domingo, 26 de noviembre de 2017

«Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Evangelio Dominical)


                                                      



Hoy, Jesús nos habla del juicio definitivo. Y con esa ilustración metafórica de ovejas y cabras, nos hace ver que se tratará de un juicio de amor. «Seremos examinados sobre el amor», nos dice san Juan de la Cruz.

Como dice otro místico, san Ignacio de Loyola en su meditación Contemplación para alcanzar amor, hay que poner el amor más en las obras que en las palabras. Y el Evangelio de hoy es muy ilustrativo. Cada obra de caridad que hacemos, la hacemos al mismo Cristo: «(…) Porque tuve hambre, y me disteis de comer; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Más todavía: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Este pasaje evangélico, que nos hace tocar con los pies en el suelo, pone la fiesta del juicio de Cristo Rey en su sitio. La realeza de Cristo es una cosa bien distinta de la prepotencia, es simplemente la realidad fundamental de la existencia: el amor tendrá la última palabra.

                                                             
                       



Jesús nos muestra que el sentido de la realeza -o potestad- es el servicio a los demás. Él afirmó de sí mismo que era Maestro y Señor (cf. Jn 13,13), y también que era Rey (cf. Jn 18,37), pero ejerció su maestrazgo lavando los pies a los discípulos (cf. Jn 13,4 ss.), y reinó dando su vida. Jesucristo reina, primero, desde una humilde cuna (¡un pesebre!) y, después, desde un trono muy incómodo, es decir, la Cruz.

Encima de la cruz estaba el cartel que rezaba «Jesús Nazareno, Rey de los judíos» (Jn 19,19): lo que la apariencia negaba era confirmado por la realidad profunda del misterio de Dios, ya que Jesús reina en su Cruz y nos juzga en su amor. «Seremos examinados sobre el amor».



Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,31-46)


                                               




En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme." Entonces los justos le contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?" Y el rey les dirá: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis." Y entonces dirá a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Entonces también éstos contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistirnos?" Y él replicará: "Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo." Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»

Palabra del Señor




COMENTARIO.




¿Quién es el juez?

      La parábola de hoy es fácil de entender. Estamos en un momento solemne: el juicio final. El momento en que se valorarán nuestras acciones, se pesará cada uno de nuestros actos. La parábola nos dice que en aquel momento Dios separará a unos de otros, a los buenos de los malos. Exactamente como un pastor separa en su rebaño a las ovejas de las cabras. ¿Quién es quién? Casi todos al escuchar la parábola no tenemos duda en identificar a las ovejas y a las cabras. A la derecha se sitúan las ovejas, los justos, los que han pasado la vida haciendo el bien. Los que se sitúan a la izquierda son las cabras, los malos, los que se han portado mal.





      Tampoco nos resulta difícil identificar a los receptores de las buenas acciones de los buenos y de las malas acciones de los malos. Jesús lo deja claro. Son los más necesitados, los últimos de la sociedad, los despreciados y dejados de lado. Son los que tienen hambre, los forasteros, los que están desnudos, los que están enfermos y en la cárcel. Es interesante observar que los buenos son buenos por lo bien que han tratado a esos, a los últimos, a los que nadie quiere ni valora. Y el rey, Dios mismo, se identifica con ellos. No dice que los buenos sean buenos porque han tratado bien a los pobres, a los enfermos y a los encarcelados. Dice que son buenos porque le han tratado bien a él mismo. Dios se identifica con los pobres. Así lo ha afirmado siempre la tradición cristiana. Lo que se hace a los pobres se hace a Dios mismo. Hay que tener buena vista para descubrir en los pobres, en los últimos, a Dios mismo. Esta ya es una importante lección para este domingo con el que termina el año litúrgico. Es la última lección, la más importante, el resumen de lo aprendido en todo el año. Nos salvaremos por el modo como tratamos a Dios mismo en la figura de los pobres, los enfermos, los encarcelados... Y pobre del que no se haya enterado de que en ellos está presente Dios mismo. Los pobres son sacramento de Dios para nosotros. 




      Un último detalle. A la hora de identificar a los personajes de la parábola, nos suele resultar fácil identificarnos con los pobres que necesitan ayuda, con los buenos que les tratan bien o con los malos que los dejan de lado. Pero reconozcamos que en la práctica con quien nos identificamos muchas veces es con el juez. Nos gusta ser jueces de nuestros hermanos y determinar quiénes deberían estar a la derecha y quienes a la izquierda, quienes son los buenos y quienes los malos. Última parte de la lección: nunca ser jueces de nadie, porque ese puesto se lo ha reservado Dios a sí mismo. Que no se nos olvide, que es muy importante.


Para la reflexión





      ¿Con qué ojos miramos a los pobres, a los necesitados, a los enfermos, a los encarcelados? ¿Vemos en ellos a Cristo o simplemente les despreciamos? ¿Cuántas veces juzgamos a nuestros hermanos? ¿Cuántas veces ocupamos el lugar de jueces, ese lugar que Dios se ha reservado a sí mismo? 












Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Fernando Torres cmf

domingo, 19 de noviembre de 2017

«A todo el que tiene, se le dará y le sobrará» (Evangelio Dominical)



                                                              
                         

Hoy, Jesús nos narra otra parábola del juicio. Nos acercamos a la fiesta del Adviento y, por tanto, el final del año litúrgico está cerca.

Dios, dándonos la vida, nos ha entregado también unas posibilidades -más pequeñas o más grandes- de desarrollo personal, ético y religioso. No importa si uno tiene mucho o poco, lo importante es que se ha de hacer rendir lo que hemos recibido. El hombre de nuestra parábola, que esconde su talento por miedo al amo, no ha sabido arriesgarse: «El que había recibido uno se fue, cavó un hoyo en tierra y escondió el dinero de su señor» (Mt 25,18). Quizá el núcleo de la parábola pueda ser éste: hemos de tener la concepción de un Dios que nos empuja a salir de nosotros mismos, que nos anima a vivir la libertad por el Reino de Dios.






La palabra "talento" de esta parábola -que no es nada más que un peso que denota la cantidad de 30 Kg de plata- ha hecho tanta fortuna, que incluso ya se la emplea en el lenguaje popular para designar las cualidades de una persona. Pero la parábola no excluye que los talentos que Dios nos ha dado no sean sólo nuestras posibilidades, sino también nuestras limitaciones. Lo que somos y lo que tenemos, eso es el material con el que Dios quiere hacer de nosotros una nueva realidad.

La frase «a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mt 25,29), no es, naturalmente, una máxima para animar al consumo, sino que sólo se puede entender a nivel de amor y de generosidad. Efectivamente, si correspondemos a los dones de Dios confiando en su ayuda, entonces experimentaremos que es Él quien da el incremento: «Las historias de tantas personas sencillas, bondadosas, a las que la fe ha hecho buenas, demuestran que la fe produce efectos muy positivos (…). Y, al revés: también hemos de constatar que la sociedad, con la evaporación de la fe, se ha vuelto más dura…» (Benedicto XVI).




Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,14-30):



                                                     






En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: "Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: "Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo." El señor le respondió: "Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes."»

Palabra del Señor



COMENTARIO












Las Lecturas de este domingo nos hablan de la parte que nos toca a cada uno de los seres humanos en nuestra propia salvación.  Sabemos que la salvación es obra de Dios, por los méritos de Jesucristo y por la acción del Espíritu Santo en nosotros, pero a cada uno de nosotros nos toca una pequeña parte:  nuestra respuesta a las gracias que el Señor nos da en cada momento y a lo largo de toda nuestra vida.

Para explicar un poco mejor cuál es la participación divina y cuál es la participación humana en nuestra propia salvación, nos apoyaremos en el acuerdo firmado en 1999 entre Luteranos y Católicos sobre la Doctrina de la Justificación.  ¿Por qué usar este documento? Porque allí queda muy bien especificada la necesidad de nuestra respuesta a la gracia y el hecho de que nuestra santificación (o justificación) es obra de Dios, pero requiere nuestra respuesta.

Dice este documento:  “La justificación es obra de Dios Trino ... Sólo por gracia, mediante la fe en Cristo y su obra salvífica, y no por algún mérito, nosotros somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones capacitándonos y llamándonos a buenas obras”.

Es decir:  Dios nos santifica, sin ningún mérito de nuestra parte, pues el Espíritu Santo, actuando en nosotros, nos capacita para que, respondiendo a la gracia, realicemos buenas obras.

Entrando ya en la Liturgia de la Palabra de este Domingo, vemos que el Evangelio nos trae la famosa parábola de los talentos (Mt. 25, 14-30).   En la época de Jesucristo, un “talento” significaba unos 35 kilos de metal precioso.  Pero en esta parábola vemos que el Señor usa los talentos para significar las capacidades que Dios da a cada uno de nosotros, las cuales debemos hacer fructificar.

Cristo nos presenta el Reino de los Cielos como un hombre que llama a sus servidores para encargarle sus bienes.

A uno le dio cinco talentos, a otro tres talentos y al último solamente un talento.  Los dos primeros duplicaron sus talentos y el último escondió el único talento que le dieron.

Al regresar el amo, los dos primeros son felicitados, se les promete que se le confiarán cosas de mucho valor y se les invita “tomar parte en la alegría de su Señor”.   Es decir que los que hicieron fructificar sus talentos llegaron al Reino de los Cielos.

Pero el que no, le fue quitado el talento que guardó sin hacer fructificar y, además, es echado “fuera, a las tinieblas, donde será el llanto y la desesperación”.  Es decir, el servidor que no hizo frutos, será condenado igual que un pecador.  ¿Por qué?

Porque también es un pecador.  Hay un tipo de pecado, llamado “pecado de omisión” que se refiere, no a lo que se ha hecho, sino a lo que se ha dejado de hacer.  Y todo aquél que no responde a las gracias recibidas de Dios, peca por omisión.







Dios distribuye sus gracias a quién quiere, cómo quiere, cuándo quiere y cuánto quiere.  Lo importante no es recibir mucho o poco, más o menos que otro.  Esta parábola nos muestra que Dios reparte sus dones en diferentes medidas.  Lo importante es saber que Dios da a cada uno lo que necesita para su salvación, y lo da en la forma y en el momento adecuado: “Mi gracia te basta”  (2 Cor. 12. 9).  “Tú les das la comida a su tiempo.  Abres la mano y sacias de favores a todo viviente” (Sal. 145, 15).

Además, Dios exige en proporción de lo que nos ha dado.  “A quien mucho se le da, mucho se le exigirá” (Lc. 12, 48).   Y lo que nos ha dado es para hacerlo fructificar. 

¿Qué espera Dios de nosotros?   Que con las gracias que nos da demos frutos de virtudes y de buenas obras.  Dicho en otras palabras: El nos da las gracias, y espera que aprovechemos esas gracias.  Aprovechar las gracias es crecer en virtudes y en servicio a los demás.

Tomemos, por ejemplo, una de las virtudes que Dios nos ha dado:  la Fe, la cual consiste en creer las verdades divinas.  Y creer simplemente porque El nos las ha revelado, aunque las apariencias nos digan otra cosa.


         Esa fe en Dios deberá fructificar al traducirse en una fe más profunda que nos lleva a tener una total confianza en Dios, en sus planes para nuestra vida y en su manera de realizar esos planes.

Además, porque creemos en Dios, creemos que debemos a amarnos como El nos ha amado.  De allí, entonces, que la fe también debe producir frutos de buenas obras en servicio a los demás, en solidaridad con el otro, en compasión con quienes necesitan ayuda, en el perdón a los que nos hacen daño.

Sin embargo, es importante recordar siempre esto:  sería tonto creer que somos nosotros mismos los que hacemos fructificar nuestro talentos.  ¡Qué lejos estamos de la verdad cuando así pensamos!

Otro talento adicional que Dios nos da es la misma capacidad de responder a sus gracias.  Por nosotros mismos, sencillamente, no podemos.  El ser humano no es capaz por sí mismo de ningún acto que lo santifique.  Y con ese talento adicional que Dios nos da de responder a sus gracias, podemos y debemos cooperar en nuestra propia salvación.  Es lo que Dios espera de nosotros.

Veamos otros pasajes bíblicos en que El Señor nos recuerda todo esto:

“Nadie puede venir a Mí si el Padre no lo atrae”  (Jn. 6, 44).   Aquí el Señor nos habla de la necesidad que tenemos de la gracia divina, pues nada podemos por nosotros mismos.









“Yo soy la Vid  y mi Padre el Viñador.  Si alguna de mis ramas no produce fruto, El la cortará, y poda toda rama que produce fruto para que dé más” (Jn. 15, 1-2).   Nos indica la necesidad de cooperar con la gracia divina, dando buenos frutos;  de cómo Dios nos capacita para dar aún más frutos, y del riesgo que corremos de no producir frutos.

De allí que en la Aclamación Evangélica cantamos con el Aleluya este llamado del Señor:  “Permanezcan en Mí y Yo en ustedes; el que permanece en Mí da fruto abundante” (Jn. 15, 4-5).

“Por la gracia de Dios soy lo que soy; y la gracia que me confirió no ha sido estéril.  He trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Cor. 15, 10).   Nos muestra que no somos capaces de nada sin la gracia divina y también la necesidad que tenemos de responder a esa gracia.

“He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe.  Ya me está preparada la corona de la santidad, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez” (2 Tim. 4, 7-8).   Nos habla de nuestra correspondencia a la gracia y del premio prometido a quienes hagan fructificar la gracia.

La Primera Lectura tomada del Libro de los Proverbios nos habla de la esposa virtuosa.  Puede tomarse pensando en la mujer casada, pero puede referirse también a la Iglesia como esposa de Cristo.

La Iglesia - es decir, cada uno de nosotros los cristianos- debemos ser como esa esposa fiel, que sabe trabajar respondiendo a las capacidades que Dios le da, que sabe ayudar al desvalido, que respeta a Dios y que termina siendo “digna de gozar del fruto de sus trabajos”.  Es decir, si somos como la esposa virtuosa, podremos llegar a disfrutar del premio prometido:  nuestra salvación eterna.

La Segunda Lectura de San Pablo que nos trae la Liturgia de hoy (1 Tes. 5, 1-6) coincide con el final de la parábola de los talentos, en la que el Señor nos dice que cuando El vuelva y nos pida cuentas, los que no hayan dado frutos serán echados fuera del Reino de los Cielos, y los que hayan dado frutos entrarán a gozar de la presencia del Señor.

En su carta San Pablo nos habla de la sorpresa que será la venida del Señor:  “El día del Señor llegará como un ladrón en la noche ... o como los dolores de parto a la mujer encinta y no podrán escapar”.    Siempre se nos habla de la sorpresa con que nos llegará ese día, por lo que se nos invita a una constante vigilancia.

“En la venida del Hijo del Hombre, sucederá lo mismo que en los tiempos de Noé ... no se daban cuenta hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos” (Mt. 24, 37-39).  “Cuando estén diciendo: ‘¡Qué paz y qué seguridad tenemos!’ de repente vendrá sobre ellos la catástrofe” (1 Tes. 5, 3).  “Así como el fulgor del relámpago brilla de un extremo a otro del cielo, así será le venida del Hijo del Hombre en su día” (Lc. 17, 24).









Sin embargo, San Pablo nos insiste en que no debemos tener miedo, simplemente debemos estar preparados en todo momento, como nos invitaba el domingo anterior la parábola de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes.

Así nos dice San Pablo hoy: “A ustedes, hermanos, ese día no los tomará por sorpresa, como un ladrón, porque ustedes no viven en tinieblas, sino que son hijos de la luz del día, no de la noche y las tinieblas.  Por tanto, no vivamos dormidos ... mantengámonos despiertos y vivamos sobriamente”.

En resumen, la Palabra de Dios hoy nos invita a vivir vigilantes respondiendo a la gracia que Dios nos da en todo momento.  Esta respuesta significa ir creciendo en virtudes y dando frutos de buenas obras.  Recordemos que Dios nos otorga su gracia como un tesoro que es necesario poner a producir, pues hacer lo contrario significa la pérdida de ese tesoro y el riesgo de no recibir la salvación eterna.












Fuentes;
Sagradas Escrituras.
Homilias.org
Evangeli.org

domingo, 12 de noviembre de 2017

«¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!» (Evangelio Dominical)

                                                               
                   


Hoy, se nos invita a reflexionar sobre el fin de la existencia; se trata de una advertencia del Buen Dios acerca de nuestro fin último; no juguemos, pues, con la vida. «El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio» (Mt 25,1). El final de cada persona dependerá del camino que se escoja; la muerte es consecuencia de la vida -prudente o necia- que se ha llevado en este mundo. Muchachas necias son las que han escuchado el mensaje de Jesús, pero no lo han llevado a la práctica. Muchachas prudentes son las que lo han traducido en su vida, por eso entran al banquete del Reino.

La parábola es una llamada de atención muy seria. «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13). No dejen que nunca se apague la lámpara de la fe, porque cualquier momento puede ser el último. El Reino está ya aquí. Enciendan las lámparas con el aceite de la fe, de la fraternidad y de la caridad mutua. Nuestros corazones, llenos de luz, nos permitirán vivir la auténtica alegría aquí y ahora. Los que viven a nuestro alrededor se verán también iluminados y conocerán el gozo de la presencia del Novio esperado. Jesús nos pide que nunca nos falte ese aceite en nuestras lámparas. 

                                                   
                                                                    



Por eso, cuando el Concilio Vaticano II, que escoge en la Biblia las imágenes de la Iglesia, se refiere a esta comparación del novio y la novia, y pronuncia estas palabras: «La Iglesia es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado, a la que Cristo amó y se entregó por ella para santificarla, la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la alimenta y la cuida. A ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad».






Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,1-13):


                                                           
                                                            




En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: "¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!" Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: "Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas." Pero las sensatas contestaron: "Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: "Señor, señor, ábrenos." Pero él respondió: "Os lo aseguro: no os conozco." Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.»


Palabra del Señor




COMENTARIO


                                                     



En el léxico común “prudencia” significa cordura, sensatez, tacto, cautela.  Pero la virtud de la Prudencia es muchísimo más que eso.  Tan importante es esta virtud que la Biblia la cita como necesaria en varias oportunidades, tanto en el Antiguo Testamento (Prov. 10, 19; 11.12; 13, 16; 16, 21; 16, 23; 17, 27),  como en las Cartas de San Pablo (1 Cor. 4, 10; 1 Tim. 3, 2; Tit. 2, 2; 2, 5; 2, 6).

El Libro de los Proverbios nos dice que “el hombre prudente procede con Sabiduría”  y nos dice también que “el sabio de corazón es llamado prudente” (Prov. 13, 16 y 16, 21).

De allí que la Primera Lectura de hoy sea tomada del libro de la Sabiduría (Sb. 6, 12-16).   Y que se nos diga en ella que “es prudencia consumada darle primacía a la Sabiduría en los pensamientos”.

Y ... ¿qué es la Sabiduría?

La Sabiduría con “S” mayúscula no es lo que se piensa comúnmente: el saber mucho, acumular muchos conocimientos, saber aplicarlos, etc.

La verdadera Sabiduría consiste en poder ver las cosas a la luz de Dios; es ver todo como Dios lo ve.


                                             



Sabiduría es quitarnos los lentes turbios que solemos llevar, los cuales nos hacen ver las cosas de acuerdo a nuestro modo de pensar humano, y ponernos más bien los lentes claros y brillantes de Dios.  Estos lentes imaginarios nos permiten ver con claridad el camino que hemos de seguir, nos permiten actuar con la prudencia a la que nos invitan las lecturas de este domingo.

Sabiduría es saber ver las circunstancias de nuestra vida y la de otros, los hechos de la vida cotidiana, los acontecimientos nacionales y mundiales como Dios los ve.

En resumen:  Sabiduría es ver todo a la luz de Dios.  Sabiduría y prudencia van ligadas.  Según la Primera Lectura,  ser prudente es ser sabio.

Y es así porque virtud de la prudencia nos lleva a actuar de acuerdo a la luz de Dios, de acuerdo al modo como Dios ve las cosas, y no de acuerdo a nuestro modo humano de pensar.

En la Segunda Lectura (1 Tes. 4, 13-18) San Pablo nos muestra en qué consiste la muerte para los creyentes; nos enseña cómo ver la muerte con esa prudencia que el Señor nos pide, a la luz de la Sabiduría divina.


                                                         



A la luz de Dios, la muerte no es motivo para “vivir tristes, sino para vivir en esperanza”,  pues la muerte es el paso necesario para el encuentro definitivo con el Señor –cuando lleguemos al Cielo, una vez purificados- y, posteriormente, para la resurrección que tendrá lugar al fin de los tiempos.

De allí que San Pablo nos diga: “a los que murieron en Jesús, Dios los llevará con El”. Dios nuestro Señor nos llevará a esa meta que El nos ha prometido:  el Reino de los Cielos.  Eso sí: siempre y cuando hagamos lo requerido por El.

No es de extrañar, entonces, que Jesucristo nos presente la prudencia como un requerimiento para entrar al Reino de los Cielos, cuando nos cuenta la famosa parábola de las vírgenes necias, la cual nos trae el Evangelio de hoy.  (Mt. 25, 1-13).

                                                               

                                                                         

Jesucristo llegará de improviso a llamar a su Banquete Eterno a toda la humanidad, representada por las diez jóvenes.  Cinco de las jóvenes eran prudentes y cinco eran imprudentes.  Las prudentes tenían suficiente aceite para mantener las lámparas encendidas; las otras cinco se quedaron sin aceite y sin poder entrar al Banquete Celestial.

Aunque no nos demos cuenta, la realidad es que vivimos nuestra vida terrena en espera del Señor, que puede llegar en cualquier momento para iniciar su Fiesta Eterna.  Pero para poder entrar a esa Fiesta a la que todos somos invitados, tenemos que estar preparados, con nuestras lámparas llenas del aceite de las virtudes y de las buenas obras.  Esta parábola es un llamado a ser prudentes.  ¿En qué consiste, entonces, la virtud de la Prudencia?

Consiste la Prudencia en saber lo que debemos hacer o dejar de hacer para alcanzar la vida eterna en cada situación que se nos presente.  ¡Nada menos!  Es decir:  la prudencia es como la guía que nos lleva al Banquete Celestial.

La prudencia incluye varios aspectos y se manifiesta de varias maneras.  Así,  la persona prudente:


                                                          

                                 


.        sabe aplicar las experiencias del pasado al momento presente.

.        puede decidir en el momento presente lo que es bueno o malo, conveniente o inconveniente, lícito o ilícito, siempre con miras al fin último, que es la vida eterna. 

.        sabe ser humilde y dócil para pedir consejo o aceptar corrección y orientación de personas sabias.

.        sabe decidir “prudentemente” tanto en los casos urgentes, cuando no es posible detenerse en un largo examen, como en los casos no urgentes cuando sí puede hacer una reflexión detenida.

.        puede decidir si debe actuar de una u otra manera, considerando todas las consecuencias que ese acto pueda tener, siempre con miras a la vida eterna.  Por ejemplo:  la persona prudente sabe que las humillaciones aceptadas son fuente de humildad para quien recibe la humillación, pero si una humillación también afecta a terceros, se da cuenta que puede ser prudente no aceptar esa humillación.


                                                            



.        sabe evitar los obstáculos que puedan poner en peligro el fin sobrenatural.  Concretamente la virtud de la prudencia indica cómo evitar el pecado y cómo evitar también la tentación al pecado.

Lo contrario a la prudencia es el descuido, la imprudencia.  Esta también tiene sus manifestaciones: 

.        actuar por capricho y con precipitación, sin tener en cuenta nuestro fin último.

.        también incluye la inconstancia, que lleva a abandonar fácilmente y por capricho el fin sobrenatural que nos indica la prudencia.

.        el imprudente es también negligente con relación a lo que hay que hacer para obtener la vida eterna. 

.        la principal imprudencia, sin embargo, es la de dar una imprudente sobre-valoración a las cosas terrenas, siendo precavido e imprudentemente “prudente” para las cosas de este mundo, pero descuidando las cosas que tienen que ver con la vida eterna.


                                                     



Los prudentes entrarán al Banquete Celestial y los imprudentes tendrán que oír la sentencia que el Señor nos da al final de esta parábola:  “No los conozco”.   No conoce el Señor a quienes no dirigen sus decisiones y sus actos de acuerdo al fin último al que estamos todos invitados:  el Banquete Celestial.

Según esta parábola de las vírgenes necias, la virtud de la prudencia también incluye la previsión y la vigilancia.  Por eso el Señor cierra su relato con la siguiente advertencia: “Estén, pues, preparados, porque no saben ni el día ni la hora” (Mt. 25, 13).












Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilia.org
Evangeli.org

domingo, 5 de noviembre de 2017

«El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Evangelio Dominical)


                                         




Hoy, el Señor nos hace un retrato de los notables de Israel (fariseos, maestros de la Ley…). Éstos viven en una situación superficial, no son más que apariencia: «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres» (Mt 23,5). Y, además, cayendo en la incoherencia, «porque dicen y no hacen» (Mt 23,3), se hacen esclavos de su propio engaño al buscar sólo la aprobación o la admiración de los hombres. De esto depende su consistencia. Por sí mismos no son más que patética vanidad, orgullo absurdo, vaciedad… necedad.

Desde los inicios de la humanidad continúa siendo la tentación más frecuente; la antigua serpiente continúa susurrándonos al oído: «El día en que comiereis de él (el fruto del árbol que está en medio del jardín), se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,5). Y continuamos cayendo en ello, nos hacemos llamar: “rabí”, “padre” y “guías”… y tantos otros ampulosos calificativos. Demasiadas veces queremos ocupar el lugar que no nos corresponde. Es la actitud farisaica.

                                                          


 Los discípulos de Jesús no han de ser así, más bien al contrario: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor» (Mt 23,11). Y como que tenemos un único Padre, todos ellos son hermanos. Como siempre, el Evangelio nos deja claro que no podemos desvincular la dimensión vertical (Padre) y la horizontal (nuestro) o, como explicitaba el domingo pasado, «amarás al Señor, tu Dios (…). Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37.39).

Toda la liturgia de la Palabra de este domingo está impregnada por la ternura y la exigencia de la filiación y de la fraternidad. Fácilmente resuenan en nuestro corazón aquellas palabras de san Juan: «Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso» (1Jn 4,20). La nueva evangelización —cada vez más urgente— nos pide fidelidad, confianza y sinceridad con la vocación que hemos recibido en el bautismo. Si lo hacemos se nos iluminará «el camino de la vida: hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (Sal 16,11).

Lectura del santo evangelio según san Mateo (23,1-12):


                                                   




En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»


Palabra del Señor
 



COMENTARIO.


                                                     




Las Lecturas de hoy se refieren muy especialmente a aquéllos que tienen responsabilidad dentro de la Iglesia, quienes con su ejemplo y su predicación deben guiar al pueblo de Dios.

La Primera Lectura del Profeta Malaquías (Ml. 1, 14; 2, 2,8-10)  es una dura advertencia a los Sacerdotes de esa época por su mal comportamiento y por la predicación de falsas doctrinas:  “Ustedes se han apartado del camino, han hecho tropezar a muchos en la ley; han anulado la alianza que hice con la tribu sacerdotal de Leví ... no han seguido mi camino y han aplicado la ley con parcialidad”

Luego en el Evangelio (Mt. 23, 1-12), Jesús hace algo parecido, criticando a un grupo religioso de su época, el de los Fariseos, cuyo objetivo era la práctica de la ley de Moisés en la forma más estricta y detallada.

La crítica del Señor se basaba sobre todo en que ellos mismos no cumplían lo que exigían cumplir a otros, por lo que el Señor los llamó “hipócritas”.   Es por ello que hoy día en el lenguaje coloquial religioso el término “fariseo” ha venido a ser considerado sinónimo de “hipócrita”.

El Evangelio de hoy trae una frase que llama la atención, la cual es importante aclarar:  “A ningún hombre sobre la tierra lo llamen ‘padre’, porque el Padre de ustedes es sólo el Padre Celestial”.   ¿Por qué, entonces, los Católicos llamamos “Padre” al Sacerdote?   Es una pregunta y un ataque que formulan los enemigos de la Iglesia a nosotros los Católicos.


                                                                 
                                                     


Y la respuesta es que llamamos así a los Sacerdotes por lo mismo que llamamos “maestro” al que enseña y  por lo mismo que llamamos “guía” al que orienta o dirige.  En realidad usamos esos nombres porque no tiene nada de malo hacerlo y porque Jesucristo realmente no prohibió que lo hiciéramos.

Lo que sucede es que al aislar la frase y sacarla fuera de contexto parecería que no puede llamarse a nadie ni “padre”, ni “maestro”, ni “guía”.  Si eso fuera cierto no pudiéramos llamar a nuestro progenitor “padre”.  Ese es el sentido material de la palabra “padre”:  progenitor.  Cuando llamamos a los Sacerdotes, “Padre” el vocablo tiene un sentido espiritual.

Y el mismo Jesús utiliza la palabra “padre” en ese sentido espiritual para referirse a alguien que no es Dios Padre.

En la parábola del rico y el pobre Lázaro, Jesús pone en la boca del rico  esta exclamación: “Padre Abraham, ten piedad de mí”  (Lc. 16, 24).

De allí que haya que ver todo el contexto de este trozo del Evangelio, para podernos dar cuenta que lo que quiere prohibir el Señor no es el uso de las palabras “Maestro”, “Padre” y “Guía”, sino la actitud de superioridad con relación al prójimo.


                                                          



 Para poder entender lo que quiere decir este pasaje bíblico no hay que quedarse con lo que significan estas palabras, sino con el sentido de todo el pasaje, en el que lo más importante es el llamado a la humildad de parte de los que tienen esas funciones.

Si nos fijamos cómo concluye el planteamiento de Jesús, podemos darnos cuenta de qué es lo que el Señor nos quiere comunicar con esa advertencia: “El mayor de entre ustedes sea vuestro servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. 

El Señor condena el orgullo de los que quieren ocupar los primeros puestos y hacen las cosas para ser admirados.  A esta conducta Jesús contrapone la sencillez y humildad que desea que sean sello de sus apóstoles y discípulos, los cuales deben ser “servidores” de los demás.

Y no sólo nos lo aconsejó, sino que de esto nos dio ejemplo al hacer un servicio que usualmente hacían a los invitados a los banquetes los sirvientes de las casas:  lavar los pies a sus Apóstoles en la Ultima Cena.

A esta actitud de humildad que el Señor reclama, hay que añadir el amor y la entrega generosa por los demás de que nos habla San Pablo en la Segunda Lectura (1 Tes. 2, 7-9. 13).   Aquí vemoscuál es el trato que el Apóstol ha dado a aquéllos a quienes sirve.  Más allá del servicio, les habla de una ternura maternal y hasta de entregar la propia vida por ellos.


                                                           



Veamos ahora con detalle, algunas de las acusaciones hechas por Jesús a los Fariseos en el Evangelio de hoy, para no caer nosotros en la misma hipocresía que el Señor condenó tan duramente:

“Hagan todo lo que les digan, pero no imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra”.  ¡Cuántas veces nuestro ejemplo no va parejo con nuestra predicación y con nuestras exigencias a los demás!  ¡Cuántas veces nuestros actos contradicen nuestras palabras!

Sin embargo, a veces son otros los que desdicen con su ejemplo lo que predican.  ¿Qué hacer, entonces?  Si ellos no practican lo que dicen, ¿significa que hay que descalificar lo dicho?

Debemos recordar que Dios quiere que sigamos los buenos consejos, aunque quienes los den no den el ejemplo con sus obras.  Así que no sirven excusas como:  “hay Sacerdotes sinvergüenzas, por tanto yo no creo en los Sacerdotes ni en lo que predican”

Esta excusa suele escucharse con cierta frecuencia, pero no es válida.  Sólo Dios es perfecto; sólo Jesús fue Maestro perfecto, pues era Dios.  Todos los seres humanos podemos errar, por lo que los maestros humanos pueden ser imperfectos en sus enseñanzas y mucho más en sus obras.

                                                                        



Tratemos, entonces, de tener coherencia entre nuestra vida y nuestras palabras, dando siempre buen ejemplo y evitando el pecado de escándalo.  Pero no hay que descalificar a los predicadores porque su ejemplo no sea perfecto.

“Hacen fardos muy pesados y difíciles de llevar y los echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con el dedo los quieren mover”.   Los Fariseos ponían cargas pesadas e insoportables a los demás, y ellos mismos no las cumplían.  No hagamos nosotros igual.

Pero también al pensar en las cargas, recordemos lo que nos dice Jesús:  “Mi yugo es suave y mi carga es llevadera” (Mt. 11, 30).   Y es llevadera y dulce nuestra carga, pues Jesús la comparte con nosotros.  Jesús nos ayuda a llevarla.  El tuvo al Cireneo que le ayudó a llevar su cruz. Y ¡qué mejor Cireneo que el nuestro!  Es Jesús mismo quien viene a ayudarnos, cuando le entregamos a El nuestras cargas.

Por otro lado, ¡cuántas veces cargamos a nuestros prójimos con nuestras cargas, a veces reales, a veces inventadas por nosotros mismos! Pero debemos saber que Dios desea que nosotros no carguemos de peso a los demás, sino que más bien les ayudemos a llevar sus cargas.


                                                               




“Todo lo hacen para que los vea la gente”.   Aquí sí es verdad que el “fariseo” se nos sale con más frecuencia.  ¡Cómo nos gusta ser admirados y respetados!  ¡Cómo nos gusta que se hable bien de nosotros!  Y, peor aún, ¡cuántas son las cosas que hacemos para ser apreciados y alabados!  ¿Qué valor, entonces, tienen esas cosas buenas que hacemos, pero con un fin farisaico, interesado, impuro?  ¿Dónde está la pureza de corazón y la rectitud de intención cuando así nos comportamos?

Cuando oímos hablar de los fariseos y recordamos cómo el Señor los acusó y los fustigó, nos parece que son personajes lejanos en el tiempo y que nada tienen que ver con nuestra manera de proceder.  Hasta podríamos pensar:  ¿para qué están en los Evangelios y para qué nos ponen en la Liturgia todos estos regaños que el Señor le da a los fariseos?

La crítica del Señor se basaba sobre todo en que ellos mismos no cumplían lo que exigían cumplir a otros, por lo que Jesús los llamó “hipócritas”.   Es por ello que hoy día en el lenguaje coloquial religioso el término “fariseo” ha venido a ser considerado sinónimo de “hipócrita”.

Pero ... ¿nos hemos puesto a pensar que también nosotros a veces somos como los fariseos?  La hipocresía es uno de los defectos que nos permitimos a nosotros mismos, casi sin darnos cuenta.  La hipocresía, la cual vemos tan repugnante, es doblez y falta de rectitud de intención.

El doblez (¿o la doblez?), es decir, el tener dos caras, es más frecuente de lo que creemos o nos damos cuenta.  ¿Nos hemos detenido a pensar que hipocresía es también hacer las cosas con intenciones escondidas o distintas a las que mostramos? ¿Nos damos cuenta que a veces somos hipócritas hasta con Dios?  ¡Y esa actitud la consideramos como un derecho adquirido!  Está tan arraigada a veces en nuestra manera de proceder que ya ni nos damos cuenta de que es un defecto, porque nos sale de manera demasiado espontánea.

Pero esa actitud es totalmente contraria a la pureza de corazón, que Jesús nos pide: Bienaventurados los de corazón puro...  (Mt. 5, 8) 

                                                                                 


La advertencia de Jesús nuestro Señor es bien clara:  “Si vuestra santidad no es mayor que la de los maestros de la Ley y los Fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt. 5, 20).

Practiquemos la pureza de corazón, la rectitud de intención, la honestidad mental y espiritual.  Si nos cuesta, pidámosla en la oración.  Sólo así, el discurso contra los fariseos no será para nosotros.













Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org
Evangeli.org