domingo, 31 de julio de 2022

«La vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Evangelio Dominical)

 



Hoy, Jesús nos sitúa cara a cara con aquello que es fundamental para nuestra vida cristiana, nuestra vida de relación con Dios: hacerse rico delante de Él. Es decir, llenar nuestras manos y nuestro corazón con todo tipo de bienes sobrenaturales, espirituales, de gracia, y no de cosas materiales.

Por eso, a la luz del Evangelio de hoy, nos podemos preguntar: ¿de qué llenamos nuestro corazón? El hombre de la parábola lo tenía claro: «Descansa, come, bebe, banquetea» (Lc 12,19). Pero esto no es lo que Dios espera de un buen hijo suyo. El Señor no ha puesto nuestra felicidad en herencias, buenas comidas, coches último modelo, vacaciones a los lugares más exóticos, fincas, el sofá, la cerveza o el dinero. Todas estas cosas pueden ser buenas, pero en sí mismas no pueden saciar las ansias de plenitud de nuestra alma, y, por tanto, hay que usarlas bien, como medios que son.

Es la experiencia de san Ignacio de Loyola, cuya celebración tenemos tan cercana. Así lo reconocía en su propia autobiografía: «Cuando pensaba en cosas mundanas, se deleitaba, pero, cuando, ya aburrido lo dejaba, se sentía triste y seco; en cambio, cuando pensaba en las penitencias que observaba en los hombres santos, ahí sentía consuelo, no solamente entonces, sino que incluso después se sentía contento y alegre». También puede ser la experiencia de cada uno de nosotros.





Y es que las cosas materiales, terrenales, son caducas y pasan; por contraste, las cosas espirituales son eternas, inmortales, duran para siempre, y son las únicas que pueden llenar nuestro corazón y dar sentido pleno a nuestra vida humana y cristiana.

Jesús lo dice muy claro: «¡Necio!» (Lc 12,20), así califica al que sólo tiene metas materiales, terrenales, egoístas. Que en cualquier momento de nuestra existencia nos podamos presentar ante Dios con las manos y el corazón llenos de esfuerzo por buscar al Señor y aquello que a Él le gusta, que es lo único que nos llevará al Cielo.



 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,13-21):




EN aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús:
«Maestro, dije a mi hermano que reparta conmigo la herencia».
Él le dijo:
«Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?».
Y les dijo:
«Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola:
«Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose:
“¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo:
“Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.
Pero Dios le dijo:
“Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”.
Así es el que atesora para SÍ y no es rico ante Dios».

Palabra del Señor

 

 

 

 

COMENTARIO


 


Las Lecturas de este Domingo nos hablan sobre los bienes materiales y los bienes espirituales.  Nos advierten acerca del peligro de la avaricia, la cual es un pecado y un vicio relacionado con el apego a los bienes materiales y con el deseo de tener mucho.

 

La Primera Lectura del Libro del Eclesiastés (Qo 1, 2; 2, 21-23) nos insinúa la poca importancia que tienen los bienes materiales y los afanes de este mundo.

 

La Segunda Lectura de San Pablo (Col 3, 1-5. 9-11) nos invita muy claramente a ocuparnos “de los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios”.  Es decir, nos habla San Pablo de los bienes del Cielo, de los bienes que tienen relación con nuestra vida espiritual, de los bienes que tenemos que buscar para llegar a nuestra meta, que es el Cielo.  Menciona también San Pablo la “avaricia”, “como una forma de idolatría”.

 

Idolatría es la adoración y el culto a dioses falsos.  ¿Por qué, entonces, habla de la avaricia como idolatría?  Porque el deseo excesivo de bienes materiales, la satisfacción de necesidades inventadas o de lujos innecesarios terminan por convertir al dinero en un dios falso, en una cosa a la que se le rinde culto, porque se le pone por encima de todas las demás cosas, por encima de los bienes espirituales, por encima de Dios.

 

El Evangelio (Lc 12, 13-21) también nos habla de la avaricia: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.

 

Pero... ¡qué difícil es no estar apegado a los bienes de aquí abajo, a los bienes de la tierra: dinero, propiedades, comodidades, lujos, gustos, placeres, seres queridos, etc.!  Y si nos fijamos bien, en la Palabra de Dios el Señor nos pide apegarnos solamente a los bienes de allá arriba y desprendernos totalmente de lo que solemos llamar “las cosas de este mundo”.

 


Y si nos fijamos bien en lo que hemos rezado en el Salmo de hoy (Sal 89), podemos darnos cuenta de la poca importancia que tienen las cosas de esta vida.  El Salmo nos hace reflexionar también sobre lo efímero de esta vida; es decir sobre lo breve que es esta vida comparada con la eternidad: “Nuestra vida es tan breve como un sueño... Mil años son para Ti como un día ... Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”.

 

¡Y es verdad!  Es una insensatez darle tanta importancia a esta vida y a las cosas de esta vida.  ¡Esta vida es nada... comparada con la otra Vida!  ¡Es brevísima si la comparamos con la eternidad!  ¡Es poco importante si la comparamos con lo que nos espera después!

 

Recordemos aquí, entonces, el fin para el cual hemos sido creados...  ¿Cuál es nuestra meta? ...  Hemos sido creados por Dios para una felicidad perfecta.  Y ese anhelo de felicidad es bueno, pues ha sido puesto por Dios en el corazón del hombre.

 

Sin embargo, esa felicidad perfecta sólo será posible tenerla en la otra vida, en la Vida que comienza después de esta vida terrena, cuando se inicia para los seres humanos la Vida Eterna, la vida que no tiene fin. Es un error pensar que ese anhelo de felicidad se satisface con bienes materiales.

 

Cuando el ser humano busca equivocadamente esa felicidad en los bienes de este mundo -y muy especialmente, en los bienes materiales y en el dinero que los obtiene- pierde de vista los verdaderos bienes; es decir, los bienes de allá arriban.  Entonces corre el riesgo de quedarse con los bienes de aquí abajo y de perder los verdaderos bienes, que son los que recibiremos en la otra Vida.

 

Se nos olvida aquel consejo de Jesús: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6, 33).

 





Y el Señor, además de este consejo, nos hace varias veces graves advertencias sobre el apego a las cosas del mundo: “No acumulen tesoros en la tierra... Reúnan riquezas celestiales que no se acaban ... porque donde están tus riquezas, ahí también estará tu corazón”. (Mt 6, 19-21 y Lc 12, 33-34).

 

Esta advertencia de Jesucristo es muy importante.  En ella nos pide “ahorrar” para el Cielo, nos pide “ahorrar” bienes celestiales.  Y nos pide, además, considerar estos bienes celestiales como la verdadera riqueza.

 

Si seguimos considerando verdadera riqueza los bienes de aquí abajo, nuestro corazón quedará atrapado por esos bienes perecederos que se acaban: nuestro corazón quedará atrapado en el pecado de la avaricia.

 

Y ¿qué sucede con los bienes acumulados aquí?  ¿Acaso nos los podemos llevar para el viaje a la eternidad?  ¿Qué sucede con las riquezas acumuladas aquí abajo?  ¿Las podemos llevar con nosotros?  Bien sabemos que no... Definitivamente, no.

 

Se cuenta de un señor muy, muy avaro... ¡tan avaro! que quiso que lo enterraran con el dinero que había acumulado en una cuenta muy sustanciosa que tenía.  Y tanta era su avaricia que le hizo prometer a la esposa que lo enterraría con el dinero que estaba en esa cuenta.

 

Muere el señor y la esposa le hizo saber de su promesa al hijo mayor.  Este -muy sagazmente- resolvió el problema: 

 


“No te preocupes, mamá, yo le voy a hacer un cheque por la cantidad que hay en la cuenta, y se lo ponemos en la urna”... En qué Banco iría a cobrar este cheque el avaro fallecido (???).

 

Y esto -que parece un cuento- puede llegar a suceder, porque no sabemos a dónde nos puede llevar la avaricia.  La avaricia -recordemos- es una forma de idolatría, de rendir culto al dios “dinero”.  Y si no nos lleva a extremos como el del avaro enterrado con su cheque, sí nos aleja de las cosas de Dios, sí nos aleja de los bienes espirituales, sí nos aleja de lo único que es importante para llegar a nuestra meta que es el Cielo.

 

El Señor nos advierte acerca de la avaricia, acerca de ese apego a los bienes de este mundo.  Y lo hace en tono bastante grave, y en varias ocasiones.

 

Fijémonos, concretamente, en el Evangelio de hoy.  Nos dice así el Señor: “eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.

 

Y cuenta la parábola de un hombre acumulador de riquezas que se siente muy satisfecho de todo lo acumulado.  “Pero Dios le dijo: ¡Insensato!  Esta misma noche vas a morir.  ¿Para quién serán todos tus bienes?  Y la advertencia final del Señor en este Evangelio es la siguiente: “Esto mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.

 

Recordemos, nuevamente, lo que nos dice San Pablo en su Carta de hoy: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.  Pongan todo el corazón en los bienes del Cielo, no en los de la tierra”

 




Y ¿cuáles son esos bienes del Cielo? ... Se trata de todas las obras buenas a las que nos invita el Señor a través de su Palabra.  Una de ellas es el ejercicio de la Caridad, que es la virtud que nos lleva a amar a Dios sobre todas las cosas y a amar a los demás como Dios nos pide amarlos.

 

En la práctica de la Caridad podemos resumir los bienes de allá arriba, porque al final –justo antes de llegar a la Vida Eterna- seremos juzgados según hayamos amado o no...  “Al atardecer de la vida seremos juzgados en el Amor” (“Dichos de Luz y Amor”, San Juan de la Cruz)

 

¿Hemos amado a Dios -verdaderamente- sobre todas las cosas?  ¿Hemos amado a Dios por encima de cualquier otro bien terrenal?

 

Es decir: ¿Hemos puesto a Dios primero que todo (¿primero que el dinero?)...  y, también, primero que a todos?...

 

Pero, además, ¿ese Amor a Dios lo hemos traducido en amor a los demás; es decir, en buscar el bien del otro, primero y antes que mi propio bien? ...

 


Todo esto, y aún más, es acumular riquezas para el Cielo.

 

Las advertencias del Señor sobre los bienes del Cielo y los bienes de la tierra nos deben llevar a examinarnos sobre cómo están nuestros “ahorros” para el Cielo... ¿Estamos ahorrando sólo para este mundo... o estamos ahorrando principalmente para el Cielo?

















Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org

 


domingo, 24 de julio de 2022

«Jesús estaba en oración… ‘Señor, enséñanos a orar’» (Evangelio Dominical)

 

 

Hoy, Jesús en oración nos enseña a orar. Fijémonos bien en lo que su actitud nos enseña. Jesucristo experimenta en muchas ocasiones la necesidad de encontrarse cara a cara con su Padre. Lucas, en su Evangelio, insiste sobre este punto.

¿De qué hablaban aquel día? No lo sabemos. En cambio, en otra ocasión, nos ha llegado un fragmento de la conversación entre su Padre y Él. En el momento en que fue bautizado en el Jordán, cuando estaba orando, «y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; mi amado, en quien he puesto mi complacencia’» (Lc 3,22). Es el paréntesis de un diálogo tiernamente afectuoso.

Cuando, en el Evangelio de hoy, uno de los discípulos, al observar su recogimiento, le ruega que les enseñe a hablar con Dios, Jesús responde: «Cuando oréis, decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre…’» (Lc 11,2). La oración consiste en una conversación filial con ese Padre que nos ama con locura. ¿No definía Teresa de Ávila la oración como “una íntima relación de amistad”: «estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama»?





Benedicto XVI encuentra «significativo que Lucas sitúe el Padrenuestro en el contexto de la oración personal del mismo Jesús. De esta forma, Él nos hace participar de su oración; nos conduce al interior del diálogo íntimo del amor trinitario; por decirlo así, levanta nuestras miserias humanas hasta el corazón de Dios».

Es significativo que, en el lenguaje corriente, la oración que Jesucristo nos ha enseñado se resuma en estas dos únicas palabras: «Padre Nuestro». La oración cristiana es eminentemente filial.

La liturgia católica pone esta oración en nuestros labios en el momento en que nos preparamos para recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Las siete peticiones que comporta y el orden en el que están formuladas nos dan una idea de la conducta que hemos de mantener cuando recibamos la Comunión Eucarística.



 

 

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,1-13):




UNA vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».
Él les dijo:
«Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”».
Y les dijo:
«Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice:
“Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde:
“No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».

Palabra del Señor

 

 

 

COMENTARIO


 


 

Las lecturas de hoy nos hablan de la oración… nos hablan de varios tipos de oración.

 

En la Primera Lectura (Gn 18, 20-32) vemos a Abraham intercediendo por los habitantes de Sodoma y Gomorra, tratando de impedir la destrucción de estas dos ciudades, al presentarle a Dios, aunque sea diez hombres justos, para que, en atención a esos diez hombres buenos y santos, Dios no destruyera estas dos ciudades.

 

Sabemos lo que sucedió: Dios terminó destruyéndolas con fuego y azufre.  Se salvaron solamente Lot y su familia, seguramente porque era tan generalizada la perversión, que no había en ellas ni siquiera esos diez hombres justos, que Abraham ofreció presentar al Señor.

 

Notemos cómo comenzó ofreciendo cincuenta justos y terminó su oración ofreciendo sólo diez.  Y ni diez hubo.  Abraham hacía en este caso oración de intercesión por los habitantes de Sodoma y Gomorra.

 

En el Salmo (Sal 137) damos gracias a Dios por haber escuchado nuestras oraciones: Te damos gracias, Señor, de todo corazón.  Es decir, en el Salmo hemos hecho una oración de acción de gracias.

 

En la Segunda Lectura (Col 2, 12-14) sí aparece un justo: Jesucristo, el Justo entre los justos, que salva -no a dos ciudades- sino a la humanidad entera, con su Pasión y su Muerte en cruz.  “Ustedes estaban muertos por sus pecados... Pero Él les dio una nueva vida con Cristo, perdonándoles todos los pecados”.  Si bien “el documento cuyas cláusulas nos condenaban” ha sido eliminado con la muerte de Cristo, sin embargo, para poder aprovechar la condonación de esta deuda, cada uno de nosotros deberá colaborar respondiendo a la gracia divina.




El Evangelio (Lc 11, 1-13) contiene varias partes:

 

Una primera parte contiene esa oración que Cristo nos enseñó -el Padrenuestro.

 

Una segunda parte en la que el Señor nos recomienda que pidamos para recibir: “Pidan y se les dará”.

 

Una tercera parte, que es muy importante, en la que Jesucristo nos dice que el Padre Celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan.

Fijémonos, primeramente, en el Padrenuestro.  En esa oración que Jesús nos dejó están contenidas varias formas de oración:

 

Oración de Alabanza: Padre Nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre.

 

Oración de Contrición: Es la oración para pedir perdón por nuestras faltas.  Perdona nuestras ofensas.

 

Oración de Petición: Venga tu Reino.  Danos hoy nuestro pan de cada día.  No nos dejes caer en tentación.

 

Fijémonos ahora en la frase del Señor: “Pidan y se les dará”.   Y vamos a detenernos un poco más en esto, para poder entender el verdadero sentido de esta recomendación, y evitar cualquier confusión al respecto.

 


Sucede que tendemos a concentrar nuestra atención y -más que todo- nuestro interés en el “Pidan y se les dará”.  Pero pasamos por alto, tanto el comienzo del texto que contiene el Padrenuestro, como el final que dice que el Padre Celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan.  Y al no tomar mucho en cuenta el comienzo y el final perdemos, entonces, el verdadero sentido de este importante llamado a la oración de petición que nos hace el Señor.

 

El texto que toca para la Liturgia de hoy viene del Evangelio de San Lucas.  Pero este mismo texto ha sido narrado también en forma casi exacta por San Mateo.  Fijémonos cómo concluye Mateo esta recomendación del Señor: “... el Padre Celestial, Padre de ustedes, dará cosas buenas a los que se las pidan” (Mt 7, 11).

 

Todo el texto es igual en ambos Evangelistas: sólo cambia una palabrita al final: uno dice “dará el Espíritu Santo” y otro dice “dará cosas buenas... a los que se lo pidan”.  Son diferentes las palabras, pero veremos al final que significan lo mismo.  Y veremos también que el pedir para recibir no puede ser separado del final: es decir de que Dios dará  Espíritu Santo y cosas buenas a los que se lo pidan.

 

Siempre que hacemos oración de petición es porque tenemos un anhelo que deseamos se cumpla o porque tenemos un plan que deseamos se realice, o porque tenemos una necesidad que deseamos sea satisfecha.

 

Y más de una vez podría parecer que nuestra oración no ha sido escuchada.

 

Pero sucede que son muchas las veces que pedimos cosas que no nos convienen y que no coinciden con lo que Dios, nuestro Padre, desea para nosotros sus hijos.

 

Veamos lo que dicen sobre este mismo tema otras citas de la Sagrada Escritura.  “Piden y no reciben, porque piden mal” (Stgo 4, 2), nos advierte el Apóstol Santiago en su Carta.  Y San Pablo también insiste en esta idea: “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26).



Más aún: ¿Cómo podemos olvidar las palabras tan importantes del Padre Nuestro: “Hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo”?  Recordemos que Jesús nos enseña esta oración justamente antes de decirnos “Pidan y se les dará”.

 

El Catecismo de la Iglesia Católica, que dedica una buena parte de sus páginas a lo que es la oración y cómo debemos orar, nos dice que es necesario orar para poder conocer la Voluntad de Dios.  Es decir que necesitamos orar, para poder nosotros pedir lo que está conforme a los planes de Dios, para poder pedir esas “cosas buenas”, a las que se refiere San Mateo, para poder recibir esas gracias de santificación a las que se refiere San Lucas cuando dice que el Señor “dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan”.

 

Por eso el Apóstol San Juan refiriéndose al mismo tema de la oración de petición escribe así: “Estamos plenamente seguros: si le pedimos algo conforme a su Voluntad, Él nos escuchará” (1 Jn 5, 9).

 

Resumiendo, entonces: nuestra oración de petición debe siempre estar sujeta a la Voluntad de Dios, como rezamos en el Padre Nuestro: “Hágase tu Voluntad”.  Y como rezaba Jesucristo: “No se haga mi voluntad sino la tuya, Padre”  (Lc 22, 42 - Mc 14, 26).

 

Adicionalmente, debemos tener en cuenta que en los ambientes “New Age” y del esoterismo se tergiversa esta recomendación del Señor de pedir para recibir.

 

En efecto, en el mundo del llamado “poder mental” o de la “metafísica” se insiste en que el hombre exija a Dios la satisfacción de sus deseos.  Se tiende a confundir “bienestar” con el Bien que es Dios y su Voluntad.

 

Además, se pretende dar órdenes a Dios, que es nuestro Creador y nuestro Padre -nuestro Dueño- para tratar de lograr la propia satisfacción, lo que nos interesa, lo que deseamos ... y no precisamente las “cosas buenas” que Dios nos quiere conceder.

 


Esas “cosas buenas” que Dios nos quiere dar no siempre coinciden con nuestros deseos, con nuestros planes, con las cosas que nos interesan, o con las cosas que creemos que son muy importantes y muy necesarias para nuestra vida.

 

Y, aunque parezca otra la intención, en esa peligrosa corriente del “New Age” que es el poder mental y el control mental, a la larga lo que se obtiene con esa búsqueda de los propios deseos, es la independencia del hombre de su Padre del Cielo.  Y esto es todo lo contrario a lo que conocemos por fe a través de la Sagrada Escritura y de la enseñanza de la Iglesia.

 

Realmente, la Voluntad de Dios se conoce a través de la misma oración.  Por eso es importante establecer ese diálogo con el Señor, en el que tratamos de descubrir el misterio de su Voluntad.

 

Sea que en nuestra oración adoremos a Dios o le demos gracias o le pidamos algo, sea cual fuere la modalidad de oración que usemos, si la oración es un diálogo sincero para comunicarnos con Dios, para conocer sus deseos y sus planes, para amarlo y para complacerlo, Dios nos va dando esas “cosas buenas” que Él, como Padre infinitamente bueno que es, desea darnos para nuestro bien.

 



En resumen: Dios no siempre nos da lo que queremos, pero siempre nos da lo que necesitamos.

 

 

 








Fuentes:

Sagradas Escrituras

Evangeli.org

Homilias.org