera de nosotros para la extensión de su Reino.  Pero ¿qué hacemos?  Nos creemos dueños de nosotros mismos.

 

No comprendemos que el árbol es del Señor.  No comprendemos que estamos “ocupando la tierra inútilmente”.

 

 


 

No comprendemos que Dios quiere que su árbol, plantado y cuidado por Él, dé frutos y los dé en abundancia.  Pero ¡qué desperdicio!  Ocupamos espacio inútilmente, sin dar el fruto esperado.  Y el Dueño de la plantación después de tanto esperar, desea cortar la higuera estéril.

 

Pero siempre, como bien lo indica la parábola, Dios nos da otra oportunidad.  Interviene de inmediato la Misericordia Divina, infinita como todas sus cualidades, para darnos más gracias aún.  A pesar de nuestra esterilidad, nos dice el Evangelio que, antes de cortarla, espera un año más, “afloja la tierra alrededor y le echa abono, para ver si da fruto.  Si no, el año que viene la cortaré”.

 

 

 

 

 

Fuentes;

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org


domingo, 6 de marzo de 2022

«Era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo» (Evangelio Dominical)

 



Hoy, Jesús, «lleno de Espíritu Santo» (Lc 4,1), se adentra en el desierto, lejos de los hombres, para experimentar de forma inmediata y sensible su dependencia absoluta del Padre. Jesús se siente agredido por el hambre y este momento de desfallecimiento es aprovechado por el Maligno, que lo tienta con la intención de destruir el núcleo mismo de la identidad de Jesús como Hijo de Dios: su adhesión sustancial e incondicional al Padre. Con los ojos puestos en Cristo, vencedor del mal, los cristianos hoy nos sentimos estimulados a adentrarnos en el camino de la Cuaresma. Nos empuja a ello el deseo de autenticidad: ser plenamente aquello que somos, discípulos de Jesús y, con Él, hijos de Dios. Por esto queremos profundizar en nuestra adhesión honda a Jesucristo y a su programa de vida que es el Evangelio: «No sólo de pan vive el hombre» (Lc 4,4).

Como Jesús en el desierto, armados con la sabiduría de la Escritura, nos sentimos llamados a proclamar en nuestro mundo consumista que el hombre está diseñado a escala divina y que sólo puede colmar su hambre de felicidad cuando abre de par en par las puertas de su vida a Jesucristo Redentor del hombre. Esto comporta vencer multitud de tentaciones que quieren empequeñecer nuestra vocación humano-divina. Con el ejemplo y con la fuerza de Jesús tentado en el desierto, desenmascaremos las muchas mentiras sobre el hombre que nos son dichas sistemáticamente desde los medios de comunicación social y desde el medio ambiente pagano donde vivimos.

San Benito dedica el capítulo 49 de su Regla a “La observancia cuaresmal” y exhorta a «borrar en estos días santos las negligencias de otros tiempos (...), dándonos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia (...), a ofrecer a Dios alguna cosa por propia voluntad con el fin de dar gozo al Espíritu Santo (...) y a esperar con deseo espiritual la Santa Pascua».



Texto del Evangelio (Lc 4,1-13): 

 


En aquel tiempo, Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en aquellos días y, al cabo de ellos, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan». Jesús le respondió: «Esta escrito: ‘No sólo de pan vive el hombre’».

Llevándole a una altura le mostró en un instante todos los reinos de la tierra; y le dijo el diablo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya». Jesús le respondió: «Está escrito: ‘Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto’».

Le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el alero del Templo, y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: ‘A sus ángeles te encomendará para que te guarden’. Y: ‘En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna’». Jesús le respondió: «Está dicho: ‘No tentarás al Señor tu Dios’». Acabada toda tentación, el diablo se alejó de Él hasta un tiempo oportuno.

Palabra de Dios.

 

 

 

COMENTARIO

 


La lucha contra el Demonio y demás espíritus malignos es un combate espiritual, pero no por ser espiritual deja de ser real.  Al contrario, es una “real” batalla la que se libra entre las fuerzas del Mal (de Satanás) y las fuerzas del Bien (de Dios).

Y en ese combate estamos incluidos todos los seres humanos, cada uno en su respectivo bando, según estemos en amistad con Dios o en amistad con el Demonio.

Ahora bien, por la verdad contenida en la Sagrada Escritura, ya sabemos cuál será el bando ganador, aunque el Demonio, el Engañador, inventor de la mentira, pretenda hacer creer que será él quien vencerá.

Ya Cristo ha vencido al Demonio:  lo venció en la Cruz y con su Resurrección.  Cristo ya ganó de antemano esa victoria para nosotros, pero debemos alistarnos en el bando ganador, siendo de Dios, obedeciendo su Voluntad, aprovechando todas las gracias que nos regala para nuestra salvación eterna, que es nuestra victoria.

Cristo, además, quiso someterse Él mismo a esta batalla espiritual.  Cristo “no permanece indiferente ante nuestras debilidades, por haber sido   sometido a las mismas pruebas que nosotros, pero que, a Él, no lo llevaron al pecado” (Hb 4, 15).

La Cuaresma, que comenzamos con el Miércoles de Ceniza, nos invita a apertrecharnos para esa lucha espiritual.  ¿Cuáles son nuestras armas?  ¿Cuáles son nuestros pertrechos?  Entre otros, los medios que nos ofrece la Iglesia en este tiempo cuaresmal:  la oración, la penitencia, los ayunos, las limosnas.  Todas estas cosas nos ayuda a la conversión o cambio interior que requerimos para ir ganando este combate.



El ayuno como respuesta a la sensualidad.  La limosna para atajar la avaricia. La oración contra la autosuficiencia.  Estas actividades espirituales nos ayudan a desprendernos de lo que impide que Dios pueda actuar en nosotros.

La Liturgia de Cuaresma se nos abre precisamente con la batalla espiritual que Cristo libró contra el Demonio después de haber pasado cuarenta días de ayuno y oración en el desierto.  Jesús se retiró al desierto en preparación para su vida pública, cuando comenzaría su predicación al pueblo de Israel.  Fue una misión que en poco tiempo lo llevaría a la muerte.

Y ¿qué es el desierto?  Según la Sagrada Escritura, el desierto es el sitio privilegiado para encontrarse con Dios, para dejarse transformar por Él.

Tal fue el caso del pueblo de Israel que vivió cuarenta años en el desierto.  Y el desierto no sólo fue la travesía para llegar a la Tierra Prometida, sino también fue el sitio donde Yahvé fue moldeando al pueblo escogido para hacerlo depender sólo de Él.

Otro ejemplo es el Profeta Elías (1 Rey 19, 1-18), quien pasó también cuarenta días en el desierto, a donde huyó obligado para salvar su vida.  Después de muchas vicisitudes, se encuentra con Dios en el Monte Horeb -en el mismo sitio en que Moisés recibió las Tablas de la Ley.  Allí Dios prepara a Elías para la misión que le iba a encomendar.



Otro habitante del desierto fue San Juan Bautista.  Allí vivió prácticamente toda su vida y allí lo preparó Dios para ser el Precursor de su Hijo y preparar el camino del Salvador de Israel.

Sin embargo, el desierto, que para nosotros puede significar lugar de retiro, de silencio, de oración, no sólo es lugar de encuentro con Dios, sino también de lucha con el Demonio.  Porque, a veces un encuentro privilegiado con Dios puede ir precedido de una lucha fuerte contra el Maligno, que se opone por todos los medios a ese encuentro nuestro con el Señor.  Pero no hay que temer.  Recordemos:  nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas (cfr. 1 Cor 10, 13).

Jesús, al terminar su retiro, nos dice el Evangelio de hoy, “fue tentado por el Demonio” (Lc 4, 1-13).

¡Tal es la soberbia del Maligno:  pretender tentar al mismo Dios!   Lo primero que se nos ocurre es pensar en su tremenda osadía, osadía que no pasa de ser necedad y brutalidad: ¡cómo ocurrírsele que Dios iba a caer en sus redes!

Allí en el desierto, Jesús hizo que Satanás probara su derrota, derrota que completó con su Cruz y su Resurrección.  Y esa derrota será plena y terminante el día de su venida gloriosa, cuando venga a establecer su reinado definitivo y ponga a todos sus enemigos bajo sus pies.

Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (394) que el Demonio pretendió desviar a Cristo de su misión.  ¡Qué osadía!  Y pretendió esto con tres tentaciones:  una de poder, otra de gloria y triunfo, y otra de bienestar material.  El bicho sigue con el mismo guión:  es lo mismo que nos ofrece hoy en día a todos los que quieran estar en el bando perdedor.

Con la primera tentación, el Demonio invita a Jesús a convertir las piedras en pan para calmar su hambre.




Es una tentación de poder, pero también de ceder a los sentidos para consentir el cuerpo.  No hay que privarse de nada, no hay que sufrir.  Con poder se puede aliviar cualquier cosa.  Tentación también muy presente en nuestros días.

La segunda tentación fue de avaricia y poder temporal, por supuesto acompañada de su siempre presente mentira:  “A mí me ha sido entregado todo el poder y la gloria de (todos los reinos de la tierra) y yo los doy a quien quiero”.

¡A cuántos no ha engañado el Demonio con esa mentira de ser el dueño de lo creado y de que, si se le rinden y lo adoran a él, les dará lo que le pidan!  La avaricia o búsqueda desordenada de riquezas y el apego a los bienes materiales es una tentación siempre presente.  Sólo el apego a Dios, poniéndolo a Él primero que todas las cosas, nos protege de esta peligrosa tentación.

La tercera tentación fue de orgullo y soberbia, triunfo y gloria.  Y en ésta sí se pasó de osado:  tentó al mismo Dios con la Palabra de Dios.  Le sugirió que se lanzara en pleno centro de Jerusalén de la parte más alta del Templo porque, de acuerdo a la Escritura, los Ángeles vendrían a rescatarlo.

 

Imaginemos lo que hubiera sucedido con un milagro así:  Jesús se hubiera ganado la admiración y la aprobación de todo el mundo, hubiera sido la “super-estrella” el “super-man” del pueblo de Israel.  Pero el camino señalado por el Padre era otro muy distinto: no de triunfos, sino por el contrario, humillaciones, ataques injustos, cruz y muerte.

 

¿Cómo oponernos a las tentaciones de orgullo y vanidad?  El mejor remedio es practicar lo opuesto: la humildad.

 

Por ejemplo:  no buscar posiciones con el fin de llegar a ser personas importantes, no hacer las cosas con el fin de procurar el reconocimiento de los demás.  Cuando vengan las humillaciones, que Dios suele enviarnos para hacernos crecer en humildad, no excusarnos, sino más bien aceptarlas, reconociéndolas como medios privilegiados de crecer en santidad.

 


Las tentaciones de Jesús en el desierto nos muestran una cosa muy importante.  Los ataques del Maligno son muy variados.  He aquí algunos a los que estamos muy inclinados los seres humanos de este Tercer Milenio, relacionados con las mismas tentaciones de Jesús en el desierto:

 

         . culto al cuerpo,
         . gusto por el placer
         . complacencia de los sentidos,
         . rechazo del sufrimiento,
         . avaricia,
         . apego a lo temporal,
         . ambición de poder,
         . ansia de poderes,
         . búsqueda de triunfo,
         . deseos de glorias,
         . reclamo de reconocimientos,
         . orgullo en todas sus otras formas, etc.,

 

Y no creamos que vamos a poder estar libres de tentaciones.  La santidad y el camino hacia Dios no consiste en no ser tentado, sino en poder superar las tentaciones.

 

Y ese combate es persistente.  El Demonio y los demonios y demás espíritus malignos no cejan en su lucha.  San Pedro compara al Demonio con un león enfurecido que anda dando vueltas alrededor nuestro, deseando devorarnos para llevarnos a la condenación eterna (cfr. 1 Pe 5, 8).

 

Nos dice el Evangelio que el Diablo se retiró de Jesús “hasta que llegara la hora”, hasta el momento oportuno.

 

Para Cristo ese momento fue el de la Cruz, ya que, durante la Pasión, el Demonio hizo que toda la maldad del pueblo de Israel se volcara contra su Mesías, a quien no pudo el Maligno engañar ni seducir.  Pero Cristo al morir, obedeciendo la Voluntad del Padre en ese camino de humillación y sufrimiento, quitó el poder al Maligno y liberó a la humanidad del secuestro en que estaba por el pecado original.

 



Y para salir nosotros de ese secuestro, debemos cumplir el mandato con el que Jesús muy bien responde al Demonio: “Adorarás al Señor tu Dios y a El solo servirás” (Dt 6, 13).

 

Adorar a Dios consiste en reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño, en reconocernos en verdad lo que somos: hechura de Dios, posesión de Dios.  Él es mi Dueño.  Yo le pertenezco.  Consecuencia lógica de esa dependencia es entregarme a Él y a su Voluntad.  Y ser siempre fieles a Él.

 

Esta instrucción de adoración la vemos en la Primera Lectura (Dt 26, 4-10), la cual nos trae la profesión de fe del antiguo pueblo de Dios.  Todo hebreo debía presentar a Dios “las primicias” o primeros mejores frutos de su cosecha, pronunciando una oración que sintetizaba la historia de Israel.

 

Esta oración termina con la orden del Señor: “te postrarás ante Él para adorarlo”, que es lo que responde Jesús a Satanás.

 

El Salmo 90 nos trae las palabras que el Demonio osó utilizar para tentar a Jesús con la gloria y el triunfo, si se lanzaba del Templo de Jerusalén.

 

Y en la Segunda Lectura (Rom 10, 8-13) San Pablo también nos invita a hacer profesión de nuestra fe: creer y confesar que Jesús es el Señor y que resucitó.

 

Seremos, entonces, salvados por esa fe que nos lleva a confiar en Dios y a poner todo nuestro empeño para responder a las gracias que Dios nos da para nuestra salvación.  Con nuestra fe y nuestra respuesta a las gracias; es decir, con nuestra fe y con nuestras obras, somos salvados por Cristo.

 


Dios ha querido que el combate espiritual contra las fuerzas del mal sea para nosotros fuente de gracia y de salvación, porque venciendo las tentaciones acumulamos méritos para la Vida Eterna (cfr. St. 1, 2-4 y 12).

 

En esa lucha inevitable, no olvidemos algo muy importante:  contamos con toda la ayuda necesaria de parte de Dios para ganar las batallas espirituales y la batalla final.  Que así sea.

 

 

 

 

 

 

 

Fuentes:

Sagradas Escrituras

Homilias.org

Evangeli.org